Authors: Juan Benet
—Pero ¿y esas voces? ¿No ha oído usted unas voces? Parece que dentro de la casa...
—Sí, las he oído pero no las escucho —repuso el Doctor. Y añadió: «Es lo que queda de aquel entonces, voces, suspiros, unos pocos disparos al final del verano..., es todo el alimento de nuestra posguerra; vivimos del rumor y nos alimentamos de cábalas pero nuestro momento ha pasado ya, ha pasado para siempre... El presente ya pasó y todo lo que nos queda es lo que un día no pasó; el pasado tampoco es lo que fue, sino lo que no fue; sólo el futuro, lo que nos queda, es lo que ya ha sido; en esa última cocina habitada por una heroína de anteayer —incluso las moscas la han abandonado— sólo las manecillas de un reloj barato se mueven para señalar una hora equivocada, no tanto para medir ese tiempo inmensurable y gratuito que el jugador nos ha legado con infinita largueza como para materializar con su interminable movimiento circular la naturaleza del vacío que nos envuelve, del silencio que sucede a un pasado ultrasonoro cuyos ecos resuenan en el ámbito de la ruina, los últimos cornetazos, el golpeteo callejero de los cascos que entre los colores malvas de la tarde frustrada por los goznes de las puertas y los débiles susurros de las cortinas agujereadas y los largos suspiros —eructos de un tiempo empachoso e indigesto— tratan de ascender de un ayer gaseoso a un hoy sin memoria para caer una y otra vez, como ese escarabajo informado por una terca y grotesca voluntad que no deja lugar a la reflexión, que vuelve al suelo patas arriba cada vez que intenta trepar por un zócalo, no en el olvido sino en el desinterés, y que sólo resucitan con los estertores lejanos de un motor que se acerca por una carretera polvorienta en pos del cual acuden —los uniformes trocados en guardapolvos, las barbas hechas de algodón y arañuelo, todo el orgullo, el empaque y la guardarropía de la cabalgata reducidos a los limites de una atribulada caravana de cómicos de la legua, las miradas hipnotizadas por un punto del más acá—, a acogerse a la delirante hospitalidad de los supervivientes, los espectros de un ayer tantalizado. Pero la premonición es exacta; después de tantos años de resignación el inconfundible sonido del motor (hubiera hecho jurar al más paciente) vuelve una vez más, para poner su fe a prueba o para aliviar su purgatorio, ¿quiénes serán?, ¿son muchos o pocos?, ¿son jóvenes también, como nuestros padres?, o, por el contrario, han alcanzado nuestra edad... Y del otro lado, ¿se acuerdan todavía de nosotros?, ¿piensan quedarse?, ¿van a la guerra?, ¿piensan quemarlo todo, una vez más?, ¿se dirigen a la sierra?, ¿les espera el anciano?, ¿vienen o van? A medida que el sonido se aproximase hace la oscuridad en la habitación, siempre es así. Se cierran los postigos, los fraileros, las fallebas; se encienden las candelas y arde el reverbero, los otros espectros salen de los cajones, los tarjetones empolvados, las estampas de los misales, las fotografías orladas de terciopelo. La luz de los faros de un coche obligado a maniobrar en una encrucijada del pueblo iluminan furtivamente, a través de los resquicios y los agujeros de las tablas, ese mórbido escenario: todas las paredes padecen de humedad, ya no quedan sillas, techos vencidos vacilan y medran, por un pasillo enfilado hacia las sombras corre torpemente un bulto atacado por la fotofobia que apenas necesita empujar una puerta para buscar refugio en el sótano de los gemidos. Entonces se opera el fenómeno de la luz y del ruido, el tiempo se rompe para correr hacia aquel instante en que quedó en suspenso; ya sé que no fue un instante y que probablemente nunca sonó aquel aciago picaporte, como no sonaron los cascos de los caballos ni las cornetas y disparos de Mantua, pero lo que ayer no fue hoy tiene que haber sido; como no hubo grandeza hoy son necesarias las ruinas, apenas existieron esas familias que hoy se apiñan en las tumbas y los devocionarios, ni había la riqueza que justifique la podredumbre que hoy cunde, ni fatiga, la falta de apetito procede de un desengaño porque nunca se llegó a hacer la famosa promesa; así que no llegaron a pronunciarse las palabras que hoy los techos y pasillos devuelven convertidas en añoranza. Es cierto que la memoria desvirtúa, agranda y exagera, pero no es sólo eso; también inventa para dar una apariencia de vivido e ido a aquello que el presente niega. En una nube de polvo se llega a ver a un padre desesperado, una grieta de la pared ¿cuántas veces representa una figura en actitud de ofrenda? Hay un vaso en particular en cuyo fondo canta toda una tarde de verano, punteada por las voces de los chiquillos que juegan ante un estanque. Y sin embargo, no existía tal estanque. A veces calla: escucha en silencio el testimonio de un amor propio herido (el amor propio siempre está herido, por eso se conoce su existencia) que trata en vano de justificar la conducta que la vanidad ensalza; quién sabe, repito, si existió aquel padre, aquel prometido; pero sin duda hay treinta o cuarenta años de desolación, de eutanásico desprecio a la calle y a la mañana y a sus semejantes cuyas ofensas no quiere perdonar y sobre cuyas incógnitas no quiere interrogarse porque su adúltero concubinato con el espectro de su intimidad le fuerza a olvidar y deformar su único vínculo legítimo. Fue algo también combinado con la luz, como si luz y espejo hubieran tratado de distraer su atención con un reflejo casual a fin de que no reparara en el ruido postrero del picaporte, mucho más abajo. Luego volverá a él, ya transformada en una abuela mitómana, a compartir con él ese apasionado mare mágnum de ilícitos amores y enclaustrada grandeza que, al tiempo que aporrea la puerta cerrada, se magnifica por el mismo impulso de la ira o la vergüenza para adoptar una actitud altanera frente al espejo de la alcoba. ¡Cuánto le hablaría de la comedia representada frente a ese espejo —ese monstruo de la doblez y la enajenación— en cuyo helado interior se va a desarrollar en los años siguientes toda la inmunda descomposición de un apetito frustrado, entre cuyos furtivos brillos se va a producir la completa inversión de un orden que, carente de una sola partícula de amor, no tendrá más remedio que devorarse a sí mismo para restituirse a la estabilidad de la podredumbre, de la ruina, de la sinrazón y del orgullo! Pienso que supo en seguida engañarla con una imagen falsa que tomó sólo la mitad demente de su pasión mientras la otra mitad se resistía —por los pasillos silenciosos y el sótano en penumbra— a creer en aquel ruido fatídico, el clic terrible que sonó allá abajo apenas más perceptible que la caída de un alfiler o el chasquido de un relé que detuvo el mecanismo de la casa, que rompió el frágil precinto que preservaba nuestra edad ninfa de las venganzas, vicisitudes y contradicciones de un tiempo pigre y marrullero. Era el adiós; la joven que ante el espejo compone su figura y retoca su peinado adivina en seguida —al igual que el celador experto percibe, por encima del zumbido de la central, el disparo de la válvula— las horas de vejez y soledad que se avecinan tras el ruido del picaporte. Apenas vestida correrá escaleras abajo, romperá las cerraduras y los cristales, aporreará las puertas y atravesará todos los pasillos hasta que de improviso (el eco del abandono se ha extendido por doquier) la mitad cuerda se encuentra encerrada en la nueva crisálida gaseosa del desamparo mientras la otra mitad, indiferente y sarcástica, ensaya los pases de baile al compás de su propio silbar. En esas circunstancias pocas veces se produce la renuncia, llega antes una especie de acomodo a la miseria —mitigada por las fábulas— del mismo carácter que aquel insolente y degradante apego al bienestar; es ese apego el que aguanta, el que no tolera los cambios, el que, esas raras noches de los finales de verano, volverá a encender un cirio para contemplar las fotografías de antaño y rogar, entre lágrimas, hipidos, estertores y trémolos al Numa, una venganza radical. Existe un paraje, muy cercano al que usted anda buscando, al que podríamos llamar el tabernáculo de la ruina. Le diré dónde es: pasado el Burgo Mediano, un pueblo deshecho desde la guerra, hay que tomar la carretera que sube hacia Mantua y pararse en un pueblo que llaman El Salvador. Ya se imaginará usted por qué lo llaman así. En verdad, sólo la torre de su iglesia permanece en pie. Era un pueblo, sin embargo, situado en un paraje único, en una vega amena y fértil enclavada en el centro del circo de montañas; así que desde esa torre aparece toda la Sierra de Región como al alcance de la mano; en el centro, y en el norte justo, el Monje cuya enigmática presencia se columbra hasta en las noches más negras; y al este, mucho más lejos en apariencia y siempre orlado de nubes, el Malterra..., la verdad, no sé de qué me asombro. Esas noches de que le hablo (y acostumbra a ser en septiembre) un par de fechas después de haber sido visto el coche por la carretera de Región, acuden al campanario unas cuantas personas que ya no pueden vivir sino a expensas del sacrificio. El viaje es largo, sin duda, para hacerlo a pie, pero el premio lo compensa todo. No olvide usted que lo que está en juego es una clase de supervivencia; ni más ni menos. Apenas cogen allí y aunque las noches son cálidas y despejadas en torno a la torre —que las cornejas abandonan para tal ocasión, tal como los vecinos y propietarios de un pueblo invadido por los veraneantes— no se oyen sino invocaciones y lamentos, ese chisporroteo senil de mil deseos abortados medio siglo atrás que afloran a los labios para subir al cielo en una interminable fumarola de susurros. Pues allí, en Mantua, escondido entre los ardientes espinos, las verbenas y los espliegos, duerme nuestra postrer esperanza; o no, acaso no duerme nunca; es torpe, viejo y tuerto y —al decir del vulgo— de su bandolera cuelga todo un rosario formado con las muelas de oro que ha arrancado a sus víctimas; a la llegada del otoño, cuando da por terminada su temporada de caza, acostumbra a cantar una canción muy larga y muy triste, que viene a durar diez o veinte días, en la que se narra la desgraciada historia de aquella unidad carlista que se refugió en el valle, y que, trivializada, despojada de su poder hipnótico, adecuada a una letra populachera —"por un pedazo de pan" o "vosotros, los del metal"— se entona con voz desafinada en todas las terrazas habitadas de Región, las mañanas del alivio. En invierno se viste como un pastor de la taiga, una pirámide de lanas vírgenes coronada por un morrión de pieles de zorro y conejo, anudadas salomónicamente, y bajo el que se mueven continuamente sus ojos pequeños, negros y vivaces, que no tienen necesidad de mirar para saber dónde pisa, dónde se agita la hojarasca y dónde se estremece el matorral. Su historia —o su leyenda— es múltiple y contradictoria; se asegura por un lado que se trata de un superviviente carlista que —con más de ciento y pico de años— del odio a las mujeres y a los borbones saca cada año nuevas fuerzas para defender la inviolabilidad del bosque; por el contrario, también cunde la creencia de que su existencia se remonta a muchos años y decenios atrás: un monje hinchado de vanidad que abandona la regla cuando la intransigente reforma moderadora trata de restringir el consuelo del vino... Se afirma también que no se trata sino de un militar que todos hemos conocido y que, habiendo amado a una mujer hasta la locura, se fugó despechado y se retiró allá para ocultar sus voluntarias mutilaciones y cobrar venganza en el cuerpo de sus seguidores. No parece inverosímil; yo no digo que tales cosas no puedan ocurrir también en este siglo, pero sí afirmo que entonces, quiero decir, antes, tenían unas consecuencias más nefastas. Lo que sí parece cierto, es que siempre espera a la noche para empezar a actuar. Algunas se hacen interminables, el oído agudizado en la dirección del horizonte donde por última vez se vislumbró el resplandor de los faros; es la espera de la confirmación de ese límite que la miseria ha impuesto a la supervivencia para consagrar su condición, en un rellano de la escalera del campanario. En algunas ocasiones —cuando, por ejemplo, una partida de belgas quiso llegar allá con ayuda de muchos aparatos científicos— les ha obligado a esperar varias noches, pero al final el Numa responde siempre. Está bien, lo mato. No me pidáis más, yo lo mato y asunto concluido. Así vuestra conciencia sigue tranquila y el bosque sigue siendo mío. ¿Es eso lo que queríais, no? No os preocupéis más, ahí va eso, ¿satisfechos? Volveos tranquilos, nadie puede llegar hasta acá, que yo me cuido de eso. Ya comprendo que vuestra miseria no sería tolerable a sabiendas de que cualquiera puede llegar hasta aquí; así que esto es lo mejor para todos, ya lo comprendo. El pago... de sobra lo conocéis: nada de inquietud y sobre todo que nadie abrigue otra esperanza que la del castigo del transgresor, no digo ya del ambicioso. Una paz, por muy ruin que sea, es siempre una paz. Yo me cuido de mantenerla aquí al igual que vosotros la celáis allá abajo. ¿De acuerdo? Ahí va eso. ¿Qué dices tú de la condición? ¿Y del futuro? ¿Que carecéis del futuro? Reflexionad: un futuro sólo se abre a las amenazas, todo lo demás son habladurías. Volved a casa; no os llaméis cobardes ni ruines, no ha lugar a eso porque en vuestra ruindad hay escondida toda una ciencia del destino. Sí, no hay duda, es el Tiempo lo que todavía no hemos acertado a comprender; es en el tiempo donde no hemos aprendido a existir y es tras el tiempo —no después de la desesperación— cuando nos resistimos a aceptar la muerte. Tenía razón el Jugador: él no había hecho trampa ninguna, fue el tiempo quien se negó a aceptar la validez de sus razones y aceptó, en cambio, una estúpida combinación de cartones. Así es él, qué le vamos a hacer. Y me pregunto cómo es posible que persistamos en mantener tal abuso: en habilitar al tiempo como depositario de nuestra esperanza cuando es él —y solamente él— quien se encarga de defraudarla. Hay quien se ha acostumbrado a tener un futuro ante sí y hay también quien, en su desvergüenza, afirma que la parte más importante y decisiva de la vida es la que todavía no se ha vivido. ¡Que nos lo pregunten a nosotros! Ya le contaría yo a ése cómo en Región, a la mañana siguiente, se hace de nuevo la paz y una mitigada alegría, cantada por el hervor de las teteras, las risas de los sobrados y las canciones desafinadas en las terrazas, de una frivolidad añeja y ridícula, viene a sustituir por pocas horas el chillido de las ratas, los crujidos de las vigas combadas por el liquen. Enmarcada en una alta ventana una cara risueña y pacífica y ligeramente escorada parece entregarse a la recreativa
contemplación de una mañana de sol con esa indiferencia de quien está acostumbrado a los ecos sobrenaturales, de la misma naturaleza que la de esos paisanos que —en el tapiz de Bayeux— labran su tierra sin prestar atención a los fenómenos y apariciones celestiales que pueblan el firmamento a espaldas de ellos. ¿Por qué esa paz? Sin duda porque no cuentan con el porvenir, el Numa acaba de decir esa misma madrugada: “Queden las cosas como están, el futuro a la mierda”. Ningún resto de esperanza, en esta tierra de los desengaños, ha prevalecido desde que el tiempo fue sellado con el clic del picaporte o con el disparo de Mantua; para nuestra salud nada mejor podía haber ocurrido; ni prevalecerá —se lo puedo asegurar— mientras quede una postal, una fotografía amarillenta como ésa que usted trae, un recuerdo de cualquier índole con el que sondear el abismo de un hoy que no es sino un fue, un algo que no ha existido nunca porque lo que existe fue y lo que fue no ha sido. Sonó el picaporte —y como si obedeciera a un mecanismo escenográfico— se cerró la casa, desapareció la calle, se hizo la penumbra y callaron las voces de los chiquillos y todo quedó —como esa alegre colonia de insectos que en las narraciones infantiles pasa de la bullanga veraniega a los rigores y penurias del invierno— en el estado en que ahora lo ve usted. Me he pasado mi vida entre ellos; toda mi ciencia se ha consumido al tratar de conservar ese último resto de pulso que latía en sus brazos sin saber por qué, en nombre de qué. Creo que la vida del hombre está marcada por tres edades: la primera es la edad del impulso, en la que todo lo que nos mueve y nos importa no necesita justificación, antes bien nos sentimos atraídos hacia todo aquello —una mujer, una profesión, un lugar donde vivir— gracias a una intuición impulsiva que nunca compara; todo es tan obvio que vale por sí mismo y lo único que cuenta es la capacidad para alcanzarlo. En la segunda edad aquello que elegimos en la primera, normalmente se ha gastado, ya no vale por sí mismo y necesita una justificación que el hombre razonable concede gustoso, con ayuda de su razón, claro está; es la madurez, es el momento en que, para salir airoso de las comparaciones y de las contradictorias posibilidades que le ofrece todo lo que contempla, el hombre lleva a cabo ese esfuerzo intelectual gracias al cual una trayectoria elegida por el instinto es justificada a posteriori por la reflexión. En la tercera edad no sólo se han gastado e invalidado los móviles que eligió en la primera sino también las razones con que apuntaló su conducta en la segunda. Es la enajenación, el repudio de todo lo que ha sido su vida para la cual ya no encuentra motivación ni disculpa. Para poder vivir tranquilo hay que negarse a entrar en esa tercera etapa; por muy forzado que parezca debe hacer un esfuerzo con su voluntad para permanecer en la segunda; porque otra cosa es la deriva. Pues bien, le diré una cosa: mi pueblo, mi gente, mi generación apenas vislumbró la primera edad; en seguida nos dieron todo, no pudimos elegir casi nada. Mediante un esfuerzo más considerable que su estimación logramos sobrevivir gracias a una justificación incompleta, ilógica y defectuosa pero suficiente. Y duró muy poco; en verdad no hemos conocido sino la deriva o quizá el encallamiento, eso es, un encallamiento en una costa tan sórdida, desértica y hostil que no nos hemos atrevido a salir de la barca que nos trajo a ella. Y, todavía, le diré otra cosa...