Volverás a Región (23 page)

Read Volverás a Región Online

Authors: Juan Benet

BOOK: Volverás a Región
3.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Doctor se había apercibido, tiempo atrás, de un cambio; no sólo la encontraba más distante, no sólo aceptaba su compañía no con el desenfado de antes sino con la resignación que impone toda exclusión, sino que toda su actitud para con la gente que la rodeaba y admiraba parecía teñida de una reserva que —el Doctor lo sabía muy bien— no se podía atribuir solamente al cansancio o la timidez. Desde el primer día en que se puso en juego la sortija el Doctor comprendió que por parte de ella —y de manera tácita, por tanto mucho más irremediable— había quedado roto uno de los vínculos que le unía a su amante. No quizá el afecto pero sí el respeto; no la promesa ni la fidelidad ni la obediencia pero sí la lealtad. Y el Doctor no tardó un solo día en sentirse el tercer protagonista, llamado a sustituir al veleidoso capitán, pero decidió avanzar. por aquel terreno con paso muy prudente, con la cabeza sobre los hombros y sin dejarse arrastrar por el atractivo de María. Había ingresado en la clínica de Sardú un año antes, para curar una dolencia nerviosa que al principio le dio que pensar pero de la que pronto se convenció que era asunto baladí, si no una pura comedia. Era una dolencia lo bastante vaga y caprichosa como para justificar su permanencia en la clínica mientras su prometido difería en las mesas de juego su decisión al matrimonio. No se le había ocultado a él, desde los primeros días, que se trataba de su amante quien además de inducirla a trasladarse allí para tenerla cerca e iniciar su incorporación a la sociedad regionata no quería de ninguna manera verse envuelto —en gracia de la reputación de su nombre, de la posición que gozaban sus tías y de la herencia que de ellas esperaba— en un tipo de relación que si se traducía en escándalo pondría en compromiso aquellas prendas o le abocaría irremediablemente al matrimonio. Para un caso tal la clínica ofrecía una solución y un refugio seguros; no sólo justificaba, por razones de salud, la presencia en la ciudad de una joven atractiva y desconocida que en otro lugar, incluso con casa propia, habría dado lugar a habladurías, sino que, transcurridos unos cuantos meses de obediencia a la dieta, la aureolaba de una inocencia y una delicadeza tanto más dignas de respeto cuanto mayores eran las irregularidades que, en otro contexto, su propio estado le hubiera permitido. Y además «un estado delicado de salud» constituía el mejor pretexto para todas aquellas demoras, retiros y separaciones a que se obligaba un amante cuidadoso para justificarse ante unas tertulias siempre ávidas de sucesos de salón. El Doctor, empero, descubrió muy pronto la urdimbre de la comedia. Sardú, llevado de su manera de ser enredadora y traviesa, le había encomendado desde el primer momento el cuidado de la enferma con una atención que por su celo y esmero se salía de los hábitos de la casa. No se trataba solamente de la vigilancia clínica sino —más incluso que eso— también de su presentación en sociedad. Quizá Sardú, pero no el doctor, recibía del militar un plus a cuenta de los gastos de representación. En cambio el Doctor, y a instancias de su patrono, se vio obligado a invertir el importe de sus primeras mensualidades en un traje de etiqueta y en un curso de baile por correspondencia a fin de poder acompañar con toda propiedad a las veladas del casino y a algunas fiestas de Región tanto a ella como a otras enfermas de más edad que sólo padecían de un mortal aburrimiento. A los seis u ocho meses de su ingreso en el establecimiento, pasadas las fiestas navideñas, el Doctor empezó a vivir en tal estado de permanente zozobra y ansiedad que, de todo el establecimiento, él era el único que parecía necesitar una cura de nervios; porque ya no sabía cuál era su profesión, porque no sabía qué clase de mujer era la que le atraía y, lo peor de todo, no sólo qué futuro le aguardaba sino de qué clase de presente era posible disfrutar sintiéndose atraído por una mujer de cuya filiación no recelaba tanto como de su compromiso toda vez que las muchas fluctuaciones que sufrían sus relaciones con su amante tanto le hacían concebir esperanzas de llegar a ella por unos caminos mucho más limpios y breves que aquellos a los que ella parecía estar habituada, como parecían alejarle —definitiva y desesperadamente— de una persona en la que todo, hasta su conducta, le era desconocido, ajeno y velado. Aquel invierno —el que precedió al último verano— el Doctor tuvo un encuentro (o una visión, como se quiera llamar) que le dio mucho que pensar, que afectó a su ánimo y transformó su ansiedad en un incontenible deseo de resolver aquella situación y abandonar, en compañía de María, aquel lugar. Y fue lo que, en definitiva, le empujó a una decisión respecto a ella que al albur de sus frecuentes vacilaciones —y de los cambios de fortuna y de actitud de su amante— no habría sido engendrada. Fue hacia el final del invierno, una de esas raras noches que por precursoras de la primavera gozan de un aroma incipiente que más tarde el clima se ocupará de abortar; y la conducta de ella —aún no se había puesto la sortija sobre el tapete de juego— pasaba por un momento firme y sereno, un tanto despegado de todo lo que en aquellos días giraba a su alrededor. Habían salido después de cenar, a tomar el fresco bajo los olmos de la carretera; recuerda el Doctor que fue una de las primeras noches que la tomó del brazo para hablarle de un tema que conocía muy bien, una meditación quizá comenzada bajo el sol africano, en una trinchera del Rif; le estaba diciendo en qué —a su parecer— se diferenciaba el amor propio del orgullo, dos sentimientos muy parecidos respecto a todas las cosas propias y que sólo —si degeneran en dolencia— se pueden curar con fracasos; el primero es el que se cura, el segundo el que se agrava porque el fracaso viene a demostrar al hombre que aquello propio que tanto quería, hasta hacerle perder la lucidez, no era digno de tal amor; mientras que el orgullo prefiere negarse esa evidencia y, antes que poner en entredicho el amor a lo propio, prefiere atribuir las causas de su fracaso a los errores ajenos que no a sus propios desatinos... cuando en esto alguien le silbó, una sombra que columbró más atrás —al otro lado de la carretera— escondida tras un tronco. Se excusó por un instante, retrocedió unos pasos (tuvo un escalofrío) y preguntó en voz alta quién le requería. «Acércate», dijo una voz apagada con un tono muy seco. No acertó a vislumbrar sino una cabeza envuelta en sombras, adivinada más bien por los reflejos de la frente y los pómulos, y un cuerpo cuyo vestido no era fácil distinguir a pesar de la claridad nocturna; acaso no tenía pelo y protegía su calvicie con un pálido y gaseoso velo que se cerraba por debajo de la barbilla, a la altura de la boca. «Sebastián, ¿no es así?» «Eso es», repuso él, pero con cierto recelo, «¿qué es lo que desea?» «Esa mujer que te acompaña...», se diría que, bajo sus hábitos, consultaba una agenda de notas. Creyó ver también unas manos enfundadas en guantes de cuero negro en uno de cuyos dedos y eso le sorprendió más que cualquier otro detalle— brillaba una alhaja. «Yo diría que se llama..., vamos a ver...» El Doctor esperó. «Se llama..., aquí está: Gubernaël, eso es.» «¿Gubernaël? En absoluto, se apellida Timoner, María Timoner.» «Gubernaël, Timoner..., qué confusión más pueril; pero muy explicable», dijo, con una sonrisa suficiente. «¿Y cómo se encuentra?» Ni por un momento se le ocurrió al Doctor salir al paso de aquel impertinente interrogatorio. Contestó, «Bien, se encuentra muy bien. Fuera de todo cuidado». «Cómo lo celebro. Hago votos por su salud y porque no se repitan estas enojosas confusiones» —añadió, con un tono más seco aún; de su boca manaba un aliento que no era cálido ni fétido pero tan seco que sus palabras parecían salir de un instrumento de barro—. «;Y Gubemaël?, ¿no tienes una enferma de ese nombre?» «Eso es.» «¿Y cómo está?» «Está delicada; pasa por un momento estacionario pero su estado general me inspira...» «No me digas más, no me digas más. ¿Estará durmiendo a estas horas?» «Sin duda, hace un par de horas que la di un calmante.» «Está bien, está bien. No tardes en retirarte. Estas noches son traidoras. Buenas noches, doctor Sebastián...» y no le vio irse. Al instante le pareció advertir que deshacía su camino, en dirección a la clínica, pero pronto desechó esa idea. Al volver con María le embargaba la sensación de haber sufrido un espejismo, uno de esos espasmos involuntarios que la memoria inicia pero que la realidad no ratifica o el recuerdo entenebrece y que en adelante quedarán suspensos en un tiempo de nadie, un instante abortado y un pasado sin sanción ni registro. No la dijo nada, evadió sus preguntas y procuró abreviar el paseo. Aquella madrugada, en la clínica, murió una señora anciana apellidada Gubernaël, de ascendencia flamenca, que llevaba varios años en el establecimiento, aquejada de una dolencia nerviosa que no tenía solución pero cuyo estado tampoco hacía temer un desenlace inmediato. María le contó, unos días después, que la noche del paseo había sufrido algunas pesadillas —una en particular que insistía y reiteraba sobre el mismo tema; envuelta para ser transportada era un millar de veces desenvuelta y vuelta a envolver por culpa de muchas deficiencias y contraórdenes— y que, protegida por un sueño muy superficial, había tenido la sensación de que alguien en la madrugada la había ido a visitar a su habitación. Había llegado hasta su cabecera y levantó sus sábanas pero al reconocerla se retiró sigilosamente, avergonzado de su propia indiscreción o confundido por el mismo error que informaba la pesadilla. El Doctor quedó muy pensativo: la confusión de nombres de la víspera, la actitud incrédula de la sombra, la muerte de la Gubernaël y las noticias de la visita que llegó a levantar el embozo de sus sábanas y que sólo se hacía sentir por su aliento..., todo aquello le llevó a pensar que, gracias a una orden cursada por error, se había puesto en marcha un mecanismo con la meta puesta en María y que no iba a detenerse sino a la cabecera de su cama, gracias a... En las semanas que siguieron su inquietud fue en aumento; no quiso salir al paseo vespertino, la prodigaba toda clase de exagerados cuidados y, con la ausencia de Sardú y el pretexto de una repentina anemia, la sometió a un plan cuyo rigor llegó a levantar sospechas de aquel prometido que en ningún momento podía dar crédito a la pretendida dolencia, aun cuando por aquellas fechas lo único que le importaba seriamente era la moneda de oro de aquel jugador de medio pelo. Fue una razón, y no la menor, por la que estuvo ausente durante la mayor parte de aquella larga e incierta partida de naipes en la que, a partir del momento en que entró en juego su sortija de prometida, ella misma por propia y tácita voluntad se convirtió en prenda. Porque no había olvidado ni su gesto ni su frase de despedida, cuando con mano experta le birló la moneda.

La partida se prolongó mucho tiempo, en un escenario casi desierto; y con la llegada del buen tiempo disminuyeron los temores del Doctor por lo que menudearon sus visitas al casino para presenciar el resultado que aquellos dos hombres, absortos y furiosos, incapaces de superar con la tenacidad y el tiempo las leyes de unos números que parecían conjurados para destruirlos, habían decidido sin contar con ellos (y ahí hay que incluir al Doctor). Y en los dos últimos meses ya no se apartaron de la mesa; ella más pálida, reservada y serena contempló inmutable (y secretamente esperanzada, quizá), sin un momento de desmayo ni un cambio en el sentido del azar, cómo su prometido perdía su fortuna que sólo momentáneamente pasaba a manos del otro —inmutable también, serio y paradoxal, vestido siempre con el— mismo traje de confección y la misma camisa de puños mugrientos, la misma corbata de dibujos escoceses, carente ya de forma y anudada a su cuello como el cordón de un penitente, sentado ante la mesa de juego con la terne e inalterable discreción de un empleado probo, reservado y puntual— para evaporarse entre excrecencias de pasta e hipóstasis del nácar, última sublimación de un dinero que nunca asomó pero que un día, reducido a un papel arrugado y plegado y la sortija de promisión que quedó en el centro del tapete, conoció su extinción.

El Doctor no llegó nunca a saber cabalmente cómo se hizo el trato. Es posible que no hubiera trato ninguno sino que a lo largo de tantos meses y tantas vicisitudes— ambos jugadores comprendieron que la mujer, representada por la sortija, se hallaba incluida en el lote. Y ella lo corroboró, segura del poder de la moneda, con aquel cerrar de ojos con el que —además de otorgar su asentimiento— hizo comprender al otro de qué se trataba realmente. Así que fue ella —no el militar que todo lo más la había de dar por perdida pero no ganada por el otro la que decidió la suerte de los tres; de los cuatro, más bien. Porque el Doctor también se equivocó, convencido de que todo aquel juego no representaba para ella sino una humillación, un despojo y una decepción: no supo tomar en consideración la presencia del rival que, celoso de su juego como de su deber, sin abandonar su actitud discreta y resuelta, apenas tuvo una mirada para ella. Por eso el Doctor calculó y midió muy bien sus actos pero sin apercibirse de que el único que había de sacar provecho de ellos era aquel a quien nadie miraba, deslumbrados por su pieza de oro; sin que mediara una declaración, de principio obviada por su anterior abnegación y por la delicadeza de una conducta que a todo trance le procuraba ocultar el estado de sus sentimientos a fin de evitarle en aquellas circunstancias mayores mortificaciones e incomodidades, cuando le sugirió la idea del viaje (y lo hizo sin participarle la intención de acompañarla sino solamente como un remedio a los muchos trastornos que le provocaba la continuación del juego) no recibió sino un tácito y apesadumbrado asentimiento, un «más adelante, más adelante» exponente de tantos dolorosos trances que en los últimos días vinieron a transformarse en una actitud de ansiedad y expectación y del reconocimiento de una manifiesta inclinación por el jugador —no mitigada por el encono de un orgullo herido—, independiente del agradecimiento que le debía al hombre que había sabido reconfortarla y del enojo que le provocaba aquel que no había hecho sino humillarla. A partir de entonces el Doctor supo a qué atenerse; sabía por supuesto que, antes del final de la partida, la decisión no partiría de ella —o de aquel orgullo en estado convaleciente, de aquel ingenuo aplomo no ratificado por la reflexión ni el interés sino por otras virtudes más simples y, por así decirlo, naturales—, paralizada en un momento un tanto expectante y atónito —las manos a media altura, los ojos vueltos hacia un rincón— como un muñeco al que se le ha acabado la cuerda antes de dar fin a su baile. Se diría que, olvidada por aquella mano que la había puesto en marcha, no era capaz de recuperar el movimiento a menos que otra mano, igualmente hábil, reparase en aquel mecanismo que la otra había olvidado de súbito. Bastaba pues —de acuerdo con los cálculos del Doctor— un poco de tacto; lo decidió —ella solamente asintió, casi paralizada por la última humillación y enajenada por un psíquico pudor que aún buscaba en su dedo la sortija de prometida—, una de las primeras noches de septiembre y una de las últimas de juego. Arregló sus asuntos en la clínica, hizo las maletas y para no despertar rumores se trasladó a una fonda de las afueras de Región, una venta aislada, situada en el cruce de dos caminos, adonde un coche de alquiler —que había de recoger previamente a María— le había de ir a buscar a la media tarde. Y decidieron asistir a la velada por última vez aun cuando el Doctor no las tenía todas consigo; se maliciaba que —sin querer darle el carácter de un ultimátum— trataba de llevar a cabo un postrer y casi involuntario —dominado por la inercia y la indecisión, al igual que el jugador harto de perder se siente incapaz de levantarse de la mesa, de dominar su curiosidad por un resultado en el que se mezclan intriga y esperanza, nunca hastío y cansancio— intento de restaurar el orden subvertido por el azar. Estaba casi exhausto y el otro había acumulado un considerable montón de fichas de diversos colores; apenas les miró al entrar cuando, espoleado por un guiño del Tiempo que al correr por un pasillo vecino y entrecerrar una puerta daba a entender la índole de su apresuramiento, decidió aventurar la última postura. Del bolsillo de la chaqueta sacó un sobre arrugado que colocó en el recuadro acotado del tapete; luego, con parsimonia, se recostó sobre el respaldo y levantó el mazo de cartas con una mirada interrogante e impertinente hacia el otro. Era el sobre que contenía la sortija y con él la renuncia pero el Doctor no sabía eso; para saberlo había de esperar unos cuantos años. «Y eso ¿cuánto vale?», preguntó el otro, con cierta flema. «Lo sabe de sobra; no vamos a andar con tapujos a estas alturas.» Ya jugaba con soltura, había aprendido a contar un montón y valorar una apuesta con una simple mirada; adelantó todas las fichas que tenía delante pero el otro, tranquilamente recostado, meneó la cabeza y le hizo un signo con la barbilla; no tardó mucho, no quiso mirar hacia atrás y —sin querer discutir, sin demostrar la menor voluntad de recusar un fallo que le era dado— sacó del bolsillo del pantalón la moneda y la arrojó al centro de la mesa. Luego se cruzó de brazos y esperó los naipes como quien, ante la ventanilla de un despacho oficial, aguarda por un certificado. No descubrió sus naipes, no vio el gesto del militar; se levantó y sólo después de cambiar con ella unas palabras recordó que debía volver a la mesa no para retirar su ganancia —de eso estaba seguro— sino para recibir el certificado. Entonces fue cuando el Doctor —atento a la marcha de ella— oyó el ruido de la silla al caer; le pareció que el otro quería huir pero antes de que el cuerpo iniciara la carrera el miedo ya había reflexionado. Y se abalanzó sobre la mesa porque comprendió que en aquellas circunstancias ya no tenía tiempo de explicar que él no era el responsable del engaño, que por tanto no había robo sino que se trataba de una apropiación que el Tiempo había sancionado y consagrado al obligarle a aceptar la regla. Porque no había envite por su parte sino una mera aceptación de una puesta y de una función de la que ahora el azar trataba de burlarse. Era el Tiempo el que unía dos actos independientes: una jugada que contradecía e invalidaba a todas las anteriores y el compromiso adquirido a lo largo de éstas. No era su intención robar al militar —ni mucho menos herirle— sino obligar al tiempo a desdecirse de su jugada y restituir el orden, del que dependía la salvación de aquella mujer, que había trastornado a su capricho sólo para demostrar, una vez más, que había de prevalecer su señorío. No había, pues, dolo. Era el Tiempo el que, como distribuidor cicatero y caprichoso de sus propias decisiones, transformaba en acción dolosa el respeto a sus adquiridos compromisos ante los que Él tenía que responder toda vez que los había inducido al transformar la jugada en ley. Pero el propio agente del tiempo —había empezado a ordenar los montones para llevar a cabo el inventario no tenía otra instrucción que llevar la ejecución adelante; se abalanzó sobre la mesa en cuanto comprendió que era inútil explicárselo (tan inútil como el intento de discutir el espíritu de las leyes con el recaudador de contribuciones), porque no tenía tiempo para ello toda vez que una mentalidad de jugador no había de aceptar las explicaciones de un pensamiento causal y porque —en consecuencia— necesitaba de una prórroga, que la sentencia le negaba, para presentar sin apelación y tratar de invalidar el fallo; y sobre todo porque ella se había marchado ya. Antes de que el otro tomara el sobre ya se había concedido la prórroga, la mano quedó detenida sobre el tapete y unida a él por una navaja clavada entre sus huesos y que, salpicada de sangre, vibraba aún con el diapasón decreciente de su vengativa justicia hasta que el fluir de la sangre, corriendo sorprendida de su reciente liberación, detuvo el temblor fascinante del acero para anunciar el dolor y la culpa. Luego vio los montones de piezas de nácar y la moneda de oro, que cogió a puñados para vaciarlos en los bolsillos, un gesto que formaba parte del mecanismo que accionó el cuchillo una vez que la voluntad decidió apelar y la memoria le obligó a aceptar todos los hechos del sumario. Al instante todos volvieron atrás; se diría que habían estado ensayando una escena mil veces repetida y que, alcanzada una cierta perfección, podían pasar a la siguiente; y entonces vacilaron porque apenas recordaban cuál era el ademán, el gesto y el tono requeridos por esa siguiente. «El acto tercero —o el que sea— se refiere a las desventuras del escuadrón», dirá el Doctor más adelante, «desde los primeros momentos de su formación en torno a la mesa de juego donde hemos dejado clavada la mano del jugador (en escena se anuncia el soplo de la némesis; todas las antiguas faltas van a encontrar su correlato en el aparato de la ruina) hasta los pavorosos vivacs en el corazón de la montaña, los lamentos infantiles del viento en las cañadas, los presentimientos del castigo, los premonitorios avisos del guarda cuyos pasos resuenan en la hojarasca. Consumido por la fiebre y abrasado por el deseo de venganza, un hombre —la barba de tres días, se come las uñas de una mano sujeta con un torniquete—, observa con recelo a sus compañeros de avanzada que tratan de distraerse con los naipes, una noche de malos augurios. Ya no sabe qué es lo que quiere porque venganza, mujer y fortuna se mezclan en su furor, avivado por la impotencia que le embarga ante la inmensidad de la montaña; la vista del nácar, cuya futilidad alguien menciona para justificar la retirada, obnubila su mente. De nuevo brillan los cuchillos, los cuerpos comienzan a luchar, al grito sucede la carrera, a la carrera..., un disparo solitario en los confines de Mantua. Una escena de sainete se convierte a veces en el final de una época y unos aficionados inexpertos tienen que representar a veces el mismo papel de Catón; el telón de una anacrónica comedieta de costumbres se levanta para dar lugar a un escenario en ruina y en el intermedio, mientras los comparsas se cambian los disfraces y los actores fuman en los pasillos, estalla la guerra civil. Los que hemos llegado tarde a la representación apenas nos hemos hecho cargo de la clase de comedia que nos ha tocado presenciar...»

Other books

Falling Star by Diana Dempsey
Fireweed by Jill Paton Walsh
Professor’s Rule 01 - Giving an Inch by Heidi Belleau, Amelia C. Gormley
Against the Wall by Jarkko Sipila
The Alaskan Laundry by Brendan Jones
City of Swords by Mary Hoffman