Zapatos de caramelo (41 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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Jueves, 13 de diciembre

Hoy vino madame Luzeron y trajo varias cosas para el escaparate de Adviento: muebles de juguete de su antigua casa de muñecas, cuidadosamente embalados y guardados en cajas de zapatos rellenas con papel de seda. Hay una cama de cuatro columnas con dosel, una mesa de comedor y seis sillas. También trajo lámparas, alfombras, un diminuto espejo dorado y varias muñequitas con cabeza de porcelana.

—No puedo permitir que se desprenda de esos objetos —aseguré cuando los dejó sobre el mostrador—. Se trata de antigüedades ...

—No son más que juguetes, quédeselos todo el tiempo que quiera.

Los puse en la casa, en la que hoy hemos abierto otra puerta. Se trata de una escena encantadora, en la que una cría pelirroja (uno de los muñecos de pinza de Anouk) admira una enorme pila de cajas de cerillas, cada una primorosamente envuelta con papel de colores y con un lacito.

Falta poco para el cumpleaños de Rosette. La fiesta que Anouk ha organizado con tanto cuidado es, en parte, celebración de ese aniversario e intuyo que también el intento de recrear una época (probablemente imaginaria) en la que Yule significaba algo más que papel metalizado y regalos y la vida real estaba más próxima a las escenas íntimas e imaginarias que rodean la casa de Adviento que a la verdad más de relumbrón de las calles parisinas.

Los niños son muy sentimentales. He intentado contener sus expectativas, explicarle que una fiesta no es más que una fiesta y que, por muy amorosamente que se prepare, no puede recuperar el pasado, cambiar el presente ni garantizar una mínima nevada.

Mis comentarios no han ejercido el menor efecto en Anouk, si exceptuamos que ahora habla de todas las cuestiones de la fiesta con Zozie en lugar de conmigo. Me he percatado de que, desde que Zozie se ha mudado a la chocolatería, Anouk pasa casi todo el tiempo libre con ella, en su cuarto, se pone sus zapatos (he oído el taconeo sobre la madera), comparten bromas que solo ellas entienden y hablan al infinito..., me gustaría saber de qué.

Creo que, en cierta manera, resulta conmovedor. Sin embargo, una parte de mí, esa faceta envidiosa y desagradecida, sigue sintiéndose ligeramente excluida. Desde luego que es maravilloso que Zozie esté aquí, se ha portado como una verdadera amiga, ha cuidado de las niñas, nos ha ayudado a reinventar el local para que por fin empecemos a ganarnos la vida...

De todos modos, no creo estar ciega ante lo que ocurre. Si observo veo entre bambalinas: el sutil dorado, el montón de campanillas en el escaparate, el dije que cuelga encima del umbral y que confundí con un adorno navideño, las señales, los símbolos, las figuras de la casa de Adviento, la magia cotidiana que supuse abandonada hacía tanto tiempo y que cobra vida en cada rincón...

¿
Qu
é
da
ñ
o hacemos?,
me pregunto. Prácticamente no se le puede llamar magia, solo se trata de unos pocos encantos, de una o dos señales de la buena suerte, de la clase de cosas en las que mi madre no habría pensado dos veces...

No dejo de estar perturbada. Nada es totalmente gratuito; como sabe el muchacho del cuento, el que vendió su sombra por una promesa, no es posible hacer oídos sordos ante las condiciones del trato; si compro a crédito en el mundo, no tardaré en tener que pagar el precio de...

Zozie,
¿
a cu
á
nto asciende?

¿
Cu
á
l es tu precio?

Por la tarde me sentí cada vez más alterada. Tal vez había algo en la atmósfera o en la luz invernal. Descubrí que deseaba ver a alguien, aunque no supe a quién, quizá a mi madre, a Armande o a Framboise. Era alguien simple, alguien en quien confiar.

Thierry telefoneó dos veces y eludí sus llamadas. Habría sido incapaz de comprender lo que me pasaba. Intenté concentrarme en el trabajo pero, por algún motivo, todo se torció. Calenté demasiado o muy poco el chocolate, dejé que la leche hirviese y puse pimienta en lugar de canela a un lote de rollitos de avellana. A media tarde me dolía la cabeza y finalmente dejé a Zozie a cargo de todo y salí a tomar el aire.

Caminé al azar, sin pensar adónde iba. Ciertamente no me dirigí a la rue de la Croix, si bien allí me encontré menos de veinte minutos después. El cielo estaba quebradizo y de tono azul porcelana y el sol se encontraba demasiado bajo como para dar calor. Me alegré de haberme puesto el abrigo, marrón como las botas, y lo ceñí alrededor de mi cuerpo cuando me interné entre las sombras de la parte baja de la colina.

Fue una coincidencia, eso es todo. A lo largo del día no había pensado en Roux, pero allí estaba, en la entrada del edificio, con botas, mono de trabajo y una gorra negra tejida que le tapaba la cabeza. Aunque se encontraba de espaldas a mí lo reconocí de inmediato; tiene que ver con su modo de moverse, sin prisa pero sin pausa, flexionando los músculos delgados y fibrosos de la espalda y de los brazos cuando arroja cajas y cajones con escombros en el contenedor colocado junto al bordillo.

Me oculté instintivamente detrás de una furgoneta aparcada. La sorpresa de ver a Roux y de encontrarme en el lugar del que Zozie me había aconsejado que me mantuviese alejada me llevaron a ser cautelosa, por lo que lo observé desde detrás de la furgoneta, invisible con mi abrigo de color casi indefinido y con el corazón que me golpeaba como la bola de la máquina del millón. Me pregunté si debía hablar con él. ¿Me apetecía dirigirle la palabra? Además, ¿qué hacía allí? Se trata de un hombre que detesta la ciudad y el ruido, que desprecia la riqueza y prefiere el cielo a un techo... En ese preciso momento Thierry salió del edificio. En el acto percibí tensión entre ambos. Thierry parecía contrariado, estaba rojo como un tomate, se dirigió a Roux con tono tajante y le hizo señas de que entrase.

Roux no se dio por enterado.

—¿Estás sordo o tonto? —preguntó Thierry—. Por si lo has olvidado, debemos cumplir con el maldito plan de trabajo. Comprueba los niveles antes de empezar, los tablones no son de madera de pino de un centímetro de grosor, sino de roble.

—¿A Vianne también le hablas así?

El acento de Roux varía según su estado de ánimo. Hoy era prácticamente exótico y estaba cargado de sonidos guturales. Con su deje parisino, Thierry casi no lo entiende.

—¿Qué has dicho?

Roux repitió con tono insolentemente bajo:

—Te he preguntado si a Vianne también le hablas así.

La expresión de Thierry se demudó.


Yanne
es la persona por la que hago todo esto.

—Ahora comprendo qué ve en ti.

Thierry soltó una carcajada desagradable.

—Se lo preguntaré esta noche, ¿vale? Da la casualidad de que la veré. Pienso invitarla a cenar a un restaurante donde no venden pizza por raciones.

Pronunció esas palabras y echó a andar calle arriba, por lo que Roux hizo un gesto obsceno a sus espaldas. Me agaché rápidamente junto a la furgoneta y me sentí como una tonta, pero no quería que supieran que estaba allí. Thierry pasó a dos metros y su mueca fue una mezcla de cólera, disgusto y malévola satisfacción. Le dio aspecto de hombre mayor y, hasta cierto punto, de desconocido; durante unos segundos me sentí como una niña a la que pillan mirando por la cerradura de una puerta vedada. Finalmente Thierry se alejó y Roux se quedó solo.

Lo observé durante varios minutos. Cuando no saben que las miras, las personas suelen mostrar aspectos inesperados de sí misma, como ya había notado en Thierry cuando pasó a mi lado. Roux se sentó en el bordillo y permaneció inmóvil, con la vista clavada en el suelo y aspecto, más que nada, de cansado, aunque en su caso es difícil saberlo.

Me dije que debía regresar a la chocolatería. Anouk tardaría menos de una hora en llegar a casa, tenía que preparar la merienda de Rosette y si Thierry decidía presentarse...

Salí de detrás de la furgoneta.

—Roux...

Indefenso, Roux se incorporó de un salto y quedó iluminado por su radiante sonrisa, aunque la cautela no tardó en volver a dominarlo.

—Thierry no está aquí, si es a quien buscas.

—Ya lo sé —respondí y Roux recuperó la sonrisa—. Roux...

Abrió los brazos y me cobijé en ellos como antes, con la cabeza apoyada en su hombro e impregnada por el aroma cálido y delicado de su persona, muy distinto al olor de la madera serruchada, la cera o el sudor. Fue como si quedásemos cubiertos por un edredón.

—Entra, estás tiritando.

Lo seguí y subimos. El piso estaba irreconocible: cubierto de sábanas blancas, quietas como la nieve, con los muebles apilados en los rincones y el suelo convertido en una nube de polvo oloroso. Libre del apiñamiento al que lo había sometido Thierry, me di cuenta de las amplias dimensiones del apartamento, los techos altos con molduras de yeso, los anchos marcos de las puertas y las trabajadas barandillas de los balcones que dan a la calle.

Roux se percató de que yo me había fijado en eso.

—En lo que a las jaulas se refiere, está bastante bien. El gran señor no repara en gastos.

Lo miré a los ojos.

—¿Thierry no te gusta?

—¿Y a ti?

No hice caso de su sarcasmo.

—No suele ser tan brusco. Te aseguro que generalmente es muy amable. Sin duda está sometido a estrés o tal vez lo has puesto nervioso...

—O quizá es agradable con la gente importante y dice lo que le da la gana a los que no cuentan.

Dejé escapar un suspiro.

—Abrigaba la esperanza de que os entendieseis.

—¿Por qué crees que no me he largado ni le he partido la cara? —Desvié la mirada y no respondí. La carga entre nosotros se acrecentó. Fui muy consciente de que Roux estaba a mi lado, muy cerca, y de las manchas de pintura de su mono. Debajo llevaba una camiseta y de su cuello colgaba un cordón con un pequeño cristal de río de color verde—. ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a haraganear con la mano de obra?

Ay, Roux,
pensé. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que estoy aquí por ese punto secreto que tienes justo encima de la clavícula, en el que mi frente encaja a la perfección? ¿Que no solo conozco tus predilecciones, sino cada uno de tus giros y recovecos? ¿Que en el omóplato izquierdo tienes tatuada una rata que siempre he fingido que no me gusta? ¿Que tu pelo tiene el color del pimentón y las caléndulas y que los rápidos dibujos de animales que hace Rosette me recuerdan tanto tus trabajos en madera y piedra que a menudo me duele mirarla y pensar que no te conoce...?

Besarlo empeoraría las cosas. Por eso lo besé, cubrí su cara de pequeños besos suaves, le quité la gorra, me saqué el abrigo, busqué su boca con quemante alivio...

Los primeros minutos me quedé ciega, más allá de todo pensamiento. Solo existió mi boca y lo único real fueron mis manos sobre su piel. El resto de mi persona fue imaginario y cobró vida al tocarlo, poco a poco, como la nieve que se derrite. Volvimos a besarnos en medio del vértigo, de pie en la estancia vacía que olía a aceite y a serrín y en la que las sábanas blancas se desplegaban como las velas de un barco...

Desde algún rincón de la mente fui consciente de que no era ese el plan, de que todo se complicaría hasta límites incalculables, pero no pude refrenarme. Había esperado demasiado y ahora...

Me quedé petrificada.
Y ahora,
¿
qu
é
?,
pensé. ¿Volveríamos a estar juntos? ¿Qué sucedería luego? ¿Así ayudaría a Anouk y a Rosette? ¿Así desterraría a las Benévolas? ¿Nuestro amor permitiría llevar comida a la mesa o aquietar el viento aunque solo fuese un día?

Vianne, habr
í
a sido mejor que hubieses continuado dormida,
declaró la voz de mi madre en mi cabeza.
Si este hombre te interesa, lo m
á
s aconsejable es que...

—Roux, no he venido por esto. —Hice un gran esfuerzo y lo aparté. En lugar de tratar de retenerme, Roux me observó mientras me ponía el abrigo y me acomodaba el pelo con manos temblorosas—. ¿Qué haces aquí? —pregunté impetuosamente—. ¿Por qué te quedaste en París?

—No me pediste que me fuese —repuso—. Además, quería conocer a Thierry, cerciorarme de que estás bien.

—No necesito tu ayuda. Estoy bien. Ya lo has visto en la chocolatería.

A Roux se le escapó una sonrisa.

—En ese caso, ¿qué haces aquí?

Con el paso de los años he aprendido a mentir. He mentido a Anouk y a Thierry y ahora debo mentir a Roux. Si no lo hago por él, debo hacerlo por mí misma..., pues sabía que si se despertaba otra parte de mi zona dormida, los abrazos de Thierry no solo me resultarían molestos, sino totalmente intolerables y los planes realizados durante los últimos cuatro años saldrían volando como hojitas al viento.

Lo miré.

—Te pido que te vayas. Quiero que te vayas. Esta historia no es justa contigo. Esperas algo que es imposible y no quiero volver a hacerte daño.

—No necesito ayuda —se mofó Roux—. Estoy bien.

—Roux, por favor.

—Dijiste que lo querías, pero tus palabras demuestran que no es así.

—No es tan sencillo...

—¿Por qué? —quiso saber Roux—. ¿Por el local? ¿Te casarás con él por la chocolatería?

—Hablas como si fuera una tontería. Dime, ¿dónde estabas hace cuatro años? ¿Qué te hace pensar que puedes regresar con la expectativa de que nada ha cambiado?

—Vianne, no has cambiado tanto. —Roux estiró la mano y me acarició la cara. La electricidad estática había desaparecido y fue sustituida por un dolor sordo y enternecedor—. Si crees que ahora voy a irme...

—Roux, tengo que pensar en mis hijas, no se trata solo de mí. —Le cogí la mano y la apreté con todas mis fuerzas—. Lo de hoy solo demuestra una cosa: no puedo volver a estar a solas contigo, no confío en mí misma y no me siento segura.

—¿La seguridad es tan importante?

—Si tuvieras hijos sabrías que sí.

Esa fue la mayor de las mentiras, pero tenía que pronunciarla. Roux debe marcharse. Si no lo hace por la suya, al menos que se vaya por mi tranquilidad de espíritu y por el bien de Anouk y de Rosette. Cuando regresé a la chocolatería, las niñas estaban arriba y Anouk ya se había metido en la habitación de Zozie y le contaba entusiasmada algo que había ocurrido en la escuela.

Para variar, me alegré de estar sola, pasé media hora en mi habitación, volví a echar las cartas de mi madre y aplaqué mis nervios agitados.

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