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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (15 page)

BOOK: Zombie Planet
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mi más vista era como tuya era es vista más que tuya era,
le dijo la piedra de talco.

—Ten cuidado —le dijo ella a la momia—. No es más que un reconocimiento. Hay una de las tuyas en ese barco. —Naturalmente, él sabía eso. Podía sentirla allí, igual que había sentido a las demás cuando la había guiado a Chipre. Sarah buscó una forma de expresarlo mejor—. No te precipites en ir allí o conseguirás que nos maten a todos.

También había una de las suyas en ese barco. La visión especial de Sarah no le permitía ver a través del casco de un barco o del denso follaje que ahogaba las calles de South Amboy. Pero no la necesitaba para saber que Ayaan todavía seguía con vida. Tenía que estar viva. De lo contrario esa larga expedición habría sido para nada. De lo contrario Jack la habría empujado a una búsqueda inútil. No podía creer que nadie, ni siquiera su irritable y viejo fantasma, la hiciera pasar por tantas cosas si no contara con una posibilidad razonable de cumplir su misión.

Se acercaron a la orilla encendiendo los motores sólo un instante, aunque el gasóleo gruñese, tosiese y rugiera. Llegaron más al norte de la zona de atraque del Zarevich. El sonido viaja rápido sobre el agua, sobre todo de noche. Sarah esperó que las olas cubriesen el ruido que hacían. Se aproximaron tanto como se atrevieron y después Osman apagó los motores y fueron a la deriva hasta que el casco plano del remolcador siseó sobre la arena del fondo. Ptolemy saltó por la borda y aterrizó sobre la playa con un suave golpe, luego desapareció instantáneamente en la oscuridad.

—Vale —susurró Sarah, y Osman los llevó de vuelta al mar. Necesitaban ayuda. Jack ya se lo había dicho: no podía enfrentarse al Zarevich sola. Necesitaban un ejército propio. Bueno, no iban a conseguirlo, pero tal vez encontraran algo de ayuda. Luego, al norte. Nueva York, el lugar al que ella no quería ir.

—Próxima parada: Governors Island —le dijo ella, y él asintió, sin atreverse siquiera a dar su consentimiento verbalmente.

Segunda parte
Capítulo 1

Hacía calor y el aire era seco. Ayaan podía oír un zumbido, un ruido sordo, grave, que cosquilleaba las plantas desnudas de sus pies. Sus pies… Le dolían los pies. Sentía dolor en los tobillos, las piernas, los dedos de los pies. Cuando bajó la vista comprobó que parecían demasiado grandes, parecían nadar hacia ella, estaban hinchados, muy amoratados y cubiertos de heridas. Las ampollas rodeaban las uñas de los dedos, ampollas que explotaban y soltaban un fluido transparente.

Tenía las axilas dormidas. No podía sentirlas en absoluto. Sus brazos habían sido sustituidos por dos barras de luz. Era la única manera de describirlo. Allí no había brazos, sólo dolor, y sólo un tipo de dolor abstracto.

En el aire inmóvil del compartimiento de máquinas mantenían su metabolismo ralentizado, muy ralentizado. Cuando apareció un médico y le pidió que levantara la cabeza, el movimiento requirió toda la fuerza que poseía. Anhelaba tanto sentarse.

—Vamos, vamos, así está mejor. Abre la boca.

Ella dejó caer la mandíbula. Tenía agujas en su interior, agujas que notaba atravesando la piel, empalándola. Unas manos la tocaban en lugares que casi no podía identificar. Su cuerpo se había convertido en un enorme país con paupérrimas infraestructuras de comunicación. La información de sus extremidades tardaba casi todo un día en llegar a su cerebro.

—Niveles de oxígeno en sangre, bien, sí.

El espectro de verde la mantenía con vida, pero sólo apenas, mientras unos hombres entraban y salían de la habitación poniéndole las manos encima. Sus ojos estaban por todas partes. Le ponían cables, tomaban muestras de la suciedad que tenía entre los dientes.

—La temperatura basal es normal.

A veces podía verlos moviéndose alrededor de ella, sus caras inexpresivas, sus manos frías. A veces sólo eran borrones o el aleteo de una polilla contra su piel.

—Te interesaría ver esto —dijo alguien, con la mano sobre la parte baja de su abdomen, un guante de látex sobre su vello púbico. Sintió a media docena de personas a su alrededor, mirando, notaba cómo prestaban atención. Veía a Cicatrix al otro lado de la habitación, la mujer viva desenfocada mientras las aletas de su nariz se movían, con los ojos clavados en el estómago de Ayaan. Su cara se puso roja de vergüenza. Algo frío y metálico la tocó, apartó su piel.

—Todavía es virgen —dijo el médico.

Ayaan lanzó unas patadas contra sus ataduras, pero era inútil, su cuerpo casi no llegó a tensarse. Debió de parecer un espasmo muscular. Entonces el tiempo se volvió azul…

… ella no estaba segura, no estaba segura, pero sabía que era correcto, azul…

… y agujas, tenía agujas en la piel. Pinchándola. Sintió una gota de sangre deslizarse por sus clavículas, desintegrarse contra el cuello de papel de su pijama de médico. Bajó la vista y observó la sangre siendo absorbida por la tela azul, una flor con pétalos en forma de púa mientras la absorción se la apartaba de la piel.

—Tienes que levantar la cabeza —le dijo alguien. Ella lo oyó, se sentía como si sólo pudiera hacer uso de un sentido a la vez. Algo zumbaba, un insecto, una horrible y asquerosa abeja al lado de su oreja, subiendo por su garganta, arrastrando el aguijón por su piel.

—No puedo hacer esto, no con la cabeza colocada así —dijo la voz. Ella no lograba ver a quién pertenecía.

Delante de ella el Zarevich apareció de la nada. Como una nube pasando delante del sol. Sus ojos extremadamente claros miraron directamente a los suyos. Su voz… nunca la había oído antes… casaba con él a la perfección. Alta, clara, la voz de un chico. La voz de un solista en un coro de chicos.

—Se llamaba tormento de la garrucha, hace un tiempo. Ahora nosotros lo llamamos posturas de estrés. El KGB lo hace a la perfección. Es muy efectivo.

—Dame plata otra vez —dijo otra voz justo detrás de su cabeza. La abeja le clavó el aguijón en la nuca.

—Atamos las manos, luego atamos al techo. No puedes sentarte sin arrancar los brazos de las articulaciones. El cuerpo no te dejará ni siquiera cuando inconsciente. No te has sentado en tres días. Tus brazos están muriendo, no sangre. Toda la sangre ir a los pies, que se hinchan, luego explotan. Se usaba en Guantánamo y en Kabul. En Belfast y Mosul y Jerusalén. La Iglesia católica de Roma lo inventó para la Inquisición, porque no había derramamiento de sangre. Pero KGB hacerlo perfecto.

Ayaan intentó humedecerse los labios con la lengua, pero su boca estaba cerrada como si estuviera llena de pegamento. Concentrándose, entornando los ojos, se las arregló para conseguir una gota de saliva de su paladar. « Nuestros divertimentos nunca son sencillos», le había dicho Cicatrix.

—Tortura —dijo ella con voz ronca—. ¿Tú… —dijo ella, y esperó hasta que tuvo más saliva para despegar la lengua— te corres cuando me ves así? ¿Esto te hace correrte?

El Zarevich le sonrió. El tipo de sonrisa por la que una abuela moribunda seguiría viviendo.

—No es por mí, es por ti. Tienes tanto talento. Un talento que yo no desperdiciaría. Me sirves para una cosa, incluso ahora. Es triste, debe de doler tanto, pero también necesario. Debemos acabar con la ignorancia y el miedo. ¿Entiendes?

«Quieres decir —pensó, ya que carecía de la energía para seguir hablando—, quieres decir que tienes que vencer mis barreras psicológicas.» Ayaan sabía exactamente qué le estaban haciendo. Incluso en su menoscabado estado todavía podía pensar, aunque fuera lentamente. La estaban torturando como preparativo para lavarle el cerebro. No importaba cuánta resistencia opusiera, ellos la presionarían más. No importaba cuánto tiempo llevara, podían esperar a que ella cediera.

—¡Joder, traer fregona! ¡Ella mear! —gritó la voz tosca.

El Zarevich arrugó la frente.

—Los riñones se paran después de tres días. Si no te sientas, es permanente. Cogió un pañuelo de la manga de su armadura y lo pasó por la parte delantera de sus pantalones.

—¿Cómo… —tartamudeó Ayaan— cómo eres de verdad?

Sus ojos se encendieron.

—Lo averiguarás, y pronto —le dijo él—. Dentro de muy poco. Ven y ponte a mi lado. —Se llevó una mano a la boca al darse cuenta de su metedura de pata—. Quiero decir, siéntate a mi lado, ¿sí?

La sonrisa iluminó su rostro y la nube se apartó del sol.

«Mantente con vida —pensó ella—. Mantente con vida por Sarah. Ella te necesita.»

—Tú quieres ser mía —le dijo él, dándole una palmadita en los pies.

Sabía que era mejor no enfrentarse a él. Sólo le serviría para estar otro día atada. Sin embargo… ella era Ayaan. Al menos de momento.

—Eso es lo que dijo Least —le dijo ella al Zarevich—. Y míralo ahora.

Capítulo 2

Hell Gate se extendía ante ellos con la misma placidez de una sábana de cristal.

—Esto antes era imposible —dijo Osman. Sus ojos angustiados le decían a Sarah que este viaje estaba despertando viejos recuerdos que él había cerrado y guardado en las esquinas más alejadas y oscuras de su mente. Ella sintió una peculiar comunión con el hombre, un lugar donde sus vidas radicalmente diferentes finalmente confluían. Se preguntó si eso era lo que se sentía al madurar.

—Había cadáveres. Miles de ellos. —Él avanzó hasta la proa y miró hacia delante con los antiguos prismáticos de Ayaan—. Y los pájaros. Las palomas, las gaviotas… Era una alfombra de plumas blancas. —Bajó los prismáticos y miró atrás, donde ella estaba sentada sobre la timonera—. Toda una ciudad de cadáveres. Muchísimos.

Los cadáveres que él describía habían desaparecido. Desaparecido hacía años, probablemente. Habían cogido la ruta más larga a Governors Island, una paranoica excursión que les llevó la mayor parte del día ya que salieron de nuevo al mar y luego rodearon la extensa costa de Long Island para después dirigirse al sur y al East River.

Osman estaba convencido de que los cadáveres seguirían obstruyendo el camino, pero a Sarah le aterrorizaba la posibilidad de que el Zarevich los estuviera vigilando, que de algún modo supiera adónde iban y pudiera seguirlos a su destino.

Sólo malgastando un día de navegación podía relajarse y sentir que se había quitado de encima la hipotética persecución.

La ciudad quedó a su derecha como una sucesión de acantilados erosionados. Dramáticos, sorprendentes a veces en su tamaño, los edificios no tenían relación con nada que ella hubiera visto antes. Las ramas de los árboles asomaban por las ventanas, las montañas caídas de hormigón y acero parecían paisajes naturales. Incluso los ocasionales cristales esparcidos donde la fachada entera de un rascacielos se había venido abajo sobre la calle podrían haber sido un afloramiento de algún deslumbrante mineral cristalino. Mientras pasaban lo que su mapa le decía que se llamaba Roosevelt Island, Osman regresó a toda prisa a los mandos para guiarlos alrededor de un remolino de metal desplomado sobre el río como la trompa de un elefante bebiendo agua. Le llevó un rato darse cuenta de que debía de ser lo que quedaba de un puente. El óxido y la fatiga del metal habían acabado con la mayor parte, dejando unas patas rotas alzándose hacia el cielo azul que se elevaban decenas de metros en el aire.

Osman le mostró los edificios de Naciones Unidas cuando navegaron a su lado. La Secretaría, que en su día fue una gran torre de oficinas, era un esqueleto de su ser anterior. El edificio más bajo de la Asamblea General estaba tapado casi por completo por un vibrante follaje verde. Sarah sabía que su padre había trabajado allí en el pasado, pero no era capaz de imaginárselo. Del mismo modo que tampoco podía imaginarse los funerales oficiales de los faraones enterrados en las pirámides.

Altas agujas subían desde la isla de Manhattan, rascacielos, estructuras que el cerebro de Sarah sólo podía interpretar como montañas lejanas. Apenas soportaba mirar los edificios vacíos con las ventanas rotas. Algunos los reconocía de sus libros de pequeña: el Empire State, la aguja de su cima ahora estaba rota cerca de la base. El edificio Chrysler, con extensas serpentinas de flora colgando de sus ventanas triangulares, sus famosas gárgolas ahora miraban con malicia subidas a frondosas pérgolas. Le resultó más fácil observar pasar los muelles y almacenes de Brooklyn. Pasaron bajo el puente de Brooklyn mientras Osman hacía continuas correcciones mínimas del rumbo. Las bases góticas del puente seguían en pie orgullosas e ilesas, sus interminables extensiones de cable estaban enredadas pero no se habían roto, aunque toda la calzada se había caído formando docenas de nuevas y efímeras islas en el agua, peñascos de hormigón que resultaron ser un peligro para navegar. Luego el río se abría, se convertía en una ancha y tranquila bahía. Osman los mantuvo cerca de Manhattan, de los muelles del Lower East Side, luego los rodeó, por el canal Buttermilk hacia el puerto de ferris de Governors Island.

Dos anchas gradas, mucho más grandes de lo que necesitaba el remolcador, constituían el muelle y estaban presididas por casetas de mantenimiento elevadas que la formación militar de la mente de Sarah identificó al instante como torres de vigilancia perfectas. Más adelante había un camino que pasaba entre dos edificios de poca altura en la orilla de la isla. Al este había una achaparrada torre octogonal atravesada por conductos de ventilación y ventiladores gigantes, la base estaba rodeada de maquinaria de construcción oxidada. Al otro lado del muelle, casi bordeando la isla, ella alcanzaba a ver una estructura redonda que debió de haber sido un fuerte o una prisión. No obstante, estas imponentes estructuras no ocultaban lo que había en el interior de la isla: agradables casas victorianas en un parque lleno de árboles bien cuidados y lo que parecía un enorme jardín cuidado a la perfección.

Un ruido como de un árbol alcanzado por un rayo sobresaltó a Sarah. Un disparo. Sonaba como una descarga de francotirador, quizá, o tan sólo como una bala de rifle con mucha potencia. El sonido rebotó en el agua, amplificado, reverberando durante lo que parecieron minutos. Ella descendió de la timonera y se agachó por debajo de la borda. Osman, al lado del acelerador, se limitó a reír.

—No es más que un disparo cruzado sobre la popa. —Él tiró de la cuerda de la sirena del remolcador y Sarah se introdujo los dedos en las orejas—. Es una vieja tradición, pequeña, nada que temer. —Levantó el micrófono de la radio del remolcador y saludó a la isla en inglés.

Lenta y cuidadosamente, Sarah se enderezó para mirar por encima de la borda. Las ventanas de las casetas estaban abiertas para que entrara la brisa. Vio cañones de rifles e incluso una ametralladora. Sin duda eso era mucho más de lo que hacía falta para espantar a los pocos necrófagos que podían aparecer atraídos por el olor a carne humana nadando como perros por la bahía. Quizá Governors Island había tenido visitantes vivos antes. Personalidades de tipología
borderline
. Piratas.

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