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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (10 page)

BOOK: Zombie Planet
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—Ayaan disparó a Gary en la cabeza. No funcionó. —Osman le entregó a Sarah un pesado tablón de madera. Uno que estaba cubierto de afiladas conchas de percebes.

Ella utilizó el tablón como una porra y aplastó la cabeza del
lich
hasta hacerla papilla. Levantó los brazos una y otra vez hasta que le dolieron, hundiendo la madera en la carne enferma como si estuviera moliendo grano.

—Vale —dijo Osman cuando ella sólo estaba esparciendo la carnaza por todas partes—. Vale, ya es suficiente. Bien. Ahora —le quitó el tablón de las manos de un tirón—, ¿adónde quieres ir?

Capítulo 13

Todo el mundo trabajaba en el barco. El
Pinega
fue clasificado como una embarcación para una tripulación de noventa hombres cuando fue botado, y eso pensando en marineros veteranos, formados. Los más de cien seres humanos a bordo del barco se sentían sobrepasados, ya que la mayoría de ellos nunca había dejado tierra firme. Los mareos, los ocasionales tentempiés de medianoche para los
liches
(todo el mundo sabía que sucedía, nadie decía una palabra) y los problemas particulares del barco pasaron factura, y en un día normal tal vez dos tercios de las mujeres y los hombres vivos en la cubierta principal se podían describir con precisión como no discapacitados. Cualquier cuerpo caliente era necesario para mantener el barco en movimiento, y todo el mundo conocía su puesto.

Reservaron la tarea más truculenta y repulsiva para Ayaan. Ella tenía que ocuparse del cubo de desperdicios.

—Hay doscientos seis huesos en el cuerpo humano —le dijo un médico, arrodillándose al lado de un paciente que ni pestañeó cuando él empezó a cortar—. Veintisiete de ellos están en cada mano. Eso es una cuarta parte de los huesos del cuerpo. Hay más músculos, muchos, muchos más…

—Como éste —le dijo ella, levantando el trozo de carne muerto del brazo del paciente. El paciente, naturalmente, ya estaba muerto y no había líquido que secar, sólo un polvo marrón que voló sobre la cubierta arrastrado por la juguetona brisa del océano.

—La mano es más compleja que cualquier órgano del cuerpo, salvo, quizá, el cerebro. El mayor milagro de la evolución. Y para ellos… para ellos es casi inútil. Carecen de un buen control motriz. Estas manos bien podían ser trozos de… de carne. —Sus ojos, lo que ella podía ver de los mismos tras sus gafas rayadas, se quedaron ausentes un momento. Luego se inclinó y con una escofina de metal empezó a afilar las partes a la vista del cúbito y el radio—. ¿Vas a hacerlo, verdad? —le preguntó en un susurro.

—Lo voy a intentar —respondió. Ella no susurró. Poseían poderes que ella no tenía, sentidos que no le habían sido dados. Si querían escucharla a escondidas, no había nada que pudiera hacer al respecto.

—Búscame cuando estés lista —le dijo él.

Recogió la carne extirpada que había en pulcras pilas que los otros médicos habían hecho en el quirófano al aire libre de cubierta (no había necesidad de esterilización con estos pacientes). Observó los ojos de los hombres y mujeres muertos que estaban tendidos en la cubierta, buscó su hambre. Tenía que conceder un mérito al Zarevich: mantenía a sus subordinados bajo un férreo control.

Para llegar a su siguiente parada tenía que pasar por una de las siete bodegas del
Pinega
. Había un par de razones para que deseara evitar esa parte de su ruta. Por un lado estaba el propósito original del barco, y los residuos de su antiguo cargamento seguían allí. El
Pinega
había sido construido por los soviéticos para trasladar residuos nucleares a instalaciones de contención en el Polo Norte. Podía acumular mil toneladas de residuos sólidos —la mayor parte, barras de combustible agotadas— en dos de sus bodegas y ochocientos metros cúbicos de toxinas líquidas en las otras cinco.

Naturalmente, lo habían vaciado, pero el primer día de viaje, mientras subían a los vivos y a los muertos a bordo, el supervisor
lich
de cubierta había pasado un contador Geiger para que todos pudieran comprobar lo poco que se preocupaba el Zarevich por su seguridad física. Ayaan había extraído su propia lección de eso. Los sectarios, o creyentes, se lo tomaron con resignación. Si sus muertes se aceleraban por servir a su señor, entonces no tenían objeciones. Pensaban que estar muertos era sólo la siguiente fase de su existencia, y mejor además. A muy pocos se les permitía presenciar lo que sucedía en los quirófanos de cubierta, pero Ayaan se preguntaba si la carnicería podría disuadirlos. Ésos eran los verdaderos creyentes, y superaban de largo en número a los seres humanos con sentido común. Por cada médico horrorizado por lo que le pedían que hiciera, había cinco o seis trabajadores de cubierta que frotaban y frotaban las cubiertas mucho más allá de la resistencia humana, que preferirían frotar a comer en caso de que el Zarevich pasara por allí y quisiera ver su imagen reflejada en los tablones de cubierta.

Unos cuantos de ésos estaban pintando la superestructura cuando ella pasó a su lado. Estaban cubiertos de pintura gris, sus caras y sus manos y sus torsos embadurnados con un aroma de productos químicos tóxicos. Sus ojos eran planos e inertes en sus cráneos, como si estuvieran practicando la típica mirada vacía de los necrófagos en que aspiraban a convertirse. No miraron más que de refilón los pesados cubos de plástico que Ayaan arrastraba. Ella no los miró, no miró la cubierta que tenía delante. Tenía la vista perdida en las siempre cambiantes, siempre idénticas olas y trataba de no pensar en lo que la esperaba más adelante.

Mantuvo la compostura incluso cuando las escotillas que cruzaba rebotaban y se entornaban. Estaba prácticamente segura de que los
liches
hacían eso sólo para asustarla. Los muertos de a bordo, la mayor parte apilados como maderos en las cubiertas inferiores, tenían que estar encerrados a cal y canto. Se imaginaba al Zarevich soltándolos, dejándolos al antojo de su hambre y sus instintos. Para él sería una forma de ahorrar energía psíquica. Y aunque hiciera eso, tendría que asegurarse de que las escotillas no podían abrirse o ser forzadas desde el interior.

Aun así… Mientras pasaba por un rellano que conducía a la oscuridad les oía forcejeando contra su confinamiento. Sentía la cubierta temblar con su necesidad.

Ayaan apretó el paso.

Los cubos que llevaba en las manos eran realmente pesados; en cualquier caso, sus brazos protestaban por el peso mientras avanzaba hacia la entrada principal de la superestructura. Hizo una pausa y los depositó en el suelo, sólo un momento, aunque sabía que era un error. Least la vería. Siempre la veía.

Ayaan le llegaba a Least a la entrepierna. Quizá era tres veces más ancho de espaldas que ella. Apestaba a muerte, a humedad, a grasa rancia y a sudor revenido. Su cara colgaba de su calavera como una máscara de cera que se ha deslizado de los verdaderos rasgos de su portador. Lo habían puesto al mando para mantener el orden en la cubierta de proa.

Least era uno de los primeros experimentos de Zarevich creando nuevos
liches
, un subordinado con la inteligencia para dirigir tropas. Aún no lo había conseguido del todo. Cuando Ayaan se agazapó en una sombra cerca de la entrada de los camarotes que estaban sobre las cubiertas, él estaba atareado abriéndose paso a pisotones en el caos de la cubierta de proa, un laberinto de cabestrantes y grúas y enormes escotillas cerradas con tablones donde los vivos habían desplegado sus sacos y colgado sus hamacas y montado sus pequeñas tiendas. Docenas de tenues columnas de humo ascendían de las diminutas casetas de cubierta donde los vivos preparaban sus sencillas comidas. Least se aseguraba de hacerse con una parte desproporcionada de todo lo que preparaban. A fin de cuentas, tenía quinientos kilos de masa que mantener. Ayaan lo observó hundiendo una enorme mano en una olla de arroz hirviendo y meterse los granos en la boca, el agua hirviente le resbalaba por la barbilla y levantaba ampollas en el michelín que rodeaba su cuello como si tuviera bocio. Tuvo arcadas al pensar en comer de la misma olla que él había tocado, pero sabía que lo había hecho muchas veces.

No debería haber mirado. Él captó su mirada y se la devolvió, con una espantosa sonrisa. Sabía lo que ella llevaba en los cubos. Querría probar un poco.

Fue en su dirección caminando torpe y pesadamente sobre sus piernas del tamaño de postes de teléfono, los dedos de los pies, extendidos, se hundían en la cubierta.

—Dándome un cubo, sí —dijo él en ruso. Se decía que Least había sido un gángster en el pasado, un mafioso de Moscú. Justo antes de que estallara la Epidemia le habían disparado en las entrañas y lo habían dejado muriéndose en una cámara fría en la cocina de una discoteca. Cuando el Zarevich lo encontró, estaba muerto y congelado, y cuando el Zarevich lo descongeló, parte de su cerebro había muerto a pesar de todos los esfuerzos del chico
lich
.

—Esto no es para ti —dijo ella. Él debería saberlo, y quizá lo sabía. Tal vez no le importaba.

—No malgastes, no malgastes ni una gota —rugió él, babeando saliva. Tenía hambre, de acuerdo—. Úsalo todo, hónralo, sagrado es todo. —Sus ojos se abrieron de par en par.

Si hubiera permitido que se derramara una gota de los cubos, Ayaan habría sido golpeada por su error. Era absurdo discutir con el sentido común de Least. Su única oportunidad era dejarlo atrás.

—Apártate, el Zarevich me ha dado mis órdenes —gritó ella. Cogió los cubos con los dedos enrojecidos por el esfuerzo de cargar el peso, con dedos que no querían cerrarse—. Apártate —gritó, y entró rápidamente en la superestructura. La aguardaba una subida de dos pisos por una escalera de metal. Lo lograría, sería más rápida que Least. Lo había sido todas las veces anteriores.

—Dándomelo —aulló Least como si alguien le hubiera clavado un alfiler—. ¡Tú dándomelo!

En lo alto de la escalera, con el cuerpo alterado por el esfuerzo, Ayaan bajó la cabeza para pasar por una escalerilla y cerró la escotilla a su espalda de una patada. Lo había conseguido.

El resto era fácil. Cruzó la pasarela de mando donde los navegantes hacían guardia y mantenían el rumbo del barco. La mayoría de ellos la miró con desprecio cuando pasó, no queriendo tener relación alguna con alguien tan bajo del escalafón como para tener el trabajo de llevar los cubos de desperdicios. Sin embargo, una navegante aprendiz la miró de reojo. Era una chica de un pueblo de pescadores de Turquía que había entrado al servicio del Zarevich a la vez que Ayaan. Cuando ella pasó, la chica ladeó la cabeza ligeramente en un asentimiento casi imperceptible. Ayaan no dio muestra alguna de haberlo visto.

Un pasillo más y llegaría hasta la puerta. Ayaan movió los hombros y trató de no pensar en el dolor de sus brazos. Ya casi estaba. Golpeó el mando de una escotilla automática con la cadera y entró en el comedor de los oficiales, una habitación con una hilera de ventanas limpias y paredes y suelos cubiertos de alfombras persas. En los sofás que tenía ante ella, los
liches
y sus favoritos esperaban. Uno de ellos —no sabía su nombre, pero estaba cubierto de un denso pelaje como un simio— se acercó y se ofreció amablemente a llevarle los cubos, pero ella declinó el ofrecimiento amablemente. Otro se acuclilló en el suelo y le ofreció una amplia sonrisa sin labios. El espectro vestido de verde le frunció el ceño, mientras que Cicatrix sonrió desinteresadamente y volvió a sumirse en la lectura de un
Vogue
francés tan antiguo que se le había caído la cobertura plástica de la portada. La mujer viva tenía una nueva y brillante cicatriz en la mejilla. Se estaba curando bien.

Con un gruñido, Ayaan vació los cubos en una bañera llena de hielo. Intentó no mirar las manos mientras los volcaba, los dedos entrelazados, la sangre seca desperdigándose en un fino tamizado. Intentó que el polvo no se le metiera en la boca ni en la nariz.

Una vez estuvieron vacíos los cubos, se dio media vuelta para marcharse. Sabía que era inútil, pero avanzó directa y con decisión hacia la puerta.

—Una cosa más —dijo el espectro vestido de verde. Notó su cuerpo alterarse mientras él jugueteaba con su metabolismo. ¿La agotaría, la haría sentirse exhausta a pesar de que había hecho la mitad de su turno? ¿La haría estremecerse, la sobreexcitaría hasta que le doliera la mandíbula de apretar los dientes? Las posibilidades de diversión a su costa parecían interminables.

—Sí, señor —dijo ella, preguntándose qué degradante tarea le encargaría esta vez, y se dio media vuelta. De haber sido cualquier otra persona hubiera gritado ante lo que vio.

Capítulo 14

Un cerebro humano. En un bote.

Los caracteres cirílicos se extendían de arriba abajo en el bote de cristal, escritos en una fluida caligrafía cursiva. Dentro del bote el cerebro flotaba en un líquido amarillento, colgando de una maraña de cadenas de plata. Era un cerebro humano, sin duda alguna, y con toda seguridad estaba muerto. Ayaan carecía de la sensibilidad sensorial de un
lich
, pero incluso ella podía distinguir que algo se había alojado en el órgano separado del cuerpo. No latía ni brillaba, pero tampoco estaba muerto del todo y, de alguna manera, Ayaan supo exactamente quién estaba dentro.

Una momia llevaba el bote. No cualquier momia. Era la quincuagésima momia, la antigua suma sacerdotisa de Soba, quien tenía un cocodrilo pintado como un sello en su andrajoso vendaje. La última momia, la que Ayaan había estado a punto de ejecutar cuando apareció el fantasma.

Había sucedido tan sólo una semana atrás. Ayaan lo recordaba con precisión.

La peste a cordita y bitumen había invadido el búnker de hormigón. El humo era tan denso que a ella le costaba ver lo que estaba haciendo. No había vacilado: una después de la otra, había disparado a cada una de las cincuenta momias en la cabeza. Tal y como se le había ordenado.

Cuando llegó a la última, hizo una pausa para enjugarse el sudor de la frente. Captó un movimiento en la puerta del búnker y se dio media vuelta, con el arma en alto, para cubrir la entrada.

—Basta, basta, basta —había repetido el fantasma, entrando a toda prisa en la habitación. No tenía el aspecto de un fantasma, naturalmente. Tenía el aspecto de uno de los muertos. Había tomado posesión de la carne desmenuzada de un necrófago chipriota para robarle la voz. Verdadera inteligencia brilló en los ojos prestados, y Ayaan recordó la historia que Dekalb, el padre de Sarah, le había contado, de una criatura que podía imprimir su personalidad sobre la pizarra en blanco de los muertos. Una criatura que lo había ayudado en el enloquecido torrente final de cadáveres en Central Park. Una criatura que tenía una afinidad especial con las momias.

BOOK: Zombie Planet
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