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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (7 page)

BOOK: Zombie Planet
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—Vasya —dijo ella—, ésta es la Egipto, ¿
da
? La que Semyon Iurevich dijo que vendría.


Konyrechno
—respondió Vassily, asintiendo vigorosamente. Miraba a la mujer de las cicatrices como si no hubiera visto a una mujer viva nunca. Con asco, Ayaan vio verdadera lujuria en sus ojos—. Amanita dijo que traer a ti.

La mujer de las cicatrices asintió.

—Hasta aquí, no más. Nuestra Señora la ve incluso ahora, está lo bastante cerca.

—¿Quiere que haga una pequeña pirueta y así puede ver mi parte posterior también? —preguntó Ayaan, sorprendiéndolos a todos.

La mujer de las cicatrices se acercó más. Olía a cremas hidratantes y lociones caras. Llevaba diamantes en las orejas.

—Dicen que tú mataste al
koschei
americano. —Ayaan sabía que ése era el término ruso para
lich
—. Dicen que eres una asesina, la mejor con un rifle.

Maldita sea. Lo único con lo que Ayaan contaba era con el anonimato. Ella no había matado personalmente a Gary, pero había formado parte de su muerte. Si el Zarevich sabía eso, sin duda la mantendría bajo vigilancia. No era estúpido.

—Llévala al espectáculo, con los demás —dijo la mujer de las cicatrices, despidiendo a Vassily. El joven tomó a Ayaan del brazo y ella le permitió que le mostrase el camino. Al menos había descubierto algo. No querían que la gente fuera más allá de la calle de los hongos; la fortificación que había allí lo decía todo. Tenía que haber algo detrás, detrás de la mujer de las cicatrices. Ayaan se imaginó que debía de ser donde vivía el Zarevich. Sabiendo eso, caviló ella, quizá estaba un paso más cerca de matarlo.

Capítulo 9

Formando colas, los prisioneros desfilaron hasta el pequeño anfiteatro que había en el centro de la refinería y se plantificaron en la dura superficie. Estaban sentados en círculo, dejando tan sólo un estrecho pasillo hasta el improvisado escenario. No había asientos ni bancos, tan sólo una depresión cónica con una ancha alcantarilla de metal llena de lo que parecía agua limpia; claramente formaba parte de las festividades que estaban a punto de comenzar. ¿Saldría el Zarevich y los bautizaría a todos y cada uno de ellos? ¿Les lavaría los pies?

Ayaan escrutó las caras de sus compañeros de cautiverio en busca de algo, no rabia, no, no era momento adecuado para eso. Estaba buscando inteligencia, resolución, voluntad. Estaba buscando a gente que pudiera ayudarla a escapar. Entre las mujeres de mediana y edad y los jóvenes y los ancianos y los veteranos con heridas mal curadas encontró poco que la inspirara. La mayoría de la gente reunida parecía un poco asustada, muy confundida, con quizá un asomo de súbita esperanza, por si acaso.

Era esto último, la esperanza, lo que la hacía desesperarse. Daba la impresión de que a los otros los habían tratado del mismo modo que a ella, el guía amable dándoles un paseo por lo que debía parecer un paraíso en la tierra. Para muchas de estas personas la idea de un lugar seguro donde los muertos se mantenían a raya y donde había un poco de comida era algo que hacía mucho que habían descartado como imposible. Habían estado ocultándose, ocultándose durante años en refugios antinucleares o edificios públicos blindados, comiendo cuando y lo que podían, recurriendo a lo que fuera necesario para seguir con vida; Ayaan sabía que muchos de ellos podrían describirle cómo sabía la carne humana. Habían pasado hambre y frío, habían estado solos durante más de una década. Cuando las tropas del Zarevich los sacaron de sus agujeros, debieron de sentir que había llegado el inevitable final. Cualquier pequeño deseo de luchar o chispa de rabia que les quedara había desaparecido durante aquel largo y horrible viaje en jaulas. Ahora los habían llevado a este lugar seguro y limpio y les habían contado mentiras sobre manzanos. Sus cerebros ya no sabían cómo procesar sandeces.

En otras palabras, el Zarevich los tenía exactamente donde quería. El espectáculo que ofrecía era el golpe maestro, e incluso Ayaan tuvo que reconocer su brillantez.

No había focos, ni música. Tan sólo un hombre caminando de un lado a otro por el pasillo, su cuerpo envuelto en una túnica de arpillera sin forma. Se movía con lentitud, deliberadamente, y Ayaan se preguntó qué le pasaba. Se tomó su tiempo y no respondió a los gritos interrogantes de la audiencia. Cuando llegó al centro y se subió a la alcantarilla, todos los ojos estaban enfocados en él, a pesar de que todavía no había articulado palabra.

Tras una pausa cargada de significado, el hombre se llevó las temblorosas manos a las orejas y retiró la cogulla que escondía sus rasgos. La audiencia gritó, se quedó boquiabierta o retrocedió horrorizada; era un espectro lo que estaba ante ellos. La carne de su rostro había sido devorada, o bien literalmente o sencillamente erosionada por el tiempo. Sus globos oculares eran enormes y miraban fijamente, la nariz no era más que una oscura cavidad en medio de la cabeza. Sus dientes rotos y amarillentos se curvaron en algo que se acercaba a una sonrisa. Y entonces comenzó a toser. Una tos larga, dolorosa y extrema mientras el aire entraba en sus pulmones inmóviles. Cuando salía de él, sonaba como palabras.

—Mi… nombre es… Kolya —dijo con un chirrido. Sus ojos recorrieron la audiencia, intentando establecer contacto visual. Eran muy azules—. Kolenka —tartamudeó—, Kolenka Timofeovich Lavachenko. Yo era… mecánico en… proyectos agrícolas… en Ucrania… Yo reparo y trato crudo y… y tractores… Ahora le sirvo a él… en la vida eterna. Es real.

Una marioneta. Ayaan sabía que el hombre muerto no estaba hablando por su propia voluntad, que el Zarevich debía de estar en algún lugar cercano, controlando su cadáver, forzando el aire por su garganta, tocando sus cuerdas vocales como las cuerdas de una guitarra. Gary había hecho algo similar años antes. Había hecho hablar al unísono a una multitud de muertos con una sola voz, una voz que destilaba odio. Arrugó la frente, pensando que esto era de muy mal gusto, y miró de nuevo en derredor a la audiencia.

Estaban subyugados. Inclinados hacia delante, sujetándose la cara con las manos, con los ojos abiertos como platos. Algunas de las bocas estaban abiertas.

—El alma… está todavía en el cuerpo, tras nuestra muerte. Permanece. Como podéis… ver.

Una mujer con un pañuelo y un vestido de campesina rompió a llorar, la exigua humedad descendía por los cañones de su arrugado rostro. Un chico cerca de ella se cubrió la boca con una mano y miró a su alrededor. Cuando sus ojos se toparon con los de Ayaan, ella leyó en ellos qué estaba sucediendo.

Esperanza. El bastardo del Zarevich les había dado a todos una pizca de esperanza. Suficiente para se pudieran permitir creer. Les estaba ofreciendo una solución al problema principal de la época, y ellos, por su aspecto, estaban considerando seriamente aceptarla.

—Yo vivo… para siempre… no siento dolor. ¿Veis esto?, es real. Servidle… a él también y la recompensa… es vuestra. Para siempre. Ya veréis. —El hombre muerto levantó sus huesudos brazos para convocarlos, para suplicarles que acudieran al redil. Para vivir para siempre sin dolor.

—¡Blasfemia!

Ayaan se dio medio vuelta y vio que uno de los prisioneros se había puesto en pie. Un corpulento hombre turco con un lunar en la barbilla y un bigote tan poblado y de vello tan grueso que parecía como si le hubieran pegado crin de caballo en la cara. Tenía un minúsculo libro en la mano, un libro encuadernado en cuero con bordes dorados que tenía que ser el Corán.

—¡Blasfemia! —chilló de nuevo. Hablaba en ruso chapurreado, igual que el cadáver manipulado—. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza; esto es burlarse del Creador.

Un par de hombres vivos con rifles recorrieron a la carrera el pasillo y cogieron al turco, golpeándolo brutalmente en la cara. No pudieron impedir que siguiera gritando ni siquiera mientras lo arrastraban hacia el escenario, hacia la bañera que había al lado de la alcantarilla.

—¡Alá es el Guardián y Él da vida a los muertos y Él tiene poder sobre todas las cosas! ¡Alá! ¡Y no este mago de pacotilla!

Se escabulló por debajo del brazo de uno de los guardias, todavía gritando la sura y la aleya, y empujó al hombre muerto a través del escenario. El necrófago ni siquiera pareció confuso, se limitó a quedarse allí con los brazos extendidos y abiertos.

—Eh, escuchad, todos vosotros, las palabras del Profeta: «¡Ciertamente, he de instigarlos y corromperán la creación de Dios! Pero quienes toman a Satán por patrón en vez de a Dios, ciertamente han incurrido en una pérdida total.»

Los guardias apresaron de nuevo al turco, cada uno tomándolo de un brazo y arrastrándolo de espaldas. El Corán cayó en la alcantarilla, sus páginas abiertas. Sin preámbulo, los guardias llevaron a la fuerza al turco hasta la bañera y hundieron su cara en el agua limpia.

Ayaan se abrazó. Si protestaba o se rebelaba ahora, sabía que sencillamente se reuniría con él allí abajo, donde el agua agitada ya se estaba derramando por la alcantarilla. El turco daba patadas sin control y se resistía a sus captores, pero no podía respirar en el agua como un pez. Sus movimientos espasmódicos se hicieron cada vez más desorganizados, luego se debilitaron, y por último pararon del todo. Ayaan veía la eficiencia de este método de ejecución. El cuerpo del turco se había preservado casi intacto sin orificios de bala ni huesos rotos. Los guardias lo soltaron una vez que dejó de retorcerse y, lentamente, con dificultad, se puso en pie. Tenía los ojos inyectados en sangre y el agua chorreaba por su bigote, deslizándose al interior de su boca.

Se hizo el silencio en el anfiteatro mientras él hombre bajaba la vista y estudiaba sus manos. Su cuerpo se estremecía y chorreaba agua. No se movió durante un largo rato.

Entonces dio un paso adelante, claramente muerto, y miró a la multitud, entablando contacto visual. Abrió la boca y vomitó una gran cantidad de agua en la alcantarilla. Luego, ahogándose sólo un poco con las palabras, comenzó a hablar.

—Me llamo Emre Destan. Yo… era panadero… en Turquía, en Tarsos. Ahora yo… yo sirvo al Zarevich. Le sirvo en la vida eterna.

Ayaan miró de nuevo a los espectadores, pero para su sorpresa comprobó que no se había producido ningún cambio. Todavía querían creer, todavía creían. La bañera, la repentina ejecución, no había cambiado su opinión en absoluto. ¿Por qué iba a hacerlo? Así era como funcionaba el mundo. Pero allí había algo más, una insinuación, una promesa de que podrían vivir, que podrían sobrevivir en sus propios cuerpos. Que podrían conocer este nuevo mundo en su propia piel y, aún así, salvarse.

El primer necrófago, el ucraniano, sonrió cálidamente a la audiencia.

—Es real, ¿veis? —repitió una y otra vez.

Capítulo 10

—No fue un accidente, naturalmente. Eras nuestro objetivo. Eres toda una celebridad en ciertos círculos. —La mujer de las cicatrices le dio una palmada al volante y metió la segunda en el Hummer 2 para subir una escarpada colina—. De todos modos, estábamos en el barrio. —El coche era un mensaje, como todo lo demás que le habían enseñado. El Zarevich tenía toda la gasolina que pudiera querer. Nadie más la usaba.

En el asiento del acompañante, Ayaan se agarró a un sujetamanos que había sobre la guantera y trató de no dar botes demasiado violentos mientras el enorme vehículo ascendía por el camino de cabras. Todavía no estaba segura de qué estaba ocurriendo. Había estado durmiendo en una hamaca en una parte de la refinería reservada para los nuevos reclutas cuando la mujer de las cicatrices la había despertado llamándola por su nombre. No había amanecido todavía cuando dejaron el complejo para dirigirse a las polvorientas colinas.

—¿Tienes nombre, o es parte del gran misterio? —preguntó Ayaan.

—Me llaman Cicatrix. Tengo una relación muy estrecha con el Zarevich. Podría ser amiga tuya, ¿lo entiendes? Nosotras, dos mujeres, podríamos ser amigas. O quizá quieres matarme, ¿no? Tal vez siempre sea el enemigo para ti. Bueno, eso también está bien. Eso también puede ser útil. Ahora ha llegado el momento de que te decidas.

Entonces Ayaan comprendió una pequeña parte de lo que estaba sucediendo. Le estaban dando la opción de servir al Zarevich viva o servirle no muerta. Este lúdico paseo no programado a las montañas era una especie de test. O bien se hacía valer ante el
lich
de
liches
, o iría de cabeza a la bañera. Si escogía esta última opción, se pondría en pie un minuto más tarde y proclamaría que serviría al Zarevich en la vida eterna. Se acordó de su decisión cuando había estado encerrada a oscuras y aterrorizada en la jaula. Recordó que quería seguir con vida tanto tiempo como pudiera para que de ese modo tal vez fuera posible cumplir todos sus cometidos, vengar a todos sus fantasmas.

—Evidentemente, quiero ser tu amiga. ¿A quién me tengo follar?

Cicatrix, si ése era su nombre, se echó a reír alegremente.

—Por aquí —dijo ella, mirando a su nueva amiga con una sonrisa torcida—, nuestros divertimentos nunca son sencillos.

Le dio media vuelta al coche y frenó con una nube de polvo que se levantó alrededor de las ventanas y les quitó la visibilidad. Del asiento de atrás, Cicatrix cogió un abrigo fino transparente teñido de violeta y con el cuello de piel de zorro y forcejeó para ponérselo. La piel bailoteaba alrededor de su cabeza afeitada como si fuera una peluca cuando ella descendió del Hummer. Evidentemente el abrigo no era para abrigarla, Ayaan tenía el calor suficiente como para empezar a sudar desde que se bajó del coche.

Cicatrix la condujo entre dos hileras de tiendas semipermanentes hacia un búnker de hormigón medio hundido en el lado cubierto de hierba de la colina. Quienquiera que viviera en las tiendas, hacía mucho que se había ido, el viento había hecho agujeros en las telas y algunas de las piquetas se estaban saliendo. Ayaan miró a través de la puerta de una tienda y se quedó desconcertada por lo que vio: una mesa de juego rodeada de sillas plegables; la superficie de la mesa estaba cubierta de docenas de tableros de ouija. Había desparramada una baraja de cartas en el suelo, algunas con manchas de agua y otras desteñidas hasta quedar blancas por el sol. Pero no eran cartas de juego, sino infinitas repeticiones de los mismos cinco símbolos: una cruz, un círculo, una estrella, un cuadrado y tres líneas onduladas.

Ayaan levantó la vista y vio a Cicatrix sonriéndole. Estaba esperando a que Ayaan echara un buen vistazo. Ayaan le devolvió la sonrisa y se apresuró a alcanzar a la mujer de las cicatrices. Juntas entraron en el búnker. Se extendía un largo tramo en el interior de la colina y estaba iluminado por bombillas incandescentes desnudas cada tres metros. Las inscripciones árabes de las paredes se habían desteñido, pero el tiempo no había logrado borrarlas del todo. Mientras se internaban cada vez más en el búnker, Ayaan comenzó a tener una sensación muy extraña. Había un olor en el ambiente, un olor como el de la tarta quemada, y tenía la sensación de que debía de haber un gran número de personas cerca, pero si ése era el caso, permanecían en un silencio sobrenatural.

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