Read Zombie Planet Online

Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (3 page)

BOOK: Zombie Planet
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—Entonces pidamos refuerzos. Haz que vengan los demás, establece zonas libres de fuego. Podrías erigir una fortaleza para frenar su avance…

—Sarah —la interrumpió Ayaan.

—No, en serio, podemos conseguir que el otro helicóptero aterrice aquí en veinte o treinta minutos, podemos montar un área de ataque mortal, después podemos atraerlo…

—Sarah. —Ayaan cerró los ojos y negó con la cabeza—. Por favor, ve a esperar con Osman.

Atónita, Sarah, al fin, guardó silencio. No podía dar crédito. Ayaan había pronunciado el mayor insulto: había proclamado que Sarah no servía para nada. Que no quería a Sarah con ellas durante la batalla. Era lo típico que Ayaan le diría a una niña, a un bebé.

Tampoco había ningún ruego que hacer. Una vez que Ayaan daba una orden nunca la retiraba. Sintiendo las miradas de Fathia y Leyla y las demás a su espalda, regresó al helicóptero. Le vino a la cabeza cuando estaba a medio camino que debería haberse callado, que debería haber acatado la orden de Ayaan sin rechistar, igual que hacían las demás. También le vino a la cabeza que si estaba en el helicóptero, era menos probable que la mataran.

Estaba pensando en esas cosas, con la cabeza gacha, abatida, cuando algo rápido y terrible la golpeó como un coche en marcha. Se desplomó sobre la arena al tiempo que algo incoloro y violento y extremadamente veloz se encabritaba sobre ella, sus extremidades rechonchas alzadas, su brillante cabeza centelleando bajo la luz del sol. Sabía, estaba completamente segura, de que en unos microsegundos iba a morir, una muerte rápida, pero extremadamente dolorosa. Cerró los ojos, pero todavía podía ver el aura de la cosa muerta que estaba a punto de matarla. Su energía no se parecía a nada que hubiera visto antes. Era oscura, por supuesto, fría y hambrienta como la de cualquier necrófago. Pero en lugar de ser humeante y siseante y crepitante, como el hielo fundiéndose al sol, esta energía bullía y crujía como algo puesto al fuego. Su forma tampoco era normal, faltaba algo…

Oyó un disparo y se apartó de ella, desapareció de la vista. Una integrante del escuadrón de Ayaan la había salvado. Abrió los ojos y vio un cuerpo que todavía se movía deslizándose por la pendiente de una duna. Sus brazos se agitaban sin control en el aire, moviéndose a tal velocidad que se veían borrosos. Imposible: los muertos carecían de la energía para moverse así. Eran lentos, descoordinados, piltrafas que se arrastraban.

Éste podría haber atrapado a un colibrí al vuelo y tragárselo entre un aleteo y otro.

No era fácil verlo bien, pero Sarah podía distinguir algunos detalles. La cosa muerta había perdido las rodillas por el fuego automático de un rifle y no volvería a caminar nunca. Estaba desnudo, su piel era grisácea y había encogido sobre sus huesos. Sus labios o bien se habían podrido o habían menguado, dejando a la vista un buen trozo del hueso de la mandíbula. Lo mejor para morder, supuso Sarah. Llevaba un casco de minero, con una linterna rota y todo, para proteger su vulnerable cráneo. Sus manos, oh Dios, le habían cortado las manos, dejando muñones irregulares y sin sangre. Los huesos de sus antebrazos habían sido tallados en perversas puntas.

La nausea subió de su estómago hasta la garganta, pero Sarah logró controlarse. Los muertos sentían poco dolor, lo sabía, pero también carecían de la destreza manual para ese tipo de intervención quirúrgica. Había tenido que ser una persona viva la que hubiera amputado esas manos.

—Dos en punto —gritó Leyla. Sarah se las arregló para apartar la vista del horror que tenía a sus pies para encontrarse con uno nuevo ante sí. En lo alto de una duna, a cien metros de su posición, estaba el cuerpo del hombre no muerto. Su piel se había fundido sobre su esqueleto de tal modo que lo único que podía ver de su cara era hueso. Al menos tenía manos, aunque eran igualmente huesos. Llevaba una ondeante túnica verde que se parecía un poco a un albornoz, aunque más al hábito de un monje medieval. Estaba inclinado sobre un pesado bastón para caminar hecho con tres fémures humanos fusionados por los extremos.

Un
lich
. No una de las marionetas descerebradas que Sarah había visto lanzándose a por el helicóptero, sino un
lich
, un verdadero
lich
, un hombre muerto con el cerebro intacto, tan inteligente como cualquier ser humano y probablemente en posesión de poderes imposibles de distinguir de la magia. El más grave de los crímenes del Zarevich era que no sólo destruía a los vivos, sino que además los cambiaba, transformándolos para servir a sus propósitos. Él había hecho al necrófago sin manos, del mismo modo que había convertido
liches
para que fueran sus tenientes.

Sarah había sobrevivido a docenas de asaltos contra los no muertos y a cientos de ataques de cadáveres hambrientos. No se asustaba con facilidad. Sin embargo, nunca había visto a un
lich
, y la aparición la heló hasta las entrañas.

—Te he dado una orden —dijo Ayaan. No estaba mirando a Sarah. Tenía el AK-47 levantado y estaba apuntando para hacer un disparo a la cabeza. Pero el espectro verde estaba muy lejos y Sarah sabía que las posibilidades de Ayaan de una muerte limpia eran escasas.

El monstruo togado levantó la mano que tenía libre para señalar a la mujer que tenía ante él. Un huesudo dedo las apuñalaba arena por medio. Sarah podía sentir la energía oscura emanando de aquella figura como una luz abriéndose paso entre las nubes. Subiendo por las dunas, bamboleándose, saltando a por ellos a cuatro patas, una forma oscura recortaba distancia en la arena. Otra apareció tras su señor verde, revelándose como una mujer.

—Retroceded —dijo Ayaan. Las mujeres comenzaron, lentamente, a abandonar sus posiciones de combate—. Retroceded todas.

Sarah intentó moverse, pero se vio forzada a observar a una tercera forma veloz saltar por encima de las dunas. Una cuarta, una quinta y una sexta forma imitaron a las otras en riguroso orden. Uno de ellos llevaba un casco de motorista con el visor cerrado, no la había podido ver del todo bien antes de que acelerara directamente a por ella.

Un cálido y firme brazo, con una mano en el extremo, la apresó por el estómago cual guadaña y la derribó. Era Fathia, la segunda al mando de Ayaan. Cogió a Sarah como si fuera un saco y la lanzó a la fuerza en el interior de la zona de carga del helicóptero.

Tumbada boca abajo, Sarah miró al otro lado de la arena. Vio a las soldados corriendo hacia ella, corriendo hacia el helicóptero. Los necrófagos acelerados, moviéndose como películas mudas de lo que deberían ser en realidad, corrían más rápido.

—Sácanos de aquí —le gritó Fathia a Osman. El piloto ya estaba activando los mandos en el panel de control. Uno de los veloces necrófagos frenó derrapando a menos de cincuenta metros y miró directamente al helicóptero. Las vio, Sarah notaba su atención, su deseo.

Una soldado, luego otra, entraron de un salto al helicóptero. Sarah vio a tres de los necrófagos acelerados colisionar sobre Leyla, sus talones afilados apuñalándola una y otra vez como pistones mecánicos. Su sangre se derramó en la arena, el olor de la muerte reapareció en la nariz de Sarah. Había otras soldados perdiendo sus batallas una a una con los borrosos monstruos. ¿Dónde estaba Ayaan? Sarah la oía gritar, pero no podía verla.

—Vamos, vamos, vamos —recitaba Fathia, asomándose por la puerta de carga, escudriñando la duna en busca de las mujeres que todavía no habían llegado al helicóptero. Sarah se descubrió a sí misma recitando las mismas palabras. El veloz necrófago se dirigía ahora a ellas, al galope sobre la arena. Si entraba en el helicóptero, sólo le llevaría unos segundos matarlas a todas.

Pero ¿dónde estaba Ayaan? Sarah no la veía. Sacó su atención al exterior, tal como le habían enseñado, en busca de cualquier señal de la comandante. Sí, oyó algo. «
Cantuug tan
!», la voz de Ayaan. Sonaba distante, sus palabras rotas por el viento del desierto. ¿Había avanzado para intentar derribar al espectro verde? Cualquier otra orden que ella pudiera tener se perdió en el ruido de los rotores girando. Antes de que el veloz necrófago pudiera alcanzar el Mi-8, Osman había levantado el vuelo y se estaba alejando.

Sólo la mitad de los asientos de la tripulación estaban ocupados. Nadie protestó ni le pidió al piloto que regresara a por las soldados que faltaban, estaban por encima de eso. Era esa clase de mundo. Lo había sido durante los últimos doce años.

Capítulo 4

El helicóptero aterrizó en medio del campamento cerca de Port Said, a cinco kilómetros de donde Ayaan había muerto. Osman se posó en tierra con delicadeza, entre su gemelo y un tercer helicóptero más pequeño que se había averiado un año antes y que conservaban sólo por las piezas de recambio. Sarah recogió los rifles de las mujeres que habían logrado salvarse y comprobó que tenían el seguro, luego los volvió a guardar en la armería. Como mascota oficial del escuadrón de Ayaan, recaía en ella hacer todos los trabajos pesados, a pesar de que carecía de la masa muscular de las soldados. También era su trabajo limpiar la sangre de la zona de carga, pero no se figuraba cómo lograría hacerlo. No era capaz de comenzar a pensar qué haría a continuación. Bajó de un salto de la cubierta del helicóptero y notó el pesado bulto de su arma en el bolsillo. Sacó la plana Makarov PM, extrajo el cargador de la culata y dejó que el cañón avanzase hasta encajarse en la posición abierta. Asegurándose que no había ninguna bala en la recámara, guardó el cargador en un bolsillo y la pistola en el otro. Hizo todo esto sin dedicarle el más mínimo pensamiento, igual que lo había hecho cientos de veces previamente. Ayaan la había obligado a practicar para hacerlo rápida, para hacerlo de la misma manera cada vez. Ayaan.

Sarah no tenía ni idea de qué hacer a continuación; Ayaan estaba muerta. Tal vez estaba deambulando por el desierto en ese mismo momento, descerebrada, hambrienta, insensible. O quizá los veloces necrófagos la habían devorado por completo. Muerta. De uno u otro modo… de uno u otro modo ya no había nadie para decirle qué hacer. No era capaz de recordar una época así. Si se concentraba en pensar lo bastante atrás podía acordarse de su padre, recordaba apretar la cara en la suavidad de su camisa, el olor de su sudor mientras él la abrazaba contra su pecho. Podía evocarlo corriendo, moviéndose, podía recordar que su madre ya no estaba con ellos. Después de eso, cada uno de los recuerdos que poseía giraba en torno a Ayaan. Se pasó las manos por la cabeza rapada, se rascó el cuero cabelludo con las uñas. No sabía qué hacer.

—Eh, ayúdame con esto —dijo Osman.

Ella se giró sobre sus talones y lo vio agachado al lado del depósito de combustible destrozado en el flanco del helicóptero. Él levantó la vista para mirarla con una expresión de tal preocupación y compasión que Sarah se preguntó si realmente era lástima lo que él sentía. Se sonrojó y avanzó rápidamente para ayudarlo a desmontar el depósito, desencajándolo del armazón con una llave de tubo. Se pilló el pliegue de piel entre el pulgar y el índice con el tosco metal y le subió un dolor por el brazo. Le aclaró la mente en un instante.

—Tengo hambre. ¿Quieres algo? Tengo una lata de tomates estofados que he estado reservando para un día lluvioso. —Osman no le dirigió la mirada esta vez, lo cual era casi peor.

—Escucha, pequeña, estamos vivos, eso cuenta, eso es un logro en un mundo como éste. —Le deslizó un brazo por los hombros y ella hizo ademán de empujarlo, y luego cedió. Tras un momento, ella se volvió, apretando su cuerpo contra el de él en un abrazo de verdad. Osman también formaba parte de su vida desde que tenía memoria. Si Ayaan había sido como una hermana mayor para ella, Osman había sido un tío. Era agradable oler el humo de kif que impregnaba su camisa deshilachada, era agradable sentir el calor de su cuerpo—. Saldremos adelante —le dijo él—, igual que hemos hecho siempre. Dios y su Profeta no deben querernos mal si nos han permitido vivir todo este tiempo, ¿no crees?

Sarah asintió y se apartó de él. Osman fue a por sus tomates, pero finalmente ella no tuvo oportunidad de compartir su banquete. Un niño de ocho años en pantalones cortos y chanclas llegó corriendo, sin aliento, a decirle que Fathia la quería en la alambrada del perímetro. Fue hacia allí directamente.

El chico la condujo a través del mercado al aire libre del campamento, un apretado espacio de puestos bordeados de bloques de hormigón rotos en donde los ancianos examinaban las latas en busca de signos de botulismo o descomposición. Alma, una de las mujeres de la unidad de Ayaan, se estaba lavando la cara en una olla llena de agua rosácea extraída del pozo comunitario cuando Sarah pasó a toda velocidad a su lado. Ella levantó la vista y luego la apartó de nuevo, como para fingir que no había visto a Sarah.

No tenía tiempo para interpretar qué significaba eso. Sarah se apresuró a recorrer una larga «calle», flanqueada de tiendas-hogares semipermanentes. Al final de la misma encontró a Fathia bajo un toldo devorado por las polillas, inclinada sobre un mapa de los territorios colindantes. Otras soldados estaban tumbadas en suelo en las proximidades, a la sombra del muro de empalizada intentando descansar un poco.

El chico que había llevado a Sarah ante la nueva comandante se metió a cuatro patas bajo la mesa del mapa y enterró los dedos en la arena. Había cumplido su misión.

Fathia se aclaró la garganta.

—Ahora estoy yo al mando, por supuesto. Pero tengo trabajo que hacer antes de poder sacar de nuevo a las chicas. Tengo que reconstruir la unidad con la mitad de soldados que solía tener —dijo Fathia, como si quisiera la incorporación de Sarah. Sarah sabía que ella no quería—. De este modo, seremos más rápidas, más inteligentes. No veo un sitio para ti en esa estructura, así que voy a restringirte a tareas de campamento —continuó Fathia, enjuagándose la boca con agua no potable y escupiéndola en el suelo—. Espero que estés de acuerdo.

—En realidad, Ayaan siempre tuvo la sensación de que yo debía estar en el campo de batalla, que allí era donde mi talento era verdaderamente útil. —El estómago de Sarah se retorció con un mal presentimiento. Si no podía salir con las soldados, su utilidad para Fathia estaría claramente reducida. En el campamento egipcio siempre se había mantenido una regla: la gente más útil comía primero. Aquellos que no podían hacer nada de valor, aquellos que eran considerados peso muerto, pasaban hambre.

Fathia chasqueó la lengua, y Sarah miró hacia atrás, a las soldados, rápidamente, avergonzada de haber roto el contacto visual aunque sólo fuera un instante.

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