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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (4 page)

BOOK: Zombie Planet
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—Sí, ella dijo eso. Por otra parte —prosiguió Fathia, señalando un error en el razonamiento de Sarah—, Ayaan ya no está aquí para tomar ese tipo de decisiones. Espero que no tengas problemas acatando órdenes. Sé que la obediencia no es uno de tus puntos fuertes.

Naturalmente, la única cosa peor que ser un peso muerto era ser insubordinado.

—No, señora, no será problema. Usted es la jefa.

—Supongo que lo soy —asintió Fathia, levantando la vista con fingida sorpresa—. Bueno, vamos a darle verdadero uso a tu talento. Necesito a alguien que haga guardia. Ese grupo mixto de muertos y vivos que hemos visto podría estar aquí a medianoche.

Eso significaba estar en vela toda la noche, pellizcándose las piernas sin compasión cada vez que comenzaba a cabecear. Significaba estar en pie expuesta al viento y la arena y después estar escupiendo polvo durante días. No protestó. Significaba que no sería un peso muerto, al menos no ese día.

Si ella no podía dormir aquella noche, al menos no estaría sola. Cuando el sol se puso sobre el desierto del oeste, el campamento fue iluminado con lámparas de aceite y esporádicas luces eléctricas. El combustible para ambos tipos de iluminación era muy escaso, y nunca se consumía sólo porque a alguien le costara conciliar el sueño. Los dos helicópteros se mantuvieron preparados, Osman y los otros pilotos durmieron sentados en sus asientos. Soldados armadas patrullaban las calles del campamento en busca de cualquier cosa fuera de lo corriente. Se gritaban unas a otras en susurros: naderías, afirmaciones huecas, confirmaciones de que todo estaba como debía. La necesidad de asegurarse flotaba en el aire como una gaviota planeando en la brisa.

El campamento quería saber qué sucedería a continuación. Incluso aquellos que ya no podían sostener un rifle o clavar una bayoneta tenían que saber, tenían que obtener noticias. ¿Estaban a punto de morir todos? ¿Los asaltarían esa noche? Durante doce años cada uno de ellos, de algún modo, había logrado seguir con vida mientras la oscuridad se llenaba de monstruos esperando a despedazarlos. Habían sobrevivido incluso cuando muchos otros habían muerto. Sólo podían esperar y preguntarse si ésa era la noche que todo cambiaba. En lo alto de su puesto de vigilancia, una plataforma desnuda de tablones de madera en lo alto de una palmera muerta, Sarah sólo podía escudriñar el horizonte e interrogarse a sí misma. Todas las veces anteriores que le había tocado hacer guardia en el aire se había sentido bastante segura. Los muertos no trepan a los árboles, el necrófago aislado que intentaba atacar el campamento nunca podría atravesar la empalizada de alambre de espino. Ahora, sin embargo, se enfrentaban a enemigos vivos armados con rifles. Ella era un objetivo fácil allí arriba, sólo el color oscuro de su sudadera con capucha la protegía de francotiradores. Quizá ésa era la razón por la que Fathia la quería en lo alto del árbol.

Ella sabía que Fathia no confiaba en ella por su capacidad para ver la energía de los muertos. Sabía que las soldados hablaban de ella a sus espaldas, hablaban de lo asustadiza que era. Ahora que Ayaan ya no estaba para protegerla, ¿querían causarle problemas? ¿Querían acabar con ella?

Esa idea la mantuvo en alerta la mayor parte de la noche. En ningún momento divisó señal alguna de ningún ejército en marcha. Llegó al punto de esperarlos, de desear que fueran sólo para poner fin a su guardia. No fueron. El campamento no debía de ser su objetivo. Justo antes de que rompiera el alba dio algunas cabezadas, sus párpados caían y subían, su barbilla se agitaba espasmódicamente cada vez que estaba a punto de dormirse, pero no llegaba a hacerlo del todo. No había sucedido nada. No iba a suceder nada.

En ese estado entre la vigilia y el sueño, sus sentidos esotéricos estaban en su punto más fuerte. Soñó con el destello oscuro de energía al otro lado de la alambrada antes de verlo. Sus ojos se abrieron de golpe y la adrenalina se disparó en sus venas. Estuvo a punto de caerse de su puesto.

No era un ejército. Se trataba de un solo necrófago. No obstante, ella alargó la mano para coger el silbato que llevaba alrededor del cuello. La matanza en las dunas había comenzado con un único necrófago atacándola a ella. No podía oírlos, no podía sentir su energía, pero…

El necrófago que estaba abajo se detuvo tambaleándose y levantó la vista, directamente hacia ella. Se llevó una mano a la boca, colocó un dedo putrefacto contra sus labios. Pidiéndole que guardara silencio. Luego, con la otra mano, le hizo un gesto para que se acercara. Lentamente, se dio media vuelta y regresó a la oscuridad.

«Mierda», pensó Sarah.

No podía imaginar un momento peor para ser convocada.

Capítulo 5

Sortear la empalizada no era fácil.

Ayaan había diseñado el muro para que fuera infranqueable para los hambrientos necrófagos: dos capas de alambre enrollado rodeaban todo el campamento, dejando un espacio vacío de tres metros de ancho entre ellos. En el interior del pasillo, entre estas dos barreras, las soldados habían vertido un revoltijo de hormigón y varillas de hierro forjado, el hierro oxidado sobresalía para empalar a los intrusos descuidados. No había ninguna puerta en la empalizada ni en ningún otro lugar: se salía del campamento igual que se regresaba, en helicóptero, o te quedabas donde estabas. Un ser humano inteligente podía llegar a atravesar este caos si tenía unas tenazas sólidas y mucho tiempo. E incluso en ese caso dejaría señales evidentes de su paso.

La primera vez que Jack se había acercado a ella en Egipto, Sarah lo había dejado esperando en el desierto durante días mientras resolvía cómo podía escapar sin ser detectada. Sencillamente no podía ignorar su llamada. Él le había enseñado cómo ver la energía de los muertos, su único talento de verdad. Sin él, habría muerto tiempo atrás. Ella tampoco podía contarle a Ayaan de sus idas y venidas, así que tenía que ser astuta. Se había presentado voluntaria para su actual trabajo de limpiar y repostar los helicópteros. Una vez que los pilotos no miraban, había robado una de las mantas de Kevlar que utilizaban para blindar las cabinas de los Mi-8. Sarah le había quitado a la manta las placas de metal que llevaba por dentro y luego había cubierto la alambrada con el Kevlar, para a continuación trepar por su improvisada escalera.

Había repetido la proeza muchas veces desde entonces. Lo suficientemente a menudo para escaparse, incluso con el campamento en alerta máxima. Sin embargo, una vez que estuvo en desierto abierto comenzó a sentir un miedo muy familiar.

Sin la protección de Ayaan, incapaz de defenderse como era debido, sería una presa fácil para cualquier necrófago errante que la oliera por casualidad. Probablemente, cualquier otra persona habría sido devorada años antes. La especial relación de Sarah con Jack era algo que dudaba en contar, pero la había mantenido con vida.

—Sarah —la llamó él, con voz baja y aguda. Ella había subido sigilosamente la ladera de una duna que corría paralela a la alambrada y se cayó de bruces en la arena, aterrorizada—. Sarah, date prisa. No tenemos mucho tiempo.

Se había presentado ante ella como siempre, en el cuerpo de un hombre muerto. Nunca era el mismo cuerpo, pero ella sabía que era él porque la inteligencia guiaba sus acciones claramente. Éste era blanco y le faltaba la carne de un lado de la cara. El cuerpo llevaba un mono de trabajo azul con una camiseta a rayas azules y blancas debajo. Parecía un marinero. Tenía que ser uno de los soldados del Zarevich, decidió ella. Jack se inclinó y le tendió las manos, pero ella negó con la cabeza y se puso en pie sola. No podía permitirse oler a muerto cuando regresara al campamento.

—Jack, no sé qué estás haciendo aquí, pero es una idea realmente pésima —protestó Sarah—. Fathia convertirá mi vida en un infierno si descubre que no estoy.

—Oh, ¿eso hará? ¿Convertirá tu vida en un infierno? —En los ojos prestados de Jack destellaron los primeros rayos azules del amanecer—. Sabes mucho del infierno, ¿eh? No puedes saber cómo es el infierno, no cuando todavía tienes piel para mantenerte caliente y huesos para mantenerte en pie.

Sarah se mordió el labio inferior.

—Perdona —se excusó ella—. No quería decir…

—Yo soy quien te enseñó a ver, niña. Yo soy quien te hizo especial. Cuando esas zorras de ahí dentro creían que eras demasiado pequeña y escuálida para malgastar su tiempo contigo, fui yo quien te dio la magia. Así que si te llamo ahora, será mejor que vengas corriendo. —La tomó del rostro y la miró a los ojos, sus dedos se hundían en sus mejillas.

Hubo un tiempo en que Jack era amable con ella, cuando le había suplicado que le permitiera enseñarle sus secretos. Él creía que ésa era la única manera en la que se ganaría el descanso eterno. Él le había contado que había matado a su padre, en la época anterior, y ahora se arrepentía y tenía una enorme deuda con ella. Una vez que comenzó a enseñarle, se volvió impaciente y, a veces, cruel. Quizá porque había descubierto que darle a ella su don no era suficiente para comprar su paz. Había algo más que debía conseguir primero, pero lo eludía. Ahora, normalmente, cuando iba a buscarla era porque quería algo de ella. Ya le había sacado bastante. Cada tres o cuatro meses podía contar con que él regresara a su vida y quisiera algo nuevo. En general, información, o sólo cotilleos. A veces tenía una lista entera de suministros que necesitaba para fines que escogía no revelar siempre. Ella robaba todo cuanto él quería y lo dejaba enterrado en el desierto para él. Hasta el momento no la habían descubierto.

—¿Todavía eres la chica que convertí en mi pupila? —preguntó, aflojando la presión de la mano sobre su cara. La carne de su cuerpo estaba tan fría. La piel era suave pero fría en las zonas que se hundían en ella. Ella asintió contra su mano—. Entonces, sígueme y cállate. Quiero que conozcas a un amigo.

La condujo duna abajo al interior del relativo refugio de un viejo arroyo, que desaguaba en un estrecho barranco, sin cruzar una palabra entre ellos mientras se movían como gatos en la oscuridad. Al final del desfiladero, él encendió una luz química, algo que Sarah no había visto en años. Sarah creía que los palitos azul brillante del ejército eran parte del pasado que tendría que aprender a olvidar. Bajo la tenue iluminación, Jack sacó una piedra tallada en forma de escarabajo de su uniforme y la puso sobre la roca que tenían entre los pies.

—Él vendrá ahora, si somos respetuosos.

—¿Quién? —preguntó Sarah—. ¿Quién vendrá, Jack? ¿El Zarevich?

La mirada que él le lanzó fue aún más fría que la piedra que tenía bajo los pies.

—Éste es un lugar antiguo —dijo por toda explicación. Como siempre, él no lograba decirle nada con fundamento. Esperaba que ella comprendiera sin más qué quería decir. No la sorprendía, sus lecciones eran difíciles en el mejor de los casos, y a veces completamente parciales—. Tiene sus protectores. Son muertos, pero son muertos limpios. Existe una razón por la que Ayaan escogió este lugar para asentarse.

—Ayaan —gimió Sarah. Naturalmente, Jack no sabría lo que había pasado.

Ella no sabía que quería contárselo. El dolor todavía era demasiado real y personal. No tuvo oportunidad. Una sombra en movimiento apareció en la boca del cañón, recortada por la oscuridad del creciente agujero de sus paredes. Otras aparecieron tras ella.

Las sombras avanzaron dejando atrás la luz del firmamento, siluetas de un terror mucho más antiguo que cualquier palabra que ella supiera. La primera figura se subió a la resbaladiza roca y penetró en la luz, moviéndose sobre unas piernas que no funcionaban bien del todo. Sarah conocía esa manera de andar demasiado bien. Sin embargo, cuando vio el rostro de la criatura, se dispuso a tener un ataque. Estaba oculto tras una máscara plana de escayola sobre la cual había pintado un retrato con grandes y serenos ojos y unos labios turgentes y gruesos. Era una pintura de estilo clásico, griego o romano antiguo, tal vez. Bajo la escayola, su garganta y su pecho estaban tensamente envueltos con raídos vendajes. Los trozos de tela colgaban de sus brazos separados del cuerpo y se enredaban en sus rodillas y gemelos.

Una momia. Se agachó y recogió la talla del escarabajo con sus dos torpes manos de aspecto fracturado. Se llevó el escarabajo al pecho.

—Éste es Ptolemaeus Canopus —dijo Jack—. Puedes llamarlo Ptolemy, le gusta que lo hagan. No habla mucho por sí mismo, pero fue muy importante en los albores de la historia. Ahora es una especie de jefe de la brigada de los vendajes apestosos. Le debo un favor considerable y ahora él tiene esa clase de problema. Quiere que sepas que, hace un par de horas, el Zarevich —Jack escupió en el suelo tras pronunciar su nombre— ha robado a cincuenta de sus compañeros. Acaba de hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra. Quiere recuperarlos y necesita tu ayuda.

—¿Mi ayuda? ¿Te refieres a la ayuda de nuestras soldados? —preguntó Sarah con incredulidad. Había leído historias de momias antes, pero nunca había conocido a ninguna. Las momias habían salvado a Ayaan y su unidad de una muerte segura cuando se enfrentaron a Gary, en el otro lado del mundo hace mucho tiempo. Eran no muertos, pero no se comían a los vivos, lo cual era un cambio agradable. Se suponía que eran absurdamente fuertes, pero mentalmente desequilibrados. A Sarah siempre la habían advertido que se mantuviera alejada de ellos, especialmente por Ayaan—. Escucha, Jack, el Zarevich básicamente nos supera en fuerza y, en cualquier caso, la unidad, bueno, no queda mucho de ella, no desde que Ayaan murió. —Ya. Lo había soltado.

—¿Qué has dicho, niña? —exclamó Jack. Parecía más sorprendido que apenado, a pesar de que él y Ayaan se guardaban un poderoso respeto mutuo.

—Ayaan. Ella está… está muerta. —Casi le sentaba bien decirlo en voz alta. Lo hacía más real, pero también le facilitaba lidiar con ello, de algún modo—. Fue asesinada por las tropas del Zarevich ayer.

—Te juro por lo que quieras que no fue así —maldijo Jack—. Se la llevaron con vida, justo antes de coger a los congéneres de Ptolemy.

Sarah sólo fue capaz de mirarlo boquiabierta.

—Creía que lo sabías —dijo él.

La momia masajeó su escarabajo de piedra como si fuera una mascota.

Capítulo 6

Metieron a Ayaan en una jaula, una caja que casi tenía el tamaño perfecto para meter a un ser humano. Todo era bastante eficiente. La jaula tenía un metro y medio de ancho, un metro de altura y dos de largo. Le dejaba el espacio suficiente para darse la vuelta, pero no para sentarse. Pusieron una fina manta debajo y la cargaron en un camión lleno de jaulas idénticas. Las cajas, contenedores modulares para seres humanos, encajaban a la perfección. Cerraron la puerta del camión y dejaron a los prisioneros a oscuras. Por debajo de la puerta del camión entraba una pizca de luz. Con esa escasa iluminación, Ayaan ladeó la cabeza cuidadosamente para ver a los vecinos que tenía a los lados. Tenían las cabezas apretadas contra las mantas, se rodeaban la cabeza con los brazos. El de su izquierda, un chico de unos diecisiete años, estaba sangrando severamente por un profundo corte en el pecho. Su respiración irregular reverberaba en el interior de la celda de acero del camión.

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