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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (2 page)

BOOK: Zombie Planet
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Capítulo 2

Ayaan tenía una responsabilidad para con los supervivientes, los vivos, que había dejado fuera de Port Said. Podría haber ordenado a Osman en cualquier momento dar media vuelta y brindar apoyo aéreo al campamento. No lo hizo. Las otras mujeres del helicóptero comenzaron a intercambiar miradas de soslayo, ocasionales preguntas inacabadas.

—Nunca nos hemos enfrentado a un enemigo armado antes. ¿No deberíamos reagruparnos, conseguir refuerzos? —preguntó Leyka.

Ayaan se volvió y las fulminó con la mirada. Todavía tenía gotas de sangre de Mariam en la mejilla.

—El campamento está preparado contra los ataques, si es que eso es lo que él persigue. Si ahora le damos la oportunidad de escapar, puede que no volvamos a verlo nunca. Vamos a encontrar al Ruso hoy, y vamos a dejarlo fuera de juego.

Era suficiente para la mayoría de las soldados. Ayaan las había guiado a extraños enfrentamientos y había demostrado su brillantez táctica cientos de veces. Si decía que sabía lo que estaba haciendo, ellas la creían. Sarah no estaba tan segura, pero se lo reservó para sí misma. Las mujeres recordaban a su padre con respeto, pero eso nunca se había hecho extensivo a ella. Como el miembro más joven de la unidad de Ayaan y la única no somalí, su opinión contaba poco. Sin embargo, no podía evitar tener un mal presentimiento.

Ayaan siempre había sido más que precavida. Había rozado la paranoia en el pasado, y eso había mantenido a su gente con vida. Ahora se estaba metiendo en la boca del lobo. No tenía sentido.

—Tengo confirmación visual de un segundo grupo —informó Osman por los auriculares—. Más pequeño…, tal vez cincuenta individuos.

—Mantente cerca de ellos, pero con un ojo en tierra. —Ayaan tenía unos binoculares en la mano. Habían sido diseñados para visión nocturna, pero la batería había muerto años antes. Todavía funcionaban como prismáticos a plena luz del día. Su voz sonó como una cascada de cubitos de hielo—. Allí.

Sarah se adelantó sirviéndose de las manos, agarrándose a las asas de nailon cosidas a los reposacabezas de los asientos de la tripulación. En la cabina de mando del Mi-8 podía divisar la superficie terrestre a través del morro de cristal y ver de lo que estaba hablando Ayaan. Unas cincuenta personas, casi todas ellas muertas, estaban trepando la ladera de una duna de arena bajo ellos. La mayoría tiraban de gruesos cables, arrastrando un vagón de carga con enormes neumáticos de caucho. En la parte de atrás había agazapada una especie de tienda, tal vez una yurta. De los lados del vagón sobresalían algunas ametralladoras de calibre 50 sobre trípodes universales, mientras que en medio, los necrófagos estaban al lado de enormes manivelas, ajustando la suspensión del vagón en su ascenso a trompicones por la duna.

La puerta de la yurta se abrió y alguien emergió del oscuro interior. Entonces le sucedió algo a la luz del interior del helicóptero, a los ojos de Sarah, y a sus sentidos más sutiles. Miró de nuevo a la figura de la entrada de la yurta. A pesar de que estaba a quinientos metros de distancia, Sarah podía distinguir sus rasgos a la perfección. Tenía la sensación de estar observando a través de prismáticos, aunque no era así. Se trataba de un niño, más bajo incluso que ella, de unos diez o doce años. Era asombrosamente guapo.

Su piel era tan blanca que resultaba cerúlea bajo el sol del desierto. Su tez era de una claridad perfecta, su cabello era dorado pálido aún más claro que su piel. Sus grandes y conmovedores ojos ardían en llamas azules. Llevaba la armadura de un guerrero medieval, reducida para encajar en su complexión y esmaltada en un negro brillante con un motivo de huesos y viñas rastreras. En la mano derecha sujetaba un cetro coronado con una calavera humana blanqueada. En las oscuras cuencas de sus ojos centelleaban sendos zafiros.

El niño miró directamente a Sarah. No sólo en su dirección, sino a ella, estableciendo contacto visual. Momento en que supo que algo iba mal.

—Agarraos a algo, señoritas —gritó Osman a la vez que giraba el Mi-8. Las ametralladoras montadas en el vagón abrieron fuego con munición trazadora, las chispas amarillas dibujaban arcos e intentaban tocar el helicóptero. Fathia se levantó de un salto de su asiento mientras las balas pasaban tan cerca que Sarah se deslumbró con sus parpadeantes luces. La soldado comenzó a sacar rifles de asalto a tirones de la armería de la parte delantera de la zona de carga y se los pasó a sus compañeras de escuadrón. Ayaan se quitó el cinturón de seguridad y retiró la funda de su arma. El mismo AK47 que llevaba desde que dejó la escuela.

Osman nunca había impresionado a Sarah por su valor, pero él no se amilanó ante las órdenes de Ayaan; tal vez ambos compartían algún motivo secreto para actuar de modo tan irracional. El piloto aceleró el helicóptero y empujó el timón hacia delante, lanzando el Mi-8 directo hacia el vagón con toda la potencia que permitía el motor termoeléctrico dual. Las soldados se asomaron por la puerta de la tripulación y por la rampa trasera, protegidas de una caída mortal sobre la arena sólo por las cuerdas de seguridad. El aire en el interior del helicóptero vibraba con el ruido de las descargas continuas de sus armas. Así de rápido estaban en medio de una batalla.

Uno de los necrófagos que se encargaba de las manivelas del vagón se desplomó contra la misma; su cabeza era una mancha oscura. El vagón se inclinó bruscamente a un lado. Las tropas del Ruso respondieron con una salva de balas por el fuselaje del helicóptero y reventando una de las ventanas de ojo de buey del flanco de estribor.

—Vuelve, esta vez más cerca —chilló Ayaan mientras metía un cargador entero en su rifle y ajustaba su mira de hierro.

—Te llevaré hasta sus narices si quieres, y allí te dejaré —contestó Osman, pero giró para hacer otra pasada. Hizo descender el helicóptero a poca altura y a mucha velocidad, casi perdiendo el tren de aterrizaje cuando rozaron la parte superior de la yurta. El rifle de Ayaan hizo un ruido seco y escupió tres ajustadas y controladas ráfagas de tres balas cada una. Los necrófagos que arrastraban el vagón se apartaron de sus disparos, pero no lo bastante rápido. Las cabezas estallaron, los cuerpos giraron sobre sí mismos y se desplomaron. Uno de los encargados de las ametralladoras resbaló y cayó en la arena, la sangre salía a chorro de su esternón partido.

Sarah miraba fijamente al chico que estaba en pie en el vagón. Parecía la viva imagen de la calma. La descarga cerrada de balas ni siquiera lo había despeinado. Había algo que no acababa de estar bien en su energía. Era oscura, por supuesto, el chico era un no muerto, un
lich
entre
liches
, y su energía absorbía luz como un agujero negro, pero… ¿qué era? Sarah no se decidía. Pero algo no iba bien.

Aparecieron agujeros de bala en el suelo del helicóptero, y Leyla se apresuró a tirar una manta blindada recubierta de caucho Kevlar sobre las chapas de la cubierta para brindar algo de protección a las soldados. Cuando el helicóptero giró y se alejó del vagón y del alcance de la ametralladora restante, Sarah ató su cuerda de seguridad al suelo y trató de agarrar el brazo de Ayaan.

—¡Eh! ¡Eh! —dijo ella, intentando moverse con el helicóptero cuando éste se ladeó, con brusquedad—. Hay algo… —gritó, pero su casco mal encajado se había torcido y no podía oír su propia voz por encima del ruido del motor—. ¡Ayaan! —chilló.

Ayaan no perdió más tiempo. En la tercera pasada, cambió su arma a fuego automático y vació un cargador sobre el chico ruso, sus brazos siguiéndolo con la precisión de una máquina. La madera del suelo del vagón se astilló y escupió polvo, pero él ni siquiera miró a Ayaan. No, sus ojos todavía seguían fijos en Sarah. Todavía la miraba a ella. Dentro de ella.

En la cabina de mando las luces destellaban en el panel de controles de Osman y una alarma aullaba con urgencia. La ametralladora había acertado un blanco de verdad, había hecho explotar uno de los depósitos de combustible del Mi-8. Los sistemas automáticos de incendio y las cámaras de aire de seguridad se activaron y evitaron que el helicóptero estallara, pero unas llamas azules prendieron el fuselaje y las salpicaduras de keroseno en llamas penetraron por la puerta abierta de la tripulación.

—Ayaan, él no es… él no está… —A Sarah le costaba concentrarse en las palabras. La mirada del chico la dominaba, obligándola a mirarlo de nuevo. Vio tanta inteligencia en sus pómulos, tanta pena en sus labios azulados. La estaba hipnotizando, lo sabía, y sabía cómo combatirlo, pero le dificultaba la capacidad de hablar.

Levantó la vista y vio que Ayaan había cogido un RPG-7V de la armería. Deslizó una bulbosa granada propulsada por cohete en el tubo y levantó la mirilla hasta su ojo.

Sarah echó un vistazo a su espalda y vio que la puerta de tripulación de babor todavía estaba cerrada. Si Ayaan disparaba el RPG dentro del helicóptero, la implosión volaría la puerta y los freiría a todos con el gas saturado. Tan concentrada como estaba en su objetivo, Ayaan parecía estar por encima de tales preocupaciones.

Soltando su cuerda de seguridad, Sarah se lanzó a lo largo de la cabina y tiró con fuerza de la palanca de la puerta justo cuando Ayaan localizaba a su objetivo y apretaba el gatillo. El humo se propagó en un chorro cónico por la parte de atrás del lanzagranadas y se dispersó con el viento. Sarah miró por la puerta abierta y observó la granada propulsarse hacia su objetivo. Finalmente, el chico apartó la vista de ella y volvió la cara hacia el proyectil. Alzó su cetro como si pudiera desviar el explosivo. No funcionó.

Una nube marrón se elevó en la superficie del vagón, un caos de astillas y restos. Uno de los trípodes de las ametralladoras salió volando, alejándose entre volteretas del vagón. Los hombres muertos, que seguían incansables accionando la manivela, se quedaron inmóviles en el sitio mientras los escombros salpicaban sus cuerpos y los arrojaban contra las ruedas.

Cuando se despejó el humo, se podía ver un agujero de un metro de diámetro en la parte superior del vagón, un enorme cráter donde antes había madera sólida. De pie en medio del agujero estaba el chico ruso. Sus mejillas ni siquiera se habían manchado de hollín.

Sarah se dio cuenta de que no, no estaba de pie en medio del cráter. Estaba flotando sobre él. No se había inmutado, literalmente… estaba flotando en el aire a pesar de que habían volado el vagón que tenía bajo los pies. Sarah lo estudió con sus sentidos ocultos y masculló una palabrota. Forcejeó para colocarse bien el casco.

—Ése no es él… es una proyección, Ayaan, una proyección mental. No es más que una ilusión óptica.


Seelka meicheke
—maldijo Ayaan. Tiró el lanzagranadas en la cubierta del helicóptero con un estruendo metálico. Osman se apartó, lejos del alcance de las armas de fuego, a pesar de que la ametralladora que quedaba en el vagón estaba dando vueltas sin control y nadie se ocupaba de ella. Todos los ojos del helicóptero se dirigieron a Ayaan.

—De acuerdo —dijo ésta tras un momento—. Osman, aterriza en lo alto de esa duna. —Señaló una onda creciente del desierto quizá a un kilómetro de distancia.

Las mujeres en la zona de carga se miraron unas a otras y algunas ahogaron un grito. El miedo se apoderó de Sarah con demasiada fuerza para que pudiera pronunciar palabra. Si hubiera podido, le habría preguntado a Ayaan si había perdido la cabeza de repente. El helicóptero les proporcionaba la única ventaja real que los vivos tenían sobre los muertos: la capacidad de huir volando. Si aterrizaban ahora, con un ejército de muertos tan cerca, no tendrían ninguna protección de verdad.

Sin embargo, Osman reconocía una orden directa cuando la oía, e hizo lo que se le decía.

Capítulo 3

Ayaan se arrodilló y tocó la arena, luego se llevó la mano al corazón y a la frente. Era un gesto muy antiguo, anterior a la Epidemia: estaba dándole las gracias a la Tierra, a su madre y a su Dios por concederle el derecho a hacer la guerra. Las otras mujeres se apresuraron a imitarla, pero Sarah se negó a seguirlas.

—Vale, esto es una estupidez —farfulló. Sabía que sonaría como una quejica y una egoísta, pero no podía evitarlo—. ¿Alguien puede decirme otra vez por qué estamos haciendo esto? El
lich
supremo de todos los tiempos está al otro lado de esa colina y nosotras nos vamos a quedarnos aquí y hacerle frente a pie. A pesar de que tenemos un helicóptero y podemos marcharnos sin más.

—Nunca has comprendido lo que significan las órdenes —dijo Fathia, poniéndose en pie, con el rifle bamboleándose en sus manos. El cañón no estaba apuntando a Sarah, nunca sería así a menos que Fathia quisiera matar a la joven de veras, pero implicaba una amenaza que tenía como fin ser tomada en serio—. Tú eras una huérfana que adoptó como a su hija, y lloras como si todavía fueras un bebé.

Sarah abrió la boca para responder, pero Ayaan levantó las manos para que callaran y lo consiguió.

—¿Sabes por qué vinimos a Egipto? —preguntó en voz baja, con la misma suavidad de la arena que tenían bajo los pies.

—No había nada que comer en Somalia —contestó Sarah. Era cierto. Cuando los muertos se levantaron, cuando llegó la Epidemia, la hambruna ya había asolado el Cuerno de África. Con pocos vivos restantes para cultivar el campo, la escasez de comida se había convertido abiertamente en inanición. Egipto, con sus ciudades modernizadas llenas de mercados y tiendas de comestibles, prometía al menos algo de comida. Latas y recipientes llenos de carne en conserva y verduras en escabeche. Ayaan había sacado a su unidad fuera de Somalia con la esperanza de una vida mejor y había cumplido su promesa.

—Para sobrevivir —respondió Fathia—. Para reconstruir.

Ayaan asintió.

—Hemos llegado hasta aquí. No dejaré que me echen ahora.

Una protesta salió a borbotones del corazón de Sarah.

—Estamos en peligro. Cuando estamos en peligro, nos replegamos a una posición defendible. Tú me has enseñado eso.

Una sonrisa pasó fugazmente por el tenso rostro de Ayaan.

—Me alegro de ver que escuchabas. Tal vez aprendas otra lección. Hay momentos, a pesar de que sean escasos, en que huir es un error. Este Ruso, este Zarevich, el Príncipe de los Muertos, cada día se hace más fuerte. Si no detengo su maldad ahora, cuando tengo la oportunidad, tal vez no sea capaz de plantarle cara la próxima vez. Hoy lo mataré. Si tiene la capacidad de proyectar imágenes de sí mismo, entonces estoy obligada a perseguirlo a pie, para poder sentir cómo se rompe su cráneo y saber que he terminado el trabajo.

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