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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (6 page)

BOOK: Zombie Planet
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—¿Aquí es dónde recogemos nuestros refuerzos? —preguntó Osman.

Sarah podía entender su escepticismo. En la parte más alejada de la salina había sido erigida una ciudad, pero no se parecía a ninguna que hubieran visto jamás. Su rasgo más destacado era un enorme templo con una muralla de piedra en los rocosos acantilados, una estructura de columnas ciclópeas coronadas con flores de loto talladas y enormes y esbeltas estatuas de hombres de rostro sereno. A cada lado de la entrada del templo había una esfinge, una con la cara de un faraón y la otra con la cabeza de una cabra. Cerca había una pirámide y una mastaba. Había ruinas como aquéllas por todo Egipto, ambos habían visto docenas, pero ningunas tan eclécticas. Ningunas tan nuevas. La pirámide estaba cubierta con precarios andamios. Desde el otro lado de la salina alcanzaban a ver diminutas figuras subiendo y bajando los andamios, algunos llevando bloques de arenisca a la espalda que debían de pesar media tonelada. Osman la fulminó con la mirada.

—No me va a gustar esto —dijo él.

—No —admitió ella. Sarah lo precedió al cruzar la salina; sus pies rompían la corteza de sal escarchada de la superficie y la hacían brillar desde el aire. Desde la tierra sencillamente parecía blanca, un blanco monótono que atrapaba el resplandor del sol y hacía sentir a Sarah como si se estuviera moviendo a través de pura luz. Mientras ella subía los escalones del templo divisó la oscuridad en el interior de su entrada cuadrada y se imaginó lo agradable que sería entrar allí, donde se estaría fresco y el aire no le calcinaría los pulmones. Pero no tuvo oportunidad de descubrirlo. Ptolemaeus Canopus emergió primero, su rostro pintado bamboleándose hacia ella desde las sombras. Otras momias lo siguieron. Una parecía cien veces más antigua y sus vendajes estaban hechos jirones, pero el oro brillaba desde debajo por todas partes. Otra llevaba una máscara de madera tallada con la forma de la cabeza de un carnero, teñida en rojo, verde y blanco.

Mientras Ptolemy descendía para recibirla, se produjo un enorme silencio en la pirámide. El trabajo se detuvo y las momias que estaban construyendo la tumba gigante cayeron de rodillas con los brazos en alto. Jack había mencionado que Ptolemy había sido un hombre importante en su día, qué habría sido exactamente, se preguntó Sarah, para que se le mostrara tal respeto. ¿Qué era ahora?

Se acercó más y Osman retrocedió, escaleras abajo. Sarah mantuvo su posición. Ptolemy se aproximó lo suficiente para tocarla, lo suficiente para que ella pudiera olerlo: canela y nuez moscada y, debajo, un rastro de alquitrán quemado. La momia de la cabeza de carnero le tendió algo y ella lo cogió: un escarabajo tallado en piedra de talco. El mismo que ella había visto a Jack entregar a Ptolemy la noche anterior.

—Gracias —dijo ella, insegura sobre el protocolo a seguir, pero entonces dio un grito y casi se le cayó la cosa. Había cobrado vida en su mano, podía notarlo retorciéndose y zumbando. De algún modo, logró no soltarlo, y cuando bajó la vista vio que no había cambiado en absoluto. Era energía, pura energía vital que no era luz ni oscuridad, que latía contra su piel.

escarabajo éste es corazón éste es mi escarabajo mi escarabajo corazón
—le dijo a ella, las palabras amontonándose y reverberando unas sobre otras, dando vueltas sin parar en su cabeza hasta que la inundó un mareo. Podía sentir las palabras en lugar de oírlas, subían por sus brazos hasta su garganta y las sentía allí como si las hubiera dicho ella misma. Todas llegaban a la vez, sin un orden particular, y ella tenía que escuchar cómo se repetían para distinguirlas—.
tú único corazón escarabajo tú sólo puedes oír tú sólo tú puedes escarabajo oírme esta elección es porque oír tu corazón fue elegido

La momia mujer, la más antigua, apretó su cuerpo contra Ptolemy. Cerró las manos sobre él y su rostro envuelto en vendajes se hundió en el hueco de su cuello.

esposa mi única ésta es mi única esposa ella reinará en mi lugar ella estará sola cuando reine yo me haya ido
—le dijo Ptolemy a Sarah. Ella apartó la vista y se aclaró la garganta. Él dejó que la mujer lo acariciara un momento más, luego dio un paso adelante, más cerca de Sarah.

tú familia tener no amiga tener familia tú tener familia

—Sólo… sólo la mujer que estoy buscando para rescatar —le dijo Sarah.

los míos yo buscar triunfo son mi familia juntos buscamos los nuestros triunfaremos juntos

—Sí —dijo ella cuando cesaron las vibraciones del escarabajo—. Genial. —Señaló con un dedo por encima de su hombro al helicóptero—. ¿Empezamos?

Capítulo 8

La luz se desparramó por el cuerpo cubierto de sudor de Ayaan como agua hirviendo y ella se revolvió para apartarse, cogiendo su manta en un fuerte abrazo que le cubría los ojos. Le llegaron palabras a gritos, pero ella se negó a moverse, incluso cuando su jaula fue sacada a tirones de la parte de atrás del camión y lanzada bruscamente al barro.

Habían pasado al menos tres días desde que la habían hecho prisionera. Podía tratarse de muchos más; le costaba recordar cuántas paradas habían hecho. En su debilitado estado aparentemente no podía conservar nada con claridad en la mente.

Subalimentada, sucia, vapuleada por los barrotes de la jaula y severamente deshidratada, estaba completamente fuera de juego cuando se acercó un hombre vivo y abrió la parte superior de su jaula, la apartó y le hizo un gesto con el dedo para que se levantara y saliera. Ella bajó la manta y lo miró. Delgado, sin barba, blanco, de quizá la mitad de años que ella. Tenía los rasgos afilados y emaciados y los ojos apagados y sin pretensiones de un soldado bielorruso que Ayaan había conocido una vida atrás. Había sido instructor de armamento y le había mostrado por primera vez el AK-47.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella en su precario ruso.

—Nuestra localización aquí es Chipre. ¿Tú hablas la lengua de Rusia? Es bueno. Venga, ven, no serás herida —le dijo él—. Ven. —Sonrió ampliamente.

Ella se puso en pie lentamente, arrodillándose en la superficie blanda, dejando que sus ojos se habituaran a la luz.

—Es suficiente. Tómate tiempo, ¿sí? Tómate tiempo y acostúmbrate. —Él le sonrió, una sonrisa triste, cómplice, que le decía que él comprendía lo que estaba pasando, que lamentaba mucho que hubiera sido encerrada en esa caja, pero que el sufrimiento había acabado. La sonrisa decía que podía confiar en él.

Deseó tener una piedra para arrancarle esa sonrisa de la boca. Sabía exactamente lo que pretendía. El largo trayecto en el camión debería haber acabado con su resistencia. Cualquier asomo de amabilidad humana sería tan bienvenido en ese momento que debería aferrarse a él como un bebé a una teta, desesperada por la calidez y la aceptación. Era una técnica de interrogatorio clásica. Le pasó por la cabeza escupirle en los ojos, pero se lo pensó mejor. Él podría darle algo de comer o un poco de agua potable si le seguía el juego.

Se le ocurrió, pero se negó a darle vueltas, que a él no le importaba si ella le creía o no. Que le siguiera el juego era lo único que quería de ella.

—Soy Vassily. Por favor venir, enseñarte el camino. —La cogió de la mano y la condujo sobre sus endebles piernas a través de una puerta en una alambrada. Al otro lado había una planta de extracción de petróleo iluminada como solían estarlo las ciudades, llena de luces encendidas aún de día, igual que las ciudades en el pasado, en los días en los que los muertos seguían muertos. Era una de las cosas más hermosas que Ayaan había visto en su vida.

Ella volvió la vista hasta el camión que la había llevado allí. La descarga se estaba haciendo sin problemas. Cada uno de los prisioneros era recibido por su propio guía; los turcos con los que había hablado parecían asustados pero no dispuestos a pelear. No la sorprendía. Llegó otro camión y abrió la puerta, ella esperaba ver más jaulas, en cambio, se dejaron caer cuerpos muertos, gomosos y grises. Los necrófagos se alejaron de su transporte, oleadas de ellos dirigiéndose a ella. Ayaan levantó los brazos y se agachó para protegerse, pero los muertos pasaron a su lado dejándola atrás. Ni siquiera le echaron un vistazo.

—Está bien —le dijo Vassily, cogiéndola del brazo—. Aquí, vivimos en comunidad con ancestros. Una gran familia.

Ayaan observó horrorizada cómo los cuerpos putrefactos se tambaleaban a su lado. Sus extremidades y rostros estaban surcados por la descomposición, sus ojos, nublados; ella conocía esa mirada, sabía qué aspecto tenían los cuerpos muertos. Aunque no los había visto tan centrados, tan determinados, desde hacía mucho tiempo, desde… bueno, no desde que se había enfrentado a Gary en Nueva York. Marionetas, se dijo a sí misma, eran marionetas. No había nada que temer.

Se desperdigaron por la zona interior de la refinería vallada, dividiéndose en filas que conducían a estrechos pozos excavados en la tierra cubiertos con iglúes de piedra. Los pozos debían de ser profundos; docenas de maltrechos cadáveres desaparecían en cada uno de los iglúes. Debía de tratarse de unidades de almacenamiento subterráneas para los muertos, que no necesitaban ni luz, ni aire ni espacio. Tumbas masivas como viviendas de alta ocupación.

—No hace falta que mires si no quieres. —La cara de Vassily se había puesto un poco seria. Ayaan le dedicó una débil sonrisa, la única que consiguió poner, y se internó en las dependencias de la refinería tras él.

Entre las enormes torres de la planta los vivos se movían a sus anchas, sonriéndose unos a otros, saludando a aquellos que conocían, deteniéndose para conversar un rato. Desde las relucientes pasarelas que conectaban las torres habían colgado hamacas y cuerdas para tender la ropa, e incluso habían colgado casas enteras hechas de cuerdas anudadas. Había luz y hogueras por todas partes, y el olor a carne asada impregnaba el aire, haciendo que el estómago de Ayaan se retorciera. Pensó que iba a vomitar del hambre que tenía.

—Aquí se está bien —le dijo Vassily, y ella no lo dudó. En tanto en cuanto no te importara vivir en comunidad con los muertos. Una niña que no tendría más de cinco o seis años le tendió a Ayaan una rebanada de pan untada con miel y se dio media vuelta entre risitas. Los niños se pusieron al margen del camino para verla pasar. Ella se comió el pan sin pensárselo mucho. Podía contener estupefacientes: las caras llenas de vida, los ojos brillantes a su alrededor podrían haber salido de un bote de pastillas, sin duda, pero necesitaba demasiado algo comestible para tirar el pan. Estaba delicioso.

Pero ¿de dónde había salido? Ella y su campamento habían estado viviendo de una menguante reserva de latas de conserva, saqueadas de tiendas abandonadas y ultramarinos de toda África. Pero el pan estaba recién hecho. Lo que significaba que, de alguna manera, el Zarevich tenía acceso a cereales, a cultivar la tierra. Incluso tenía acceso a abejas si podía hacer miel. ¿Eran los vivos o los muertos quienes trabajan aquellos campos, los que se ocupaban de las abejas? No tenía ni idea. A pesar de todas las historias, ella no sabía casi nada sobre los recursos del chico
lich.

Vassily la condujo al interior. Entraron en un edificio de madera, un largo cobertizo de techo bajo sin ventanas donde un par de necrófagos sin manos —sólo tenían pinchos en los extremos de los brazos— hacían guardia. En el desierto habían sido muy rápidos, pero allí estaban como estatuas, totalmente quietos. Captó un retazo de la túnica verde con el rabillo del ojo al otro lado de la puerta, pero no podía distinguir más detalles. Intentó formular una pregunta, sin embargo, su guía la hizo girar en una calle lateral.

—No es nada —dijo él, con voz un poco ronca.

Las torres de la planta dividían la ciudad improvisada en barrios naturales que rodeaban un zoco central o anfiteatro. Vassily la llevó al corazón del lugar, a través de zonas bulliciosas donde los hombres practicaban puntería con los rifles. Dejaron atrás una guardería al aire libre donde las madres jugaban con bebés rollizos. En un corral formado principalmente por tuberías tan gruesas como el brazo de Ayaan había ganado de verdad: cerdos en su mayoría, pero también había un par de vacas de pelaje corto. Pastaban desganadas en un abrevadero lleno de sobras. Sobras que las soldados en el campamento de Ayaan fuera de Port Said habrían considerado un banquete.

—¿Cómo es posible? —preguntó ella—. Los muertos se comen todo lo que ven. Pensaba que las vacas ya se habían extinguido.

—Él tiene granjas, y ella hace crecer las cosechas —susurró Vassily—; maíz y trigo y centeno. Hay árboles frutales. Muchos. ¿Te gustan las manzanas? Si no, plantaremos naranjas. —Él se rió, y ella no pudo evitar sonreír.

La condujo más adentro, hasta una zona más oscura y silenciosa ubicada bajo una vasta colección de torres de extracción donde las llamas de las tuberías bañaban las estrechas calles de un reflejo azul y blanco. Los hongos crecían bajo sus pies, con tal grosor que se podían pisar. Los pedos de lobo explotaban a su alrededor, y sus polvorientas esporas manchaban las perneras de sus pantalones. Una construcción de madera, más cerca de un fuerte medieval diminuto que de una casa, se erigía al final de la calle, cerrando el paso. Las ventanas eran pequeñas hendiduras, perfectas para disparar con armas de fuego al exterior a la vez que se protege a los de dentro. Un parapeto rodeaba el tejado, un lugar desde donde un escuadrón de rifles podía dominar toda la ciudad, convertirla en una emboscada mortal. Ayaan se preguntaba por qué la habían llevado allí.

Una cortina se abrió en una de las puertas del lugar y una mujer salió a la calle. Debió de ser hermosa mucho tiempo atrás, una colección de largas y angulosas extremidades, pechos altos, rasgos perfectamente cincelados. Sin embargo, alguien la había herido de gravedad. Su piel estaba cubierta por todas partes de delgadas cicatrices rojas que bajaban por su escote y por la espalda que su camiseta anudada al cuello dejaba al descubierto. Se veían en sus torneadas piernas y en sus brazos musculosos. Incluso en su cara; hasta la curva afeitada de su cabeza estaba cubierta de pequeños cortes. Su cuerpo era un mapa de tortura, prolongada, metódica, cruel. Pero sus ojos translucían una profunda y fría inteligencia que no permitía a Ayaan verla como la víctima. Con un horrible escalofrío, Ayaan se dio cuenta de lo que quería decir aquella mirada. La mujer herida quería que Ayaan supiera que había sido decisión suya, que ella había elegido ser cortada en jirones. ¿Qué clase de recompensa recibía?

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