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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (8 page)

BOOK: Zombie Planet
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En el pasillo principal del búnker había puertas. Pero sólo una de ellas estaba abierta. Cicatrix le indicó que cruzara y la condujo a una enorme habitación, de tal vez unos diez metros de largo. El suelo estaba cubierto de cuerpos muertos, cada uno ocultaba debajo una basta manta. En el fondo de la habitación habían puesto una mesa y sillas. De pie al lado de la mesa, el espectro de la túnica verde las esperaba. El mismo
lich
que la había capturado en Egipto. Ayaan hizo cuanto pudo para no estremecerse cuando él se dio media vuelta para mirar a las dos mujeres. Parecía casi más esquelético de cerca que de lejos, pero la gran humanidad de sus ojos evitaba que pareciera demasiado monstruoso.

—Tú, naturalmente, eres Ayaan —dijo él en inglés, con un ligero acento. Era europeo, tal vez alemán u holandés—. Permíteme que me presente.

Ella esperó pacientemente a escuchar su nombre, preguntándose si se esperaría de ella que le estrechara la mano. Entonces una ola de agotamiento le sobrevino y la atravesó. Se sentía como si la hubiera atropellado un camión. Otra ola la envolvió y se dejó caer en una de las sillas.

—Lo siento, yo… —comenzó a decir, pero no pudo acabar. Estaba tan… Tan cansada, tanto. La vida estaba… abandonándola…

En un momento todo había terminado y ella levantó la vista, horrorizada. Se sentía como si estuviera a punto de desmayarse.

—Podría haberte matado entonces. Podría haberte desconectado. No necesitas saber mi nombre, porque nunca te dirigirás a mí —le dijo el espectro de verde. Ella se dio cuenta de que acababa de sentir su poder, su don. La mayoría de
liches
tienen alguna destreza especial, algún nuevo sentido o talento para compensar el deterioro de sus cuerpos. Éste podía ralentizar su metabolismo de lejos. Se le ocurrió que su poder también podría funcionar en sentido inverso. Que también podría acelerar los procesos naturales de su cuerpo. Podría hacerla más veloz, igual que había hecho a los necrófagos en el desierto, tan rápidos que ella no podía combatirlos con eficiencia.

—Si yo quiero algo de ti, lo tomaré —le dijo el espectro—. No confío en ti y nunca lo haré. Él —y Ayaan supo que se refería al Zarevich— cree que puedes sernos útil, pero quiere que te mantengamos con la correa corta. ¿Lo entiendes? Para mí eres como un perro. Un perro que tiene que ser controlado.

Se alejó de la mesa, su túnica rozaba sus tobillos con un frufrú y su bastón de hueso resonaba en el suelo duro. Ayaan permaneció sentada y esperó a que él se explicara. Los hombres de su clase siempre lo hacían, al final.

—Este sitio es donde yo trabajo. Tengo un trabajo muy simple: se supone que he de encontrar un fantasma. —Él la fulminó con la mirada, retándola a negar la existencia de tales cosas. Ayaan tenía buenas razones para no hacerlo, así que siguió callada—. Llevo años aquí y hasta ahora no he tenido suerte. Oh, he levantado algunos espíritus. He experimentado con psíquicos: con personas que leen la mente, con médiums y espiritistas y dobladores de cucharas de todo tipo, tanto vivos como muertos, e incluso he encontrado unas cuantas personas con verdaderos poderes. Sin embargo, no podían hacer lo que yo les pedía. No podían localizar a mi fantasma.

Ayaan asintió en lo que esperaba que fuera un gesto agradable. Cicatrix se comportaba como alguien que ya había escuchado todo eso antes muchas veces. Ella se apoyó en una pared y encendió un cigarrillo. El humo mentolado invadió la habitación rápidamente.

—Ahora, tras años de que mis mejores ideas hayan fracasado, a mi señor se le ha ocurrido su propio plan y vamos a intentarlo. Sabemos muy pocas cosas sobre este fantasma. Sabemos que fue amigo del Zarevich, en una época en la que estaba muy necesitado de un amigo. Solía aparecer y hablar con él y le enseñó muchas cosas. Pero un día dejó de aparecer. No sabemos por qué, pero sabemos que nuestro señor estuvo muy triste por esto. También sabemos que ese fantasma tiene debilidad en el fondo de su corazón por cierta clase de no muertos. Es decir, las momias.

El espectro se agachó para retirar la sábana de uno de los cuerpos muertos del suelo. Un hombre muerto envuelto en vendajes con una máscara de oro, sus rasgos pintados miraban sin expresión al techo. Unas argollas de hierro lo sujetaban contra el suelo, inmovilizando sus brazos y piernas para que no pudiera moverse en absoluto, salvo para una especie de retortijones involuntarios. Se parecía mucho a una polilla gigante.

El espectro verde estaba de pie detrás de ella. No recordaba haberlo visto cruzar la habitación. Como todo lo demás, le estaba dando un claro mensaje. Tenía una pistola en la mano, una FEG húngara barata que probablemente le estallaría en la mano si intentaba dispararle con ella. Hizo cuanto pudo para no mostrar miedo, aunque probablemente eso era lo que él quería.

—Tenemos la siguiente teoría, ¿sabes? Si matamos las momias suficientes, el fantasma regresará para intentar protegerlas. Estamos bastante seguros de que está observándonos, pasándolo en grande a nuestra costa. Así. —Señaló con la pistola hacia ella, con el cañón por delante—. También tenemos la teoría de que quien se encargue de la matanza será el objeto de una retribución kármica bastante importante. —Hizo un gesto de impaciencia con la pistola hacia de ella de nuevo, evidentemente con la intención de que la cogiera.

«Sorprendida» no era la palabra. Ayaan la tomó y calculó cuánto tardaría en descerrajarle un tiro en la cabeza. Con el espectro muerto, podría vencer a Cicatrix con facilidad. Hasta donde ella sabía, estaban solos en el búnker, podía escapar a las colinas y luego, por el lado más alejado de la isla, intentar dar con un barco y regresar a Port Said.

O podía darse cuenta de que el espectro se acababa de mover a cinco metros al otro lado de la habitación en el tiempo que ella había pestañeado. Comprendía el fin de este ejercicio. Podía pensar que era una «asesina», la «mejor con el rifle», en palabras de Cicatrix, pero en compañía de
liches
estaba claramente por debajo. Antes de que ella tuviera tiempo siquiera de apuntar, él podía matarla. Apagarla como una luz.

Tenía que seguir con vida si quería volver a ver a Sarah.

No había duda de qué quería el espectro que hiciera. Se levantó de la silla y se colocó encima de la momia de la máscara dorada. Le quitó la máscara de una patada con la bota. Había jeroglíficos pintados sobre su cara envuelta en tela. Sin duda una maldición para cualquiera que perturbase su descanso eterno.

Ayaan quitó el seguro de la FEG, apuntó, y voló sus ancestrales sesos egipcios por toda la habitación.

Capítulo 11

la pérdida no puedo comedor de huesos tiene sus nombres de ellos sus caras están perdidas para mí no puedo caras oír sus comedor de huesos nombres

Sarah retiró las yemas de los dedos de la piedra de talco del escarabajo que tenía en el bolsillo. Se preocuparía por el sufrimiento de Ptolemy más tarde, una vez hubiera encontrado a Ayaan. Se arrodilló ante la alambrada y durante un rato se centró en ella con unas tenazas, manteniendo una mano en la alambrada en todo momento para que no hiciera ruido. «Tan cerca», pensó. Ya había acaecido una tragedia, pero quizá, sólo quizá, ella podía conseguirlo, quizá podía rescatar a Ayaan. Si la maldita momia se calmase un minuto.

Les había llevado seis días rastrear al Zarevich hasta Lárnaca, en la isla de Chipre. Había sido bastante fácil seguirlo, Ptolemy podía sentir a sus iguales perdidos, incluso a kilómetros de distancia. El búnker y la escena de la carnicería los habían atraído inexorablemente. Ésa había sido la parte fácil. Osman los había dejado a una distancia segura y después se había marchado volando en el Mi-8. Cuando Sarah le había pedido que fuera con ella, él se había limitado a reír.

—Hay una razón por la cual aprendí a cómo pilotar esta cosa —le explicó él—. Cuando eres el piloto, siempre consigues estar en la huida. —Aceptó ir a recogerla cuando hubieran acabado, y hasta allí llegaba su compromiso.

Sola, sin contar a Ptolemy que no tenía nada que decir, Sarah encontró el búnker y se las ingenió para entrar. Las luces todavía funcionaban, pero el olor a muerte casi la hace desistir.

Todavía no sabía qué pensar de la matanza de las colinas. Cuarenta y nueve momias muertas, metódicamente asesinadas con una bala en cada cráneo. Las heridas estaban todas en el mismo sitio, perfectamente centradas en sus frentes. Debería haber habido una quincuagésima: había un sitio para ella en el búnker de hormigón, y trozos de tela grapados al suelo donde debió de estar aprisionada. Qué le habría pasado podía suponerlo cualquiera.

Ptolemy se había tomado mal la masacre, por supuesto.

los úteros nunca morirán serán más muertos de nosotros, no nacimientos nunca de muertos más úteros
—había gemido Ptolemy, y ella había lamentado su pérdida. También tenía razón. Tan sólo había un determinado número de momias en el mundo y sólo un pequeño porcentaje había regresado de la muerte; a la mayoría de las momias les habían sacado el cerebro del cráneo con una cuchara como parte del ritual de momificación. Nunca volvería a haber más de ellos tampoco. La receta exacta para crear uno de su especie se había perdido siglos atrás. Ya podían ser inmortales, pero cuando uno de ellos moría, su población total se reducía para siempre.

Tras cruzar la alambrada se mantuvo agachada. Era bien pasada la medianoche y cualquier ser humano que estuviera en el complejo de la refinería debería estar dormido. Sin embargo, los no muertos se quedaban levantados hasta tarde y ella no podía permitirse que la vieran. Ptolemy se había deslizado por debajo de la alambrada detrás de ella con una gracia inhumana, su rostro pintado era la imagen de la compostura. Todavía funcionaba hasta el punto de poder seguirla, esperaba que también pudiera luchar. Si no, probablemente estaba perdida.

—Mantente agachado… nos colaremos entre esas dos tuberías grandes de allí —le dijo Sarah. Él podía oírla sin problemas, incluso cuando no estaba tocando el corazón del escarabajo de piedra de talco. Juntos reptaron agazapados a través de la oscuridad y pasaron por debajo de una tubería tan gruesa como el tronco de un árbol. La luz eléctrica, algo que Sarah no había visto en años, resplandecía en el estrecho callejón que había bajo la tubería. Bañaba el camino de una brillante iluminación. No había donde esconderse bajo esa luz, no había sombras que aprovechar.

Sarah respiró por la boca y cerró los ojos. Buscó la energía oscura de los no muertos. Si nadie estaba mirando, tal vez podrían colarse. No encontró nada, expandió su percepción y lo intentó de nuevo. Allí, a pocas docenas de metros, captó el resplandor dorado de un humano vivo, la criatura animada más próxima. También estaba profundamente dormido a juzgar por las vibraciones de su aura. Vale.

Le hizo una señal a Ptolemy y luego cruzó corriendo el callejón iluminado hasta las sombras del otro lado. Sobre su cabeza había más gente viva, todos dormidos, metidos en sacos de dormir en una pasarela. Al parecer no había ninguna resistencia real a su invasión en la refinería. ¿Creían que una alambrada era suficiente? Supuso que si contabas con un ejército de no muertos para respaldarte, entonces el perímetro de seguridad no tenía por qué ser tu foco principal.

—Vamos —dijo ella, y tocó la piedra para asegurarse de que Ptolemy todavía estaba con ella.

ellos se pudrirán murieron y ellos se pudrirán por la muerte que hicieron
—dijo él. Bueno, ése era el espíritu en cualquier caso.

Una gran estructura de madera, claramente construida por el Zarevich y que no formaba parte de la refinería original, se erigía ante ella al final de la carretera. La madera estaba salpicada de moho, pero no parecía que hubiera ningún guardia alojado dentro. Percibía vagamente algo de energía oscura más adelante, pero decidió correr el riesgo. Agachándose para entrar en la cabaña, apartó una cortina y accedió a un espacio cerrado de grandes dimensiones.

Había una cortina de plástico transparente colgada en medio de la habitación, dividiéndola en dos. Los equipos electrónicos ocupaban la mayor parte de la mitad más alejada: pantallas de radares, muchos equipos de televisión, equipos médicos. Del techo colgaban bombillas de alto voltaje que eliminaban cualquier sombra de las paredes. En el lado más cercano a la cortina había algunas piezas antiguas de mobiliario con moho y un antiguo micrófono de plata sobre un elevado pie.

Sarah se acercó al micrófono. Sólo tenía escasos recuerdos de cómo funcionaban esas cosas. A fin de cuentas no tenía más que ocho años cuando estalló la Epidemia, y la electricidad había sido un lujo más exclusivo que las joyas en su vida. Sin embargo, debía de haber visto alguna película en algún momento, o incluso un programa de televisión en el que alguien probaba un micrófono como ése dándole un golpecito con el dedo. Como si de un reflejo se tratara, alargó un dedo y tocó la superficie del micrófono.

Un rugiente sonido apagado reverberó por toda la cabaña de madera, seguido rápidamente de un agudo zumbido. Sarah se acuclilló como si pájaros no muertos estuvieran graznando por su carne. Levantó la vista y vio los altavoces colgados de las cuatro esquinas del techo.

—No deberías estar aquí todavía. No te han lavado como es debido.

El corazón de Sarah dio un brinco. Una cosa muerta, un
lich
, una de las creaciones del Zarevich, había emergido desde detrás de las montañas de aparatos electrónicos de la mitad más alejada de la habitación. Su cara verdosa surgió tras el plástico, la cortina cubría sus rasgos muertos. Sarah nunca había visto un cuerpo humano tan descompuesto. Las ampollas y las llagas habían sustituido la mayor parte de su piel, mientras que su pelo colgaba suelto en parches dispersos que dejaban gran parte del putrefacto cuero cabelludo a la vista. Sus ojos tenían el aspecto de haber sido hervidos durante demasiado tiempo, sus dientes eran marrones y estaban rotos. No pudo distinguir de qué sexo había sido en vida. Llevaba un pijama verde de hospital limpio y planchado y guantes de látex y la estaba mirando como si estuviera estudiando un germen bajo el microscopio.

—Pequeña niña asquerosa. No eres una de los nuestros, tú no eres una de los nuestros en absoluto. Estás aquí buscando algo, no, buscando a alguien. No la encontrarás, aquí no. —Su voz apenas era humana, áspera, ronca, resollante.

Sarah negó.

—No sabes qué…

—Asquerosa, has estado escondiéndote en polvorientos sitios sucios, has estado escondida durante años en el desierto y te duchas, ¿cuánto?, ¿una vez a la semana? Si tienes suerte. Hay porquería en ti. La veo debajo de tus uñas, la veo en tu pelo. —El
lich
la miró con malicia—. Sarah, necesitas un baño. Hay treinta y dos millones de microbios en cada centímetro cuadrado de ti, comiendo felizmente a dos carrillos tus células muertas veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Imagínate lo que harían con un trozo de carne viejo como yo.

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