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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (34 page)

BOOK: Zombie Planet
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quizá
—le dijo la momia—,
yo ayuda puedo ser yo de ayudar allí

Capítulo 7

No había tejado en la torre de ventilación, sólo un entramado de barras metálicas diseñado para evitar que entraran los pájaros. Una pelusa grasienta cubría el entramado, negro de hollín producto de generaciones de coches que habían pasado por debajo. Sarah siguió resbalando, pero Ptolemy estaba allí para cogerla, sus manos eran secas y muy, muy fuertes.

Su cara pintada no traslucía ninguna clase de emoción.

A la luz del día, erguido de pie al viento y bajo el cielo azul, ella lo estudió como nunca lo había hecho antes. Vio cómo se unían sus vendajes en las axilas y cómo habían sido entrelazados por su espalda. Debía de haber docenas de capas de tela enrolladas. Vio destellos de oro en la parte baja de su espalda, en sus rótulas, y dedujo que debía de tener amuletos escondidos en todo ese envoltorio. Se olió las manos donde él las había tocado y detectó el olor picante a canela y a nuez moscada de las resinas que preservaban su cuerpo. Olió los milenios que había sobrevivido y los extraños mundos que había habitado. Había muerto en el clímax del Imperio romano, sólo para renacer al final de la historia. Se preguntó qué podría hacerte eso, qué podría hacerle a tu mente, a tu cordura.

—¿Qué querías enseñarme? —preguntó ella.

Él le cogió la mano. Fuerte. Le cogió la mano muy fuerte. Empezó a dolerle.

Sarah intentó protestar, pero de repente la energía de Ptolemy fluyó a través de su cuerpo, oscura y densa, y se activó su visión especial, sobrepasando todos sus sentidos. Ella le vio a él, la oscuridad en su interior ardiendo intensamente. Se vio a sí misma, llena de fuego dorado. Pero vio a través de los ojos de él. Su propia visión nunca había sido tan aguda. Él veía lo mismo que ella pero con mucho más detalle.

Asombroso. Ella quería estudiarse ante el espejo de sus ojos, quería mirarlo todo del modo que él lo hacía. No obstante, no había tiempo para eso. La momia le hizo darse la vuelta para que mirara al oeste. Su visión viajó a toda velocidad por el mundo hasta que vio lo que él quería que viera.

Energía pura. Radiaba de un único punto muy al oeste, en lo alto de las montañas en medio del continente. Para ella hubiera sido imposible verlo, estaba más allá de la curva de la Tierra, pero con la ayuda de Ptolemy todo le era revelado. Una cadena rota de enormes rocas, como la columna vertebral de un animal, acogía una estrella caída. La luz que emanaba hacia fuera en largos y titilantes rayos desde ese lugar era incolora y perfecta. Incolora, ni amarilla ni púrpura, aunque sabía que tenía que ser la energía que las creaba a ambas. Incolora porque no era luz en absoluto, era vida, la misma energía que hacía que sus células se dividieran y su cabello creciera.

Su belleza era asombrosa. De una belleza anonadante, hipnótica. Sarah sintió un poderoso impulso de acercarse a ella, a esa fuente.

—¿Es allí adónde se dirige? —preguntó ella.

es ir donde todos queremos ir
—le dijo él—.
es la fuente la fuente

La Fuente. Lo comprendió de inmediato. Si el Zarevich se dirigía al oeste, bueno, no había nada más allí fuera, nada que pudiera querer.

—Nos iremos hoy, si podemos —le anunció ella. El Zarevich todavía tenía un largo camino por delante, pero ella no se podía permitir perder ni un segundo—. ¿Tus amigos están preparados?

Él asintió de nuevo. Esta vez fue un simple movimiento de cabeza, su cara pintada bajaba y subía. Sarah lo siguió de vuelta por la escalera que llevaba al suelo y luego a través de la estrecha pasarela que iba hasta la isla. Osman la estaba esperando con una pila de manuales técnicos mal impresos en las manos. Le echó una breve pero desagradable mirada a Ptolemy y luego se alejó, indicándole a Sarah que lo siguiera.

—Marisol no quería ceder ninguno, y debo decir que entiendo su razonamiento —le contó el piloto mientras se internaban en el interior de la isla, donde se erigían los enormes hangares en medio de los campos tomados por los mansos—. Si le sucediera algo a este lugar, necesitarían todos los vehículos que tienen para escapar. He tenido que calentarle la oreja para que me diera éste.

—¿Quieres una medalla? —preguntó Sarah—. Me aseguraré de que te den una medalla cuando esto haya acabado.

Él se echó a reír y asintió con admiración.

—De acuerdo. Lo que tenemos aquí… —gruñó mientras abría la enorme puerta del hangar. Tenía un contrapeso para que se pudiera abrir fácilmente incluso sin electricidad, pero no dejaba de ser gigantesca—. Lo que tenemos aquí es la potencia aérea norteamericana en su máxima expresión. El HH60 Jayhawk, que no es más que la versión de la Guardia Costera de Estados Unidos del UH-60, no te miento.

El aparato del hangar tenía una nariz chata y una cola alargada que sólo decía «helicóptero». No había nada de especial en sus líneas excepto la pintura blanca y naranja fluorescente.

—Éste es el caballo de tiro del Ejército de Estados Unidos. Medio alcance, carga media, bimotor, un rotor. Sirve para cualquier fin que se te ocurra: evacuación médica, caballería aérea, transporte de tropas, traslado de un punto a otro, y mi menos preferido: asalto aéreo directo. Es el mejor helicóptero que han construido jamás las manos humanas.

Sarah echó un vistazo a la oscuridad del hangar.

—¿Medio alcance? Vamos a ir bastante lejos. —Intentó recordar lo que había aprendido de geografía de Estados Unidos—. Las montañas Rocosas, creo.

Osman barajó los manuales técnicos que tenía en la mano y sacó un mapa militar de aviación con muchas notas. Sarah reconoció las montañas que había visto y señaló la Fuente al instante. Con una regla, Osman midió la distancia, sus gruesos dedos estiraban el mapa mientras lo hacía.

—Un poco más de tres mil kilómetros —le dijo él. Se rascó la barba—. Bien, está bien. Tendremos que parar una vez y repostar. Hay una base militar importante aquí —señaló una estrella en el mapa que decía Omaha—. Tendrán lo que necesitamos.

—¿Podemos hacer eso? ¿El combustible no se habrá evaporado o podrido en todo este tiempo? —preguntó Sarah.

—No hay problema, jefa. La gasolina se estropea con el tiempo, es cierto. Pero el combustible para jet es queroseno muy puro. Dura eternamente si se almacena bien.

Sarah asintió y miró el helicóptero.

—Vale, sigamos adelante.

—Maravilloso —dijo Osman, e hizo un amplio gesto con los brazos—. Una vez más consigo volar hacia mi muerte segura. Será mejor que sea una medalla muy grande, con muchos lazos.

Sarah sonrió y le cogió algunos de los manuales. No había tiempo que perder. Estaba a punto de empezar a buscar las mangueras de combustible, cuando una sombra cruzó la entrada del hangar.

—Hola, papá —dijo ella. Dekalb no parecía contento.

—Sarah, creo que ya hemos discutido esto. —Gary, sobre su hombro, parecía que se había dormido, aunque Sarah no se lo tragó—. No quiero que te expongas a salir herida. Así que, por favor, aléjate de ese helicóptero.

—No abandonaré a Ayaan —replicó ella. Quizá si pudiera convencerlo de que volviera a la casa. Quizá si le mentía, él no se daría cuenta de que ella se marchaba—. No cuando ya he llegado hasta aquí.

—Bien —dijo él, y entró en el hangar—. Entonces lo haré yo.

Le llevó un segundo darse cuenta de que lo decía en serio.

—Papá, éste no es el momento —insistió ella, pero ya estaba subiendo al helicóptero.

Osman dejó lo que estaba haciendo y se acercó para ponerse al lado de Sarah. Lentamente, el piloto cruzó los brazos sobre el pecho.

—Te conozco de los viejos tiempos, hombre muerto —le dijo a Dekalb—. Te respeto por lo que te he visto hacer. Así que te pediré amablemente que te bajes de mi vehículo.

—Osman. —Dekalb miró al piloto como si estuviera intentando situarlo—. Cuánto tiempo. Por favor, llévame donde está Ayaan. Tengo que arreglar un asunto con ella.

El calor inundó la garganta de Sarah. ¿Estaba a punto de llorar? Alguien tenía que darle una lección sobre la realidad a su padre. Alguien tenía que hacerle ver su locura.

¿Por qué tenía que ser ella?

—Papá —dijo ella con mucho, mucho tacto—. No depende de ti. No es tu responsabilidad. Es la mía.

—Soy tu único padre superviviente, Sarah. —Dekalb ni siquiera la miraba—. Tú eres mi responsabilidad. Tu seguridad.

Sarah miró de nuevo a Osman, pero el piloto no tenía nada que ofrecerle. Él ya le había enseñado antes a acabar con sus propios
liches
.

No iba a renunciar sin pelear. Era evidente que él había decidido que éste era el momento en que se resistiría.

—Yo ya he perdido mucho —le dijo. Echó un vistazo a Gary, que estaba sobre su hombro. El insecto-calavera ni se inmutó—. Te lo prohíbo. Lo digo en serio.

—Para, papá —le rogó ella.

—Morí por ti. Morí para que pudieras tener alguna clase de vida en África. ¿Entiendes lo que eso significa? ¿Entiendes lo que di por ti?

—Por favor, para —susurró Sarah de nuevo.

—Morí y me encerré con este monstruo de la naturaleza —continuó él, señalando a Gary— para hacer del mundo un lugar más seguro para ti. No te atrevas a tirar todo eso por la borda haciendo que te maten ahora. No por alguna absurda idea de camaradería con una mujer muerta. No después de todo lo que yo he sufrido para salvarte.

—Para —dijo Sarah. Y, para su sorpresa, lo hizo. Había hecho su discurso.

Su turno.

Cerró los ojos e intentó recordar cómo se había sentido antes, cuando lo había mirado y no había visto más que decadencia. Le dio un poco de fuerza.

—¿Para protegerme? —preguntó ella—. ¿Viniste aquí para protegerme? ¿Cómo me protegiste, cuándo me protegiste cuando tenía once años y tenía hambre y el gobierno somalí se desplomó y tuvimos que huir y los necrófagos nos perseguían y algunos no lo lograron, eh? ¿Cómo me estabas protegiendo cuando finalmente nos quedamos sin comida y durante tres semanas no tuvimos nada que comer? Hicimos pastelitos de barro, papá. Comíamos barro porque se expandía en el estómago y te hacía sentir llena. Barro, papá, comí barro del hambre que tenía.

Él hizo una visible mueca de dolor, pero Sarah se negó a detenerse ahí.

—¿Dónde estabas tú, dónde estaba tu protección cuando las mujeres vinieron a buscarme y dijeron que era hora de que fuera circuncidada? Querían infibularme, ¿sabes lo que eso significa? No, probablemente no porque no estabas allí. Estabas demasiado ocupado aquí, intentando «protegerme». Si Ayaan no hubiera estado allí, me habrían cosido, me habrían cosido la vagina con hilo, dejándome un agujerito para orinar y menstruar. Así sería pura para mi puto futuro marido. ¡No estabas allí!

—Sarah —dijo él, su voz estaba completamente alterada.

Ella se negó a dejarlo hablar. En cambio, le chilló.

—Escucha, tú, vieja carcasa comida por los gusanos, supongo que puedes venir si quieres protegerme ahora. Será útil tener a alguien que puede curar heridas de bala. Pero yo estoy al mando. ¡Yo estoy al puto mando! Si no puedes aceptarlo, te cogeré y te sacaré de ahí yo misma.

—No tienes ni idea de cómo es mi existencia. ¡No te atrevas a decirme eso! —aulló él.

—Ya lo he hecho. —Se dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—Espera un momento —protestó Osman—. Yo no he dicho que pudieran venir cosas muertas.

—Sí, bueno, tú tampoco estás al mando —le espetó ella al piloto. Se preguntó cómo se sentiría él respecto a los soldados que había reclutado. Regresó bajo el sol para esperar a Ptolemy.

Capítulo 8

—Tú has estado aquí antes —dijo Ayaan. No era una pregunta.

Nilla se dio media vuelta para mirarla, pero su cara pálida bajo todo aquel cabello rubio no delataba nada.

—He estado en muchos lugares —replicó ella.

Ayaan asintió y sonrió para sus adentros. Su radio hizo ruidos de interferencias y escupió un chirrido de estática, pero ella lo ignoró por el momento. Las dos estaban en la parte delantera del vagón de carga. Delante de ellas, Erasmus conducía la gigantesca apisonadora sobre la superficie de una carretera que se habían llevado una docena de inviernos atrás. En la falda de la montaña quedaba un pequeño pero marcado camino.

Se estaban acercando. Incluso Ayaan podía sentirlo; un profundo latido en los huesos. Era una sensación casi musical de que algo grande y poderoso y bello estaba detrás de la siguiente montaña. Naturalmente había tenido esa sensación durante días, desde antes de que llegaran a los pies de las montañas Rocosas.

Había sido un largo y arduo viaje. El Zarevich los había animado poco, pero los fanáticos nunca habían llegado ni a murmurar una queja. Docenas de ellos habían muerto en la carretera: la deshidratación y las precarias raciones del viaje se habían llevado a algunos, mientras que otros habían sido aplastados por accidente por los conductores de los vehículos de transporte. Unos cuantos habían sucumbido a violentas fiebres o terribles infecciones. No importaba. Momentos después de que sus ojos se cerraran sus cuerpos se ponían en pie y simplemente entraban en la siguiente fase de servicio a su señor. Era algo que esperaban con ganas.

Casi todos los vehículos se habían averiado al final. Juntos, los muertos y los vivos se pusieron a caminar detrás del vagón de carga, turnándose en las cuerdas cuando tenían que arrastrarlo colina arriba, tirando con todas sus fuerzas para sacarlo de las cunetas embarradas.

Después de la primera semana se encontraron con claros más y más amplios en la masa de árboles, y luego el mundo pareció abrirse de par de par. El cielo parecía cada vez más grande cuando los bosques acabaron y comenzaron las praderas, pero no hubo grandes cambios. En las llanuras, aguantaron un sol brutal y lluvias castigadoras. La columna no se detuvo en ningún momento. La lluvia dio paso a días tan secos y polvorientos que Ayaan tenía que llevar un pañuelo sobre la cara y gafas de sol para protegerse los ojos. Los necrófagos ignoraban el polvo que les arrancaba la piel y les quemaba la cara dejándosela de un furioso color rojo. Los vivos se las arreglaban lo mejor que podían.

En toda aquella tierra desierta Ayaan no había visto ni un solo superviviente. Naturalmente, los vivos no se darían a conocer a la columna, pero tampoco había visto señal alguna de ellos: ni pueblos ni siquiera un rastro de humo de una hoguera lejana. Si es que existían, era probable que fueran como las criaturas perdidas que había visto en Pensilvania. Ocultos en lugares a los que nadie querría ir jamás.

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