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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

2010. Odisea dos (22 page)

BOOK: 2010. Odisea dos
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Delante de él se abría un nuevo capítulo de la evolución, tan extraño como el que había observado en Europa. Había torpedos impulsados por reacción, similares a los calamares de los océanos terrestres, que perseguían y devoraban a aquellas enormes bolsas de gas. Pero los globos no estaban indefensos; algunos contraatacaban con descargas eléctricas y tentáculos con garras, que parecían cadenas dentadas de varios kilómetros de longitud.

También había figuras aún más extrañas, que mostraban todo tipo de geometría posible: extraños barriletes traslúcidos, tetraedros, esferas, poliedros, cintas arrolladas y anudadas... El plancton gigantesco de la atmósfera joviana había sido diseñado para flotar como telaraña en las corrientes ascendentes, hasta haber vivido lo suficiente para reproducir; entonces podría ser arrastrado hacia las profundidades para ser carbonizado y reciclado en una nueva generación.

Estaba explorando un mundo más de cien veces más vasto que la Tierra, y aunque había visto muchas maravillas, no existía nada que indicara inteligencia. Las emisiones de radio de los grandes balones sólo llevaban mensajes sencillos, de aviso o de miedo. Inclusive los cazadores, de los cuales se podría haber esperado que hubieran alcanzado grados más altos de organización, eran como los tiburones de los océanos de la Tierra: primitivos autómatas.

Y a pesar de su exotismo y su apabullante tamaño, la biósfera de Júpiter era un mundo frágil, un lugar de niebla y espuma, de hilos plateados y de delgados tejidos formados por la continua nevada de sustancias petroquímicas que provocaba el relampagueo de la atmósfera superior. Pocas de estas estructuras eran más densas que una pompa de jabón; los más tremendos predadores podrían ser destrozados por el más débil de los carnívoros de la Tierra.

Júpiter era —como Europa pero en mayor escala— un callejón sin salida para la evolución. Allí nunca emergería la conciencia; y si lo hiciera, estaría sentenciada a una existencia atrofiada. Se podría desarrollar una cultura estrictamente aérea, pero, en un ambiente en el que el fuego era imposible y apenas existían los sólidos, no podría alcanzar ni siquiera la Edad de Piedra.

Y ahora, mientras se mantenía sobre el centro de un ciclón joviano apenas más grande que África, volvió a percibir aquella presencia que lo controlaba. En su propia conciencia se filtraban emociones y humores, aunque no lograba identificar ningún concepto o idea. Era como si escuchara una conversación a través de la puerta, y en una lengua que él no podía entender. Pero los sonidos apagados insinuaron claramente desilusión, luego incertidumbre, y finalmente una repentina determinación... aunque no podía decir para qué propósito. Una vez más se sintió como un perro faldero, capaz de compartir los cambios de ánimo de su amo, pero no de comprenderlos.

Y la invisible correa lo arrastraba hacia el corazón de Júpiter. Se estaba sumergiendo entre las nubes, bajo un nivel a partir del cual toda forma de vida era posible.

Pronto estuvo fuera del alcance de los últimos rayos provenientes del Sol distante y débil. La presión y la temperatura se elevaban rápidamente; ya estaba por encima del punto de ebullición del agua, y pasó brevemente a través de una capa de vapor sobrecalentado. Júpiter era como una cebolla, y él iba pelando capa a capa, aunque recién había reconocido una pequeña porción de la distancia al centro.

Bajo el vapor había un aquelarre de elementos petroquímicos, con energía suficiente para alimentar durante un millón de años a todos los motores de combustión interna que la humanidad pudiera haber construido jamás. El ambiente se fue haciendo más denso; de pronto, casi abruptamente, se cortó en una discontinuidad de pocos kilómetros de espesor.

Más pesado que cualquier roca de la Tierra y, sin embargo, líquido, el próximo nivel estaba constituido por compuestos de carbono y siliconas de una complejidad tal, que hubieran ofrecido trabajo a generaciones enteras de químicos. A través de los kilómetros, se sucedía una capa tras otra, pero a medida que las temperaturas se elevaban a cientos, y luego a miles de grados, la composición de los diversos estratos se fue haciendo más y más simple. A mitad de camino hacia el núcleo, ya estaba demasiado caliente para la química; todos los compuestos se habían disgregado, y sólo podían existir los elementos básicos.

Siguió un profundo mar de hidrógeno; pero un hidrógeno como nunca había existido durante más de una pequeña fracción de segundo en ningún laboratorio de la Tierra. Este hidrógeno soportaba una presión tan enorme que se transformaba en metal. Metamorfosis instantánea.

Ya casi había alcanzado el centro del planeta, pero Júpiter aún tenía una sorpresa preparada. La gruesa concha de hidrógeno metálico, aunque fluido, terminó en forma abrupta. Al final, existía una superficie sólida, a sesenta mil kilómetros de profundidad.

Durante siglos, el carbono formado en las reacciones químicas de la superficie se había ido depositando en el centro del planeta. Allí se acumuló y cristalizó, a una presión de millones de atmósferas. Y allí, como una suprema broma de la Naturaleza, existía algo sumamente precioso para la humanidad.

El corazón de Júpiter, eternamente más allá del alcance del Hombre, era un diamante del tamaño de la Tierra.

39. EN EL HANGAR DE LAS ARVEJAS

—Walter, me preocupa Heywood.

—Lo sé, Tanya; pero ¿qué podemos hacer?

Curnow nunca había visto a la comandante Orlova tan indecisa; la hacía mucho más atractiva, no obstante sus prejuicios contra las mujeres menudas.

—Lo aprecio mucho, pero ésa no es la razón. Su... melancolía, supongo que ésa es la palabra más apropiada, está afectando a todos. Leonov ha sido una nave alegre. Y quiero que siga siéndolo.

—¿Por qué no hablas con él? Te respeta, y estoy seguro de que hará lo posible para salir adelante.

—Eso es lo que pienso hacer. Y si no funciona...

—¡¿Qué?!

—Hay una solución muy sencilla. ¿Qué más puede hacer en este viaje? De todos modos estará en hibernación cuando partamos de regreso a casa. Podríamos... ¿cómo dicen ustedes?, adelantar un poco los acontecimientos.

—¡Fiu!, el mismo sucio truco que usó Katerina conmigo. Estará furioso cuando se despierte.

—Pero también a salvo en Tierra, y muy ocupado. Estoy segura de que nos lo perdonará.

—No creo que hables en serio. Aun cuando yo te respaldara, Washington pondría el grito en el cielo. Además, supón que suceda algo, y que realmente lo necesitáramos. ¿No hay un período crítico de dos semanas, antes de poder revivir a alguien sin complicaciones?

—A la edad de Heywood, es de más de un mes. Sí, estaríamos... en una situación comprometida. ¿Pero qué crees que pueda suceder ahora? Ya ha terminado el trabajo para el que lo han enviado, además de vigilarnos. Y estoy segura de que tú has sido bien asesorado al respecto en algún oscuro suburbio de Virginia o Maryland.

—No lo afirmo ni lo niego. Y francamente, sería un agente secreto muy pobre. Hablo demasiado, y odio la Seguridad. He luchado toda mi vida para mantener mi rango por debajo de RESTRINGIDO. Cada vez que hubo peligro de que lo reclasificaran CONFIDENCIAL o, peor aún, SECRETO, he armado un escándalo. Aunque hoy en día eso se está volviendo muy difícil.

—Walter, eres incorrupt...

—Incorregible?

—Sí, eso quería decir. Pero, por favor, volvamos a Heywood. ¿No prefieres hablarle tú primero?

—¿Quieres decir... darle una arenga? Prefiero ayudar a Katerina a colocarle la aguja. Nuestras psicologías son demasiado diferentes. Él cree que soy un payaso bocón.

—Y a menudo lo eres. Pero sólo para ocultar tus auténticos sentimientos. Algunos de nosotros hemos desarrollado la teoría de que en lo profundo de ti hay una persona realmente agradable, pugnando por salir.

Por una vez, Curnow se quedó sin palabras. Finalmente murmuró:

—Oh, bien... haré lo que pueda. Pero no esperes milagros; mi test dio cero en tacto. ¿Dónde se esconde ahora?

—En el Hangar de las Arvejas. Dice que está terminando su informe final, pero yo no le creo. Sólo trata de alejarse de nosotros, y ése es el lugar más tranquilo.

Esa no era la razón, aunque también fuera importante. A diferencia del giróscopo, donde tenía lugar casi toda la acción a bordo de Discovery, el Hangar de las Arvejas era un ambiente de gravedad cero.

Desde el principio de la Era Espacial, los hombres habían descubierto la euforia de la falta de peso y recordaron la libertad que habían perdido al abandonar el antiguo útero del mar. Sin gravedad, se había recuperado parte de aquella libertad; con la pérdida del peso se iban muchas de las responsabilidades y penas de la Tierra.

Heywood Floyd no había olvidado su dolor, pero allí era más soportable; cuando fue capaz de analizar el asunto en forma objetiva, se sorprendió de la violencia de su reacción ante un suceso que no era del todo inesperado. Involucraba algo más que la pérdida del amor, aunque ésa era la peor parte. El golpe había llegado cuando él estaba particularmente vulnerable, en el mismo momento en que tenía una sensación de anticlímax, inclusive de futilidad.

Y sabía, precisamente, por qué. Había conseguido llevar a cabo lo que se esperaba que él hiciera, gracias a la idoneidad y cooperación de sus colegas (y ahora, con su egoísmo, les estaba fallando, lo sabía). Si todo iba bien —¡esa letanía de la Era Espacial! —volverían a Tierra con un acopio de conocimientos tal como nunca había logrado expedición alguna y, en pocos años, hasta la perdida Discovery sería devuelta a sus constructores.

Pero no era suficiente. Allí quedaba el sobrecogedor enigma de Hermano Mayor, a unos pocos kilómetros de distancia, burlándose de todas las expectativas y logros humanos. Igual que su análogo de la Luna hacía una década, había tomado vida durante un instante, y se había vuelto a encerrar en una obstinada inactividad. Era una puerta cerrada a la que habían golpeado en vano. Sólo David Bowman, eso parecía, había encontrado la llave.

Tal vez eso explicara la atracción que sentía por aquel lugar tranquilo, y hasta misterioso. Desde allí —ahora una vacía plataforma de lanzamiento— Bowman había partido en su última misión, a través de la escotilla circular que conducía al infinito.

Ese pensamiento le pareció risible, más que deprimente; ciertamente contribuía a distraerle de sus problemas personales. La malograda melliza de Nina formaba parte de la historia de la exploración espacial; había viajado, según decía el gastado cliché que siempre hacía evocar una sonrisa, y también la vigencia de su verdad fundamental: "adonde no había ido jamás ningún hombre..." ¿Dónde estaría ahora? ¿Lo sabría alguna vez?

A veces se sentaba durante horas en la cápsula estrecha, pero no asfixiante, tratando de unir sus ideas, eventualmente, dictando algunas notas; y el resto de los tripulantes respetaba su privacidad, y comprendía su necesidad. Nunca se acercaban al Hangar de las Arvejas, y tampoco tenían por qué hacerlo. Su reacondicionamiento era una tarea para el futuro, y para otro equipo.

Una o dos veces, cuando estaba realmente deprimido, se sorprendió pensando: "¿Y si ordenara a Hal que me abriera la puerta, y saliera tras las huellas de Dave Bowman? ¿Sería agraciado con el milagro que él vio y que alcanzó a vislumbrar Vasili? Eso resolvería todos mis problemas..."

Aun cuando el recuerdo de Chris no lo detuviera, había una razón excelente por la que tal movimiento suicida estaba fuera de discusión. Nina era un equipo muy complejo y él no podía operarla, como tampoco podía pilotear un avión de combate.

No era un explorador muy intrépido: aquella singular fantasía quedaría sin realizarse.

Walter Curnow nunca había aceptado una misión con más resistencia. Sentía una pena real por Floyd, pero al mismo tiempo, impaciencia por la angustia del otro. Su propia vida emotiva era amplia, pero poco profunda; nunca había jugado todo su dinero a un solo caballo. Más de una vez le habían dicho que abarcaba demasiado y, aunque nunca se había arrepentido por ello, estaba comenzando a pensar que debería sentar cabeza.

Tomó por el atajo a través del centro de control del giróscopo, y notó que el Indicador de Máxima Velocidad seguía parpadeando en forma idiota. Gran parte de su trabajo consistía en decidir cuándo podía ignorarse las alarmas, cuándo eran fácilmente manejables... y cuándo debían ser tratadas como verdaderas emergencias. Si prestara atención a cada grito de auxilio de la nave nunca terminaría ningún trabajo.

Se deslizó a lo largo del estrecho corredor que conducía al Hangar, impulsándose con toques ocasionales contra las paredes tubulares. El barómetro anunciaba que detrás de la esclusa había vacío, pero él no se engañaba. Pisaba sobre seguro; si la aguja tuviera razón, no podría haber abierto la puerta.

Ahora que faltaban dos de las tres cápsulas, el lugar parecía vacío. Sólo operaban unas pocas luces de emergencia, y en la otra pared de enfrente, uno de los gran angulares de Hal lo miraba fijo. Curnow lo saludó con la mano, pero sin hablar. Por orden de Chandra, seguían desconectadas todas las entradas de audio, menos una que sólo él utilizaba.

Floyd estaba sentado en la cápsula, de espaldas a la portezuela, dictando unas notas y se volvió con suavidad al percibir la presencia deliberadamente ruidosa de Curnow. Por un instante, los dos hombres se observaron en silencio, y enseguida Curnow anunció pomposamente:

—Doctor Heywood Floyd, soy portador de los saludos de nuestra bien amada comandante. Ella considera que ya es hora de que regrese usted al mundo civilizado.

Floyd sonrió con tristeza, y soltó una pequeña risa.

—Devuélvele los míos, por favor. Lamento haber estado tan... insociable. Los veré a todos en el Soviet de las 18:00.

Curnow se aflojó; su introducción había funcionado.

Personalmente, consideraba a Floyd como una persona demasiado estirada, y sentía esa tolerancia del ingeniero para con los científicos teóricos y los burócratas. Floyd tenía una ubicación elevada en ambas categorías, y era un blanco irresistible para el particular sentido del humor de Curnow. Aun así, los dos hombres habían aprendido a respetarse, y hasta a admirarse mutuamente.

Cambiando el tema con agradecimiento, Curnow pasó suavemente la mano por la flamante portezuela de Nina, que contrastaba vívidamente con el resto del gastado exterior de la cápsula, y continuó:

—Me pregunto cuándo volveremos a enviarla al exterior —dijo —. Y quién la conducirá esta vez. ¿Alguna decisión?

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