—Libérame y lo negociaré contigo.
Me reí de ella.
—No nací ayer, como le gusta decir a la gente de aquí. Quizá negociarías un ratito. Después, intentarías matarme, ¿me equivoco?
Brigid apretó los dientes, decepcionada porque me hubiera costado tan poco ver a través de su «verdad».
—Sí —admitió, después de tratar de resistirse, en vano.
—Eso me parecía. Entonces, ya ves, tengo que mantenerte bajo este hechizo para asegurarme de que negocias de buena fe.
—Yo no tengo la seguridad de que tú lo harás.
—Bueno, no te he matado todavía aunque me hayas dado motivos de sobra, nunca he dejado de ser hospitalario contigo y he permanecido fiel a ti durante más de dos mil años. No creo que puedas cuestionar mi moralidad en este momento. Tú no puedes decirme a mí ninguna de esas cosas. Has actuado sin pensar, incluso de forma estúpida, Brigid, porque tienes miedo de que Morrigan vaya a por ti. Si yo hubiera actuado con esa misma falta de contención, estarías muerta y Morrigan ya sería la primera entre los Fae. Y todavía puede terminar siendo así. —Me eché hacia delante y la señalé con la mano que tenía libre—. Me has tratado injustamente, Brigid. Y me debes una disculpa. Muchas cosas dependen de tu respuesta. ¿Qué dices?
—Que me arranques una disculpa a punta de espada no tendrá ningún valor.
—Permíteme que difiera. Si se trata de esta espada en concreto será una disculpa sincera, o de lo contrario no podrías pronunciarla. Ésta es una prueba esencial para saber de qué pasta estás hecha. ¿Puedes admitir que estabas equivocada? La mayoría de deidades no pueden; sencillamente, les resulta imposible. Pero vosotros fuisteis humanos en el pasado antes de que nosotros los irlandeses os convirtiéramos en dioses. Párate un momento a pensarlo.
Los ojos de Brigid destellaron en azul y me pregunté si habría aprendido a hacer eso sólo para poder competir con los destellos rojos de Morrigan. A lo mejor yo debería averiguar cómo hacer que me brillaran los ojos en verde, para poder asustar a los camareros del Starbucks. Con los ojos encendidos, les diría: «No, mortal estúpido, pedí leche des-na-ta-da.»
La diosa dejó de mirarme y desvió los ojos hacia la nada, con los labios apretados y tensando los músculos de la mandíbula. Cerró con fuerza los puños y empezó a salirle humo de todo el cuerpo, y alguna que otra llama le asomaba aquí y allá por la piel. Imaginé que estaría ocupándose de ciertos temas relacionados con la ira.
Quédate quieto mientras hace eso, ¿vale? Se ha olvidado de que estás ahí y no quiero recordárselo.
Oberón
asintió para indicar que me había oído y entendido.
Por fin, las llamas desaparecieron y se relajó, ya no tenía los músculos agarrotados y la tensión abandonó sus hombros. Tomó varias bocanadas profundas de aire, estremeciéndose, pero al final suspiró hondamente, apoyó las manos abiertas sobre la mesa y bajó la vista a su regazo.
—Siodhachan, he respondido a tu hospitalidad de una forma terrible. Por favor, acepta mis más sinceras disculpas por mi comportamiento.
—Muy amable, Brigid. Acepto tu disculpa. Pero ahora hablemos del futuro. Si te libero del hechizo de Fragarach, ¿intentarás hacerme daño a mí o a mi perro?
—No. Tampoco buscaré venganza por la humillación que he sufrido. No obstante, no puedo prometer que no nos enfrentemos por otros asuntos.
—Eso es comprensible, pero quizá podríamos evitar situaciones desagradables tratando esos otros asuntos ahora. ¿Qué crees que nos podría llevar a un conflicto en el futuro?
—Cualquier relación que tengas con Morrigan.
—¿Por qué? ¿No soy libre de relacionarme con quien desee?
—Acuéstate con ella siempre que quieras —dijo Brigid con aire despectivo—, aunque sospecho que debe de ser más doloroso que placentero. —Con un gesto de la barbilla cargado de significado, señaló hacia los arañazos que me cubrían el pecho—. A lo que me estoy refiriendo es a que no establezcas con ella ningún tipo de alianza que amenace mi posición en Tír na nÓg.
—Está bien, explícame de qué tienes miedo. ¿Crees que podría ayudar a Morrigan a ocupar tu lugar?
—Sí, eso es justo lo que pienso.
—Bueno, pues con toda libertad te digo que yo quiero que pase eso tanto como tú. Prefiero que mandes tú a que lo haga ella.
—Gracias —respondió Brigid con recelo, después de tomarse un rato para valorar mi sinceridad.
—Pero creo que debes saber que he prometido enseñarle a Morrigan, y a nadie más, el secreto de mi amuleto.
Los ojos de Brigid se iluminaron en azul.
—¡De eso estoy hablando! Con esa protección, ¡le resultaría muy fácil darme muerte!
—Tranquila. Tienes tiempo de sobra para hacer el tuyo propio. Morrigan no va a terminarlo en un par de semanas. Se tardan siglos. Y a pesar de que en este momento considero que debo rechazar tu generosa oferta de convertirme en tu consorte, sigues siendo bienvenida y puedes estudiar el amuleto siempre que quieras.
—¿Qué te ha prometido a cambio de enseñarle cómo hacer el amuleto?
—Nada que deba preocuparte. No tiene nada que ver con suplantarte.
—Ten cuidado, druida: es traicionera.
—Ha sido más franca conmigo de lo que lo has sido tú, Brigid. Y se ha interesado por mi vida en más de una ocasión. No es ninguna sorpresa que se te haya adelantado a la hora de descubrir esta nueva magia druídica mía. Tú, por el contrario, no me has prestado ninguna atención hasta hace bien poco, ahora que tengo algo que quieres. Así que si te sientes en desventaja, no puedes echarte la culpa más que a ti misma.
Brigid cerró los ojos y tomó una profunda bocanada de aire, decidida a no volver a perder los nervios.
—Sí, parece que hoy es el día en que sacar a relucir todos mis errores. ¿Ya has terminado?
—Casi. ¿Vas a aceptar irte en paz y, en el futuro, informarme por adelantado de tus visitas?
—Sí.
—¿Y mi recompensa por haber matado a Aenghus Óg? En vez de convertirme en tu consorte, me gustaría que me perdonaras por hoy. —La liberé de Fragarach y bajé la espada a la mesa, pero no solté la empuñadura—. Espero tu próxima visita y deseo que sea mucho más agradable que ésta.
—No volveré a violar las normas de la hospitalidad —repuso Brigid mientras se ponía de pie—. Pero tampoco volverás a oír nunca una oferta como la de hoy. Todo esto podría haber sido tuyo, druida —dijo, levantándose el pecho con las manos huecas—. Piénsalo la próxima vez que Morrigan esté arrancándote tiras de piel.
Al dirigirse a la puerta, se aseguró de que tuviera una visión bastante buena de lo que me estaba perdiendo. Mierda, mierda, mierda.
¿Ya puedo hablar?
Claro,
Oberón
. ¿Qué pasa?
Normalmente tu paranoia me parece cosa de risa, pero ahora mismo me alegro mucho de que me dijeras que me quedara ahí detrás, porque así no terminé abrasado por ella, la chica de los cambios de humor violentos.
Se levantó sobre las patas traseras, apoyó las delanteras en mis hombros y me dio un lametón que me llenó de babas la cara.
Gracias, Atticus.
Tenías varias llamadas perdidas en el móvil. Unas eran de Granuaile, otras de Malina y un par de Hal Hauk, mi abogado, al que llamé.
—¡Atticus! Dime que no has tenido nada que ver con lo de la Masacre del Satyrn —me dijo sin preámbulos.
—¿La masacre del Satyrn?
—Así lo llaman los periódicos. Con «M» mayúscula.
—Ah. Oye, mira, ¿por qué no te pasas por aquí? —respondí, porque cualquiera podría estar escuchándonos.
—Que los dioses de la luz y la oscuridad nos protejan. No te muevas, llego en un momento —gruñó, antes de colgar.
Granuaile fue la siguiente.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Me temo que tendrías que definir esa expresión.
—¿Estás de una pieza y todo sigue funcionando?
—En ese caso sí, estoy bien.
—Bien. Pensé que querrías saber que el sacerdote y el rabino han vuelto a venir.
—¿Sí? —Fruncí el ceño—. ¿Qué querían?
—Me pidieron que les abriera la vitrina de los libros raros. Les dije que no podía.
—Exacto, porque no puedes.
—Exacto. Parecían bastante cabreados. Y me hicieron un montón de preguntas sobre ti. Querían saber si eras cristiano, judío o pagano, y si practicabas tu religión fielmente.
—¿Y qué les respondiste?
—Les dije que a esas preguntas responderías mejor tú mismo. También preguntaron cuándo volverías, pero tuve que decirles que de verdad que no lo sabía.
—Bueno, espero volver antes de que termine el día. ¿Perry y Rebecca podrán ocuparse de todo mañana?
—Seguro que sí. ¿Qué quieres que haga yo?
—Latín, por supuesto, y recupera tu trabajo en el Rúla Búla.
—Ya lo he recuperado. Bastó con una llamada y arrastrarme un poco ante Liam.
—¡Fantástico! Quiero que te pases por aquí por la mañana para que pueda hacer algo con tu protección personal. No he hecho ningún ritual de adivinación en los últimos días, pero tengo un presentimiento.
—¿Uno de tipo paranoico?
—¿Es que hay de algún otro tipo? Oye —dije, bajando la voz y adoptando un tono dulce y meloso—, ¿quieres que te diga una de las muchas razones por las que te quiero?
Aquello no significaba que de repente hubiera surgido el amor entre nosotros. Era un código que la misma Granuaile había sugerido.
—Mira,
sensei
—había dicho después de volver de Carolina del Norte—. No sé si las cosas van a volver a ponerse tan mal como cuando Aenghus Óg, pero si sucede, necesitamos una forma de transmitirnos coartadas por teléfono sin que nos descubran. No puedes mandar a tu abogado cada vez que tienes que solucionar algo. Tal vez no siempre tengas tiempo. Los polis podrían venir a buscarme antes de que llegue él. Yo podría estar fuera de la ciudad cuando me necesitaras. Y todo aquel asunto fue tan caótico, tantas cosas podrían haber ido mal… Creo que tendríamos que adelantarnos y estar preparados, ya sabes, como los Boy Scouts.
—Que les den a los Boy Scouts —dije yo—. Mi lema ya era «estar preparado» mucho antes de que hubiera calles por las que ayudar a cruzar a las viejecitas.
—Ah. Bien. —Granuaile se había quedado callada y, cuando vio que yo no rompía el silencio, me preguntó—: ¿Significa eso que ya tienes un plan,
sensei
?
—No, sólo estoy dejando clara mi superioridad respecto a los Boy Scouts.
Granuaile esbozó una sonrisa.
—Tomo nota. Yo tengo un plan,
sensei
, por si quisieras escucharlo.
—Claro que quiero. Adelantarte a las cosas es lo que hará de ti una buena druida. Hablo en serio —añadí, porque todavía no nos conocíamos lo suficiente como para que Granuaile supiera ver a través de mi acostumbrada ironía.
—Gracias. —Se le habían encendido un poco las mejillas por el cumplido—. Bueno, tienes que dar por hecho que hoy en día ellos escuchan todas tus llamadas al móvil, y quizá también las de los fijos de casa y de la tienda. Eso quiere decir que tienes que decir lo que quieras decir mediante un código. Pero si el código es demasiado críptico o en otro idioma, ellos decidirán que estás metido en actividades sospechosas y te incluirán en la lista de personas que no pueden viajar en avión.
—Perdona —la interrumpí—. ¿Quiénes son «ellos»?
—El gobierno. La policía. Los hombres de negro. Quizá incluso los Boy Scouts. Ellos.
—Ah. Continúa, por favor.
—Así que necesitamos un código sencillo, y estaba pensando que como ya hemos fingido que teníamos una relación sentimental para una coartada, en el futuro deberíamos seguir con esa idea.
—Deberíamos, eh.
No pude evitar sonreír.
—No sería de verdad —insistió, poniéndose cada vez más roja—. Así podemos llamarnos cuando haga falta, decimos una frase que será la señal y establecemos la coartada.
—¿Y cuál es esa señal?
—Oh. Mmm. Bueno, se trata de que sea coherente con nuestra supuesta relación. Es: «¿quieres que te diga una de las muchas razones por las que te quiero?». Y entonces el otro dice «claro», y te pones a explicar lo que hicimos la noche anterior, dónde estuvimos y todo eso, metiendo unos cariñitos para que resulte creíble, y ¡ya está! Acabas de colar una coartada en las narices de todo el entramado militar-industrial-autoritario de esos mamones.
Enarqué las cejas y asentí admirado.
—Vaya, no está nada mal —le dije—. Si empiezas a hablar con voz melosa, les da asco hasta a los que están espiándote y desconectan. No hay un método más seguro para vomitar que escuchar a alguien poniéndose empalagoso. Así que ése será el plan, y esperemos que nunca tengamos que utilizarlo.
Y ahora que teníamos que utilizarlo, tan sólo una semana después de que hubiera hecho su brillante sugerencia, Granuaile lo captó sin apenas una pequeña pausa.
—Claro que quiero, Atticus —respondió, poniendo una vocecita dulce—. Siempre que te apetezca decirme por qué me quieres, seré toda oídos, cariño.
—¿Recuerdas que anoche fuimos a ese parque que está al norte de Indian Bend, el que está iluminado toda la noche, y estuvimos lanzando pelotas de béisbol a
Oberón
para que las cogiera? Pues me pareció muy especial cómo cogías los bates, todos llenos de babas de
Oberón
y con las marcas de sus mordiscos, porque sé lo poco que te gustan esas cosas.
—Es que
Oberón
es tan mono —contestó Granuaile—. Estuvimos mucho tiempo en el parque. ¿Cuántas pelotas crees que lanzaríamos?
Casi estallo de orgullo. Qué lista era.
—Teníamos una docena —le respondí—. Y no te olvides de que los dos bates se quedaron en el maletero de tu coche.
—¿Sí? No me acuerdo si son tuyos o si tengo que devolvérselos a alguien.
Y además era rápida. Sabía justo lo que tenía que preguntar. Cuando había accedido a tomarla como aprendiza, en parte había sido bajo coacción, pero ahora me daba cuenta de la gran suerte que tenía.
—Son míos. Los de madera son los míos, los Wilson. Los bates de aluminio eran los que me habían prestado, ésos ya los he devuelto.
—Ah. ¿Algo más?
—No. Las pelotas y los bates están en el maletero y tú eres mi bomboncito.
—Eeeeh… un momento. ¿Acabas de llamarme bomboncito?
Me eché a reír.
—Lo pillas, ¿no?
Terminé la conversación con Granuaile e hice la última llamada desde el teléfono de casa. La había dejado para el final porque sabía que me iban a reprender. A echar la bronca. A joder incluso, con acento polaco.