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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (19 page)

BOOK: Acorralado
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No obstante, Morrigan no es de las que se lo montan contigo poco a poco y con suavidad. A lo largo de las siguientes horas, creo que sólo hubo un momento en el que no me doliera nada. Fue el del primer beso, tierno y dulce hasta tal punto que pensé que hasta podía acabar disfrutando. Pero después me arañó, me abofeteó unas cuantas veces, me dio muchos más mordiscos de los que nunca antes nadie me había dado y en un momento dado perdí un puñado de pelo. Y si yo no hacía lo que ella esperaba que hiciera —como cuando me sonaba el teléfono e intentaba contestar, pensando que sería Granuaile para saber por qué no había aparecido por el trabajo—, sus ojos se encendían rojos y me hablaba como si fuera Sigourney Weaver diciéndole a Bill Murray: «Dana no existe, sólo existe Zuul.» No hay forma de discutir si te ponen ese tono de voz. En otras palabras, estaba acojonado y así es como le gusta a Morrigan.

En la última hora, empezó a hablar en una lengua más antigua que yo mismo. Creo que era protocelta, pues distinguí un par de cambios vocálicos y de consonantes aspiradas que no tenían nada que ver con nada que yo reconociera. Como no parecía que esperara respuesta, la dejé que parloteara. Sonaba a algún tipo de ritual y poco a poco caí en la cuenta de que estábamos haciendo magia sexual de algún tipo, aunque no tenía ni idea de lo que quería conseguir. Por fin anunció que estaba satisfecha y me dio permiso para parar. Hacía mucho que nos habíamos trasladado al dormitorio y me derrumbé, entre jadeos, sobre las sábanas.

Después de practicar el sexo así, no puede hablarse del típico momento de paz poscoital: lo único que sientes es alivio porque has sobrevivido sin terminar desfigurado, además de la necesidad urgente de un Gatorade.

—Guau —dije en un susurro.

—De nada —respondió Morrigan riéndose.

—¿Por el dolor?

—No, por la oreja.

—¿Qué? —Me llevé la mano a donde tenía los trocitos de cartílago y con los dedos palpé algo bastante parecido a una oreja—. ¿Es de verdad?

—Claro que sí.

—¿Es lo que estabas haciendo con todos esos cánticos y demás?

—Sí.

Me invadió la gratitud. Había descubierto que regenerar la oreja que se me había comido el demonio quedaba muy lejos de mi alcance y ahora por fin volvía a sentir que estaba completo.

—Morrigan, ¡muchas gracias! Es tan amable por tu parte…

Me quedé sin aliento, pues Morrigan me estampó un puñetazo en el estómago que me levantó el diafragma.

—¿Qué es lo que acabas de decirme?

Me agarró por la mandíbula y me dio un tirón para que la mirara, y así pude ver sus ojos encendidos en rojo mientras trataba de recuperar el aliento.

—Que… que… maldita sea tu intromisión —logré decir resollando.

—Así está mejor —repuso, y me soltó. Me imaginé que no habría sesión de arrumacos.

Oye, Atticus, ¿has terminado ya? Tengo mucha hambre.

Vaya,
Oberón
, lo siento mucho. No me dejaba irme.

No pasa nada. ¿Estás bien? Porque sonaba como si te estuviera torturando ahí dentro.

Sí, apuesto lo que quieras a que ninguna caniche francesa te ha tratado nunca así.

Me volví hacia Morrigan y recordé que tenía ciertas obligaciones como anfitrión.

—¿Puedo ofrecerte algo? —pregunté—. ¿Algo para comer quizá, hasta donde mi limitada despensa lo permita?

—Aceptaré cualquier cosa que tengas a bien ofrecerme.

Las frases como ésa no pueden interpretarse de forma literal. Parecía que fuera a quedarse tan contenta con unas sardinas con pan, pero, en realidad, si no le ofrecía lo mejor que tuviera en casa, sería como un insulto.

Salí de la cama de puntillas, con cuidado, magullado, sangrando y sintiendo escozor donde el sudor entraba en contacto con las heridas. Me dolía todo porque se me había agotado todo el poder. Tendría que salir otra vez y absorber un poco de fuerza de la tierra para empezar a curarme, y me sentía como si lo único a lo que me dedicara fuera a reparar mi pobre cuerpo.

¡Por todas las peleas de gatos, Atticus! Te ha arañado de lo lindo
, dijo
Oberón
, cuando salí de la habitación.

Sí, ha sido todo un festival de dolor. Deja que me cierre estos cortes y empiezo a preparar nuestro desayuno, que ya va siendo hora.

Ya que me había perdido por completo esa rutina matinal que tanto deseaba al despertarme, decidí que la iba a disfrutar como fuera, aunque ya fuera media tarde. Puse la cafetera y después salí un momento al jardín, para aliviar mi pobre piel dolorida. Cuando me sentí algo poquito mejor, volví dentro y puse el último disco de Rodrigo y Gabriela en el equipo, mientras preparaba un señor desayuno: tortillas de tres huevos con queso, tacos de jamón y cebolletas; un par de paquetes de salchichas con sabor a arce (la mayoría para
Oberón
); patatas rehogadas con cebolla blanca y pimientos rojos picados; y una tostada con mantequilla y mermelada de naranja.

Morrigan salió del dormitorio cuando ya estaba sirviéndolo todo. Acababa de lavarse y peinarse y seguía desnuda, y se sentó a la mesa de la cocina sin atisbo de timidez. Yo tampoco era tímido y me gustaba la idea de disfrutar de un rato en el que poder comportarme como un celta de nuevo, sin preocuparme por las costumbres sociales de los estadounidenses.

Morrigan estaba haciendo un esfuerzo tremendo por mostrarse afable mientras la servía. Me parece que hasta intentó sonreír educadamente cuando le di la taza de café (lo tomaba solo), pero fue un fracaso absoluto y fingí que no me había dado cuenta. En cuanto a
Oberón
, estaba comiéndose sus salchichas haciendo el menor ruido posible, lanzando miradas nerviosas a Morrigan para asegurarse de que no iba a por él con esas uñas.

Morrigan elogió la comida y se bebió cinco tazas de café mientras yo me tomaba la mía, además de un gran vaso de zumo de naranja y otro aún mayor de agua. También me pidió una segunda tortilla y dos tostadas más.

¿Dónde lo mete?
, dijo
Oberón
, mientras observaba cómo se lo zampaba todo.

Ni idea. Venga, pregúntaselo si te atreves.

No, gracias. Quiero seguir con vida.

Cuando por fin anunció que estaba llena y se quitó de delante la segunda ronda obligatoria de agradecimientos, ya había cumplido con las costumbres más exquisitas y podía pasar a los negocios.

—¿Te has preguntado dónde he estado las últimas semanas? —me dijo.

—Sí, se me pasó por la cabeza.

—He estado ocupada en una guerra civil en Tír na nÓg. Las batallas han sido soberbias.

—¿Qué? ¿Quién luchaba contra quién?

—Los partidarios de Aenghus Óg decidieron sublevarse contra Brigid y contra mí, a pesar de que su líder hubiera caído y no hubiera logrado cumplir sus promesas. Después de la primera oleada, era necesario hacer una purga y eso fue lo que más tiempo llevó.

—¿Cayó alguno de los Tuatha Dé Danann?

Morrigan sacudió la cabeza.

—Eran todos Fae menores, hasta cierto punto. Pero tenían unas cuantas armas impresionantes, que les había legado Aenghus Óg. La nueva armadura de Brigid pasó una prueba muy dura.

—¿La mismísima Brigid tomó las armas?

Los Tuatha Dé Danann evitan ponerse en peligro mortal, siempre que puedan conseguir que otro muera por ellos.

Morrigan asintió.

—Ajá. Y he de admitir que se las apañó muy bien. Sigue siendo un enemigo tan temible como siempre.

—¿O sea que ahora ya ha terminado todo?

Se encogió de hombros.

—La batalla sí, así que en lo que a mí concierne se ha terminado. Seguro que siguen politiqueando, pero eso ya no me interesa. Lo que sí me interesa —entrecerró los ojos y señaló mi amuleto— es ese collar asombroso que tienes. Tú y yo tenemos un trato y ya es hora de que empieces a cumplir tu parte.

Nuestro trato era muy sencillo: yo le enseñaría cómo hacer su propia versión de mi collar, que me protegía de la mayor parte de la magia cubriendo mi aura con hierro frío; y ella nunca jamás se llevaría mi vida. Eso no me libraba de sufrir heridas por accidente ni de las consecuencias del envejecimiento, pero siempre era agradable saber que no terminaría mis días de forma violenta, a no ser que Morrigan incumpliera su palabra.

—Estaré encantado de hacerlo. ¿Has traído algo de hierro frío?

—Sí. Un momento —contestó, y se levantó para ir a buscar el saquito de piel que había visto antes en la mesa del jardín.

Recogí los platos y le dije a
Oberón
que era el mejor perro que un druida pudiera tener jamás.

Esta mañana has sido muy paciente y te lo agradezco
, le dije.

Sí, bueno, le tengo terror, así que cuando está en casa no me cuesta mucho quedarme sentado en un rincón.

Te entiendo perfectamente. Intentaré que se vaya cuanto antes.

Gracias, Atticus. Me parece que voy a ir a dormir la siesta al dormitorio, para no estar por aquí en medio.

Le rasqué la cabeza un par de veces cuando pasó tranquilo por mi lado y después volvió Morrigan. Aflojó el cordón del saquito y lo volcó sobre la mesa, donde se desparramaron varios trozos de meteoritos de hierro frío de diferentes tamaños y pureza. Ninguno era más grande que la palma de mi mano.

—¿Cuál podría utilizar? —me preguntó.

Me senté y los fui cogiendo todos, para examinarlos con atención.

—Bueno, como dijo una vez nuestro amiguito verde, el tamaño no importa —respondí—. Al menos en lo que a meteoritos naturales se refiere. Lo que buscas es que el amuleto sea lo más puro posible, sin sacrificar fuerza. El hierro puro del todo en realidad es más débil que el aluminio, así que tienes que alearlo con algo para conseguir una especie de acero. Estos trozos de aquí parece que están mezclados con iridio y no con níquel, son una buena opción. Ahora sólo tienes que fundirlos y ponerlos en un molde que te guste.

—¿Fundirlos? Perdóname, druida, pero ¿el amuleto no hay que forjarlo en frío?

—No, eso es una leyenda de los mortales. La fuerza del hierro frío no está en la temperatura a la que lo forjas. «Hierro celeste» sería un término más apropiado, porque su poder reside en su origen extraterrestre.

—Ah, ya lo entiendo —dijo Morrigan—. Si no está ligado a la tierra, repelerá o destruirá la magia mejor que el hierro extraído de Gaia.

—Exacto —convine—. Verás, mi amuleto pesa sesenta gramos —proseguí, mientras lo toqueteaba—, después de haberle hecho un agujero para colgarlo de la cadena.

—¿La cadena es de plata o de oro blanco?

—La mía es de plata, pero puedes hacer la combinación que más te guste.

—¿El amuleto será más potente si lo hago de más de sesenta gramos?

—Sí, te asegura mayor protección, pero también te impide que conjures tus propios hechizos. A mi entender, eso es un inconveniente muy serio. Tienes que encontrar el peso que consiga el equilibrio perfecto entre la protección y el flujo de la magia. En mi caso, son sesenta gramos. No sé si es una constante universal, tal vez a ti te vaya mejor un amuleto con otro peso. Yo llegué a ése después de muchas pruebas y errores.

—Puedo pedir a Goibniu que me haga un amuleto —dijo.

No sólo era el mejor fabricante de cervezas mágicas, sino que también era el herrero más hábil de los Tuatha Dé Danann, después de Brigid.

—Buena idea. —Asentí—. Pídele que te haga todos los que pueda con el material que tienes. A ojo, diría que tienes suficiente para al menos dos, hasta cuatro a lo mejor. Me gustaría quedarme uno para mi aprendiza, si no te importa.

—Por supuesto. Me parece muy bien que hayas vuelto a formar a druidas. Deberías enseñar a más de uno, Siodhachan. Al mundo no le vendría nada mal una arboleda poderosa.

Eso se parecía demasiado a un cumplido para provenir de Morrigan. Incluso había hablado con amabilidad. No obstante, me pareció peligroso hacérselo notar, así que respondí con brío:

—Muchas gracias. Si se presentan los candidatos adecuados, me lo pensaré.

Morrigan volvió a centrarse rápidamente en lo que nos ocupaba:

—Digamos que ya he vuelto de donde Goibniu con un amuleto de hierro frío que pesa sesenta gramos y un cordón de plata. ¿Qué hago después?

—Después tienes que ligar el hierro frío a tu aura. A no ser que sólo lo utilices como talismán.

—Bah, ésos ya sé cómo hacerlos. Sólo sirven para las amenazas externas directas, y no influyen en el aura.

—Eso es. Mira mi aura. ¿Dónde ves el hierro?

Morrigan entornó los ojos y miró un poco por encima de mi cabeza.

—Parecen virutas dentro de la interferencia blanca de tu magia. Como un helado con trocitos de galleta.

—¿Qué? No tenía ni idea de que te gustara el helado.

Los ojos de Morrigan se iluminaron en rojo.

—Si se lo cuentas a alguien, te arranco la nariz.

—Vale, pues volvamos al aura. Esas virutas de hierro son en realidad nudos diminutos. He amarrado el hierro por toda mi aura, de forma que cuando un hechizo se dirige hacia mí o me localiza a través del distintivo aural, choca contra el hierro y se apaga. Tienes que poner mucha atención en distribuirlo bien, para que no quede ningún hueco en tu cubierta por donde puedan colarse los hechizos, y que sea tan tupido que los maleficios de cuerpo entero no puedan distinguir entre tú y el hierro. Eso me salvó la vida hace tan sólo dos días.

—¿Qué pasó?

—Unas brujas alemanas me lanzaron un maleficio infernal. Cuando funciona, ardes en llamas sin más. Pero como los amarres de hierro en mi aura son puntos virtuales que…

—Espera un momento. ¿Qué quieres decir con eso de «puntos virtuales»?

Hice una mueca al darme cuenta de mi estupidez.

—Lo siento, Morrigan, se me olvidaba que no estás acostumbrada a la jerga informática. Un punto virtual no es más que un archivo diminuto que dirige a otro archivo más grande. Es una representación, ya que simboliza una cosa real pero no es la cosa en sí. No iba a ir muy cómodo con una nube de virutas de hierro de verdad, ¿no? Es mucho más fácil vivir con una representación mágica de un amuleto de hierro frío de verdad.

—Qué ingenioso.

—Gracias. Cuando el maleficio me alcanzó, en vez de abrasarme el cuerpo, las representaciones de hierro ligadas a mi aura lo dirigieron hacia mi amuleto. —Le pegué un par de golpecitos para darle más énfasis—. Se calentó tan rápido que me hizo una quemadura. Si no lo hubiera llevado, habría terminado como una loncha de beicon. De hecho, el mismo maleficio convirtió en cenizas a una bruja de la ciudad.

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