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Authors: Norman Spinrad

Tags: #Ciencia ficción

Agentes del caos (5 page)

BOOK: Agentes del caos
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¿Quizá la Hermandad de los Asesinos no era otra cosa que un brazo de la Hegemonía?

No tenía mucho sentido seguir la lucha… Quizás lo mejor fuera que detectasen la nave y…

En ese momento los propulsores se apagaron y Johnson comenzó a flotar en su arnés, sin el peso de la gravedad. Y así como el final de la aceleración alivió el peso sobre su cuerpo, la imagen de Deimos, esa roca muerta y escarpada que veía por la ventanilla, trajo alivio a su espíritu.

A pesar de todo lo ocurrido al menos estaba vivo. Había logrado llegar a Deimos y ahora podría volver a casa. Era «Samuel Skar», que regresaba a Fobos después de una excursión a Deimos. Dentro de pocos minutos estaría de regreso en Fobos, y en menos de un día estaría embarcado en una nave de regreso a la Tierra, el único lugar donde la Liga tenía alguna posibilidad de sobrevivir. Dos mil de los tres mil miembros de la Liga estaban en la Tierra.

La Tierra era demasiado compleja y estaba demasiado llena de lugares olvidados para ser controlada de forma total. La Liga sobrevivía, y él también. Se había perdido una batalla, pero la lucha continuaría; la lucha para destruir la Hegemonía y reemplazarla por esa cosa llamada Democracia. Sí, la lucha continuaría, y la próxima vez…

Boris Johnson se prometió que al menos habría una próxima vez.

3

«El orden es enemigo del caos. Pero el enemigo del orden es también el enemigo del caos».

GREGOR MARKOWITZ,
La teoría de la entropía social
.

El Salón del Consejo era ostentoso en su simplicidad. Las paredes y el cielo raso eran de duroplástico color crema; y el piso estaba alfombrado en lana marrón. El centro de la habitación estaba ocupado por una mesa de nogal enorme funcional y sólida a la vez.

Había cuatro sillones a cada lado de la mesa, uno en cada extremo de ésta. En el centro de la mesa se encontraban dos bandejas de plata lisas, en una de ellas había copas de varios tamaños, y en la otra, por tradición, tres garrafas: una con vino, otra con whisky y otra con vodka.

Desde esta modesta habitación los diez hombres sentados alrededor de la mesa gobernaban a veinte mil millones de habitantes. No había congreso ni poder judicial independientes. La última instancia de poder en el Sistema Solar, en todos los casos, era el Consejo Hegemónico. Cinco de sus miembros eran elegidos por los protegidos (aunque rara vez se disputaban las elecciones). Los otros cinco eran seleccionados de forma científica por el Custodio del Sistema, la supercomputadora que tenía acceso a los bancos de información de todos los Custodios sectoriales.

El Coordinador y el Vicecoordinador eran elegidos por el método político más consagrado: la lucha descarnada por el poder dentro del Consejo.

Vladimir Khustov, el hombre más poderoso de la Hegemonía, hablaba con la voz entrecortada por el enojo.

—¿Así que te parece divertido, Jack? ¿Y si hubieran tratado de asesinarte a ti?

Jack Torrence, el Vicecoordinador, tomó un sorbo de su vodka con una sonrisa sardónica sobre su rostro delgado de roedor.

—Pero Vladimir —dijo lentamente—. Después de todo disparaban contra ti, no contra mí. A mí me parece de muy buen gusto de parte de la Liga.

—Todos conocemos tus ambiciones de llegar a ser Coordinador —dijo Khustov— y yo sé lo desconsolado que estarías ante mi muerte. Pero hasta tú tendrías que comprender que lo importante es que la Liga casi asesina a un Coordinador Hegemónico. ¿Qué pasaría si llegaras a Coordinador, Jack? ¿Te gustaría que te dispararan?

Torrence pensó un momento, echó una mirada a Obrina, Kuryakin, Lao, Cordona y Ulanuzov —los cinco votos de Khustov en el Consejo—, y cuando habló, era a ellos a quienes en realidad se dirigía.

—Quizás no lo pasaría tan mal —respondió— si mis amigos de la Hermandad de los Asesinos estuvieran allí para protegerme.

—¡Ese es un comentario totalmente improcedente! —gritó Khustov, y sus secuaces se mostraron debidamente escandalizados. Pero sólo debidamente, notó Torrence con interés.

—¿Quizá te gustaría instalar un Visor y Cápsula en el Salón del Consejo, Vladimir? —sugirió Torrence—. Eso se encargaría de los comentarios «improcedentes». —Jones y Steiner, hombres de Torrence, se rieron.

—Estoy cansado de tu humor —dijo Khustov—. La situación es seria. La Liga Democrática puede ser ineficaz, pero es el único enemigo real que nos queda, el único obstáculo que impide el Orden total. Una vez que la Liga haya sido eliminada podremos establecer el control total sobre la raza humana. ¡Ya hemos avanzado mucho en el camino! Tres siglos atrás, la Gran Unión Soviética y la Unión Atlántica estaban a punto de destruirse mutuamente. De no haber sido por la guerra sinosoviética, que los volvió a la cordura… Bueno, por suerte ambas potencias se dieron cuenta de que la raza humana necesitaba del Orden para sobrevivir. Y ahora, después de trescientos años, pueden ver lo que se ha logrado con el Orden. Las enfermedades casi erradicadas; la guerra, eliminada; un nivel de vida cuatro veces más alto. Yo le digo al Consejo aquí presente que el único obstáculo real para un control aun mas completo es la Liga. Una vez eliminada, podremos instalar Visores y Cápsulas en todos lados. Pero ¿por qué quedarnos en eso? ¿Por qué no controlar la genética, además del medio? ¡Yo les digo que sólo estamos empezando!

Torrence suspiró. «Cada vez que Vladimir se larga a hablar así», pensó, «me cuesta decidir si es un imbécil total o un hipócrita mayor que yo. Uno llega a pensar que en verdad cree que las llamadas ejecuciones del Custodio por Actos No Permitidos son realmente el fruto de la omnisciencia de las computadoras en vez de una detonación al azar de las Cápsulas».

—Y para alcanzar esa edad de oro —dijo Torrence, llenando su vaso—, ¿tenemos que gastar millones de créditos e invertir decenas de miles de horas-hombre para erradicar un grupúsculo de románticos estúpidos? Vamos, Vladimir, tú mismo lo has dicho: nuestro control es prácticamente total. ¿En serio piensas que debemos tratar a esa Liga de pacotilla como si fuera una amenaza real?

—¿Cuándo fue la última vez que te dispararon a ti? —espetó Khustov.

«Es el momento de aplicar la picana», pensó Torrence.

—¡Ajá! —contestó—. ¡Ahora llegamos al fondo del asunto! Te dispararon a ti, y ésa es la gran amenaza. Eso es lo que transforma a una manada de tontos en una conspiración peligrosa. Dime, Vladimir, ¿por qué no estás tan ansioso por eliminar a la Hermandad? Después de todo, han causado muchos más problemas que la Liga. ¿Será posible que sepas algo acerca de la Hermandad que nosotros ignoramos? ¿Puede ser que hayas llegado a un entendimiento con la Hermandad? Después de todo, te salvaron la vida…

Torrence notó con considerable satisfacción que hasta los hombres de Khustov parecían estar pensativos ahora.

—¡Te estás excediendo, Torrence! —rugió Khustov—. La Hermandad es una banda de fanáticos religiosos, como los antiguos judeocristianos. ¿Cómo quieres que sepa por qué me salvaron la vida? Dicen que los antiguos creyentes solían despanzurrar animales y decidir sus acciones en base a la forma en la cual caían las entrañas. La Hermandad de los Asesinos pertenece a esa categoría. Los judeocristianos tenían su Biblia, los comunistas su Marx-Lenin, y la Hermandad tiene a Markowitz y su
Teoría de la entropía social
. Todo es parte del mismo galimatías sin sentido. Los fanáticos religiosos pueden ser peligrosos pero no constituyen una amenaza seria pues ni siquiera viven en el mundo real…

—Y la Liga, por supuesto, es una amenaza real…

—Sí, lo es, porque lo que ofrecen es, al menos en apariencia, una alternativa real. ¿Qué habría pasado si hubieran logrado asesinarme?

Torrence lanzó una carcajada.

—No me pidas que sea tan crudo como para contestar a eso —respondió. Por millonésima vez se preguntó cómo era que Khustov lograba conservar el poder, y la respuesta volvió a ser la de siempre: porque cinco consejeros creían en la misma cantinela que él. Tampoco era de extrañarse, ya que tanto Obrina como Cordona y Kuryakin habían sido seleccionados por el Custodio.

—¡Quiero decir, además de nombrarte a ti como Coordinador! La Liga podría jactarse de haber eliminado a un Coordinador, y sustentar sus afirmaciones en un programa directo de televisión, por añadidura. Seguramente tenían una bomba anunciadora lista para detonar en el momento en que yo muriera. Estuvieron a un paso de ser una auténtica amenaza.

—Y la Hermandad de los Asesinos les negó ese placer —dijo Torrence—. ¡Qué curioso…!

—Maldito seas, Torrence, yo…

—Por favor, Consejeros —dijo el Consejero Constantin Gorov, y Torrence lanzó un gemido. Ese individuo calvo e imperturbable era lo más parecido a una computadora humana que Torrence hubiese visto jamás: digno aporte del Custodio al Consejo. Académicamente, Gorov era brillante… había que admitirlo, pensó Torrence. Pero cuando se trataba de seres humanos, era un imbécil insoportable.

—¿No se dan cuenta de que ésta es justamente la manera en la cual se supone que deben reaccionar ante las acciones de la Hermandad? —dijo Gorov con convicción—. Si uno estudia la
Teoría de la entropía social
y el resto de los trabajos de Markowitz, se ve a las claras que el mismo carácter fortuito de las actividades de la Hermandad configura en sí una norma de conducta. Estamos seguros, como lo señaló Vladimir, de que la Hermandad cree tanto en la obra de Markowitz como los judeocristianos solían creer en…

—¡Basta, Gorov, basta! —ladró Khustov—. Esto no nos lleva a ninguna parte. ¡Debemos actuar ahora! Creo poder afirmar que nadie en este Consejo, ni siquiera nuestro buen Vicecoordinador, puede ver alguna razón por la cual la Liga Democrática deba continuar existiendo.

—Eso no viene al caso —dijo Torrence cansadamente—. Lo que yo objeto es el costo de rastrear a dos o tres mil miembros de la Liga en una población de veinte mil millones.

—¿Y si podemos destruir a la Liga sin ese costo?

—Entiendo que tienes una propuesta —dijo Torrence—. Te ruego que la hagas. —Esto ya no tiene sentido, pensó. Vladimir tiene suficientes votos como para hacer aprobar casi cualquier cosa en el Consejo.

—Muy bien; en primer lugar, debemos ajustar el control de seguridad. Los Custodios deben ser mejor examinados y deben someterse a un interrogatorio a fondo cada seis meses. Eso eliminaría cualquier futura infiltración de Custodios de parte de la Liga. ¿Todos a favor?

La aprobación fue unánime. Torrence no pudo encontrar razones para disentir.

—Segundo, los especialistas correspondientes del Ministerio de Custodia recibirán instrucciones para elaborar un plan económico conducente a la destrucción de la Liga Democrática.

El voto fue nuevamente unánime.

—Finalmente, propongo que nuestro plazo original para la instalación de Visores y Cápsulas en las nuevas viviendas sea adelantado y se comience con dichas instalaciones en seguida.

Torrence hizo una mueca. Todo el asunto de los Visores y Cápsulas le parecía ridículo. Era cierto que los Custodios podían detectar y reprimir infracciones grandes al Código, pero la creencia general de que las Cápsulas matarían a aquellos que incurrieran en delitos menores era simple propaganda, reforzada por la matanza de cientos de Protegidos inocentes al azar. El peligro era que Khustov, Gorov y la gente como ellos lograran algún día transformar la propaganda en realidad, y si el control llegaba a ser tan estricto, nadie podría desplazar a Khustov.

Pero la votación era un estricto enfrentamiento de fuerzas y sólo Torrence, Jones y Steiner votaron en contra de la medida. Como Torrence suponía, Gorov se plegó a la mayoría, aunque carecía de la suficiente humanidad para ser cómplice de Khustov.

La órbita del asteroide lo elevaba varios grados del plano de la eclíptica, y estaba mucho más cercano a Júpiter que las demás rocas del Cinturón. Era un mundo diminuto, de un kilómetro y medio de diámetro, y había miles de asteroides exactamente iguales. Era una roca sin valor ni utilidad, muy, muy lejos de las rutas de tránsito normales entre los satélites de Marte y Júpiter. De acuerdo con todas las leyes de la economía, la logística y la astronáutica, permanecería sin uso por siempre jamás.

Sin embargo, estaba habitado.

Este hecho era imposible de ser detectado desde el espacio, ya que todas las instalaciones estaban bajo la superficie. Es más: quizá fuera más exacto pensar que el asteroide era como un edificio, ya que los pasillos, las salas y las fosas lo recorrían en todos los sentidos. Cerca del centro del asteroide había un reactor nuclear, con un blindaje mayor que el requerido por la seguridad, que proporcionaba la energía. Era importante que no se filtraran radiaciones detectables al espacio exterior.

Ese era el cuartel general de la Hermandad de los Asesinos.

Arkady Duntov permanecía mudo en un enorme salón en las entrañas del asteroide. Un salón cuyas paredes, techo y piso eran la roca viva del asteroide. Estaba de pie, frente a una enorme mesa redonda, también labrada en la roca que formaba parte del suelo. Había ocho hombres sentados alrededor de la mesa, ataviados con pantalones cortos y remeras verdes, el equipo normal para un lugar así. Cada uno llevaba un medallón de oro colgado de una cadena alrededor del cuello. Los medallones tenían grabados la letra "G" sobre un fondo negruzco.

Aunque la mesa era perfectamente redonda, Duntov tenía la impresión de que uno de los hombres transformaba el lugar en el cual se sentaba en la cabecera de la mesa por su sola presencia. Era un hombre de edad, pero de edad indefinida. Su largo y fino cabello era negro aún, y su tez cobriza estaba cubierta por una red de pequeñas arrugas finamente labradas. Sus ojos oscuros y profundos tenían un aire sólo ligeramente oriental, pero sus pómulos altos y salientes no dejaban dudas acerca de su ascendencia.

—En el nombre del Caos —entonó, con una voz sorprendentemente poderosa—, yo, Robert Ching, Primer Agente, llamo al orden a esta reunión de Agentes Principales de la Hermandad de los Asesinos.

A Duntov le parecía un gesto puramente ceremonial, pues le parecía imposible imaginar a esos hombres en desorden. Había estado en ese salón ya cinco veces, pero esos hombres eran sólo nombres para él —Ching, N'gana, Smith, Felipe, Steiner, Nagy, Mustafá, Hoover—, los Agentes Principales, hombres tan distantes, tan plácidos, tan seguros, que se sentía contento de seguirlos sin dudar, sin saber sus nombres de pila… y sin querer saberlos.

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