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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (30 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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«¿Lo sabías?», preguntaba su esposa. «¿Lo has sabido todo el tiempo?»

—¡No! —Dorian se sentó de golpe en la cama, despierto.

Solon dio un respingo en la silla que tenía ante él. Hizo un gesto y las lámparas de la habitación se iluminaron.

—¿Dorian? ¡Has vuelto! Espero que hayas estado haciendo algo importante, porque he querido despertarte unas cien veces.

A Dorian le dolía la cabeza. ¿Qué día era? ¿Cuánto tiempo llevaba catatónico?

Su respuesta flotaba en el aire mismo. Khali estaba cerca. La sentía.

—Necesito oro —dijo.

—¿Qué? —preguntó Solon, que se frotó los ojos. Era tarde.

—¡Oro, hombre! ¡Necesito oro!

Solon señaló su faldriquera, que estaba sobre la mesa, y se puso las botas.

Dorian vertió sobre sus manos las monedas de oro. Apenas le habían tocado las palmas cuando se fundieron hasta formar una masa líquida, que se enfrió al instante y se enroscó en torno a su muñeca.

—Más. ¡Más! No hay tiempo que perder, Solon.

—¿Cuánto?

—Tanto como puedas traerme. Nos vemos en el patio de atrás, y despierta a los soldados. A todos. Pero no toques a rebato.

—Maldita sea, ¿qué pasa? —preguntó Solon. Cogió su cinturón con la vaina de su espada y se lo puso.

—¡No hay tiempo! —Dorian ya estaba abandonando la habitación a la carrera.

En el patio, Dorian juraría que le llegaba el olor de Khali con mayor nitidez, aunque el rastro fuese puramente mágico. Estaría a unos tres kilómetros de distancia. Era medianoche, y sospechaba que atacaría una hora antes del alba, la hora de las brujas, cuando los hombres son más susceptibles a los terrores nocturnos y los espejismos de Khali.

Intentó desenmarañar lo que había visto. No creía que la guarnición fuese a aguantar, y si Khali lo atrapaba, los resultados serían tan terribles para el mundo como para él. ¿Un profeta en sus manos? Dorian pensó en los futuros que había visto para sí mismo. ¿Tan gran sacrificio era renunciar a ver cómo se precipitaban inexorables hacia él? Sin embargo, si renunciaba a sus visiones, estaría ciego, a la deriva, inútil para todos los demás. Además, no era un procedimiento simple. Se lo había descrito a Solon y Feir como machacarse el cerebro con una piedra afilada para detener un ataque de epilepsia. En circunstancias ideales, podría abrasar una parte de su propio Talento de tal modo que con el tiempo sanaría, aunque no durante años. Si Khali lo capturaba, quizá pensase que su don había desaparecido para siempre y lo matara.

Había empezado a preparar las tramas antes de darse cuenta de que se había decidido. El hecho de que estuviese oscuro y no pudiera recargar su glore vyrden no suponía ningún problema, porque la cantidad de magia que necesitaba era mínima. Dispuso las tramas con destreza, afinando algunas que reservaba aparte y sosteniendo las porciones que había preparado como si las tuviera en una mano. Mientras la magia cobraba forma, cayó en la cuenta de que todo el tiempo que había pasado sumido en sus visiones, haciendo malabarismos con las diferentes corrientes de tiempo y clavando hitos en los puntos decisivos, había ejercido un efecto positivo en su magia. No hacía ni cinco años, había llegado hasta ese punto de la trama, como práctica para ver si podía sostener siete hebras a la vez. El esfuerzo había sido brutal, sobre todo sabiendo que si se le escapaba cualquiera de ellas podía ocasionarse amnesia, estupidez o la muerte. En ese momento, le resultó fácil. Solon llegó al patio y vio lo que estaba haciendo, con una expresión de horror en la cara, y ni siquiera eso distrajo a Dorian.

Cortó, retorció, estiró, quemó y cubrió una sección de su Talento.

En el patio reinaba un curioso silencio, extrañamente liso, constreñido.

—Dios mío —dijo Dorian.

—¿Qué? —preguntó Solon, con ojos cargados de preocupación—. ¿Qué has hecho?

Dorian estaba desorientado, como un hombre que intentase ponerse en pie tras perder una pierna.

—Solon, no está. Mi don no está.

Capítulo 32

Tres días al norte de las colinas del Oso de Plata, Kylar llegó a la pequeña localidad de Vuelta del Torras. Llevaba seis días a galope tendido, parando apenas lo suficiente para que los caballos descansaran, y le dolía el cuerpo entero, castigado por la silla de montar. El pueblo se encontraba a medio camino de Cenaria, al pie de las montañas de Fasmeru y el paso de Forglin. Los caballos necesitaban descansar, y él también. Al sur del pueblo, hasta tuvo que someterse al escrutinio de un control de los lae’knaught que buscaba magos. Al parecer, la reina de Waeddryn tampoco tenía voluntad o poder suficientes para expulsar a los lae’knaught.

Pidió a un granjero las señas de la posada del pueblo y no tardó en encontrarse en un cálido edificio cargado de olor a pastel de carne haciéndose al horno y cerveza fresca. La mayoría de las posadas olían a cerveza rancia y sudor, pero los habitantes del norte de Waeddryn eran quisquillosos. En sus jardines faltaban malas hierbas, a sus vallas les faltaba podredumbre y a sus hijos casi casi les faltaba suciedad. Se enorgullecían de su laboriosidad, y exhibían una atención al detalle que resultaba increíble. Habría impresionado hasta a Durzo. En pocas palabras, era un lugar perfecto para descansar.

Kylar entró en el comedor y pidió comida suficiente para que la posadera enarcase las cejas. Se sentó solo. Las piernas le palpitaban y le dolía el culo. Si no volviera a ver un caballo en su vida, aún sería demasiado pronto. Cerró los ojos y suspiró, reprimiendo el impulso de irse ya a la cama solo por los aromas celestiales que llegaban de la cocina.

Cumpliendo un ritual que sin duda se repetía todas las noches, la mitad aproximada de los hombres de la aldea fue entrando por la gran puerta de roble de la posada para tomar una pinta con sus amigos antes de irse a casa. Kylar no hizo caso de los lugareños ni de sus miradas inquisitivas. Solo abrió los ojos cuando una señora recia y poco agraciada de unos cincuenta años depositó dos enormes pasteles de carne delante de él, junto con una jarra imponente de cerveza.

—Creo que encontraréis la cerveza de la señora Zoralat tan buena como sus pasteles —dijo la mujer—. ¿Puedo haceros compañía?

Kylar bostezó.

—Hum, disculpad —dijo—. Claro. Soy Kylar Stern.

—¿A qué os dedicáis, maese Stern? —preguntó mientras se sentaba.

—Soy, esto, soldado, a decir verdad. —Volvió a bostezar. Se estaba haciendo demasiado viejo para aquello. Pensó en responder «Soy un ejecutor» solo para ver cómo reaccionaba aquella vieja chota.

—¿Soldado de quién?

—¿Quién sois vos? —preguntó Kylar.

—Responded a mi pregunta, y yo responderé a la vuestra —dijo ella, como si Kylar fuese un crío terco.

Parecía justo.

—De Cenaria.

—Tenía la impresión de que ese país ya no existía —replicó ella.

—¿Ah, sí?

—Matones khalidoranos. Meisters. El rey dios. Conquista. Violación. Saqueo. Gobierno con mano de hierro. ¿Os suena de algo?

—Supongo que todo eso podría echar atrás a algunos —dijo Kylar. Sonrió y meneó la cabeza al escucharse.

—Asustáis a mucha gente, ¿no es así, Kylar Stern?

—¿Cómo habéis dicho que os llamabais? —preguntó Kylar.

—Ariel Wyant Sa’fastae. Podéis llamarme hermana Ariel.

Cualquier vestigio de cansancio se esfumó como por ensalmo. Kylar tanteó el ka’kari en su interior para asegurarse de que estaba listo para actuar al momento.

La hermana Ariel parpadeó. ¿Se debía a que había percibido algo, o simplemente había visto que Kylar contraía los músculos?

—Creía que esta era una parte del mundo peligrosa para las personas como vos —dijo Kylar. No recordaba las anécdotas, pero sí que algo vinculaba a Vuelta del Torras con magos muertos.

—Sí —respondió la hermana Ariel—. Una de nuestras jóvenes e imprudentes hermanas desapareció aquí. He venido a buscarla.

—El Cazador Oscuro —dijo Kylar, que por fin había recordado.

En las mesas que los rodeaban, las conversaciones se interrumpieron. Caras de pocos amigos se volvieron hacia Kylar. A juzgar por esas expresiones, el tema no era tanto tabú como de mal gusto.

—Lo siento —farfulló, y atacó el pastel de carne.

La hermana Ariel lo miró comer en silencio. Kylar sintió una punzada de sospecha y se preguntó qué habría dicho Durzo si supiese que Kylar estaba comiendo algo que le había servido una maga, pero ya había muerto dos veces —quizá tres— y había vuelto a la vida, conque ¿qué demonios? Además, los pasteles estaban buenos, y la cerveza mejor todavía.

No por primera vez, se preguntó si Durzo había pasado por lo mismo. Vivió durante siglos, pero ¿también él era imposible de matar? Debía de haberlo sido. Sin embargo, nunca arriesgaba la vida. ¿Era solo porque el ka’kari ya lo había abandonado cuando Kylar lo conoció? A veces se preguntaba si su poder tendría una contrapartida. Podía vivir cientos de años y era imposible matarlo, pero no se sentía inmortal. Ni siquiera notaba la sensación de poder que, de pequeño, creía que sentiría en cuanto se convirtiese en ejecutor. Ya era un ejecutor, más que eso, y se sentía como si aún fuese Kylar y nada más. Todavía Azoth, el niño asustado que no entendía nada.

—¿Habéis visto pasar a una mujer guapa a caballo, hermana? —preguntó. Vi había visto dónde vivía Kylar. Se lo diría al rey dios y él destruiría todo lo que Kylar amaba, y a todos a los que amaba. Así trabajaba Garoth.

—No. ¿Por qué?

—Si la veis —dijo—, matadla.

—¿Por qué? ¿Es vuestra esposa? —preguntó la hermana Ariel con una sonrisa sarcástica.

Él la miró sin ningún humor.

—El Dios no me odia tanto. Es una asesina.

—Así pues, no sois un soldado, sino un cazador de asesinos.

—No la estoy cazando. Ojalá tuviera tiempo para eso. Pero es posible que pase por aquí.

—¿Qué hay tan importante que justifique desentenderse de la justicia?

—Nada —respondió Kylar sin pensar—. Pero en otra parte llevan demasiado tiempo sin que se haga justicia.

—¿Dónde? —preguntó la hermana Ariel.

—Baste con decir que estoy en una misión para el rey.

—No hay otro rey en Cenaria que el rey dios.

—Todavía no.

La hermana alzó una ceja.

—Ningún hombre podría unir Cenaria, ni siquiera contra el rey dios. Quizá Terah de Graesin, pero no puede decirse que sea un hombre, ¿verdad?

Kylar sonrió.

—A las hermanas os gusta pensar que lo sabéis todo, ¿eh?

—¿Sabes que eres un joven ignaro e irritante?
-(NdT ignaro = ignorante)

—En la misma medida en que vos sois una vieja bruja acabada.

—¿De verdad crees que mataría a una joven desconocida por ti?

—Supongo que no. Perdonadme, estoy cansado. Me olvidaba de que la mano de la Serafín solo se extiende más allá de sus salones de marfil cuando hay algo interesante de que apropiarse.

La hermana apretó los labios hasta formar una línea recta.

—Joven, no me hace gracia la impudencia.

—Habéis sucumbido a la ebriedad del poder, hermana. Os gusta ver saltar a la gente. —Levantó una ceja insolente, divertido—. O sea que dadme por asustado.

La hermana Ariel estaba muy quieta.

—Otra tentación del poder —dijo— es abatir a quienes te ultrajan. Tú, Kylar Stern, me estás tentando.

Kylar escogió ese momento para bostezar. No fue fingido, pero no podría haber encontrado un instante mejor. La hermana enrojeció.

—Dicen que la vejez es una segunda infancia, hermana. Además, en cuanto acudieseis a vuestro poder, os mataría.

«Por los dioses, no puedo parar. ¿De verdad voy a buscarle las cosquillas a la mitad de los magos del mundo solo porque una señora mayor me incordia?»

En vez de enfadarse más, la hermana Ariel adoptó una expresión reflexiva.

—¿Puedes distinguir el momento en el que acudo a la magia?

No pensaba entrar en eso.

—Hay un modo de averiguarlo —dijo—. Pero sería una molestia ocuparme de vuestro cadáver y cubrir mis huellas. Sobre todo con tantos testigos.

—¿Cómo cubrirías tus huellas? —preguntó la hermana Ariel con tranquilidad.

—Vamos. Estáis en Vuelta del Torras. ¿Cuántos de los magos que han sido «matados por el Cazador Oscuro» creéis que de verdad han sido matados por el Cazador Oscuro? No seáis ingenua. Lo más probable es que esa cosa ni siquiera exista.

Ariel arrugó la frente, y Kylar notó que la hermana nunca había pensado en ello. En fin, era una maga. Por supuesto que no pensaba como un ejecutor.

—Bueno —dijo la hermana Ariel—, te equivocas en una cosa. Existe.

—Si todo el mundo que ha entrado alguna vez en el bosque ha muerto, ¿cómo lo sabéis?

—Mira, joven. Hay una manera de que demuestres que estamos todas locas.

—¿Entrar en el bosque? —preguntó Kylar.

—No serías el primero en intentarlo.

—Sería el primero en conseguirlo.

—Es increíble lo mucho que fanfarroneas sobre lo que harías si tuvieras tiempo.

—Tenéis razón, hermana Ariel. Acepto vuestra corrección... hasta el día en que Cenaria tenga un rey. Y ahora, si me disculpáis...

—Un momento —dijo ella mientras se ponía en pie—. Voy a acudir a mi poder, pero juro por la Serafín Blanca que no te tocaré con él. Si vas a matarme, no intentaré detenerte.

No esperó a que respondiera. Kylar vio que la rodeaba una pálida aureola iridiscente. Pasó rápidamente por todos los colores del arco iris en una deliberada sucesión, aunque algunos colores parecían de algún modo más gruesos que otros. ¿Era una indicación de la fuerza de la hermana en las diversas disciplinas de la magia? Preparó el ka’kari para que devorase cualquier magia que le lanzase (con la esperanza de recordar cómo lo había hecho funcionar en ocasiones anteriores, aunque no estuviese nada seguro), pero no golpeó.

La aureola no se movió. La hermana Ariel se limitó a inhalar hondo con la nariz. La aureola desapareció. La hermana asintió con la cabeza, como si estuviera satisfecha.

—Los perros te encuentran muy raro, ¿no es así?

—¿Qué? —preguntó Kylar. Era verdad, pero nunca le había prestado mucha atención.

—Quizá puedas explicarme —prosiguió la hermana— por qué, después de cabalgar durante días, no hueles a sudor, polvo y caballo. A decir verdad, no hueles a nada en absoluto.

—Os imagináis cosas —replicó Kylar, echándose atrás—. Adiós, hermana.

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