"Pero la historia de esta casa ocupada nunca fue feliz", dirá Silvano. "Los que venían a quedarse hacían poco y se iban rápido. Y en un cierto momento vi que había otra gente que venía a la casa a hacer otras cosas. Algunos la usaban como depósito para sus cosas, otros para poner sus carteles... nosotros buscábamos más gente para que se quedara en la casa y no encontrábamos; también es cierto que fue muy poco tiempo".
Pero tampoco tenían pensado quedarse mucho más. Tanto Silvano como Edoardo y Soledad la tomaban como un lugar transitorio, casi de paso: su verdadera intención era ocupar una casa en el campo o en la montaña. Solían decir que la sociedad urbana los oprimía y que necesitaban el aire, el espacio de afuera: la verdadera vida, suponían, no estaba en las ciudades.
Y sin embargo, no dejaban de trabajar para mejorar la Casa y a menudo aparecían nuevos problemas. Un día descubrieron que unos empleados del municipio de Collegno habían encontrado por casualidad la conexión trucha de agua que los abastecía y la cortaron. Necesitaban restablecerla cuanto antes.
"Esa noche éramos quince o veinte y me acuerdo que hacía un frío de perros, invierno, pleno enero", dirá Luca Bruno. "Tuvimos que excavar porque teníamos que conectar uno de esos tubos negros de poliestireno con una canilla que estaba lejísimos, a unos sesenta o setenta metros, pero todo bajo tierra, para que no se viera. Y la tierra estaba congelada, dura como una piedra, y teníamos que calentarla con un soldador de gas para poder cavar. Tuvimos que hacerlo de noche para que no nos vieran". Lo que no sabían era que los espías de la Digos —los servicios especiales de la policía— ya estaban vigilando la Casa: que aquella noche, seguramente, vieron todo.
Nadie recuerda ahora, exactamente, qué noche de enero fue esa noche. Todos dicen que debió ser alrededor del 15 pero nadie sabe precisiones. Sí sabemos que el 15 de enero de 1998, poco antes de las doce, desconocidos entraron en la intendencia de Caprie, un pueblo del Valle de Susa, a unos 30 kilómetros de Turín, y robaron un fax Olivetti, una impresora Epson, tres sellos con el escudo municipal y una máquina desbrozadora. Cuando se fueron, la planta baja del mu nicipio se incendió: es muy probable que los ladrones hayan prendido el fuego.
"Alguien se subió al balcón del primer piso del edificio, echó espuma sobre la sirena de la alarma, rompió el vidrio y entró", informó el semanario local
Luna Nuova
en un artículo titulado "Caprie, un incendio doloso devasta las oficinas municipales". "Una vez adentro intentó, sin conseguirlo, abrir la caja fuerte, forzó escritorios y bibliotecas, apropiándose de un fax y una impresora. Después, tras haber roto otra cerradura, bajó a la planta baja y después al garaje. En el garaje estaban estacionados un Fiat y un motocarro. Por razones aún no aclaradas los ladrones cargaron un compresor en el auto, después lo rociaron con nafta y le prendieron fuego".
El incendio destruyó el coche —de la policía municipal— y cantidad de herramientas y máquinas, y dejó el edificio casi inutilizable. En un primer momento nadie entendió de qué se trataba. Los periódicos locales hablaban de que el incendio era el resultado del "despecho frente a un b otín tan magro" o de algún "malhumor frente a la administración municipal". De hecho, el intendente Pierluigi Giuliano recibió en esos días una carta que lo amenazaba: "Tenés que parar de robar la plata de los ciudadanos de Caprie y de arreglar todo en tu propio interés". El intendente prefirió la versión chorros menores: convocó a una asamblea donde dijo a sus paisanos que "el hecho de que hayan abierto todos los armarios y escritorios y que se hayan llevado el fax y la impresora nos hace pensar en el clás ico hurto con efracción".
En principio nada relacionaba este robo e incendio con el resto de los atentados contra el TAV en el Valle de Susa. Ni, mucho menos, con Soledad Rosas, Edoardo Massari y Silvano Pelissero.
"Silvano siempre decía que los estaban siguiendo", dirá Luca, viudo de Soledad. "Cuando venía al Asilo dejaba el auto lejos, tomaba un ómnibus o llegaba a pie, y la verdad que nosotros nos reíamos un poco, creíamos que era su paranoia, que estaba un poco pirado y veía canas por todas partes. Y al final resultó que tenía razón".
En esos días Silvano y Edoardo habían sido exonerados en el caso Ros-Marini, la gran investigación contra el movimiento anarquista italiano. La noticia debería haberlos alegrado pero los preocupó: ¿por qué ellos, entre más de sesenta compañeros? ¿Qué se escondía detrás de esa exoneración? Algunos de los suyos llegaron a mirarlos con sospecha: ¿qué habrían hecho para conseguir ese privilegio?
"Y para colmo yo veía que nos estaban investigando, que nos seguían, que nos controlaban", dirá Silvano Pelissero. "Primero pensaba que seguían buscando pruebas para la Ros-Marini, pero cuando nos bajaron de ahí ya no entendí más nada. Igual yo le decía a Edo que nos fuéramos, que la policía nos estaba siguiendo. Pero a él no le importaba nada, él estaba en medio de su amor, todo el resto le daba igual".
El miércoles 4 de febrero, hacia las diez de la noche, Soledad y Silvano andaban por Turín en el Fiat de él cuando un patrullero les hizo luces para que pararan. Silvano trató de disimularlo pero se preocupó; Soledad se asustó porque seguía sin tener la residencia. Dos policías se acercaron, uno por cada ventanilla, y el que estaba a la izquierda les pidió los papeles.
—Está bien. Pero se pasaron un semáforo en rojo.
—No, agente, para nada.
—Sí, le digo que se lo pasaron, la última esquina.
—Le aseguro que no.
—Se lo pasaron, y nos van a tener que acompañar a la comisaría.
—¿Cómo a la comisaría? ¿Eso de dónde carajo salió? Yo no me pasé ningún semáforo, pero si quiere hacerme una boleta hágamela y listo.
Insistió Silvano: pagar boletas no estaba entre sus hábitos. Pero los policías no le dieron opciones:
—Nos van a tener que acompañar. Es la regla nueva, hay que llevarlos para levantarles un acta.
Silvano nunca había oído hablar de semejante regla y se resistió. Los policías empezaron a impacientarse:
—Ya está, basta de charla. Manejá despacio, nosotros los seguimos de atrás. Y no hagas nada raro porque...
En la comisaría les volvieron a mirar los papeles y les hicieron las fotos de prontuario. Al cabo de media hora ya estaba todo listo pero les dijeron que se quedaran ahí, que faltaba un trámite.
"En la comisaría, mientras esperábamos, yo le decía a Sole 'ves lo que les decía a vos y a Edo, esta historia no es normal'", dirá Silvano Pelissero. "Me parece que ahí ella empezó a entender".
Los soltaron cinco horas más tarde. Después sabrían que los policías habían armado la detención para colocar un micrófono en el Fiat. Por lo pronto, al día siguiente, Silvano encontró un par de tornillos sueltos en el suelo de su auto.
Era muy tarde cuando llegaron de vuelta a la Casa de Collegno. Edoardo los esperaba despierto y preocupado.
—Edo, tenemos que irnos, cuántas veces te lo tengo que decir. Nos tienen controlados, nos van a hacer cagar, hay que rajarse.
—Pero dale, Silvano, vos siempre igual. No exageres, qué me estás diciendo.
"Ellos no querían convencerse pero yo empecé a comprar dólares, tenía el pasaporte preparado, todo, quería irme a México o a Albania", dirá Silvano. "Yo había conseguido comprarme 3000 dólares, pero quería llevarme por lo menos 4000. Estaba decidido a irme y les insistía, trataba de convencerlos. Si me iba solo pensaba volver a México; lo de Albania era por si ellos no querían alejarse demasiado. Albania está cerca y hablan italiano. Yo le decía a Edoardo que fuéramos allá, que no estaba tan lejos de su familia, porque él no quería darle a la madre el disgusto de alejarse demasiado".
—En serio, pensá... piensen lo de Albania. Edo, de ahí los podés llamar por teléfono todo lo que quieras, estás cerca, nos quedamos ahí un tiempo y vemos qué pasa. Y además fijate porque tenés el coche lleno de micrófonos, andá al mecánico que te los saque, me cago en Dios, por favor.
"Pero ellos estaban en otra cosa, querían casarse, tener un hijo, irse al Canavese y vivir en una granja...", dirá Silvano. "Estaban enamorados y jugaban, hacían planes...". Si Baleno hubiera sabido que era un peligroso terrorista quizás habría reaccionado de otro modo, más acorde con su condición; en su ignorancia, se quedó en Italia porque estaba enamorado y porque no quería vivir lejos de sus padres.
—¿Y cómo hacías para seguir compartiendo un proyecto con ellos?
—En cierto momento todo se volvió una locura. Por un lado, era interesante seguir con la solidaridad con los presos, hacer vivir esa Casa porque era un punto donde podías llevar adelante iniciativas, distribuir materiales. Pero por otro lado se entendía que no podíamos avanzar: venía poca gente, y los que venían no querían hacer nada. Se tomaban un té o un café, fumaban su maría, pegaban un cartel en la pared y no hacían nada más; los trabajos no les daban ganas. Yo estaba un poco cansado, y encima esta cuestión del seguimiento de la cana. Era un momento raro, en que yo veía que la cosa no funcionaba pero lo seguía haciendo, me dejaba llevar. Y por otra parte, fue una situación que se desarrolló de forma un poco urgente. Los canas nos escuchaban, así que estaban al tanto de todo. Sabían que yo había entendido lo que estaba pasando, que me quería ir y tuvieron que acelerar toda su operación para agarrarnos. Con Edoardo y Soledad era más fácil, porque ellos estaban ahí y seguían pegados, pero yo me quería ir lo antes posible.
"Yo nací en una noche de violencia y sufrimiento extremo", escribiría, treinta y siete años más tarde, Silvano Pelissero: aquel día, 16 de noviembre de 1961, la fábrica de dinamita Nobel de Avigliana saltó por los aires y las víctimas terminaron en el mismo hospital donde él nacía. Después Silvano se iría convirtiendo en un campesino del novecento: un piamontés fornido, bien plantado, de cara ancha y ojos claros, el pelo partido al medio, las manos gruesas que fueron perdiendo algunos dedos en enganches diversos.
Sus padres eran campesinos en Bussoleno, un pueblo grande en el Valle de Susa, a mil metros de altura, 45 kilómetros de Turín y 20 de la frontera francesa: tenían una granja con vacas, chanchos y gallinas y vendían sus productos en los mercados de los pueblos de la región. Su madre, Jeannette, era la hermana de un resistente francés de Grenoble. Su padre, Bruno, había participado, muy joven, en la lucha contra los fascistas y conservaba, de aquellos tiempos, sus compañeros y sus escopetas. "Mi padre me enseñó que es preciso defenderse de la tiranía con las armas", diría mucho después Silvano. "Yo frecuentaba a sus compañeros. Ellos me contaban episodios de la guerra partisana, las torturas, los sufrimientos, muchos de ellos habían estado internados en Matthausen. Todos tenían sus armas en sus casas o en sus coches".
Silvano siempre pensó que trabajaría en la granja de sus padres. Una noche de 1981, cuando volvió del servicio militar, el incendio de su gallinero se interpuso en sus planes: cuando los bomberos vinieron a apagar el fuego descubrieron una docena de viejos fusiles y pistolas y bombas de mano, el arsenal de su padre resistente, y un par de granadas que Silvano se había encontrado en el cuartel donde cumplía sus deberes patrióticos.
Padre e hijo fueron arrestados; dos días después el padre tuvo un infarto en la pris ión. Silvano supuso que la mejor manera de asegurar su liberación inmediata era hacerse cargo de todo y confesó ante el juez. En cuanto el padre se recuperó desmintió a su hijo: las armas, declaró, eran sólo suyas. Pero la confesión de Silvano ya tenía curso legal. Cuando empezó el proceso, tras seis meses de prisión preventiva, el abogado de los Pelissero demostró que el "arsenal" era un amasijo de fierros oxidados, inútil para todo servicio; el fiscal consiguió que los condenaran, aun así, a dos años y seis meses de prisión condicional. Los Pelissero salieron de la cárcel para encontrarse con que el pueblo los miraba de reojo: durante su cautiverio, los periódicos locales habían lanzado todo tipo de historias sobre ellos: que estaban ligados con la mafia, con los restos de las organizaciones armadas de la izquierda, con los neofascistas; había para todos los gustos. Silvano quedó marcado: era frecuente que la policía lo detuviera para interrogarlo, muchos lo señalaban, la fama de violento lo seguía. Aquellas llamas modelaron su vida.
Bruno Pelissero murió en 1983 durante una operación de hernia en un hospital público; Silvano retomó la granja familiar. Cuatro años más tarde también murió su madre. La granja, bajo impuestos e imposiciones cada vez más pesadas, le daba pérdidas; Silvano se buscó un trabajo de obrero en una fábrica cercana. "Recuerdo como una pesadilla horrible, quizás peor que la prisión, las ocho horas de trabajo en la fábrica", escribirá años después. "Contaba los minutos que faltaban para salir. Lo mismo hacía en la escuela. Y a la noche la paranoia de los retrasos y de no despertarme. Mi problema es que soy incompatible con cualquier orden social propuesto por estas democracias".
Hacia fines de los ochentas Silvano prefirió alejarse de Bussoleno y sus agentes de la ley —que no le daban tregua. En Turín encontró trabajo como herrero y empezó a frecuentar El Paso Okupado y los grupos anarquistas; allí también lo detuvieron varias veces, en manifestaciones y pintadas. En 1989 conoció a una mujer con la que se sintió ligado por auras alquímicas y destinos cósmicos; durante un tiempo vivió y creyó que moriría con Gloria.
En el verano de 1994 la Digos lo detuvo en Ivrea junto a su nuevo amigo y compañero, Edoardo Massari, por "pegatina ilegal" de carteles en un par de vidrieras. "La amistad que me ligaba con Edo ustedes la conocen bien", escribirá Silvano años más tarde. "Era mucho más que una afinidad política. Era seguramente una hermandad cuyas bases indispensables eran la ayuda recíproca y la sinceridad. Nos conocimos en el 1994 y entre nosotros apareció enseguida la afinidad. El vivía en una casa agrícola y ya buscaba la vuelta a la naturaleza. Como yo".
Poco después Silvano consiguió el pasaporte: hacía años que se lo negaban por causa de sus causas. Hacía años, también, que tenía una idea fija: quería conocer América Latina.
El mito latinoamericano siempre estuvo vivo entre los militantes europeos. Más fuerte en ciertas épocas, en otras diluido, tiene que ver con las historias de guerrillas y revoluciones en países supuestamente abiertos a la historia: donde la consolidación de los poderes no les parece, a ellos europeos, tan sólida como la que padecen. En el otoño de 1994 Silvano llegó a México; allí vivió casi dos años con muy poco dinero y expediciones más al sur, a Guatemala, Nicaragua, Honduras. Al partir se había despedido de Gloria, su amor eterno, para siempre. En Real de Catorce, en el desierto del norte mexicano, una vieja bruja experta en cartas y hongos le aconsejó que de ahí en más viviera solo: que dejara de buscar su completud en una hembra.