Amor y anarquía (28 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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"Entonces el mecánico se puso a buscar la pérdida de la electricidad y la encontró en el techo del auto, del lado de adentro", dirá Silvano. "Cuando lo desmontó había un objeto grande como un paquete de cigarrillos lleno de cables e incluso una larga antena. El mecánico se preocupó, dijo qué es esto, le dio miedo. Justo en ese momento suena el teléfono; el mecánico fue a atender y se puso blanco. El tipo temblaba, casi no hablaba: escuchaba, decía sí, sí, por supuesto. Seguramente era la cana que le decía que no se metiera más en el asunto. Porque los policías debían estar escuchando que él toqueteaba el coche y lo llamaron para advertirlo. El tipo se puso muy nervioso, no sabía qué hacer, trataba de hacer tiempo. Un par de minutos después veo un auto de la policía de civil que da vueltas por ahí".

—Bueno, poneme el techo que me voy, ¿cuánto es?

—No sé, yo qué sé. 60.000 liras.

—Bueno, pero ponelo rápido, dale.

Silvano se subió a su coche, consiguió arrancarlo y salir del taller sin que lo viera el patrullero. Pero enseguida descubrió que había otros: se paró en una estación de servicio, unos cientos de metros más allá, y buscó un teléfono público. En tiempos de hipercomunicación, uno de los jefes de la gran organización terrorista que la policía estaba a punto de desenmascarar no tenía siquiera un celular para una urgencia.

"Quería hablar con mi abogado, Claudio Novaro, a ver si me decía qué hacer. Él no estaba; su secretaria me dijo 'bueno, venga a la oficina': no se preocupó nada por el asunto. Pero fue un error mío llamar al abogado, porque tenía el teléfono intervenido. Yo no tendría que haber llamado a nadie, tendría que haber dejado el coche e irme a pie, por el campo, esconderme. Y en vez de eso le dije 'bueno, trato de ir para allá'. Un error gravísimo".

—¿A vos te parece?

—¿Cómo si me parece? Tenía un micrófono así de grande en el coche, no es que me parezca.

—¿A ver? Dejame verlo.

Su viejo amigo Remo era un experto en armas, vivía a unos pocos metros y tenía una historia de militancia de derecha. Pero Silvano pensó que quizá s podía darle algún consejo útil y fue hasta su casa a contarle lo que estaba pasando. Allí pasó más de una hora; la charla fue crispada y Silvano tenía que hacer algo. Decidió volver a su coche y tratar de llegar hasta la oficina de su abogado, en el centro de Turín. Enseguida descubrió que tenía varios patrulleros detrás. Cuando pasó por el pueblo de Chiusa San Michele estacionó frente a un bar y entró a llamar de nuevo por teléfono. Los policías también entraron, las armas en la mano:

—¡Quieto, Pelissero! ¡Estás detenido!

Y el peligroso terrorista se entregó sin intentar la menor resistencia. "Me agarraron, me esposaron y me metieron en un patrullero. Nadie me dijo nada", dirá Silvano. "Me llevaron a la comisaría y me dejaron ahí sentado, había uno que me miraba todo el tiempo pero nadie me decía nada: ellos ya sabían todo lo que querían saber".

Después, en las horas y horas y meses y años que se pasaría pensando sobre los hechos de esos días, Silvano Pelissero supondría que quizás los policías esperaron su reacción, su descubrimiento del micrófono, para tener una excusa que les permitiera arrestarlo. Si no, se decía, no tendría sentido que lo hubieran instalado tan mal, que la conexión fuera tan chapucera, que se hubieran olvidado incluso los tornillos tirados en su coche. Aunque aparentemente les habría convenido esperar un poco más, a ver si conseguían más pruebas, más cómplices, alguna acusación más seria. O quizás lo hicieron mal porque no supieron hacerlo mejor, porque eran simplemente unos ineptos. Eso, pensó, sería más peligroso todavía.

Nunca lo hacía: esa mañana, Soledad Rosas tampoco había leído su horóscopo, que le auguraba "algunos contratiempos durante el fin de semana, que después serán superados si se remedian ciertos errores de juicio y de conducta".

Aquella tarde Soledad estaba tranquila: se había pasado un par de horas cuidando su jardín —que le daba mucho trabajo, que no terminaba de despegar— y estaba a punto de empezar unos ejercicios de yoga cuando escuchó los golpes en la puerta. Eran las ocho; la noche estaba clara.

—¿Quién es?

—Somos compañeros de Boloña.

Le contestaron, y ella abrió. Después lo escribiría: "Abrimos la puerta y treinta tipos con y sin uniforme irrumpieron en nuestra vida". Soledad tardó unos segundos en entender lo que pasaba; después, cuando lo entendió, no entendió lo que estaba pasando. Los policías y los carabineros empuñaban sus armas, corrían hacia todos los rincones de la casa, se tiraban sobre Edoardo y sobre ella, gritaban, gritaban todo el tiempo. Soledad se sentía en otro mundo.

"Era una investigación que venía de lejos. Largo trabajo, el suyo, el de espiarnos días y días, el de vigilar a sus sospechosos", escribirá Soledad desde la cárcel. "Tecnología avanzada, tanta plata —plata de la gente que paga sus impuestos, cómplices/víctimas de esta acción asquerosa—, micrófonos, cámaras, relevamientos satelitales, seguimientos. Monitoreos sin pausa les habían permitido hace dos meses 'hipotetizar nuestra implicación en por lo menos tres atentados'. Están orgullosos de sus sofisticados medios de investigación. No pensaban arrestarnos todavía, aquella noche del 5 de marzo, querían esperar un poco, así agarraban a toda la 'hipotética' banda".

Edoardo y Soledad quedaron en un rincón, esposados, vigilados por varios policías: se miraban, trataban de darse ánimo con ojos tan desanimados. Soledad pensó que sería un error, que serían unas horas, que ojalá no se enteraran en su casa. Edoardo era más pesimista: ya los conocía. Mientras, dos docenas de agentes de la ley revolvían cada rincón de la Casa ocupada: tras un par de horas dijeron que habían encontrado unos volantes, 19 botellas molotov —que los okupas solían tener para resistir los desalojos—, un tubo de silicona, una impresora, una bengala, algunos libros.

—Ahora van a venir a la comisaría. Y despídanse bien de todo esto.

La Casa Okupada de Collegno había sido ocupada por la policía.

Era jueves. Los jueves a la tarde, en Radio Black Out, la radio rebelde de Turín, los okupas hacían un programa que se llamaba Tuttosquat —igual que su revista. Luca, el marido de Soledad, estaba frente al micrófono cuando lo llamaron para decirle que se había juntado mucha policía alrededor de la Alcova, otra casa ocupada en el corso San Maurizio, junto a los Jardines Reales. Así que decidió usar el poder de la radio:

—Compañeros, hay mucha cana frente a la Alcova, tememos que traten de desalojarla. Compañeros, todos los que puedan vayan para allá, hay que oponerse al desalojo. Compañeros...

Unos minutos después Luca también fue. Lo que vio lo sorprendió: los carabineros tenían rodeada la casa pero no entraban, como si estuvieran esperando algo. Frente a ellos un centenar de jóvenes también se mantenían expectantes: había gritos, provocaciones mínimas. Luca y otros tres se les acercaron para tratar de entrar y les dijeron que no, que tenían órdenes de que no entrara nadie.

—¿Pero qué es lo que pasa, oficial? ¿Qué está pasando?

—No sé, yo cumplo órdenes.

Luca también se extrañó porque no vio a ninguno de los policías habituales: a fuerza de enfrentarse con ellos, los okupas conocían a todos los que se especializaban en okupas, y esta vez no estaban allí.

"Mientras estábamos ahí alguien vino a decir que también estaban frente al Asilo: entonces algunos se vinieron para acá, para el Asilo, donde sólo quedaba uno de nosotros porque todos los demás se habían ido a la Alcova", dirá Luca. "Y acá en el Asilo había un ómnibus atravesado en la calle, cortándola, y policías adentro. Tarzán y yo les dijimos que vivíamos acá y que queríamos entrar para estar presentes en el procedimiento. Entramos, y habían roto vidrios, revuelto todo, despanzurrado muebles, meado los colchones... Después, cuando insistí, me mostraron la orden de allanamiento, donde aparecían las razones: asociación subversiva, armas... No encontraron nada, pero se llevaron cantidad de boludeces: libros, revistas de historietas, máquinas de escribir, una especie de bomba de utilería que estaba colgada en la pared. Hasta encontraron unos gramos de marihuana y no los consignaron: les importaba tres carajos. Era evidente que estaban buscando pruebas para algo más importante".

—Muchachos, están haciendo mierda todo, se mearon los colchones, nos están reventando.

Gritó Luca: en la puerta ya se habían juntado unos cuantos okupas. El clima se caldeaba. Entonces llegó una cuadrilla de la Municipalidad con instrumentos para tapiar la entrada del Asilo:

—¿Pero qué, nos van a desalojar?

—¿Y qué se creían, que les estábamos haciendo la limpieza?

"Mientras, nosotros, en la puerta, escuchamos que los canas estaban atacando la Alcova y salimos todos para allá", dirá Ita, ocupante del Asilo. "Eran como las doce de la noche. La policía ya estaba adentro y nosotros entramos, se armó quilombo: piñas, patadas, y después los carabineros se fueron. Parece que la Alcova no les interesaba; lo que querían era tenernos ocupados mientras revisaban y desalojaban el Asilo".

El Asilo Ocupado también había sido ocupado por la policía.

En la comisaría los mantuvieron separados. Soledad tenía hambre pero no quería pedir nada; pensaba que lo mejor era mantenerse desafiante, disimular cualquier flaqueza, no darse por vencida.

Mientras tanto, en otra comisaría, otros policías volvían a meter a Silvano en un furgón. No le dijeron adónde iba: tras una hora de viaje lo bajaron en la puerta de su casa familiar, en Bussoleno. No eran los primeros en llegar.

"Mi casa era muy grande, una vieja casa campesina, y estaba repleta de policías, carabineros con pasamontañas", dirá Silvano. "Estuvieron un rato haciendo su allanamiento y no encontraban nada: estaban tristes, abatidos. Hasta que de pronto llega Petronzi contento y grita '¡miren lo que encontramos, el depósito de los Lobos Grises!'". Giuseppe Petronzi era el jefe del grupo antiterrorista de la Digos y, cuando lo escuchó, Silvano creyó que empezaba a entender —y lo que entendió le dio un escalofrío. Todavía trató de mantener cierta elegancia:

—¿Qué está diciendo? Vamos, no me haga reír.

"Entonces todos empezaron a gritar sí, lo encontramos, lo tenemos, y se alegraron y seguían gritando, empezaron a llamar por teléfono, llegó otro camión lleno de carabineros", dirá Silvano. "Habían encontrado mis motos, un auto, libros sobre anarquía, el 'laboratorio de los explosivos' —que era mi herbolario —, mi taller de carpintero y herrero. 'Acá hacían los explosivos, acá hacían las bombas', decían, estaban como locos. No había ningún control: ésos pusieron ahí todo lo que quisieron —y ni así fue gran cosa".

A eso de las seis de la madrugada los policías y carabineros cargaron un camión con libros, herramientas, zapatos y las motos de Silvano y se llevaron al detenido con sus pruebas para internarlo en la cárcel de Le Valette. A eso de las seis de la madrugada, en otra comisaría de Turín, otros policías reunieron a Soledad y Edoardo, les leyeron una orden de arresto y los metieron en un celular para llevarlos a la cárcel. En Le Valette, la prisión principal de Turín, cada uno quedó encerrado en una celda de aislamiento. Soledad trataba de no ceder al pánico y se decía que era todo una tontería, un error o una minucia y que a lo sumo en un par de días volvería a la calle. Ni se imaginaba de qué la acusarían.

Los okupas turineses pasaban por el momento más intenso de sus vidas políticas: estaban excitados, no podían parar. Las crisis son dolorosas pero son, también, el momento en que un movimiento puede sentirse vivo y los squatters, de pronto, habían pasado al centro de todas las miradas. Aunque el precio era alto: por el momento tenían tres compañeros presos y dos casas desalojadas. Pero la pelea recién empezaba.

Al día siguiente, viernes 6, un par de cientos se reunieron frente a la Municipalidad: la manifestación ya estaba prevista porque, ese día, la Junta Municipal discutiría su política hacia los centros sociales, pero su objetivo cambió por los acontecimientos del día anterior. Los okupas cantaron contra los desalojos y las detenciones, tiraron petardos, encendieron bengalas violetas e intentaron cortar una calle, hasta que la policía decidió que ya habían cantado suficiente y los cargaron.

Turín es una ciudad de orden. Habitualmente las autoridades turinesas hacen tales esfuerzos por mantener el centro de la ciudad tan limpio y reluciente que parece difícil imaginar la irrupción de las bestias. Pero por unos minutos algo se quebró. Hubo carreras , palos policiales, piedras anarquistas: los manifestantes dieron vuelta tachos de basura para bloquear el avance de la policía y empezaron a romper vidrieras. La primera en caer, a las cuatro de la tarde, fue la de la peletería Maluian Koko.

—¡Qué bueno, una peletería! Cuando se lo cuente a Sole le va a encantar...

"Tras la enésima provocación, cultura y creatividad metropolitanas explotan en las vidrieras del centro, y cada cual expresa lo mejor de sí", decía un volante anarco días más tarde; "aunque los comerciantes no supieron apreciarlo".

—Esta va a ser una primavera caliente en Turín.

Gritaba desde un parlante un locutor de Radio Black Out. Las corridas duraron media hora y terminaron con diez detenidos, una herida, veinte vidrieras rotas. Al otro día los diarios hablaron mucho de la violencia desatada.

"Algunos vidrios rotos, pintadas en las paredes, vidrieras destruidas y dicen que esto es violencia", escribirá poco después, en un artículo para
Tuttosquat
, Soledad. "Violencia es un desalojo, es un teléfono intervenido, un seguimiento. Violencia es una cárcel donde tratan de matarte todos los días. Violencia es la explotación humana y ambiental, violencia es un juez, un cana, el Estado, el poder".

Mientras tanto, en el Asilo, seis okupas habían entrado por el patio trasero y trepado hasta el techo sin que nadie pudiera detenerlos. Allí desplegaron un cartel que decía "Ocupación de Alta Velocidad"; los policías los miraban desde abajo sin saber bien qué hacer. "Radio Black Out contó lo que estaba pasando y empezó a llegar gente", dirá Luca. "Las puertas del Asilo estaban clausuradas y la policía cercaba la manzana, pero nosotros estábamos en el techo y nuestros compañeros alrededor. Estuvimos así varias horas. Al final, a eso de las doce de la noche, la cana levantó el cerco y pudimos recuperar el Asilo. No sabés el desastre que habían hecho ahí adentro".

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