—Vaya... Vaya —murmuró con voz dulce—. Zorra Connelly, nunca me hubiera imaginado que te gustaban estas cosas. —Se acercó y le arrancó el antifaz de golpe—. ¡Me metiste en prisión por algo así! —Caminó alrededor de ella.
«Y una mierda. Esto no tiene nada que ver con lo que tú haces. Tú pegas, reduces y menguas. Eres un maltratador las veinticuatro horas del día. Eres un enfermo cruel».
—Llevo un año en prisión por tu culpa, ¿sabes?
«No, hijo de perra sádico, llevas un año en prisión porque te gustaba acariciar a tu mujer con el puño y los dientes. Porque le rompiste el pómulo y por poco la dejas ciega de un ojo. Porque la violabas cada noche y la golpeabas, y le dabas tan duro que hiciste que abortara tres veces. Por eso».
Le pasó la mano por las nalgas desnudas. Cleo cerró los ojos. La estaba tocando y sentía repugnancia hacia él.
Movió el cuerpo hacia un lado retirándose de su roce; pero Billy Bob le puso una mano en la cadera y la detuvo, para luego darle un golpetazo en toda la nalga con la mano abierta.
Cleo abrió los ojos y tomó aire a raudales. ¡Por Dios bendito! ¡Cómo le dolía! La pelota de goma roja que le había dado Lion cayó de sus manos...
—¿Esto es lo que te gusta? Es lo que os va a las mujeres, ¿no? No servís para otra cosa. —Le pellizcó el trasero con fuerza, clavándole las uñas, provocándole heridas en la piel.
Cleo gritó por el dolor, dolor de verdad, pero nadie la podía oír. Tenía la boca tapada con cinta aislante.
—Por eso, porque le gustaba, mi mujer ha decidido retirar la denuncia que tú le obligaste a poner. Pero he querido hacerte una visita antes de ir a verla de nuevo.
Le dio un puñetazo con fuerza a la altura de los riñones.
«¡Hijo de puta!». A Cleo se le saltaron las lágrimas por la impotencia y el dolor.
Billy Bob dejó de torturarla y se centró en la caseta.
«Dios, no». Ahí guardaba Lion los floggers, los látigos y los juguetes... «¡Lion, por favor, vuelve!», gritaba agonizando de miedo y dolor.
Billy Bob salió de la caseta con la bolsa en mano. ¿Cuántas veces había estado ahí desde que lo soltaron? Sabía dónde estaba todo.
—La otra noche os vi dormir juntos —murmuró sacando un látigo, observándolo con malicia y lascivia—. Oí lo que os decíais... Yo también le decía a mi mujer que la quería, por eso hacíamos las paces. Pero luego... Me hacía enfadar y tenía que enseñarle quién mandaba. —Acarició la punta del látigo—. Como hace ese tipo contigo.
«Así que esa era la diferencia». Billy Bob miraba esos objetos como un medio para hacer daño, para lastimar de verdad, para reducir y asustar. «No compares a Lion contigo, demente. Él no hace daño a las mujeres. Tú sí. Él no maltrata gratuitamente. Tú sí. Nunca abusaría de mí. Tú lo hacías con tu mujer».
La diferencia entre que algo de ese tipo de instrumentos cayera en manos equivocadas o no, era el dolor que podrían llegar a infligir y la fuerza con la que se utilizaban.
Y dolía. Dolía mucho; porque Billy Bob no se reservó nada.
Odiaba a Cleo por apartarlo de su mujer pero, sobre todo porque, siendo mujer, pudo reducirlo y meterlo en la cárcel, y un hombre como él eso no lo podía permitir. Y ahora quería demostrarle quién mandaba, tal y como él decía.
El maltratador alzó el brazo y la azotó repetidas veces con el látigo, por delante y por detrás, cortando su piel, lacerándola y llenándola de marcas y moretones. Lastimándola con inquina y a conciencia. Pero era un maltratador: y eso hacían los maltratadores sádicos.
—¿Te duele? Lloras mucho, zorra. Con él no lloras.
«¡Lion! ¡Lion! ¡Por favor...!». El dolor y la quemazón insoportable hicieron que se orinara encima.
Pero entonces todo cesó. Dejó de escuchar las palabras, los insultos, los menosprecios... Y solo escuchó los gritos de Billy, claudicando y llorando bajo los puños inclementes de Lion.
Las tornas habían cambiado.
Y también escuchó otro llanto.
El de la rabia de Lion.
Lion no cesaba de golpear a Billy en la cara. No entendía por dónde había entrado ese tipo, no sabía ni quién era... Pero estaba en la fiesta el muy cabrón. ¿Los habría seguido?
No comprendía cómo tenía un látigo en la mano y estaba azotando de aquella manera a su Cleo.
Lo vio todo rojo y el sentido común se le fue al garete.
Hacía un año, Cleo había caído en la última entrevista con el señor Stewart porque fue sincera y honesta, como ella era, y admitió que si se encontrara cara a cara con alguien que había matado o hecho daño a una persona cercana a ella, seguramente, se tomaría la justicia por su mano.
Pues él se la iba a tomar en ese momento; y a la mierda todo.
—¡Toma, hijo de putaaaaa! —le gritaba zarandeándole, dándole en la cara y en el pómulo, partiéndole cualquier hueso que ese desgraciado de rostro atractivo y amable utilizaba para engañar a los demás—. ¡Pégame a mí, cabrón! ¡Pégame a mí! ¡A alguien de tu tamaño, no a una mujer! —Le partió el labio, le rompió la nariz... Le hizo la cirugía.
Lo utilizó como saco de boxeo hasta que quedó inerte en el suelo. Inconsciente y deshecho, reventado por dentro y por fuera; pero lamentablemente vivo.
No. Ni hablar. Un tío así no podía seguir viviendo. ¿Qué mierda hacía en ese mundo? ¿A qué había venido? ¿A hacer daño?
Billy sangraba por todos lados, incluso por los ojos. Lo dejó irreconocible, como carne de cañón.
Al menos no podría engañar a nadie más. Monstruo por dentro. Monstruo por fuera.
Quería asfixiarle y matarlo con sus propias manos. Llevó sus manos a su cuello. Billy Bob no opondría resistencia...
Y entonces, entre la bruma de la inconsciencia y la ira, entre la niebla borrosa de alguien que se tomaba la justicia por su cuenta, escuchó los gritos y el llanto desgarrador de Cleo.
Lion levantó la cabeza y la miró. La bola de goma roja estaba a sus pies, tristemente abandonada como él la había dejado a ella.
Cleo le estaba llamando, colgada del árbol en el que él, inconsciente e irresponsablemente, la había alzado. Su cuerpo temblaba por la impresión de lo vivido. Las marcas que tenía en los muslos, el estómago y el pecho lo estaban destrozando.
Lion se levantó y le dio una patada en la cabeza al deshecho que había dejado en el suelo y, después de eso, se dirigió hacia ella.
Lloraba como un niño mientras se maldecía al verla así, por su culpa. Por su maldita culpa.
«No es tu culpa, Lion. Ha sido una fatalidad, un accidente... gente mala hay en todas partes... «, le decía Cleo con su mirada. Negaba con la cabeza y lloraba, estremeciéndose, deseando que él la sacara de ahí.
«No lo mates. No lo mates, Lion...».
Lion tenía los puños abiertos y sangrantes, el torso sudoroso por la adrenalina y el rostro hermoso y viril lleno de chorretones de lágrimas. Se forzó a mantener la calma, pero le era imposible. Las manos le temblaban mucho más que cuando se había ido de ahí.
—Espera, nena —le musitó con dulzura—. Yo te bajo.
Cleo cerró los ojos y asintió. No podía dejar de temblar.
Cuando Lion la sostuvo, ella gimió por el dolor. Había zonas del cuerpo que no podía tocar. El látigo había hecho su función y las tenía muy rojas e inflamadas, algunas hasta con sangre.
—Chist... Sé que te duele. —Le retiró la cinta de la boca con suavidad para no hacerle más daño.
La desenganchó e inmediatamente la tomó en brazos, con ternura y cuidado.
—Ya está, nena. Ya está... Cleo... ¡Diosssssss! —gritó con las venas del cuello hinchadas—. Ha sido culpa mía. —Le acarició el rostro pálido.
—N-no —Cleo tiritaba y tartamudeaba—. N-no ha si-sido tu culpa...
Lion se sentó con ella en brazos en uno de los peldaños de la escalera. Le retiró el flequillo del rostro, dándole besos por toda la cara... Abrazándola.
—Perdóname, perdóname... —repetía—. Nunca debo dejar a nadie así, y menos sin poder hablar. No pensé... Yo estaba aquí —señaló el porche delantero, mientras hablaba atropelladamente, besándola en las mejillas—. Solo caminé hasta la esquina y escuché un sonido de látigo y... ¿Pero quién...? ¿Quién era ese?
Cleo negó con la cabeza y se acurrucó contra su cuerpo, con las pupilas dilatadas y en estado de shock.
—Te-tengo frío... —murmuró abrazándose a sí misma.
—Tengo que llevarte al hospital... —Él la cobijó y la tomó de la barbilla.
—¡No! —gritó ella—. Si-si me llevas ha-harán un info-forme y... Y todos sabrán lo que... que ha pa-pasado...
—Estás en
shock
.
—¡No-no! —gritó ella—. El jefe de la policía está al tanto de to-todo... Si se ente-tera de es-sto me-me tendrán en observación y me-me apartarán... No... No lo p-pueden hacer...
Lion la abrazó con fuerza y le pasó la mano por el pelo, acariciándola con cariño, como solo un protector podía hacer.
Se quedaron en silencio.
Cleo recibía el calor de Lion y poco a poco se calmaba.
—Hay que llamar a alguien de confianza y avisarle sobre el hombre que hay en coma en el jardín. Tienen que...
—Ma-Magnus. Es el capitán. Pu-puedes contar con él. Se lo pu-puedo explicar to-todo... Él sabe quién es...
—Verá tus marcas, nena... No —decidió—. Te llevaré al hospital.
—¡No! Me cubriré... Me ayudas a desinfectarme y ya-ya está. Y necesito un tranquilizante-te.
Lion no sabía cómo hablar con ella y hacerle entender que no podía hacer eso. Tenía a un psicópata medio muerto.
—¿Quién es, Cleo? —Se levantó y entró en la casa para tomar un manta de las que Cleo tenía en la cómoda del salón y que utilizaba para cubrirse mientras veía películas en su sofá. Le echó la manta por encima mientras revisaba las marcas que el sádico y loco de ese enmascarado le había hecho en la piel—. ¿Quién es...? —repitió acongojado. Dios, cuando había visto a ese tío con el látigo en mano, y a Cleo colgada e indefensa, aguantando los latigazos dolorosos... Le entraron ganas de salir de nuevo y aplastarle el cráneo.
—Bi-Billy Bob...
—¿Quién? —Acercó el oído a sus labios.
—Bi-Billy Bob... Es... Es una la-larga historia. Déjame que me tranquilice y aviso a... a Magnus para que se haga cargo de todo... Te-tenemos que re-retocar un po-poco la escena del ata-taque...
—¿Crees que puedes hacerlo? ¿Crees que...? No quiero. —Cambió de parecer—. Quiero que descanses.
—He dicho que sí. Sí, Lion. —Contestó hundiendo el rostro en su cuello—. Déjame quedarme así un ra-ratito más...
—Por supuesto, Cleo. —Lion apoyó la mejilla sobre su cabeza roja y despeinada. Él también necesitaba tranquilizarse, y solo teniendo a Cleo, viva aunque un poco magullada entre sus brazos, lo conseguiría—. Todo lo que tú quieras.
Lion recogió el jardín y Cleo se quedó mirando a Billy Bob con repulsión y asco, de pie ante él, con la manta por encima del cuerpo.
Lion lo había destrozado, preso de una furia animal. Nunca había visto a nadie golpear así a otra persona.
Aunque tampoco había visto a un hombre mirar con tanto desprecio a una mujer como Billy Bob la había mirado a ella.
Lo que diferenciaba a un hombre de un monstruo eran sus principios y cómo y para qué utilizaba su fuerza.
Billy Bob era un monstruo. Un niño rico que no entendía que las mujeres no eran propiedad de nadie. Que no sabía que había cosas que no estaban bien ni eran correctas. Billy Bob utilizaba su poder para doblegar a los que eran más débiles que él. Y usaba su cuerpo, para someter y abusar de su mujer. Como había hecho toda su vida.
Lion era todo lo contrario. No tenían nada que ver el uno con el otro. Él era un protector, un defensor... Si estaba con una mujer nunca le levantaría la mano, nunca la menospreciaría ni la infravaloraría, no cambiaría su forma de ser ni la maltrataría psicológicamente... Él era un hombre con gustos distintos en la cama. Podía jugar con sus fantasías siempre que su compañera estuviera de acuerdo; y el modo que tenía de usar esos instrumentos como el látigo, la fusta, las cuerdas... Era diferente al que había utilizado Billy Bob.
Por todo eso, Cleo confiaba en Lion ahora más que nunca.
El jardín volvía a estar como antes. No había rastro del arnés ni la polea del árbol, ni cuerdas, ni la bolsa de las fustas... Estaba todo en orden.
Lion no tocó el cuerpo de Billy Bob. Lo dejó tal y como estaba.
La tomó de la mano, cabizbajo, y la guió hasta el amplio baño superior. Se ducharon juntos y en silencio.
El silencio podía decir muchas cosas: hablaba de disculpas y lo sientos; hablaba de lamentos y de dolor; hablaba de amor y de corazones rotos; de miedo a aceptar quién uno es en realidad y de miedo a que no te acepten.
Las caricias también se daban en el alma. Lion la tocó con adoración, limpiando su cuerpo, tratando sus marcas con cremas calmantes que bajaran la hinchazón y los derrames... Poco a poco, esas marcas desaparecerían, aunque el recuerdo tardaría más en borrarse.
La abrazó, pegando su pecho a su espalda, ambos desnudos. Él la besó en el cuello, sobre el hombro, en la mejilla... Cleo se dejó porque necesitaba que cuidara de ella, que la calmara con sus manos... Con cualquier cosa que le hiciera sentirse querida, aunque fueran a niveles de amistad.
—No entiendo lo que ha pasado —murmuró cariacontecido—. Nunca he sentido tanto miedo y tanta rabia como la que he sentido cuando te he visto ahí... Con él...
—No hay nada que entender —le explicó Cleo más tranquila—. En cualquier momento puede entrar un hombre en tu casa y hacerte daño...
—Me siento avergonzado y arrepentido. No debí dejarte sola.
—No sabías lo que iba a pasar... Está bien. Yo no te culpo.
—Yo sí.
—No es culpa tuya que haya maltratadores sueltos. Yo debí explicártelo, pero no le di importancia... No pensé que la tuviera.
—Debiste explicármelo, Cleo. No entiendo cómo no me dijiste que había un tío suelto al que tú no le caías demasiado bien. Yo habría tomado precauciones en todos los sentidos.