A Lion le estaba costando horrores no ir a por ella, abrazarla y decirle todo lo que sentía. Pero es que sus sentimientos eran inexplicables; eran mucho más fuertes que los de ella. No quería asustarla, no quería que lo viera como un loco. Suficiente tenía ella con saber que era un amo dominante, como para, además, tener que aceptar lo que provocó Cleo en su vida cuando la vio aparecer. No lo podría entender y necesitaba asegurarse de que lo comprendía.
La alarma de su teléfono sonó. Era la hora en la que aparecía el Amo del Calabozo y hablaba sobre las normas de esa jornada.
—No te alejes de mí, por favor —pidió Lion mirándola fijamente—. Déjame encontrar la manera de explicarte lo que siento. Pero no ahora; no aquí. Aquí no, te lo ruego.
Cleo negó con la cabeza y levantó la mano para que se callara.
—Has perdido el turno, vaquero —sonrió, aunque el gesto no le llegó a sus ojos esmeralda—: Suficiente. Ya es suficiente. Sigamos como hasta ahora: jugando juntos y para llegar a la final del torneo, ¿sí? —inclinó la cabeza a un lado, queriendo aparentar una normalidad que su espíritu devastado no sentía—. Estaré bien. Además, cuando lo que sea que echaron al ron haya desaparecido de mi organismo, ni siquiera recordaré nada de lo que te he dicho.
—No es verdad.
—Ya lo creo. —Lo miró de reojo—. Le pasa a mucha gente, ¿sabes? A ti te pasó.
—Esto no ha acabado aquí.
—Yo creo que sí, amigo —aseguró yendo a por la bolsa de las cartas—. ¿Vamos? —Debía mantenerse entera y conservar su orgullo herido. Pero nadie le podría quitar el dolor de estómago que sentía, ni la presión en su pecho.
Ambos se quedaron escuchando la alarma del teléfono que seguía sonando, para no verse las caras y reconocer que, al menos, uno de los dos, se había quedado desnudo ante el otro y había sido rechazado.
Annaberg/Antigua
Territorio de los Orcos y la Reina de las Arañas
Lo que le había dicho Markus a Lion el día anterior, cuando utilizaron la carta «pregunta al Amo del Calabozo», era que el cofre residía en las los dulces restos de Annaberg. Lion había buscado información sobre algo relacionado con Annaberg y dulces restos en las Islas Vírgenes; y había hallado la clave.
Tomaron el quad hasta llegar a las ruinas de la plantación de azúcar —de ahí que dijera «dulces restos»— de Annaberg, en Antigua. Annaberg quería decir «la montaña de Anna». El camino hasta aquel lugar donde se hallaba el cofre era serpenteante y lleno de belleza tropical. Las ruinas seguían en pie y los molinos de viento evocaban recuerdos de lo que una vez habían sido.
Annaberg había sido una plantación grande en la que trabajaron esclavos, hombres, mujeres y niños, incluso cuando estaban enfermos. Un lugar de esclavitud, de trabajo extremo, que enriquecía a la isla gracias a su producción de caña de azúcar.
Cleo y Lion caminaron por la inmensa plantación hasta hallar el edificio que, sin techos ni puertas, se mantenía como lo que en otros tiempos fue una fábrica de azúcar. En lo que se suponía que era la entrada, la bandera negra del torneo con el dragón rojo ondeaba mecida por el viento. A sus pies, el mismo chico que protegía los cofres jornada tras jornada, estaba sentado sobre su tapa, aburrido, mirándose la punta de los dedos de los pies.
—Vamos. —Lion la tomó de la mano y tiró de Cleo.
No habían hablado casi nada durante el trayecto. A Cleo se le habían pasado los efectos del ron después de beber y llenar el estómago con comida; pero no le apetecía dialogar mucho.
El joven de los
piercings
se sorprendió al verlos llegar tan pronto y, de un salto, se bajó del cofre.
—Habéis llegado con antelación —les comunicó.
Cleo y Lion asintieron y abrieron el cofre sin mediar palabra. Cleo escogió el que más le gustaba y, al abrirlo, se encontró con su tercera y definitiva llave, que los clasificaba para la final de la noche siguiente, además de la carta criatura de los Orcos, cincuenta puntos más en suma de personajes y una carta Oráculo.
—Lo conseguimos —dijo Cleo colgándose la llave y sonriendo a Lion.
Lion la abrazó y la alzó del suelo, pero ella no le correspondió. Dejó que la sostuviera, sin embargo, no rodeó el cuello con sus brazos ni lo besó, que era lo que Lion deseaba.
No estaban bien.
Lion la observó con orgullo, aunque sabía que tenían una conversación pendiente. Cleo podía creer que él no sentía nada por ella; pero necesitaba hacerle creer eso mientras estuvieran metidos en esa sórdida misión. Después, él reclamaría todo lo que ella tuviera para dar.
—Tenéis que ir a la ruina de Ron. El Amo, los Orcos y la Reina de las Arañas os esperan ahí. Seguid las banderas del torneo. —Señaló las insignias clavadas en la hierba verde que dibujaban un camino que desaparecía detrás de un nuevo vestigio.
—Maldita sea, ¿qué tiene esta gente con el Ron? —preguntó Cleo.
—No lo sé —murmuró Lion con el rostro sombrío—. Pero el Caribe y el ron están íntimamente unidos. En las plantaciones de azúcar grandes como esta, utilizaban los restos de las cañas de azúcar y aprovechaban el goteo del jugo y la melaza para dejarlo en una cisterna de fermentación. Después de hervirlo y utilizar el vapor que salía de ello, elaboraban el ron.
—Gracias por la información, señor —puso los ojos en blanco.
—De nada, esclava. Han cerrado las visitas desde ayer —observó Lion oteando los alrededores—. Los Villanos han tenido que pagar mucho por esto... Está toda la zona reservada solo para el torneo.
Entraron en lo que quedaba de la antigua destilería de ron. Y, de nuevo, se quedaron sorprendidos por lo que habían construido allí adentro.
Dragones y Mazmorras DS
no escatimaba en gastos. Lo bueno, lo mejor y lo más espectacular lo dejaban para sus participantes.
Capítulo 13
«En la sumisión y la dominación, como en la vida, siempre hay penalidades».
Annaberg/Gwynneth-Cita del Umbra
Territorio de los Orcos y la Reina de las Arañas
Pantalla suma de personajes: 90 puntos
Habían
construido jaulas de pájaro flotantes, que quedaban sobre sus cabezas, unidas por escaleras metálicas, a través de las cuales caminaban los Orcos, las crías de las arañas y la Reina, de un lado al otro, comprobando que estaba todo en orden. Se reían y gritaban excitados por la nueva jornada de dominación y sumisión.
Cleo miraba hacia arriba y abría la boca anonadada. Pero si dirigía la mirada hacia abajo, su estupefacción era la misma: potros, cruces, cadenas que colgaban de las jaulas para que pudieran alzar a los sumisos, sillas de tortura, camas redondas y camillas de sujeción...
Todos los amos golpearon las escaleras metálicas que llevaban a las jaulas cuando vieron entrar a la pareja, que se había erigido como la favorita para ganar la competición. Ese fue el modo de recibirlos, pero también de alertarlos de que iban a ir a por ellos en cuanto tuvieran la posibilidad.
Daban miedo y, a la vez, no podían apartar la vista de ellos. Vestían de cuero y látex negro. Las mujeres llevaban colas altas, los hombres, el pelo suelto, sin máscaras, sin nada que les ocultara el rostro... Allí no había que esconderse de nada. Lo más espectacular eran los arneses de gladiador con los que todos iban caracterizados: rodeaban el torso, las caderas y la cintura con tiras negras de cuero, pero no cubrían los pechos, ni los de ellas ni los de ellos.
Sharon era la única que sí se cubría; y Cleo no entendió por qué. Tal vez porque la Reina de las Arañas no se mostraba ante cualquiera... La rubia se agarró a los barrotes de una de las jaulas, y coló el rostro entre ellos para estudiarla como haría un halcón.
Ambas se miraron la una a la otra, aunque Cleo no vio esta vez el creciente desdén que había entre ellas días atrás. Sharon solo la miró; y después repasó a Lion, sin hambre. Estaba estudiándolos, valorándolos como pareja.
En otra jaula, golpeando el mango de su
flogger
contra los barrotes, se hallaba Prince como Orco castigador. Y no dejaba de sonreírle con amabilidad, como intentando tranquilizarla. Para Cleo, era mucho peor ver ese gesto condescendiente en aquel amo cuyas sonrisas nunca llegaban a sus ojos; por eso no se podía conmover. El cuerpo elegante y marcado de Prince se hacía dueño de la jaula, que pretendía retenerle. Dejó caer el cuello hacia atrás y rugió como un animal.
Lion y Cleo tomaron asiento entre las gradas. Cuando llegaran las veinte parejas de amos protagónicos que quedaban, empezaría el espectáculo.
Y el espectáculo fue sublime.
Llovía.
Las parejas que tenían dos llaves en su poder, querían seguir jugando y, aunque perdieran los duelos, se entregaban a las Criaturas con total abandono, sin utilizar en ningún momento la palabra de seguridad. Todavía quedaba un día más de torneo; y si conseguían otro cofre podrían clasificarse para la final. Y llegar a la final de
Dragones y Mazmorras DS
era algo demasiado valioso.
Las
performances
que se ofrecían eran escandalosas. Una mujer para cuatro hombres. Cuatro mujeres para uno.
Azotes, latigazos, pinzas... Uno de los Orcos cogió a dos sumisas y les puso a ambas un montón de pinzas de la ropa unidas por un cordel. Cuando las tuvo todas bien colocadas, les preguntó:
—¿Preparadas?
Ellas asintieron, nerviosas y excitadas. Y el amo hizo ¡Zas! Tiró de los cordeles a la vez y las pinzas salieron disparadas de la carne de las sumisas, así, de golpe. Cleo habría jurado que mientras gritaban se estaban corriendo de placer. ¿Cómo era posible?
No... Ella no se iba a engañar. No creía poder llegar al orgasmo si le hacían eso. Eso era doloroso. Pero ahí radicaba la tolerancia al dolor de cada sumiso; y ella aguantaba unas cosas, pero no otras.
Una pareja de amo y sumisa estaba colgada de la cadena boca abajo. Las crías de las arañas les azotaban y, mientras tanto, ellos se besaban y gemían. Él tenía una vela roja prendida en el ano y toda la piel de la espalda con gotas de cera ya secas.
Y luego había un Amo Presto, el que tenía el objeto de la electricidad, jugando con su sumisa, pasándole un
magiclick
por el cuerpo, que era como un encendedor que se prendía y proporcionaba descargas eléctricas.
Los gritos, los llantos, los gemidos... Todo mezclado en una orgía de sexo y de dolor. BDSM auténtico.
Durante esos días, Cleo había leído por encima algunas novelas románticas eróticas de BDSM de esas que le había recomendado Marisa. Su iPad había echado fuego desde entonces.
Sí, estaban bien. Eran entretenidas y hacían que una deseara ese tipo de experiencias. Pero no representaban lo que eran en realidad esos juegos sexuales ni las relaciones entre sus parejas.
Algunos libros hablaban de simples juegos eróticos y, si además añadían perfiles de hombres millonarios que trataban como una reina a sus sumisas, aunque luego les daban algún azote, era normal que causaran furor y que la gente quisiera practicar ese BDSM creyendo que era la auténtica dominación y sumisión.
Pero nada más lejos de la realidad.
La dominación y la sumisión iban mucho más allá. Ella estaba en un auténtico torneo, con parejas de auténticos amos y sumisos; y lo que hacían ahí era de todo menos una novela romántica. Y, sin embargo, hacían todo eso porque confiaban en los demás a ciegas. ¿Y eso no era un tipo de amor? Entregarse, darse de aquella manera... Guau, era estremecedor.
Cleo miró a Lion de reojo. Lion encajaba en el papel de amo, sin lugar a dudas. Desprendía poder, seguridad e inflexión por los cuatro costados; aunque fuera de la intimidad podía ser una excelente compañero. Un hombre deseable en la cama y fuera de ella.
Y ese hombre la había rechazado.
Así había sido de crudo. Sentía cosas, pero no lo que ella sentía por él. Si eso no era un rechazo, entonces, ¿qué lo era? Y él todavía creía que tenían una conversación pendiente.
Ella no lo creía. «¿Me quieres? No, no te quiero». Si después de eso confiaba en que quedaba algo por decir, entonces el grado de estupidez que el amo barra agente barra rompecorazones había alcanzado en ese torneo lo ascendía a Máster del Universo.
Observó su rostro recortado por la luz del sol. El peinado al estilo militar, el surco de su barbilla, su ceja partida, aquellos ojos azules claros de día y muy oscuros de noche... Su concentración y su aprobación ante lo que estaba viendo. Y lo moreno que estaba...
Lion era un pecado; y ella había sido un tonta pecadora por reconocer que estaba enamorada de él. Pero si había algo que no se podía amordazar, ni esposar, ni atar, ese era su corazón. Y, al menos, nadie podría decirle que no había sido valiente al ofrecérselo a Lion en bandeja. Aunque se lo hubiera roto.
Llegó el momento en el que las cinco parejas que habían encontrado el cofre, debían hacer acto de presencia ante el Amo del Calabozo.
Cleo y Lion, que se quedaron para el final, no querían utilizar ninguna carta más porque pensaban dársela a Nick y Thelma, a los que todavía les faltaba encontrar una llave para llegar a la culminación del torneo. El Amo del Calabozo de la zona de Gwynneth, un armario de piel oscura, rastas y ojos grises llamado Snake, felicitó a Lion y Cleo, Brutus y Olivia y Cam y Lex, tres de las cinco parejas que ya se habían clasificado para la final contra los Villanos.
Lion le había dicho que Snake era un amo de Chicago, y que entre sus especialidades estaba el uso de la cera y los electrodos con pinzas.
Cleo guardó esa información en el apartado «cosas que quiero olvidar inmediatamente» y le presentó el cofre vacío.
Snake sonrió. Tenía las dos paletas superiores un pelín separadas; y eso hizo que Cleo, inconscientemente, se pasara la lengua por las suyas.
—¿Qué haréis con las cartas que ya no podréis utilizar? Mañana no tenéis por qué jugar en el torneo... Ya estáis clasificados.