Bruja mala nunca muere (29 page)

Read Bruja mala nunca muere Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Bruja mala nunca muere
13.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
Capítulo 18

—Creo que no me sacaré de la nariz nunca la peste de ese saco —dijo Jenks dando una teatral bocanada del aire fresco de la noche.

—Es un bolso —dije yo oyendo como mis palabras salían de mi boca en forma de débil chillido. Era lo único que podía pronunciar. Había reconocido de inmediato a qué olía el bolso de la madre de Ivy y el hecho de haber pasado buena parte del día dentro me daba escalofríos.

—¿Habías olido algo parecido antes? —continuó Jenks despreocupadamente.

—Jenks, cállate. —Chillido, gruñido. Adivinar qué llevaba un vampiro en el bolso cuando salía de caza no era una de mis prioridades. Intenté con todas mis fuerzas no pensar en la tabla 6.1.

—Nooo —dijo alargando la palabra—, es más un olor a almizcle, metálico… oh.

Afortunadamente el aire de la noche era muy agradable. Eran casi las diez y los jardines públicos de Trent despedían un exuberante olor a tierra húmeda. La luna era una fina curva escondida tras los árboles. Jenks y yo estábamos escondidos entre los arbustos detrás de un banco de piedra. Ivy hacía rato que se había marchado. Había dejado el bolso bajo el banco por la tarde, fingiendo estar mareada. Tras achacar su desmayo a una bajada de azúcar, la mitad de los hombres del grupo se ofrecieron a traerle una galleta del pabellón. Casi revelo nuestro escondite riéndome de Jenks, quien imitaba con mucha gracia lo que pasaba fuera del bolso. Ivy se había marchado rodeada de hombres preocupados por ella. No sabía si debía inquietarme o reírme por lo fácilmente que los había seducido.

—Es tan asqueroso como el viejo tío vampiro en la fiesta de una chica de dieciséis años —dijo Jenks, saliendo de entre las sombras al camino—. No he oído ni un pájaro en toda la tarde. Ni a hadas ni pixies tampoco —comentó observando la negra cubierta de árboles desde debajo de su sombrero.

—Vamos —chillé, mirando a ambos lados del vacío camino. Lo veía todo en tonos grises. No me había acostumbrado aún.

—Creo que no hay ningún hada o pixie por aquí —continuó diciendo Jenks—. Un jardín de este tamaño podría albergar a cuatro clanes sin problemas. ¿Quién se encarga de las plantas?

—Quizá deberíamos ir por allí —dije sin poder evitar hablar aunque él no pudiese entenderme.

—Tienes razón —dijo Jenks, continuando con su monólogo—. Merluzos. Patanes de gruesos dedos que arrancan las plantas mustias en lugar de darles potasa. Oh, exceptuándote a ti, claro —añadió.

—Jenks —repliqué—, eres un caso perdido.

—De nada.

No me fiaba de que, como decía Jenks, no hubiese ni hadas ni pixies y casi estaba esperando a que apareciesen frente a nosotros en cualquier momento. Después de ver las consecuencias de una escaramuza entre pixies y hadas, no tenía prisas por experimentarla en carne propia. Especialmente mientras tuviese el tamaño de una ardilla.

Jenks estiró el cuello estudiando las ramas más altas y se ajustó su sombrero. Me había dicho antes que era de color rojo vivo ya que los colores llamativos eran la única defensa de un pixie a la hora de entrar en el jardín de otro clan. Era una señal de buena voluntad y de que se iría pronto. No había dejado de agitarlo desde que había salido del bolso de Ivy y me estaba volviendo loca. El hecho de tener que estar escondida tras un banco toda la tarde no me había tranquilizado los nervios. Jenks se había pasado casi todo el tiempo durmiendo, despertándose únicamente cuando el sol rozaba el horizonte.

Un rayo de excitación me recorrió y desapareció. Aparté de mi mente el sentimiento y chillé para llamar la atención de Jenks hacia el olor a moqueta. El tiempo que habíamos pasado dentro del bolso de Ivy y después detrás del banco le había venido muy bien a Jenks. Aun así, iba un poco lento. Preocupada por que el ruido de su trabajoso vuelo alertase a alguien, me detuve indicándole que se subiese a mi espalda.

—¿Qué te pasa, Rachel? —dijo, encasquetándose de nuevo el sombrero—, ¿te pica?

Rechiné los dientes. Sentada sobre mis caderas lo señalé a él y luego a mi espalda.

—Ni hablar —dijo mirando airado hacia los árboles—, no pienso dejar que me lleves como a un bebé.

No tengo tiempo para esto
, pensé. Volví a señalar, esta vez directamente hacia arriba. Era la señal que habíamos acordado para que se fuese a casa. Jenks entornó los ojos y yo le enseñé los dientes. Sorprendido, dio un paso atrás.

—Vale, vale —refunfuñó—, pero si se lo cuentas a Ivy te voy a llenar de polvos pixie todos los días durante una semana, ¿entendido? —Noté su liviano peso en los hombros y como se agarraba a mi pelo. Era una sensación extraña y no me gustó nada—. No vayas muy rápido —murmuró, sintiéndose obviamente incómodo también.

Aparte de por lo fuerte que se aferraba a mi pelaje, apenas si notaba que estaba allí. Fui tan rápido como me atrevía. No me gustaba la idea de que pudiese haber ojos enemigos de hadas vigilándonos e inmediatamente abandoné el camino. Cuanto antes estuviésemos dentro, mejor. Mis oídos y olfato trabajaban ininterrumpidamente. Podía olerlo todo y no era tan agradable como pudiese parecer.

Las hojas se mecían con cada ráfaga de viento, obligándome a detenerme o a correr entre la vegetación. Jenks iba canturreando una molesta cancioncilla muy bajito. Algo relacionado con la sangre y las margaritas.

Me colé por un muro de piedras sueltas y escombros y me detuve. Había algo diferente.

—Las plantas han cambiado —dijo Jenks y yo asentí.

Los árboles por entre los cuales avanzábamos ahora eran claramente más maduros. Olía a muérdago. La tierra madura y bien acondicionada acogía plantas bien establecidas. El olor parecía más importante que la belleza visual. El estrecho sendero era de tierra apisonada y no de ladrillos. Había helechos estrechando el camino hasta dejar espacio únicamente para que pasase una persona. En alguna parte se oía agua correr. Continuamos con más cautela hasta percibir un olor familiar que me hizo detenerme asustada: olía a té Earl Grey.

Bajo la sombra de un lirio silvestre me quedé inmóvil y olfateé en busca del olor de las personas. Todo estaba en silencio salvo por los insectos nocturnos.

—Por allí —susurró Jenks—, hay una taza en un banco.

Se bajó de mi espalda y desapareció en las sombras. Avancé lentamente moviendo los bigotes y orientando las orejas. El bosquecillo estaba desierto. Con un movimiento fluido subí al banco. Quedaba un dedo de té en la taza cuyo borde estaba decorado con gotas de rocío. Su silenciosa presencia era tan reveladora como el cambio en la flora. Habíamos abandonado los jardines públicos y habíamos llegado al jardín trasero de Trent.

Jenks se posó en el asa de la taza con las manos apoyadas en las caderas.

—Nada —se quejó—, no puedo oler a nada más que a té. Tengo que entrar.

Salté del banco y aterricé suavemente en el suelo. El olor a zona habitada era más fuerte hacia la izquierda y seguimos el sendero de tierra entre los helechos. Pronto el olor a muebles, moqueta y aparatos eléctricos se hizo más profundo y no me sorprendió cuando llegamos a un porche. Miré hacia arriba y distinguí la silueta de una celosía entre la que crecía una parra florecida cuyo olor pugnaba por destacar sobre el fuerte olor a humanos.

—¡Rachel, espera! —exclamó Jenks tirándome de una oreja cuando iba a dar un paso sobre las baldosas cubiertas de musgo. Algo me rozó los bigotes y retrocedí pisoteando una cosa pegajosa. Se me pegó a las patas y accidentalmente me pegué las orejas sobre los ojos. Aterrorizada, me senté sobre mis pata traseras… ¡Estaba atrapada!

—No te frotes, Rachel —dijo Jenks—, quédate quieta.

Pero no podía ver nada. Se me aceleró el pulso. Intenté gritar pero mi boca también estaba pegada. El olor a éter se me pegó a la garganta. Me revolví, frenética, y oí un irritado zumbido. Casi no podía respirar. ¿Qué demonios era esto?

—¡Maldita seas, Morgan! —dijo Jenks—, deja de resistirte, te lo voy a quitar.

Luché contra mis instintos y me tumbé respirando rápida y superficialmente. Una de mis patas estaba pegada a mis bigotes y me dolía. Hice todo lo posible por no revolearme en la tierra.

—Está bien. —Noté la brisa de las alas de Jenks en mi cara—. Voy a tocarte un ojo.

Mis patas se retorcieron de dolor cuando me arrancó la sustancia pegajosa del párpado. Sus dedos se movían delicada y hábilmente, pero por la intensidad del dolor parecía que me había arrancado medio párpado. Luego se apartó y pude ver. Escudriñé con un ojo y vi a Jenks haciendo una bola entre sus manos. Tenía polvo de pixie a su alrededor y brillaba en la noche.

—¿Mejor ahora? —dijo mirándome.

—Vaya que sí —chillé. Sonó más ininteligible que nunca ya que mi boca seguía aún pegada.

Jenks tiró la bola de la sustancia pegajosa cubierta de tierra.

—Estáte quieta y te quitaré el resto en menos tiempo del que tarda Ivy en proyectar su aura. —Empezó a darme tirones por todo el pelaje, arrancando la sustancia pegajosa y formando bolitas con ella—. Lo siento —dijo cuando di un respingo al tirarme de la oreja—, pero ya te había avisado de esto.

—¿Qué? —chillé y por una vez pareció entenderme.

—De la seda pegajosa. —Con una mueca dio un fuerte tirón, arrancándome un mechón de pelo—. Así es como me atraparon ayer —dijo enfadado—, Trent ha cubierto de seda pegajosa todo el techo del vestíbulo justo por encima de la altura humana. Es cara, y me sorprende que la use en todas partes. —Jenks saltó al otro lado—. Es una medida disuasoria para pixies y hadas. Te la puedes quitar de encima, pero lleva su tiempo. Apuesto a que el jardín también está cubierto, por eso no hay nada que vuele por allí.

Moví la cola para indicarle que lo había entendido. Había oído hablar de la seda pegajosa, pero nunca se me había pasado por la cabeza la posibilidad de verme atrapada en ella. Para cualquiera más grande que un niño parecía simple tela de araña.

Finalmente Jenks pudo liberarme y me palpé el hocico preguntándome si seguía teniendo la misma forma. Jenks se quitó el sombrero y lo escondió tras una roca.

—Ojalá hubiese traído mi espada —dijo. Tal era el sentimiento de territorialidad entre pixies y hadas que si Jenks tiraba su sombrero podía jugarme la vida a que el jardín estaba libre de pixies y hadas. El aire ligeramente sumiso que había adoptado durante toda la tarde desapareció. Desde su punto de vista, el jardín entero era probablemente suyo ahora, ya que no había nadie más para disputárselo. Se quedó junto a mí, con los brazos en jarras, estudiando con aire grave el porche.

—Observa esto —dijo esparciendo una nube de polvos pixie. Agitando las alas rápidamente empujó el polvo hacia el porche. La fina nube se fijó en la seda, mostrándonos la delgada malla. Jenks me miró de reojo con una sonrisilla de suficiencia—. Me alegro de haber traído las tijeras de Matalina —dijo sacando del bolsillo la herramienta de mango de madera. Con paso decidido se acercó a la brillante malla y cortó un agujero de mi tamaño.

—Adelante —dijo con un gesto caballeresco, y me colé por el hueco.

Mi corazón dio un vuelco de emoción antes de apaciguarse en un lento y pausado ritmo.
No es más que otra misión
, me dije a mí misma. Los sentimientos eran un lujo que no podía permitirme. Debía ignorar el hecho de que mi vida estaba en peligro. Moví nerviosamente la nariz en busca de olores humanos o inframundanos, pero no percibí nada.

—Creo que es una oficina —dijo Jenks—, mira, hay un escritorio.

¿Una oficina?, pensé notando que se me arqueaban mis peludas cejas. Parecía un porche, ¿o no? Jenks revoloteaba tan nervioso como un murciélago con la rabia. Lo seguí con paso más lento. Tras unos cinco metros las baldosas cubiertas de moho se convirtieron en una moqueta moteada entre tres paredes. Había macetas con plantas bien cuidadas por todas partes. No parecía que en el pequeño escritorio se llevase a cabo mucho trabajo. Había un sofá alargado y sillas junto a una barra de bar, lo que hacía de la estancia un lugar muy acogedor para relajarse o terminar algún trabajo sencillo. La habitación parecía fundirse con el exterior, una sensación reforzada al estar abierta al porche y al jardín.

—¡Eh! —exclamó Jenks entusiasmado—, ¡mira lo que he encontrado!

Aparté la vista de las orquídeas que había estado contemplando con envidia para ver a Jenks revoloteando junto a un panel electrónico.

—Estaba escondido en la pared —me explicó—. Mira esto. —Pulsó con los pies un botón. El equipo se ocultó tras la pared. Encantado, Jenks volvió a pulsarlo y el equipo reapareció—. Me pregunto para qué servirá aquel botón —dijo y salió disparado hacia el otro lado de la habitación, distraído con la promesa de nuevos juguetitos.

Trent tenía más discos de música que una hermandad de estudiantes: pop, clásica,
jazz, new age
, incluso algo de
heavy
. Sin embargo no había nada de música disco y mi respeto hacia él subió varios puntos.

Con nostalgia pasé la zarpa por una copia del disco
Sea
de Takata. El disco desapareció de mi vista y se metió en el reproductor. Alarmada di un brinco y pulsé el botón para que se ocultase tras la pared.

—Aquí no hay nada, Rachel, vamos —dijo Jenks posado en el picaporte de la puerta que no se abrió hasta que salté y con mi peso cedió. Caí al suelo con un golpe seco. Jenks y yo nos detuvimos para escuchar el chasquido de la puerta conteniendo la respiración.

Con el pulso acelerado abrí la puerta empujando con el hocico lo suficiente para que pasase Jenks. En un momento volvió zumbando.

—Es un pasillo —dijo—, puedes salir, ya me he encargado de las cámaras.

Desapareció de nuevo tras la puerta y lo seguí aplicando todo mi peso en la puerta para volver a cerrarla. El chasquido sonó fuerte y me encogí, rezando para que nadie lo hubiese oído. Sonaba un ruido de agua fluyente y el rumor de las criaturas nocturnas a través de altavoces ocultos. Inmediatamente reconocí el pasillo en el que había estado ayer. Los sonidos probablemente también estaban entonces, pero tan débiles que pasaban desapercibidos para cualquiera salvo para el oído de un roedor. Asentí en dirección a Jenks con aprobación. Habíamos encontrado la oficina en la que Trent atendía a sus invitados «especiales».

—¿Hacia dónde? —susurró Jenks acercándose a mí. O bien sus dos alas volvían a ser completamente funcionales o no quería arriesgarse a que nadie lo viese a lomos de un visón.

Segura de mí misma, avancé por el pasillo. En cada esquina elegía el camino menos sugerente y más pobre. Jenks iba de avanzadilla, amañando las cámaras con un bucle de quince minutos para poder pasar sin ser vistos. Afortunadamente Trent se regía por el horario humano, al menos de cara al público, y el edificio estaba desierto. O eso pensaba yo.

Other books

S&M III, Vol. II by Vera Roberts
Climax by Lauren Smith
The Other Schindlers by Agnes Grunwald-Spier
Viking Unbound by Kate Pearce
Growth by Jeff Jacobson