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Authors: Kevin J. Anderson

Campeones de la Fuerza (32 page)

BOOK: Campeones de la Fuerza
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—Tengo una idea mejor —dijo Mara, interrumpiendo el curso de los pensamientos de Han, y estiró el cuello para contemplar el cielo oscuro y turbulento de Kessel—. He traído con nosotros a Ghent, nuestro especialista en decodificación. Está en la luna guarnición, y quizá te acuerdes de él... Era uno de los hombres de confianza de Talon Karrde, y es capaz de abrirse paso a través de cualquier sistema de seguridad y entrar en cualquier sitio.

Han no había olvidado aquel joven temerario y lleno de energías. Ghent era un muchacho entusiasta que mantenía una peculiar relación de intimidad con la electrónica y los sistemas de ordenadores y conocía todos sus secretos, pero que no sabía cuándo resultaba más aconsejable mantener cerrada la boca. Han se encogió de hombros. Bueno, en aquellos momentos no necesitaban dotes de relación social: necesitaban a alguien que fuera capaz de abrirse paso a través de los sistemas defensivos de la prisión.

—De acuerdo, tráele aquí a bordo del
Halcón
—dijo—. Ah, y dentro de mi nave hay unos cuantos cacharros que podrían sernos bastante útiles. Cuanto más pronto entremos, más pronto podré largarme de Kessel.

Lando se mostró totalmente de acuerdo con él.

—Sí —dijo—. Tenemos que entrar en la prisión, desde luego, pero sin causar muchos daños...

Mara frunció los labios.

—También traeré conmigo un equipo de combatientes —dijo—. Tengo a cuatro guardias de Mistryl y a un puñado de contrabandistas que están teniendo pequeños problemas para adaptarse a nuestra nueva Alianza. Algunos se han estado quejando de que llevan demasiado tiempo sin disfrutar de una buena pelea a puñetazos.

Una hora después Han estaba sentado en el módulo impulsor del
Dama Afortunada
, pasando frío y sintiéndose bastante incómodo incluso dentro del traje aislante. Podía ver los chorros de vapor que brotaban de las chimeneas de dos fábricas de atmósfera lejanas, pero el resto del planeta parecía estar totalmente desprovisto de vida. Aun así, Han sabía por experiencia propia que en las profundidades de las minas de especia acechaban horribles arañas gigantes que se alimentaban de energía y que aguardaban la ocasión de caer sobre cualquier criatura que se cruzase en su camino.

Han oyó cómo un estallido sónico reverberaba a través de la tenue atmósfera, y sus oídos captaron un sonido estridente mezclado con el atronar de unos motores sublumínicos. Alzó la cabeza y escrutó el cielo hasta que pudo ver el familiar disco con protuberancias gemelas que parecían colmillos del
Halcón Milenario
.

La nave se posó en un claro cubierto de polvo blanquecino al lado del
Dama Afortunada
. La rampa brotó del casco, y cuatro contrabandistas bajaron por ella: dos mujeres altas y musculosas —guardias de Mistryl—, un wífido cubierto de pelaje con colmillos en el rostro y un trandoshano de aspecto reptiliano. Cada uno llevaba un uniforme sobre el que se veía el aspa que servía de insignia a la nueva Alianza de Contrabandistas. Los contrabandistas venían cargados de armas, y sus abultados cinturones contenían un número de células de recarga lo bastante grande para toda una ofensiva.

Ghent el decodificador apareció detrás de ellos. Su cabellera estaba despeinada, y sus ojos despiertos y vivaces parpadeaban rápidamente mientras trataba de ajustarse la mascarilla de un respirador sobre la cara. Saludó a Mara con un breve asentimiento de cabeza y después concentró toda su atención en las puertas de la prisión. De su hombro colgaba una bolsa repleta de herramientas, aparatos de diagnóstico, circuitos alteradores, rompedores de códigos y equipo anti-barreras de seguridad.

—Esto debería ser pan comido —dijo Ghent.

Mara Jade y Lando se sentaron al lado de Han y contemplaron cómo Ghent empezaba a trabajar con una concentración absoluta, sin dejarse distraer ni un solo instante por el inhóspito entorno de Kessel.

—Bueno, una cosa sí puedo aseguraros —dijo Han—, y es que nunca imaginé que llegaría un día en el que estaría haciendo tantos esfuerzos para entrar en la prisión de Kessel...

Moruth Doole estaba encogido detrás de una puerta cerrada y sellada en los niveles inferiores de la Institución Penitenciaria Imperial y recordaba con desesperada nostalgia los buenos tiempos del pasado. Comparada con el estado de paranoia constante que había tenido que soportar durante los últimos meses, incluso la vida bajo el yugo imperial había sido un auténtico paraíso.

Doole se había adueñado de la prisión años antes y se había trasladado al despacho del alcaide, donde podía dedicar una gran parte de su tiempo a contemplar el paisaje y observar la desolada pureza de los eriales alcalinos. Se alimentaba con insectos tiernos y jugosos, y podía aparearse con alguna de las ribetianas que mantenía cautivas en su harén personal siempre que le apeteciese.

Pero después del ataque de Daala se había trasladado a una de las celdas de alta seguridad de la prisión en un desesperado intento de estar más protegido. Doole había intentado hacer preparativos y establecer defensas, porque sabía que alguien vendría a por él más pronto o más tarde.

Las paredes de la celda eran muy gruesas y habían sido recubiertas con un blindaje antirrayos desintegradores. Las luces instaladas en el techo proyectaban una áspera claridad que caía sobre él y parecía grabar a fuego las siluetas en su cada vez más borroso campo visual. Doole se dio unos golpecitos en el ojo mecánico que le ayudaba a enfocar la vista. El artefacto se había roto durante la batalla espacial librada alrededor de Kessel. Doole había hurgado en la masa de componentes mecánicos y había vuelto a montar el conjunto de lentes y engranajes, pero el ojo ya no funcionaba tan bien como antes y había momentos en los que Doole apenas podía ver nada.

Doole reanudó sus paseos por el frío suelo de piedra de su celda. Todo se había desmoronado a su alrededor. Kessel había sido abandonado, y lo único que quedaba de la ocupación anterior eran montones de cascotes humeantes dispersos sobre la superficie y los restos de naves destrozadas esparcidos por todo el sistema hasta los comienzos del cúmulo de agujeros negros. Doole ni siquiera podía conseguir una nave para huir. No quería seguir allí, desde luego, pero ¿qué otra opción le quedaba aparte de ésa?

Incluso las larvas ciegas —las criaturas de ojos enormes a las que Doole había encerrado dentro de salas sumidas en las tinieblas más absolutas para que se encargaran de procesar la especia brillestim que estimulaba los procesos mentales— habían empezado a ponerse más y más nerviosas. Doole había cuidado de ellas, les había dado comida (no mucha para impedir que crecieran, aunque sí la suficiente para que sobreviviesen)..., pero eso no había impedido que empezaran a resistirse a sus deseos.

Doole dejó escapar un resoplido que sus gruesos labios convirtieron en una especie de graznido. Las larvas eran sus hijos ingratos y desobedientes. ribetianos inmaduros que aún no habían pasado por la metamorfosis final. Aquellas criaturas ciegas, muy parecidas a gusanos y casi tan grandes como el mismo Doole, eran los obreros ideales para llevar a cabo la delicada labor de envolver las fibras de especia en vainas opacas, ya que incluso la más breve exposición a la luz bastaría para echar a perder el producto. Sus niños trabajarían en la oscuridad, y serían muy felices haciéndolo. Era la situación ideal para ellos, y sin embargo... Bueno, ¿con qué clase de gratitud le habían correspondido?

Unas cuantas larvas habían logrado salir de las salas y habían escapado en una huida a ciegas por los serpenteantes pasadizos de la prisión, escondiéndose en celdas llenas de sombras y acechando en las alas sumidas en la oscuridad para caer sobre Doole si se le ocurría ir allí en su búsqueda. Pero Doole no iba a ir en su búsqueda, desde luego. Tenía cosas mucho más importantes que hacer.

Para empeorar todavía más la situación, una de las larvas macho de mayor tamaño había dejado en libertad a todas las hembras que Doole había ido seleccionando con tanto cuidado. Las hembras también habían huido por el laberinto de la prisión, con el resultado de que Doole ya ni siquiera podía aliviar la terrible tensión de los momentos más aterradores que había vivido en toda su existencia mediante una visita ocasional al harén.

No le había quedado más elección que permanecer encerrado dentro de su despacho-celda, yendo y viniendo de un lado a otro mientras su estado anímico alternaba el aburrimiento con un pánico incontrolable. Cuando iba a los almacenes, Doole siempre se armaba hasta los dientes y recorría los pasillos tan deprisa como podía para volver a su refugio cargado con toda la comida que era capaz de transportar.

Disponía de un túnel de huida, naturalmente. Doole había excavado un canal con explosivos en las minas de especia directamente debajo de la prisión, y podía desaparecer durante mucho tiempo en aquel complejo de túneles..., pero no podía salir del planeta. Además había otro problema, ya que durante los últimos tiempos los túneles se habían vuelto mucho más peligrosos de lo que habían sido en el pasado.

La gran mayoría de mineros de la especia había huido después del ataque de Daala. La repentina desaparición de los guardias y el cese de los trabajos de extensión de las galerías y del estrépito de la maquinaria había hecho que las arañas gigantes empezaran a subir poco a poco por los niveles para desplegar sus redes de brillestim a lo largo de las paredes. Doole había utilizado detectores de energía cinética especialmente adaptados a las condiciones de las minas, y había localizado enjambres enteros de aquellos monstruos que surgían de los pozos más profundos e iniciaban una migración para acercarse a la superficie.

Doole estaba tan desesperado que se dejó caer sobre su catre y se dedicó a olisquear la húmeda atmósfera de su mazmorra. En otro momento y en unas circunstancias distintas podría haberle parecido fresca y reconfortante, pero Doole se sentía tan deprimido que se limitó a apoyar las ventosas de sus dedos en sus viscosas mejillas y clavó la mirada en los monitores.

Y quedó asombrado al ver que una nave acababa de posarse delante de la prisión. Normalmente todos los humanos le parecían iguales, pero Doole estuvo seguro de reconocer a uno de los tres intrusos que habían empezado a golpear sus puertas blindadas: era Han Solo, el hombre al que Doole más odiaba en todo el universo, ¡el hombre que había causado todas aquellas desgracias y sufrimientos!

Han seguía inmóvil delante de las ominosas puertas de la prisión contemplando cómo Ghent trabajaba diligentemente para resolver el problema de acceso que le planteaban. El muchacho conectó equipo de todas clases, empleando componentes robados de otros sistemas y combinaciones casi imposibles que a pesar de ello siempre se las arreglaban de alguna manera inexplicable para encontrar pequeños agujeros en los sistemas defensivos.

Ghent acabó alzando un puño bajo la granulosa luz solar en un gesto de triunfo. La estructura reforzada del rastrillo defensivo fue subiendo poco a poco a lo largo de guías invisibles. Las puertas de recepción se separaron con un retumbar ahogado, crujiendo y chirriando a medida que desaparecían dentro de los gruesos muros. Una ráfaga de aire que se encontraba a una presión más alta que la del exterior surgió de la prisión con un leve siseo.

Los cuatro contrabandistas alzaron sus armas y empezaron a avanzar con el cuerpo encorvado hacia adelante, visiblemente preparados para hacer fuego. Las dos guardias de Mistryl se colocaron delante y se fueron deslizando a lo largo de las paredes, y el corpulento wífido y el trandoshano escamoso avanzaron osadamente por el centro del espacioso pasillo.

Pero el pasillo lleno de sombras no lanzó ningún ataque contra ellos.

—Bien, busquemos a Moruth Doole —dijo Han.

Ninguna de sus opciones tenía muy buen aspecto, pero Doole debía tomar una decisión. Había visto cómo Han Solo y su grupo de comandos se abrían paso a través de los sistemas defensivos de la entrada con una facilidad increíble..., aunque se suponía que Kessel era una de las prisiones más seguras de la galaxia. ¡Ja!

Doole no sabía utilizar los sistemas de defensa incorporados a la estructura del complejo, y no tenía ni idea de cómo funcionaban los cañones láser exteriores o los campos desintegradores. Doole estaba totalmente impotente sin Skynxnex, su mano derecha y hombre de confianza, pero aquel estúpido altísimo y muy flaco que parecía un espantapájaros se había dedicado a perseguir a Solo por los túneles de especia hasta que consiguió acabar siendo devorado por una de las monstruosas arañas que se alimentaban de energía.

Como medida desesperada, Doole había llegado a la conclusión de que debía confiar en sus hijos, las larvas ciegas a las que mantenía sumidas en la negrura desde el momento en que salían retorciéndose de la masa de huevos gelatinosos depositada en las salas de reproducción del harén.

Doole corrió por los pasillos y fue sacando armas del arsenal de la prisión. Después abrió las bóvedas protectoras con dos sacos llenos de pistolas desintegradoras colgando de su hombro. Las larvas quedaron repentinamente expuestas a la luz y retrocedieron irguiéndose como si fuesen orugas, sus ojos ciegos sobresaliendo de las órbitas mientras intentaban percibir la identidad del intruso.

—Calma, calma... Soy yo —dijo Doole.

Los haces de claridad cegadora caían sobre las larvas como si fuesen cuchillos e iluminaban su pálida piel. Manos vestigiales mojadas se alzaron hacia Doole en una frenética agitación de pequeños dedos y brazos cortos y débiles que todavía no estaban formados del todo. Zarcillos que parecían gusanos temblaron debajo de sus bocas cuando las larvas emitieron suaves sonidos burbujeantes.

Doole fue dirigiendo a las larvas más fuertes y de mayor edad a lo largo de las rampas que conducían hasta los niveles inferiores. Las apostaría dentro de su celda para que le sirviesen de guardianes. Su ceguera probablemente haría que fueran incapaces de dar en el blanco con sus armas desintegradoras, pero Doole albergaba la esperanza de que por lo menos dispararían con entusiasmo en cuanto les hubiese dado la orden de hacerlo. Si el fuego cruzado llegaba a ser lo suficientemente intenso. Doole podría ocultarse detrás de una pantalla antirrayos desintegradores y esperar que el tiroteo acabara con el equipo de Solo.

Doole pudo captar el olor almizclado del miedo y la incertidumbre que se habían adueñado de las larvas mientras las iba llevando hacia su celda. Los ribetianos inmaduros odiaban todo tipo de cambio, y preferían una rígida rutina cotidiana hasta que llegaba el momento de la metamorfosis final y se convertían en adultos, cuando por fin adquirían inteligencia y consciencia de sí mismos.

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