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Authors: Kevin J. Anderson

Campeones de la Fuerza (34 page)

BOOK: Campeones de la Fuerza
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Doxin sonrió.

—Nunca pensé que tendría una ocasión de ver esta arma en acción —exclamó con la voz entrecortada por el entusiasmo.

—Bueno, ya sabe que nunca ha sido calibrada... —dijo Golanda torciendo el gesto.

—Es un superláser destructor de planetas —replicó secamente Doxin—. Podríamos convertir todo ese mundo en cascotes... ¿Hasta qué punto es necesario que haya sido bien calibrado?

—Centrando los sistemas de puntería —dijo el capitán de las tropas de asalto.

Las cámaras de disparo protegidas que se encontraban en los niveles inferiores, donde la única iluminación era el continuo destello multicolor de las hileras de lucecitas esparcidas sobre los complicados paneles de control, estaban llenas de soldados de las tropas de asalto que habían asumido las funciones de artilleros de la
Estrella de la Muerte
después de que se les hubiera ordenado que repasaran a toda prisa los manuales de instrucciones.

—¿Por qué tardan tanto tiempo? —preguntó Tol Sivron, volviendo a removerse nerviosamente en su incómodo sillón de mando.

El ruido de fondo continuo compuesto por un sinfín de zumbidos y siseos que emitían los sistemas descendió repentinamente una octava. Las luces de los paneles se debilitaron, indicando que el prototipo estaba consumiendo una increíble cantidad de energía.

Los haces superláser surgieron del ojo de centrado de la
Estrella de la Muerte
, dejaron atrás los soportes principales que se curvaban como gigantescos arco iris de acero por encima de sus cabezas y se hicieron visibles en el panel de observación delantero, cruzándose en el punto de intersección que los combinó para que entraran en fase. El haz de energía verdosa se fue volviendo todavía más potente, y salió disparado hacia adelante en un chorro inmenso cuyo diámetro era superior al de una nave estelar.

Y el blanco estalló y quedó envuelto en una bola de fuego, humo y cascotes incandescentes.

Tol Sivron aplaudió.

Yemm estaba tomando notas.

Doxin dejó escapar un grito de triunfo y asombro.

—Ha fallado —dijo Golanda.

Tol Sivron volvió sus ojillos oscuros hacia ella y parpadeó.

—¿Qué?

—Que le ha dado a la luna, no al planeta.

Sivron vio que tenía razón. La luna que había servido como guarnición para los navíos de combate acababa de estallar, convirtiéndose en una aglomeración de cascotes que estaba precipitándose sobre el planeta Kessel en una espectacular lluvia de meteoros.

Los navíos de combate que habían evacuado la base lunar estaban desplazándose en todas direcciones tan frenéticamente como si fuesen una bandada de mántidos de fuego bruscamente expulsados de sus nidos durante la estación de aparcamiento.

Tol Sivron enroscó y desenroscó sus colas cefálicas y sintió los cosquilleos que recorrían sus terminaciones nerviosas. Después se reclinó en su asiento y movió una mano de dedos terminados en garras como quitando importancia a lo ocurrido.

—Ese error puede ser corregido —dijo—. La elección del blanco era irrelevante, y al menos ahora sabemos que el prototipo es plenamente funcional.

—Inclinó la cabeza en señal de aprobación—. Tal como afirmaban todos los informes sobre el desarrollo de los trabajos, por cierto...

Sivron respiró hondo, y empezó a sentir como la excitación se iba adueñando de él.

—Ahora podremos utilizar esta arma como es debido.

29

Leia se asombró al ver que Mon Mothma seguía aferrándose a la vida. Se inclinó con el rostro lleno de preocupación sobre el lecho de muerte de la Jefe de Estado, y contempló el caleidoscopio de aparatos médicos y sistemas de apoyo vital que se negaba a permitir que Mon Mothma muriese.

Hubo un tiempo en el que aquella mujer de cabellos castaño rojizos había sido la rival más temible del padre de Leia en las discusiones del Senado, pero la Mon Mothma terriblemente enferma que agonizaba ante ella ya no podía sostenerse de pie. Su piel se había vuelto grisácea y traslúcida, y Mon Mothma había adelgazado tanto que parecía un pergamino reseco estirado sobre una estructura de huesos. Mon Mothma fue abriendo los párpados poco a poco, moviéndolos con un esfuerzo tan grande como si fueran gruesas compuertas blindadas. Sus pupilas necesitaron mucho tiempo para centrarse en su visitante.

Leia tragó saliva y sintió como si tuviera el estómago lleno de plomo caliente. Extendió una mano de dedos temblorosos para rozar el brazo de Mon Mothma, temiendo que la más leve presión pudiera producirle morados.

—Leia... —susurró Mon Mothma—. Has venido.

—He venido porque me pediste que lo hiciera —respondió Leia.

Han había dejado a su esposa y a los niños en Coruscant y había explicado con expresión malhumorada que tenía que volver a irse con Lando, pero había prometido que esta vez sólo tardaría algunos días en regresar. Leia lo creería cuando lo viese, por supuesto, y mientras tanto estaba horrorizada y perpleja ante el cada vez más rápido empeoramiento del estado de Mon Mothma.

—Tus hijos... ¿Ya no corren ningún peligro?

—No, Winter se ha quedado aquí para protegerles, y no permitiré que vuelvan a separarse de mí.

Leia estaría todavía más ocupada que antes, y tendría menos tiempo que nunca para ver a Han y a sus hijos. Durante un momento envidió la apacible vida de los funcionarios que podían olvidarse del trabajo al final de la jornada laboral y volver a casa, dejando que las tareas no terminadas esperasen hasta el día siguiente. Pero Leia había nacido Jedi y había sido educada por el senador Bail Organa. Toda su vida había estado dirigida hacia un destino más grande, y no podía dar la espalda a sus deberes públicos o privados.

Tragó una honda bocanada de aire y percibió los repugnantes olores de los desinfectantes y medicinas que habían impregnado la atmósfera de aquella habitación, y la sombra acre del ozono de los esterilizadores de aire.

Leia se sentía terriblemente impotente. El júbilo y la excitación que se habían adueñado de ella después de la derrota de la fuerza de ataque y el rescate de su hijo parecían repentinamente triviales cuando se los comparaba con la batalla contra aquel veneno de acción lenta que estaba librando Mon Mothma. Saber que el embajador Furgan había muerto y que ya no podía disfrutar de su triunfo no era ningún consuelo para ella.

—He presentado mi dimisión al Consejo —dijo Mon Mothma hablando muy despacio y con voz entrecortada—. No seguiré desempeñando las funciones de Jefe de Estado.

Leia comprendió que las palabras de ánimo resultarían tan huecas como inútiles y reaccionó pensando primero en la Nueva República, tal como le había enseñado a hacer Mon Mothma.

—¿Y qué hay del gobierno? —preguntó—. ¿No temes que los miembros del Consejo empiecen a pelearse los unos con los otros, y que no consigan ningún resultado práctico porque sean incapaces de alcanzar un consenso? ¿A quién recurrirán ahora en busca de un liderazgo?

Bajó la mirada hacia Mon Mothma, y vio que su rostro agotado y enflaquecido estaba contemplándola con los ojos iluminados por el brillo de la esperanza.

—Tú serás nuestra líder, Leia —dijo Mon Mothma.

Leia se quedó boquiabierta de perplejidad y sólo pudo parpadear. Mon Mothma encontró las fuerzas necesarias para mover la cabeza en un asentimiento casi imperceptible.

—Sí, Leia... —dijo—. El Consejo se reunió para discutir nuestro futuro mientras tú estabas fuera de Coruscant. Mi dimisión no sorprendió a nadie, y votamos unánimemente que tú debías sustituirme en el cargo.

—Pero... —balbuceó Leia.

El corazón le estaba latiendo a toda velocidad, y sentía que le daba vueltas la cabeza. No había esperado aquello o, al menos, no en esos momentos. Después de una o dos décadas más de servicios a la Nueva República quizá sí, pero hasta entonces...

—Tú serás la Jefe de Estado de la Nueva República, Leia. Si me quedara alguna reserva de energía que poder entregar, te la transmitiría entera. Vas a necesitarla para mantener unida esta República nuestra que apenas acaba de nacer.

Mon Mothma cerró los ojos, y sus dedos se tensaron sobre la mano de Leia estrechándola con un apretón sorprendentemente firme.

—Seguiré cuidando de ti incluso cuando me haya ido...

Leia se había quedado sin habla, y permaneció arrodillada durante mucho rato junto al lecho de Mon Mothma hasta bien entrada la noche de Coruscant.

30

Uno de los miembros del Equipo de Fuerzas Especiales de Wedge había conseguido descifrar un número suficiente de códigos de los controles primarios de la Instalación de las Fauces para poder hacer sonar las alarmas esparcidas por el complejo.

—¡Alerta roja! Un Destructor Estelar imperial acaba de aparecer en los alrededores. ¡Alerta roja! Prepárense para ser atacados...

Wedge se encontraba al lado de Qwi en su antiguo laboratorio, y los dos estaban contemplando con el rostro lleno de asombro el casco ennegrecido y cubierto de cicatrices del
Gorgona
. La gigantesca nave había empezado a maniobrar para colocarse sobre la aglomeración de rocas interconectadas.

—¡Oh, cielos! —exclamó Cetrespeó—. Tenía entendido que se suponía que no corríamos ningún peligro viniendo aquí.

Wedge agarró la pálida mano de Qwi.

—¡Ven conmigo! Tenemos que ir a la sala de operaciones.

Corrieron por los pasillos. Qwi hacía cuanto podía para guiarle, aunque había bastantes momentos en los que era incapaz de recordar qué dirección debían seguir. Cetrespeó les seguía avanzando tan deprisa como podía hacerlo, y sus servomotores zumbaban ruidosamente.

—¡Espérenme! Oh, ¿por qué siempre tiene que ocurrir esto?

Cuando entró en la sala de operaciones, Wedge sintió un gran alivio al ver que una docena de sus hombres ya habían llegado allí antes que él y se estaban apresurando a operar los controles. Algunos módulos del ordenador se habían negado a funcionar, pero la gran mayoría ya estaban activados. Los complejos sensores habían empezado a derramar datos sobre sus pantallas.

Wedge puso las manos sobre los hombros de Qwi y atrajo su cara hacia él mientras clavaba la mirada en sus enormes ojos color índigo.

—¡Intenta recordar, Qwi! ¿Sabes si la Instalación de las Fauces cuenta con algún tipo de sistema defensivo?

Qwi alzó la mirada hacia el tragaluz y vio la enorme punta de flecha del Destructor Estelar suspendida en el espacio.

—Nuestras defensas eran cuatro naves como ésa —dijo señalando con el dedo—. La Instalación de las Fauces dependía por completo de la flota de la almirante Daala.

Qwi corrió hasta una de las consolas de ordenador que todavía no funcionaban y utilizó su teclado musical para que silbara su contraseña al sistema, impulsada por la esperanza de que eso le permitiría sustituir los circuitos dañados con sus archivos y seleccionar algunas de las rutinas de funcionamiento más sofisticadas.

—Disponemos de escudos —dijo—. Si pudiéramos incrementar su potencia...

Cinco técnicos se apresuraron a ayudarla, y empezaron a utilizar sus conocimientos para acceder a los generadores y reforzar el campo de energía protector que envolvía a los planetoides primarios.

—Bueno, de momento aguantará un ataque, pero... —dijo un técnico pasados unos minutos—. La verdad es que esto no me gusta nada, general Antilles. El reactor central ya había entrado en la zona de inestabilidad antes de que fuéramos atacados, y además ahora le estamos exigiendo que nos proporcione unas cantidades de energía realmente tremendas. Puede que estemos dictando nuestra propia sentencia de muerte.

Wedge contempló durante un momento a Qwi sin decir nada y después volvió nuevamente la mirada hacia los soldados.

—Bueno, si no hacemos algo para protegernos ahora mismo entonces sí que podemos estar seguros de que no tardaremos en morir —dijo—. Hemos cogido todo lo que necesitábamos, y creo que ya va siendo hora de que salgamos de la Instalación de las Fauces. Inicien los preparativos para la partida de las naves.

—Si Daala nos deja... —intervino Qwi—. Dudo que vaya a permitir que nos vayamos ahora que hemos echado mano a todos sus secretos.

Wedge parpadeó al acordarse repentinamente de algo que había olvidado en el nerviosismo y las carreras de los últimos momentos.

—¡Desmontamos los motores de una corbeta para sacar las piezas que necesitaba el reactor central! —exclamó—. Una de mis naves está paralizada y no puede moverse...

Fue corriendo hasta el puesto de comunicaciones y conectó un canal de banda estrecha para ponerse en contacto con la corbeta incapacitada.

—Haga despegar inmediatamente a todos los escuadrones de cazas que haya en su bodega, capitán Ortola —ordenó—. Reúna a todo el personal y trasládelo al
Yavaris
o a una de las otras dos corbetas mediante lanzaderas. Su nave no puede maniobrar, y eso la convierte en un blanco primario.

—Sí, señor —respondió la voz del capitán Ortola.

La enorme pantalla trapezoidal instalada al otro extremo de la sala de operaciones se iluminó con un estallido de estática, y un instante después mostró la imagen de la almirante Daala, con su inconfundible aureola de cabellos rojizos rodeándole la cabeza. Daala se inclinó hacia adelante para entrar en la zona de visión, y sus ojos parecieron lanzar jabalinas invisibles que se clavaron en el corazón de Wedge.

—Nunca saldréis con vida de la Instalación de las Fauces, escoria rebelde —dijo Daala—. La información contenida dentro de este complejo ha sido contaminada por vuestro sabotaje y ya no tiene ninguna utilidad. No estoy interesada en obtener vuestra rendición o veros huir, y sólo deseo vuestra destrucción.

Daala cortó la transmisión antes de que Wedge pudiera responder. Wedge permaneció inmóvil durante unos momentos contemplando la estática parpadeante hasta que se convirtió en una ondulante cortina grisácea, y acabó meneando la cabeza. Después se volvió hacia Qwi y se dio cuenta de que el corazón le martilleaba dentro del pecho.

—¿Estás segura de que no hay nada más que podamos utilizar, Qwi? —preguntó—. Alguna otra arma, algo que...

—Espera un momento —le interrumpió Qwi—. Chewbacca bajó con un equipo al hangar de mantenimiento para rescatar a los esclavos wookie. Allí siempre había unas cuantas lanzaderas de ataque o cazas que estaban siendo remodelados. Quizá alguna de esas naves...

Un comando de la Nueva República alzó la cabeza al oír aquellas palabras.

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