Casa capitular Dune (65 page)

Read Casa capitular Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Casa capitular Dune
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras sus manos se agitaban sobre el campo del tablero de comunicaciones, Teg se dio cuenta de lo que había empujado a Streggi a hablar. Algo primitivo acerca de la muerte y la destrucción siendo creadas allí. Este era un momento extirpado del orden normal. Un inquietante regreso a los antiguos esquemas tribales.

Sintió un tam-tam en su pecho, y voces cantando: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Su visión de las no-naves guardianas mostró a supervivientes huyendo presas del pánico.

¡Bien! El pánico es una forma de dispersar y debilitar a nuestros enemigos.

—Ahí está Baronía.

Idaho había vuelto a aplicar el viejo nombre Harkonnen a la extendida ciudad con su gigantesca mole central de plastiacero negro.

Aterrizaremos en el Campo del norte.

Pronunció las palabras pero sus manos transmitieron las órdenes.

¡Ahora rápidos!

Por unos breves momentos, mientras vomitaban sus tropas, las no-naves fueron visibles y vulnerables. Todas sus fuerzas estaban atentas a las órdenes de su tablero de comunicaciones, y la responsabilidad era pesada.

—Esto tan sólo es una finta. Iremos de un lado para otro infligiendo serios daños. Nuestro auténtico blanco es Conexión.

La advertencia de Odrade al partir estaba clavada en su memoria:

—Hay que enseñarles a las Honoradas Matres una lección como nunca hasta ahora les ha sido enseñada. Atácanos, y recibirás un terrible castigo. Presiónanos, y el daño puede ser enorme. Han oído acerca de los castigos Bene Gesserit. Somos célebres por ellos. Sin duda la Reina Araña se habrá reído un poco de eso. ¡Tienes que hacer que se trague esa risa!

¡Abandonad la nave!

Aquél era el momento vulnerable. El espacio sobre ellos permanecía vacío de amenazas, pero lanzas de fuego trazaron sus arcos desde el este. Sus cañoneros podían hacerse cargo de ello. Se concentró en la posibilidad de que las no-naves enemigas pudieran regresar para un ataque suicida. Las proyecciones de la sala de mando mostraban sus naves de ataque y sus transportes de tropas desembarcando a sus hombres. La fuerza de choque, una élite acorazada sobre suspensores, tenía ya dominado el perímetro.

Los com-ojos portátiles ampliaban su campo de observación y lo conectaban con los más íntimos detalles de la violencia. Las comunicaciones eran la clave del mando responsivo, pero también mostraban las más sangrientas de las destrucciones.

—¡Todo bajo control!

La señal resonó por todo el puesto de mando.

Hizo que la nave se elevara del Campo y regresara a invisibilidad completa. Ahora tan sólo los enlaces de comunicaciones daban a los defensores un indicio de su posición, y estos estaban enmascarados por relés-señuelo.

La proyección mostró el monstruoso rectángulo del antiguo centro Harkonnen. Había sido construido como un bloque de metal que absorbía la luz para confinar a los esclavos. La élite había vivido en mansiones-jardín en su parte superior. Las Honoradas Matres lo habían devuelto a la antigua opresión.

Tres de las gigantescas naves de ataque aparecieron ante su vista.

—¡Limpiad la parte superior de esa cosa! —ordenó—. Limpiadla completamente, pero causad el menor daño posible a la estructura.

Sabía que sus palabras eran superfluas, pero hablaba para las grabaciones. Todo el mundo en las fuerzas de ataque sabía lo que quería.

—¡Transmitan informes! —ordenó.

La información empezó a fluir procedente de la herradura que llevaba colgada a los hombros. Los com-ojos mostraban a sus tropas limpiando el perímetro. La batalla sobre sus cabezas y en el suelo estaba dominada a lo largo de al menos cincuenta kilómetros. Las cosas estaban yendo mucho mejor de lo que había esperado. De modo que las Honoradas Matres mantenían el grueso de sus fuerzas fuera del planeta, no anticipando un ataque directo. Una actitud familiar, y tenía que darle las gracias a Idaho por haberla predicho.

—Están cegadas por el poder. Creen que el blindaje pesado hay que efectuarlo en el espacio y el ligero en el suelo. Las armas pesadas son bajadas a la superficie del planeta cuando se hacen necesarias. No tiene ningún sentido mantenerlas en la superficie. Exigen demasiada energía. Además, el saber la existencia de todo ese equipo pesado ahí arriba posee un efecto apaciguador sobre las poblaciones cautivas.

Las concepciones de Idaho sobre armamento eran devastadoras.

—Tendemos a fijar nuestras mentes en lo que creemos saber. Un proyectil es un proyectil incluso cuando lo miniaturizamos para que contenga venenos o armas biológicas.

Las innovaciones en el equipo de protección mejoraban la movilidad. Construye de acuerdo con normas uniformes siempre que sea posible. E Idaho había traído de vuelta el campo escudo con su temible destrucción cuando era golpeado por un rayo láser. Escudos a suspensor ocultos en lo que parecían ser soldados (pero que eran en realidad uniformes hinchados) fueron diseminados por delante de las tropas. Los disparos láser lanzados contra ellos produjeron atómicas que limpiaron grandes zonas.

¿Conexión va a ser tan fácil?

Teg lo dudaba. La necesidad reforzaba la rápida adaptación a nuevos métodos.

En Conexión pueden disponer de escudos en menos de dos días.

Y ninguna inhibición acerca de cómo emplearlos.

Sabía que los escudos habían dominado el Antiguo Imperio, debido a ese extraño e importante conjunto de palabras denominado «Gran Convención». La gente honorable no hacia mal uso de las armas de su sociedad feudal. Si deshonrabas la Convención, tus pares se volvían contra ti en una violencia unida. Más que eso, estaba también lo intangible, la «Fachada», que algunos llamaban el «Orgullo».

¡La Fachada! Mi posición aquí.

Algo más importante para algunos que la propia vida.

—Esto nos está costando muy poco —dijo Streggi.

Estaba convirtiéndose en la analista de la batalla, algo demasiado banal para los gustos de Teg. Streggi quería decir que estaban perdiendo muy pocas vidas, pero quizá estuviera diciendo una verdad mayor de la que sospechaba.

—Es difícil pensar en dispositivos baratos para que hagan el trabajo —
había dicho Idaho—.
Pero esa es un arma poderosamente económica.

Si tus armas costaban tan sólo una pequeña fracción de la energía gastada por tu enemigo, tenias en tus manos una potente palanca que podía prevalecer contra aparentemente abrumadoras posibilidades. Prolonga el conflicto, y gastarás la sustancia del enemigo. Tu adversario se derrumbará porque perderá el control de la producción y de los trabajadores.

—Podemos empezar a marcharnos —dijo, alejándose de las proyecciones mientras sus manos repetían la orden—. Deseo informes de bajas tan pronto como… —Se interrumpió y se volvió ante una repentina agitación.

¿Murbella?

Su proyección se repetía en todos los campos de la sala de mandos. La voz de la mujer restalló desde todas las imágenes:

—¿Por qué estás descuidando los informes de tu perímetro?

Se volvió hacia su tablero de comunicaciones, y las proyecciones mostraron a un comandante de campo en mitad de una frase:

—… órdenes. Tendremos que rechazar su petición.

—Repita —dijo Murbella.

Los sudorosos rasgos del comandante de campo se volvieron hacia su com-ojo móvil. El sistema de comunicaciones compensó las dos imágenes, y pareció mirar directamente a los ojos de Teg.

—Repitiendo: Tengo aquí a unos supuestos refugiados solicitando asilo. Su líder dice que es poseedor de un acuerdo que requiere de la Hermandad que honre su petición, pero sin órdenes…

—¿De quién se trata? —preguntó Teg.

—Se hace llamar el Rabino, y posee el diamante Suk…

Teg fue a recuperar el control de su tablero de comunicaciones.

—¡Espera! —Murbella inmovilizó su gesto.

¿Por qué está haciendo esto?

La voz de la mujer llenó de nuevo la sala de mandos.

—Tráelo a él y a su grupo a la nave insignia. Hazlo rápido. —Silenció la conexión con el perímetro.

Teg se sintió ultrajado, pero se sabía en desventaja. Eligió una de las múltiples imágenes y la miró furioso.

—¿Cómo os atrevéis a interferir con…?

—Porque tú no posees los datos necesarios. El Rabino tiene derecho a formular sus exigencias. Prepárate para recibirlo con todos los honores.

—Explicaos.

—¡No! No necesitas saberlo. Pero era necesario que yo tomara esta decisión cuando vi que tú no estabas respondiendo a…

—¡Ese comandante se hallaba en una zona de diversión! No era importante que…

—Pero la petición del Rabino tiene prioridad.

—¡Sois tan mala como una Madre Superiora!

—Quizá peor. ¡Ahora escúchame! Haz llevar inmediatamente a esos refugiados a tu nave insignia. Y prepárate para recibirme.

—¡Absolutamente no! Tenéis que quedaros donde…

—¡Bashar! Hay algo acerca de esta petición que requiere las atenciones de una Reverenda Madre. Dice que se hallan en peligro porque dieron temporalmente refugio a la Reverenda Madre Lucilla. Acepta esto o retírate.

—Entonces dejad que mi gente vuelva a las naves y nos retiremos primero. Nos encontraremos cuando estemos a resguardo.

—De acuerdo. Pero te lo advierto: trata a esos refugiados con cortesía.

—Ahora dejad libres mis proyecciones. ¡Me habéis cegado, y eso fue una temeridad!

—Lo tienes todo bien por la mano, Bashar. Durante este rato otra de nuestras naves aceptó a cuatro Futars. Acudieron pidiendo ser llevados a los Adiestradores, pero yo ordené que fueran confinados. Deben ser tratados con extrema cautela.

Las proyecciones de la sala de mandos recuperaron su enlace con la batalla. Teg llamó una vez más de vuelta a sus fuerzas. Se sentía hervir, y necesitó unos minutos antes de recuperar su sentido del mando. ¿Se daba cuenta Murbella de la forma en que había minado su autoridad? ¿O debía tomar aquello como una medida de la importancia que ella concedía a los refugiados?

Cuando la situación estuvo controlada, entregó la sala de mandos a un ayudante y, a hombros de Streggi, fue a ver a aquellos
importantes
refugiados. ¿Qué había de tan vital en ellos que Murbella se había arriesgado a interferir?

Se hallaban en la escotilla de un transporte de tropas, mantenidos aparte por un grupo de soldados mandados por un cauteloso comandante.

¿Quién sabe lo que puede haber oculto entre esos desconocidos?

El Rabino, identificable a causa de que era tratado con una deferencia especial por el comandante de campo, permanecía de pie junto a una mujer vestida de marrón al frente de su gente. Era un hombre pequeño y barbudo con un casquete blanco sobre su cabeza. La fría iluminación lo hacía parecer muy anciano. La mujer escudaba sus ojos con una mano. El Rabino estaba hablando, y sus palabras se hicieron audibles cuando Teg se aproximó a ellos.

¡La mujer estaba sometida a un ataque verbal!

—¡Los orgullosos serán arrastrados hasta lo más bajo!

Sin apartar su mano de su posición defensiva, la mujer dijo:

—No estoy orgullosa de lo que llevo conmigo.

—¿Ni de los poderes que este conocimiento puede reportarte?

Con una presión de sus rodillas, Teg ordenó a Streggi que se detuviera a unos diez pasos de distancia. Su comandante lanzó una breve mirada a Teg pero siguió en su posición, dispuesto a actuar defensivamente si aquello demostraba ser un movimiento de diversión.

Buen hombre.

La mujer inclinó aún más su cabeza y apretó la mano contra sus ojos al hablar:

—¿No se nos ha ofrecido un conocimiento que podemos usar en nuestro sagrado servicio?

—¡Hija! —El Rabino se envaró violentamente—. Cualquier cosa que podamos saber que podemos utilizar con provecho no puede ser nunca una gran cosa. Todo lo que llamamos conocimiento, todo lo que existe para abarcar lo que un corazón humilde puede contener, todo ello puede que no sea más que una semilla en el surco.

Teg se sintió reluctante a interferir.
Qué forma más arcaica de hablar.
Aquella pareja lo fascinaba. Los demás refugiados escuchaban aquel intercambio con una absorta atención. Tan sólo el comandante de campo de Teg parecía mantenerse un tanto al margen, manteniendo su atención fija en los desconocidos y haciendo ocasionalmente alguna señal con las manos a sus ayudantes.

La mujer mantuvo la cabeza respetuosamente inclinada y la mano que escudaba sus ojos en su lugar, pero siguió defendiéndose.

—Incluso una semilla perdida en su surco puede dar nacimiento a la vida.

Los labios del Rabino se apretaron hasta formar una estrecha línea, luego:

—Sin agua y cuidados, es decir, sin la bendición y la palabra, no existe la vida.

Un enorme suspiro agitó los hombros de la mujer, pero se mantuvo en aquella extrañamente sumisa posición cuando respondió:

—Rabino, he oído y obedezco. Sin embargo, debo hacer honor a ese conocimiento que me ha sido confiado debido a que contiene exactamente la misma advertencia que tú acabas de formular.

El Rabino apoyó una mano sobre su hombro.

—Entonces ve a entregarlo a aquellos que lo desean, y que el mal no entre en ti mientras lo haces.

El silencio le dijo a Teg que la discusión había terminado. Indicó a Streggi que siguiera adelante. Pero antes de que la acólita pudiera moverse, Murbella avanzó por su lado a grandes zancadas e hizo una inclinación de cabeza hacia el Rabino mientras sus ojos no se apartaban de la mujer.

—En nombre de la Bene Gesserit y de nuestra deuda con vosotros, os doy la bienvenida y os ofrezco nuestro refugio —dijo Murbella.

La mujer de ropas marrones bajó la mano, y Teg vio unas lentes de contacto brillando en su palma. La mujer alzó la cabeza, y hubo jadeos a todo su alrededor. Sus ojos tenían el azul total de la adicción a la especia, pero también mostraban esa fuerza interior que señalaba a quien había sobrevivido a la Agonía.

Murbella la identificó instantáneamente.
¡Una Reverenda Madre salvaje!
Desde los días Fremen de Dune no se había conocido la existencia de ninguna de ellas.

La mujer devolvió a Murbella la inclinación de cabeza.

—Me llamo Rebecca. Y me siento llena de alegría de estar con vos. El Rabino piensa que soy una gansa estúpida, pero llevo conmigo un huevo de oro que traigo de Lampadas: siete millones seiscientas veintidós mil catorce Reverendas Madres, y todas son vuestras con pleno derecho.

Other books

One Secret Night by Jennifer Morey
Persephone by Bevis, Kaitlin
Worlds of Edgar Rice Burroughs by Mike Resnick, Robert T. Garcia
Flowers for Algernon by Daniel Keyes
Fletch's Moxie by Gregory Mcdonald
The Darkening by Robin T. Popp