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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (3 page)

BOOK: Categoría 7
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Pero lo que Carter había logrado aquel día era distinto.

Tomó aire, reverentemente. Había creado nubes allí donde la caprichosa naturaleza negaba su presencia. Y de esas nubes, del aire seco como un hueso del desierto, había creado lluvia.

Había creado los medios para la vida.

La idea resonó en su cabeza con tanta fuerza y pureza como la última nota de un himno en una enorme catedral.

«Los medios para la vida».

Su talento y su inteligencia le habían arrebatado ese privilegio a la naturaleza, ese don más allá de toda comprensión. Con el tiempo, la regulación local, regional e incluso global de las lluvias podría volver las selvas tropicales a su estado natural y revertir la desertificación, oponiéndose a los efectos del calentamiento global. Podría reducir la pobreza y el hambre del Tercer Mundo a la vez que disminuiría la dependencia de las naciones pobres de la exorbitante generosidad el Primer Mundo.

Se aferró a los brazos de su silla, apretando el gastado cuero contra sus palmas, cediendo bajo sus dedos mientras una segunda revelación lo golpeaba.

«Llover».

«Reinar».

Sus manos se relajaron mientras la dualidad de la paz y el propósito lo atravesaban. No podía haber mandato más claro: con ese privilegio se adquirían iguales y opuestas responsabilidades para castigar a los destructores y proteger a los inocentes.

Era la mayor de las filantropías.

Un crujido electrónico del altavoz lo distrajo de su euforia.

—Señor. Es posible que tengamos un problema. —La voz del piloto seguía transmitiendo con británica flema.

«El desafío no estaba concluido». Carter se inclinó hacia delante y sonrió.

—Adelante.

—El director de vuelo creyó haber detectado a algunos excursionistas en la ruta de la tormenta. Un reconocimiento confirmó la presencia de un pequeño campamento en un cañón no lejos del punto cero.

Carter quedó inmóvil.

—¿A qué distancia?

—Menos de medio kilómetro.

Ésas no eran buenas noticias. Aunque a veces era inevitable, el daño colateral —la muerte de seres humanos— que ocurría en sus pruebas tendía a distraer a su personal y a aumentar el riesgo de ser descubiertos.

—¿Por qué no los han detectado antes? —preguntó, con voz tranquila y científica.

—La cámara de vídeo nocturna y el detector de infrarrojos ya se habían apagado. Procedimiento estándar. Tendríamos que haber pasado directamente sobre ellos para verlos en una imagen. Es un desfiladero angosto.

Solo en su despacho, Carter asintió, conocedor de cada paso de los procedimientos para el experimento. Como precaución de rutina, el instrumental electrónico no esencial en el avión especialmente equipado era desconectado antes de que el gran láser se hubiera puesto en funcionamiento.

Respiró profundamente. Iniciar un rescate no sólo revelaría demasiado, sino que además sería, con toda probabilidad, inútil. Incapaz de absorber una cantidad apreciable de agua con rapidez, el reseco suelo del desierto encauzaría las abundantes precipitaciones por el lugar que opusiera menor resistencia. Las paredes del cañón actuarían como embudo, empujando el agua, volviéndola más profunda y mortal. Aunque los despertara el rugido del agua, los excursionistas estarían muertos antes de que pudieran identificar el sonido.

«Que así sea».

—Procedan de acuerdo con las órdenes, Tierra-Cuatro. Vuelvan a contactar conmigo cuando terminen el plan de vuelo.

El silencio fue casi imperceptible, pero Carter lo detectó y frunció el entrecejo cuando volvió a escuchar la voz del piloto.

—Entendido. Tierra-Cuatro fuera.

El científico volvió a reclinarse en su silla, profundamente irritado e incapaz de disfrutar de las verdes ondulaciones que aparecían en la pantalla frente a él. No le gustaban los errores. Tampoco le gustaba que nada empañara sus momentos de gloria. Eran momentos íntimos, una especie de comunión con su destino. Se sentó en la oscuridad intentando volver a capturar el maravilloso y fugaz sentimiento, hasta que un leve golpe en la puerta lo distrajo.

—¿Papá?

Abrió los ojos al oír la suave voz, y vio el rostro de su hija más joven, Meg, de pie, junto a la puerta.

—¿Estás bien?

Sonrió y se puso de pie, ajustándose el cinturón de la bata de algodón que llevaba sobre su pijama.

—Peggy, no creo que nunca me haya sentido mejor. ¿Adónde vas? —le preguntó, mientras pinchaba con el ratón en el ordenador para minimizar las ventanas antes de cruzar el despacho.

—Jane y yo vamos a salir a correr antes de que empiece el jaleo. Los chicos todavía están dormidos, o al menos eso creemos. —Dejó de hablar el tiempo suficiente para darle un beso en la mejilla, y luego dio media vuelta y se encaminó con él hacia la cocina—. Por lo menos no se oye ningún ruido ahí arriba. Mamá todavía está dormida.

La segunda de sus hijas más jóvenes, Jane, estaba sentada ante la mesa de desayuno, atándose las zapatillas.

—Hola, papá. ¿Por qué estás levantado? ¿Demasiado excitado para dormir? —le preguntó sonriente—. Va a ser un largo día.

—No hace mucho que he despertado —dijo, ignorando su pregunta con una sonrisa—. Es magnífico que todos estemos reunidos. Ya no sucede muy a menudo, ¿por qué habría de perder el tiempo durmiendo?

Las dos mujeres se rieron.

—Cuando los habitantes de la casa aumentan de dos personas de la tercera edad a catorce más de entre veinte y treinta y tantos y diez niños de menos de siete años, es para estar agotado —observó Meg.

—Jamás. Siempre dije que vosotros y vuestra madre erais la fuente de mi energía. Eso no ha cambiado. Excepto que ahora hay siete maridos y unos cuantos nietos que añadir a la mezcla. Todos están sanos, felices, y aquí, y eso es más importante para mí que los motivos por los que habéis venido.

Jane se puso de pie y lo besó con ternura en la mejilla.

—No podíamos perdérnoslo, papá. Esta empresa ha formado parte de nuestras vidas desde siempre. Hemos visto cómo la levantabas de la nada. Te merecías la fiesta. Te mereces más que una fiesta.

—Estamos tan orgullosas de ti —agregó Meg con un suspiro—. Les has demostrado a todos que nadie puede detener a Carter Thompson.

Las miradas de sus hermosos rostros le provocaron una versión leve, pasajera, de la sensación de opresión en su pecho, pero se obligó a sonreír. Eran buenas chicas. Inteligentes. Todas sus hijas lo eran. Y eran sinceras, honestas y merecedoras de su confianza. Por eso todas habían querido trabajar con él cuando terminaron sus estudios, y por eso él las había contratado para que trabajaran en sus empresas, las empresas que habían hecho que todo lo demás fuera posible. Había sido bendecido, verdaderamente bendecido en todos los sentidos.

—ID a correr antes de que os pongáis sentimentales —dijo gruñón, señalándoles la puerta—. Quedaos cerca de la laguna.

Creo que la pista de aterrizaje está siendo protegida a la espera del presidente, y no quiero que los brutos del servicio secreto disparen contra vosotras.

Haciendo un gesto de amable exasperación con los ojos, abandonaron la casa. Él las observó partir con paso firme y seguro mientras se dirigían a lo largo del sendero hacia el pequeño lago a un kilómetro de distancia, y luego se dirigió hacia la silenciosa cocina de la vieja granja, y de allí al piso superior. Su esposa, las otras cinco hijas y sus familias, todos dormidos, no tenían ni idea de que él, Carter Thomson, acababa de asegurar la salud y la prosperidad del mundo y sus habitantes.

Por supuesto, unos pocos tendrían que pagar un inevitable y terrible precio, pero se vería compensado por los indiscutibles beneficios para muchos.

Era cuestión de devolver al mundo su equilibrio. La idea lo hizo sonreír.

Capítulo 4

Martes, 10 de julio, 6:35 h, Washington, D.C.

El trabajo
freelance
tenía sus ventajas, pero las reuniones como las de aquel día no eran una de ellas.

Tom Taylor, experto en ecoterrorismo y consejero especial del director Nacional de Inteligencia, se acomodó en su silla. Había permanecido sentado demasiado tiempo, y más que nada, quería ponerse de pie y activar un poco la circulación de la sangre en sus extremidades inferiores. Pero primero tenía que calmar a esa bestia que no cedía, ni quería escucharle bajo ningún concepto.

Que lo rechazaran al verlo demasiado joven para el puesto que ocupaba era algo que ocurría con bastante frecuencia. Sus genes habían conspirado para darle el rostro de Dorian Gray. Cuanto más crecía y más bestial era la mierda embrutecedora que veía, más joven lo creía la gente. Esto funcionaba, curiosamente, en su beneficio, pero tenía que aceptar las estupideces condescendientes durante los primeros minutos en cualquier maldita reunión en la que participara. De todos modos, se las iba arreglando. Era mejor que lo contrario. Si su rostro revelara la mitad de lo que sabía o la mitad de lo que había visto, espantaría al mismísimo ángel de la muerte. Pero, en ese momento, no le importaría hacer exactamente eso al bastardo con el pecho cargado de medallas, que estaba sentado frente a él.

Levantó la vista de sus papeles y se encontró con la mirada del general sentado a la cabecera de la mesa en la cómoda y segura sala de conferencias, varios pisos bajo tierra en el Pentágono.

—Con el debido respeto, general Moore, usted no va a cambiar nada. La corriente en chorro se quedará donde está.

—Uno no se mete con la madre naturaleza, señor Taylor —replicó el general, moviendo apenas las mandíbulas al hablar—. HAARP no fue pensado para eso. Se llama Programa de Investigación de Actividades Aurórales de Alta Frecuencia por una razón. Es un programa de investigación de comunicaciones y vigilancia, no un arma. Nunca hemos inducido interferencias atmosféricas de modo consistente, continuo y a gran escala durante un periodo tan largo, incluso cuando la situación claramente lo requería. Lo que estamos haciendo ahora es lo que tantos puñeteros imbéciles nos han acusado de hacer durante años.

«Ceda,
prima donna
de mierda».

—Entiendo su preocupación, general —dijo Tom con un tono de voz tranquilo, calculado para irritar a la gente que pensaban que ellos eran los IAM, sus siglas favoritas para denominar a los Imbéciles Al Mando—. El director de operaciones de la CIA y el director Nacional de Inteligencia entienden que HAARP es estrictamente una herramienta de investigación atmosférica y que usarla con otro fin es darle credibilidad a los delirios de los teóricos de la conspiración. Pero el aparato de relaciones públicas del Pentágono no está en nuestra lista de prioridades en estos momentos. Estamos analizando una misión mucho mayor, señor, con incalculables ganancias y un resultado potencialmente catastrófico. Estamos cambiando las reglas de juego, y usted tendrá que jugar con nosotros.

La piel del general era tan curtida como el granito y casi del mismo color, o así había estado hasta hacía un instante. Ahora se estaba volviendo de un oscuro color rojo. Sus ojos azules ardían con furia al saberse inferior. Dado que había formado parte de la cúpula militar durante la administración anterior, la ausencia de poder era una sensación que seguramente no estaba acostumbrado a experimentar, lo cual era una pena. Hoy no iba a dar las órdenes. El director de operaciones de la CIA iba a hacerlo, por solicitud directa del director nacional de Inteligencia.

Sin embargo, Tom deseó una vez más haber traído consigo algún material técnico para sostener su postura, sobre todo teniendo en cuenta que el general había traído refuerzos. Pero su mejor investigador había muerto repentinamente y su sustituto no estaba preparado para acompañarle.

—General, en breve tengo una reunión en Langley, así que le propongo que cortemos por lo sano. Estamos seguros de que una célula terrorista que opera dentro de las fronteras de los Estados Unidos ha desarrollado los medios para controlar los cambios climáticos. Le hemos pedido que nos cubra las espaldas mientras perseguimos a los miembros de esta célula y mantenemos el clima sobre Estados Unidos estable hasta que los obliguemos a salir a la luz, haciéndoles dar un paso en falso. Gracias, en parte, a su cooperación, estamos cerca de identificar a los terroristas, general Moore. Ahora, me gustaría comprender sus objeciones para continuar con esta operación.

Prácticamente pudo ver cómo le subía la tensión.

—Mi objeción es que estamos interrumpiendo ciclos necesarios y críticos que controlan el clima del planeta, incluyendo la convección termohalina. Mi objeción es que no sabemos cuáles serán las consecuencias si continuamos interfiriendo en los sistemas climáticos a este nivel, señor Taylor. Y, a estas alturas, no sabemos qué sucederá cuando dejemos de interferir. —Hizo una pausa, aparentemente esperando una respuesta.

Tom no le dio ninguna. Se limitó a acomodarse en su silla, ocultando bajo una máscara impasible su alarma ante las afirmaciones del general. No se suponía que las cosas fueran así. Era consciente de que el general lo sabía, y que el director nacional de Inteligencia también. La eliminación de terroristas no duraría tanto. Habían tardado ocho meses en encontrar a Sadam Husein, Osama bin Laden había sido más puñeteramente escurridizo de lo que nadie había anticipado y ahora estos bastardos…

Cuando fue convocado para ponerse al frente del equipo de trabajo, el personal del director nacional de inteligencia lo había puesto al tanto de todo lo que sabían hasta el momento, que se reducía básicamente a que el arma de destrucción masiva en discusión era el clima. La sensación de agobio en sus entrañas fue compensada por una explosión de adrenalina.

«Era un arma demasiado grande para ocultar. Y, sin embargo, alguien lo estaba haciendo de una forma muy efectiva».

En los últimos dos años, los ataques habían sido ocasionales, a pequeña escala y en territorios extranjeros. Habían sido, sin duda, pruebas, pero demasiado efectivas y demasiado sutiles como para prevenirlas o incluso descubrirlas antes de que fueran llevadas a cabo. Quien estuviera detrás de ellas sabía cómo pasar desapercibido y cómo lograr que la gente mantuviera la boca cerrada.

El ritmo de las investigaciones había aumentado cuando nuevos informes de inteligencia le dieron al equipo motivos para creer que, en los últimos meses, las operaciones se habían desplazado a los Estados Unidos, indicando la probabilidad creciente de un ataque. A pesar de estar armados con semejante información, el equipo se había ido tropezando rápidamente con un callejón sin salida tras otro. Hasta cierto punto, habían reducido el
dónde
a la zona occidental de los Estados Unidos, pero después de tres meses, no tenían pistas sobre
quién o cuándo
—como cuándo sería el próximo ataque— o el
porqué
, aunque grosso modo, esto último pareciera sencillo de adivinar.

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