Caza Mayor (9 page)

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Authors: Javier Chiabrando

Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen

BOOK: Caza Mayor
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–¿Y?

–El sobre lo entregó un hombre que no quiso dejar ningún dato, sólo quería la garantía de que el aviso sería publicado, a lo que el viejo asintió siempre que en el sobre estuviera el dinero. Pero el viejo, ante la posibilidad de generar una mancha en su legajo, intachable por cierto, siguió al hombre a la calle, y lo vio subirse a un patrullero que tenía el guardabarros delantero del lado del conductor pintado completamente de antióxido rojo.

–¿Iba vestido de policía?

–No lo creo, porque sino ese viejo caradura me lo hubiera dicho.

La policía. Siempre que hay un nazi dando vueltas, perdido como Caperucita en el bosque, hay un policía dispuesto a llevarlo de la mano a la salida del laberinto.

Las maestras en la escuela, los mozos en el bar y los policías en la comisaría. Y también los patrulleros. Era buscar una aguja hundida en medio del mar. ¿Cuántos patrulleros habría en Rosario? ¿Cien, doscientos? ¿Cuántos con un guardabarro de antióxido rojo? Y si lo encontraba, ¿qué?, ¿preguntarle al chofer si conocía al nazi Víctor Krauss?

Pierino volvió a la pensión caminando, aliviado del peso de la valija y de su contenido. No le disgustó ver su nuevo aspecto reflejado en las vidrieras. Sería un disfraz pero a Sara le había gustado. Era culpa de él, por no prestarle atención a la moda y desoír a tantas clientas que querían saber lo que se usaba en Buenos Aires más que ver lo que él traía en las valijas, que era lo que terminaban alabando porque no había más que eso en muchos kilómetros a la redonda. A partir de ahora llevaría alguna revista de moda, y luego sacaría de sus valijas los mismos vestidos de la revista, quizá no los mismos pero sí parecidos, como parecidos son los patrulleros entre sí, a tal punto que es difícil diferenciar uno de otro, por más que uno tenga un guardabarros rojo. Es tarea para alguien meticuloso y de buena memoria. Memoria de mozo. Volvió al bar.

–¿Un patrullero?

–Un patrullero. Eso es lo que me dijo Alcides cuando usted estaba atendiendo.

–¿Tiene que ver con el nazi?

–Me temo que sí.

–¿Me dice un patrullero que pasó por acá? Por acá pasan miles, no digo miles, pero al menos una docena por día.

–Pero este tenía un guardabarro rojo, rojo de antióxido.

–La mayoría de los patrulleros de esta ciudad están abollados.

–Pero este no pasó sino que se detuvo frente al diario uno o dos días antes de la aparición de la necrológica. Quizá se estacionó en doble fila.

–Si mal no recuerdo…

–Con la memoria que usted tiene, eso es imposible.

–Gracias, la memoria es la memoria.

–Es verdad, la memoria es la memoria.

–Si mal no recuerdo, uno de esos días se estacionó un patrullero acá, pero no en doble fila, sino exactamente frente a la ventana del café, como si buscara atormentarme. Si es ése, mi memoria lo había borrado.

–Por qué.

–Porque lo manejaba el Negro Canalla.

–¿Canalla es el apellido o un adjetivo?

–Es uno de la barra de Central. Así que no nos dirigimos la palabra.

–¿Y dónde lo encuentro?

El mozo lo miró como diciendo que cazar nazis estaba bien, pero cazar hinchas de Central era realmente peligroso.

–¿Está seguro de lo que hace?

–Se llevaron a un amigo, ¿sabe?

Pierino le contó de la desaparición de Cosme. El mozo parecía tentado a decirle que los hinchas de Central son capaces de cosas peores.

–Es un patrullero de la jefatura, que no está lejos de acá.

Pierino volvió a la pensión sin detenerse en ninguna vidriera. En el camino llamó a la familia de Cosme. De Cosme ni noticias. Luego llamó a Sara. ¿Por qué no?

–Qué sorpresa –dijo ella al oír su voz.

–Por qué –fue todo lo que atinó a contestar.

Y le preguntó algo que nunca le había preguntado antes.

–¿De qué murió Víctor?

A las seis y media estaba de guardia frente a la jefatura de policía, más exactamente en una esquina, estacionado entre coches con gente que parecían estar esperando algo, hacer una denuncia, un primo, un turno de desguace. Ya no llevaba la camisa de carnaval sino una remera manga larga color vino que le quedaba realmente bien. No le hubiera venido mal una rutina diaria de abdominales, o retomar la bicicleta de una buena vez. Se había despertado a las cinco, y tuvo que vencer la tentación de comenzar la guardia a esa hora. Se convenció de que era llamativo al punto de ser peligroso. A las cinco y media desayunaba en la terminal de ómnibus. Ahora, frente a la jefatura se preguntaba qué sentido tenía. Se lo volvió a preguntar a las diez y a las doce. No se iba porque el resto de los coches tampoco se movían. Romper filas también hubiera sido llamativo hasta volverse peligroso. A la una se bajó del 2CV y dio una vuelta completa a la jefatura caminando. Al pasar frente a la puerta principal vio el patio central repleto de patrulleros. Policías vestidos de todas las maneras posibles cargaban cosas en los baúles. Cualquiera hubiera dicho que en un par de horas no quedaba ningún chorro suelto. No había prácticamente Falcon que no estuviera emparchado.

Hora de dejar de hacerse el detective, Pierino, se dijo Pierino como si se dijera “no te mientas”. Fácil de decir y difícil de hacer. Primero porque estaba la vida de Cosme de por medio. Su curiosidad en segundo lugar. Y tercero porque a menos de diez metros estaba el hombre del jopo criollo de pura cepa que casi había orinado a su lado en la estación de servicio de Las Parejas. Pierino sintió algo mucho más impreciso que pudor.

Igual que Pierino, el tipo se había disfrazado para no ser reconocido. Iba de policía. Media hora de guardia más tarde, lo vio salir por el acceso principal y subirse a un coche particular, otro 2CV, orgullo de la industria nacional. Pierino lo siguió, respetando los consejos del mismo manual de espías no leído. De tanto en tanto lo dejaba adelantarse para no llamar la atención, luego se ponía delante por una cuadra y volvía a dejarlo ir. Parecía que todos los otros coches circulaban más rápido que ellos, y así era. Llegaron a la zona sur, poblada de manera irregular, con grandes terrenos baldíos entre edificios espantosos en su uniformidad, como deben haber sido las casas antes de que se inventara la arquitectura.

Entre dos de los edificios más feos, si eso era posible de medir, por la avenida Grandoli, había una casa dedicada a la actividad política, nacional y popular, una unidad básica, otro orgullo de la industria argentina. Allí estacionó el policía su 2CV. Pierino siguió de largo, dio la vuelta a la primera ocasión que se le presentó y esperó con la culata del auto rodeando la esquina. Lo volvió a ver al atardecer. Iba de civil, inconfundible con su jopo negro de estirpe también nacional y popular. El país le aportaba su toque personal a la guerra nacida en otro continente que había adoptado como propia, tal como había hecho y haría con ideas políticas y religiosas, sin importar los muertos, las viudas y la hipoteca sobre el futuro.

El policía y otro hombre se subieron al 2CV y partieron en dirección al centro. Otra persecución, sin apuro, sin derrapes, sin disparos. Llegaron de noche a la estación de trenes de Corrientes al fondo. El policía se bajó y su acompañante se hizo cargo del volante. Se despidieron con un apretón de manos. El policía entró a la estación. Pierino estacionó el 2CV en el primer rincón que encontró, prácticamente lo abandonó. El hall de la estación estaba repleto de gente con valijas y chicos de las manos. Pierino se sintió como en su casa. Un tren bufaba con aire de partida en el primer andén. El policía hacía cola frente a la única boletería abierta. Pierino no logró ubicarse exactamente detrás. Pero entre ellos no había más que una mujer. Un detective lo hubiera hecho así, para no correr el riesgo de ser identificado, aunque corría el de no saber adónde iba su perseguido. Y eso sucedió. Nada oyó de lo que el encargado de la boletería y el policía hablaron. El policía retiró su boleto, pagó y abandonó la fila. Pierino no sabía qué hacer. Si quería saber más tendría que subirse al tren y hacer el mismo viaje, y eso no estaba en sus planes. Esperando, de indeciso, oyó a la mujer decirle al boletero:

–Otro a Colonia Venezia, por favor.

Otro. Colonia Venezia. El tren partió y Pierino lo miró alejarse hasta perderlo de vista. Le pareció extraño que un tren partiera sin él. Colonia Venezia. No aparecía en el mapa rutero de Cosme. Y en el suyo ya no valía la pena buscar. ¿Estaba allí el verdadero Víctor Krauss o estaba muerto y enterrado en la tumba de Los Algarrobos? Un pueblo que no aparecía en ningún mapa era ideal. Pueblos que demorarían en volverse visibles más tiempo que el que los perseguidos demorarían en morirse. Y si en la intimidad de esos pueblos llamaban la atención por su acento, por su forma de caminar, por sus miradas de hijos de puta, entonces se declaraban holandeses, se volvían viejitos simpáticos, bicicleteros, chocolatineros, o buscaban la complicidad de la policía, siempre tan dispuesta a admirar la mano dura, el uniforme, la muerte.

Pierino volvió a la boletería y preguntó por Colonia Venezia. No le sorprendió saber que estaba en el mismo ramal que San Jorge. La cacería estaba a punto de volverse caza mayor. ¿Podría Pierino? Estaba solo. Pero el sheriff siempre está solo. Aunque el sheriff sabe disparar, usar los puños, andar a caballo. Pierino no.

3

Después de abrir la última ventana, el almacenero se sentó en una silla detrás de la caja y se dedicó a lo de todos los lunes: remarcar precios. Debería poner un pizarrón y listo, pero se olvida de comprar el pizarrón. Se acuerda los lunes, cuando los camiones le dejan la mercadería con la lista nueva y ya no tiene más remedio que ponerse a reemplazar cartelitos. Los precios que tiene que remarcar ese lunes están uno en una punta del almacén, otro en el estante más alto, dos detrás de cajones con botellas que deberá remover para desgracia de su cintura. Calcular los aumentos, escribir los nuevos carteles y reemplazar los viejos le lleva una hora y media. En todo ese tiempo entran dos clientas que buscan lo mismo: yerba, que de milagro ese lunes no aumentó. Por eso se van sin protestar, sin decir más que buenos días don Guillermo, chau don Guillermo. Es casi una casualidad que ese lunes no hubiera aumentado la yerba. Aumentó el aceite. El azúcar. La semana anterior la harina y los huevos. Y al almacenero no le quedaba otra solución que levantarse, abrir las ventanas y ponerse a remarcar. Si no lo hacía, la gente no quería pagar lo que las cosas valían. Tiene que comprar un pizarrón. Igual la gente se la va a agarrar con él, como si fuera dueño de las gallinas, de los arrozales, de los molinos. Él es el almacenero, apenas.

A un almacén entran un noventa y cinco por ciento de mujeres. El resto: hombres y chicos apretando el dinero en una mano y cantando el mandado. Ese lunes entró un caballo; un gaucho lo había dejado pastando frente al almacén y el caballo se soltó, y el almacenero lo encontró hociqueando la bolsa de harina. Menos mal que el gaucho entró rápido a sacarlo, porque don Guillermo ya había ido a buscar la escopeta a su casa, puerta mediante con el almacén. ¿Qué hubiera hecho con un caballo muerto en medio del almacén? Andá a saber. Mientras cargaba la escopeta no pensaba en nada que no fuera pegarle un tiro. Después vería; haría mortadelas, haría. El gaucho lo sacó sin romper nada. El caballo, un matungo más viejo que la botella de oporto que ya estaba ahí cuando don Guillermo compró el almacén, se dio vuelta lo más tranquilo y salió. Matungo y gaucho miraban la escopeta.

Pierino entró cerca del mediodía. Como adrede, como buscando demostrarle que estaba en el lugar correcto, como si la casualidad fuera experta en tragedia, el almacenero canturreaba algo impreciso, de melodía, letra y forma indefinida; sonaba a canción que se canta bajo el agua. No era en holandés, eso seguro. Por ahí un dialecto de un pueblito perdido en las montañas. O solo ruido. Pierino saludó con un cabezazo y se puso a mirar las botellas de vino. Al fin compró una caja de té en saquitos, un kilo de azúcar y dos paquetes de galletitas de agua. No temía ser reconocido. Existía una posibilidad en un millón de que Víctor Krauss, o sea don Guillermo, o sea el almacenero, lo identificara. Si eso sucedía, Pierino lo sabría en los primeros tres segundos, y los tres segundos ya habían pasado y nada. Eran un cliente frente a un almacenero.

Pierino vestía traje negro, camisa blanca, corbata roja, una bufanda sobre los hombros y lentes cuadrados de marco de metal. Ni la más mínima improvisación, ni en el vestuario ni en el tiempo que había dejado pasar entre saber que tarde o temprano viajaría a Colonia Venezia, y haber viajado. Eso sin olvidar que seguramente Víctor Krauss nunca lo había visto en persona y que lo creía neutralizado, muerto, lejos. Para ellos, para Víctor Krauss y sus admiradores, el molesto cazador de nazis había sido cazado en Las Parejas.

–¿Qué se caza por esta zona? –dijo Pierino mientras pagaba, señalando la escopeta que Víctor Krauss había dejado de pie en un rincón detrás de la caja. De no haber estado el arma allí, el tema de conversación habría sido cualquier otro; la casualidad hizo que fuera ése, ninguno más adecuado.

–Patos, perdices. Liebres. Depende de la puntería.

A pesar del laconismo evidente era un vocabulario en común: ambos eran hombres con puntería. La de Pierino desarrollada a fuerza de recorrer medio mundo detrás de cada liebre. La de Víctor Krauss con la ayuda de la pasividad de sus víctimas.

–Yo hace tanto tiempo que no cazo que ya ni recuerdo cuándo fue la última vez.

–¿Por qué dejó de cazar?

Pierino, como gran vendedor que era, no dejaba ningún detalle librado al azar; ese lunes hablaba con un acento groseramente italiano, algo muy común en la zona, tanto que casi todos los que estaban en edad de ser abuelos hablaban así, un acento como el que Pierino debe haber tenido el primer día que habló español. Y no lo hacía por hacer: repetía lo más exacto posible el acento del jefe de la estación de trenes de San Jorge a quien había tomado de modelo.

–Me casé y me vine a vivir a Buenos Aires, donde no hay mucha caza.

–¿Y antes?

–Roma.

–Donde tampoco hay mucha caza.

–Viajaba con mi padre a cazar, recorrí casi toda Italia, el sur de Francia, hasta estuve cazando en África.

–¿Qué se caza en África?

–Una insolación, como mucho.

Víctor Krauss no rió. Lo había malhumorado la tarea de remarcar precios.

–Nunca se me ocurriría ir a cazar a África. Nunca iría a África por ningún motivo.

Sus superiores nunca le habían pedido que viajara a África. Era más útil en Europa. En África lo podía haber mordido una serpiente y un asesino como él no era fácil de reemplazar por más que hubiera miles haciendo mérito.

–Creo que aún debo tener la escopeta arriba del ropero –dijo Pierino–. Hace rato que no la veo. Espero que mi mujer no la haya vendido.

Como si hubiera recordado que tenía hambre, Pierino manoteó fideos secos de la marca más barata.

–Son incomibles –dijo Víctor Krauss.

–Yo los hago con una salsa de aceitunas que la calidad de los fideos no importa.

–¿Necesita aceitunas?

–Tengo. Compré ayer en San Jorge.

–¿Y eso? ¿Acaso en San Jorge venden mejores aceitunas que acá?

A Pierino casi se le cae el paquete de azúcar. Lindo lío hubiera significado. Quizá Víctor Krauss hubiera empuñado de nuevo la escopeta. No sabría qué hacer con un caballo muerto, pero con un judío muerto sí.

–Es que ayer estaba en San Jorge y me dieron ganas de comer fideos hoy, y por las dudas compré aceitunas por si acá no había.

–Ah. ¿Y qué hacía en San Jorge ayer y hoy acá? ¿Es camionero?

–Casi. Soy vendedor de Singer.

Era verdad. Era un montaje y a la vez era verdad. Pierino había llegado a Colonia Venezia como un verdadero vendedor de Singer, título honorífico si los había, al mando de una camioneta Fiat con la marca notoriamente escrita en sus lados. No había vecina que al verlo pasar no le temblaran las piernas, y no por el traje y la corbata. Para lograr ser ungido vendedor de Singer Pierino había tenido que hablar con todo el Once, hasta que el mozo del Montecarlo le presentó a un primo que luego de dos presentaciones más lo sentó ante el exportador de Singer, un hombre con rango similar al de embajador. A Pierino le costó poco convencerlo de que si le daba la oportunidad le vendería medio centenar de máquinas en un par de meses. Y apenas exageraba. ¿Qué mujer no sueña con una Singer?

–Me gustaría volver a cazar alguna vez.

Dijo y se fue.

Volvió una semana después, una semana en la que nadie desapareció, nadie corrió, nadie se peinó el jopo en un baño de mala muerte, no murió el primo de nadie. No exactamente una semana, sino una semana y un día, porque Víctor Krauss no estaba remarcando precios sino leyendo un libro. Pierino compró lo mismo que la vez anterior, exceptuando los fideos, no retomó la conversación, pagó lo que las cosas valían incluido los aumentos, y se fue. Volvió el martes siguiente. Otra semana intrascendente en la que el auto de Víctor Krauss no se había movido de su garaje ni siquiera el domingo, acaso porque llovía. Ese martes entró al almacén con la escopeta en la mano.

–¿Se fue a Buenos Aires y volvió? –dijo Víctor Krauss; otro indicio de que no lo había identificado: nunca pensó que Pierino traía la escopeta para matarlo.

–Por suerte. Vendí tres máquinas y las fui a buscar.

–¿Y a quién, si se puede saber?

Pierino nombró tres clientas, dos de San Jorge, una de Colonia Venezia. Puras verdades para sostener la mentira. Nunca fallaba. ¿Encoge esta tela? Claro que no, había que decir, rápido, sin dudar ni pestañear, porque las amas de casa leen el lenguaje corporal como si fuera un Para Ti. Le bastaba para engañar a un nazi criado al reparo de la impunidad que da la fuerza y envejecido al amparo de hombres que se morían de ganas de ser como él. Ya les llegaría el turno; era cuestión de tiempo.

–¿Estaba arriba del ropero, nomás?

–No, en el sótano. Mi esposa la había puesto ahí sin decirme.

–Bueno, al menos no la había vendido. Déjeme ver.

Víctor Krauss soltó el libro para agarrar la escopeta. Mientras el otro revisaba el arma, Pierino agarró el libro como para ver de qué se trataba. Hojeó dos frases y le bastó.

–Le gustan las lecturas difíciles, parece.

–Apenas lo entiendo.

–¿Entonces?

–Se lo olvidó un primo que vino a visitarme. Un intelectual. Aunque dudo que él lo entienda tampoco. Lo llamé para decirle que se había olvidado el libro y me dijo que me lo regalaba. No sé si me considera muy inteligente o muy estúpido.

–¿Quién es esta Hannah Arendt? –preguntó Pierino como si disfrutara de pisar terreno resbaladizo.

Esa pregunta, el acento equivocado en una palabra, los ojos fijos más de lo razonable en los ojos de Krauss podían delatarlo. Pero Pierino era un gran vendedor que nunca le ofrecía una máquina de coser a la que quería una de tejer. Cosas que se aprendían en la calle, cara a cara con la víctima, cliente o nazi. No había ningún primo, claro, aunque los nazis también son de tener familia. Víctor Krauss leía ese libro, intentaba leerlo, porque esa judía Arendt había presenciado el juicio de Eichmann, a quién él había conocido muy bien, y había acuñado la frase “la banalidad del mal”, armando un alboroto considerable. ¿Qué significaba “la banalidad del mal”? Víctor Krauss no lograba entenderlo ni leyendo el libro. Hacía rato que había dejado de confiar en sacar conclusiones, pero igual lo leía; le divertía que hablara de él, no de Víctor Krauss, sino de él.

–Nunca, nadie, de las docenas de personas que entran acá cada día me preguntó por ese libro.

–Quizá porque sabían quién era esa tal Arendt. ¿Y quién es?

–No estoy seguro. Una filósofa alemana, o austríaca.

La broma de que todos en Colonia Venezia sabían quién era Hannah Arendt hubiera hecho reír al pueblo entero, claro que antes habría que haberles explicado quién era la tal Arendt y varias cosas más.

–¿Qué me dice de la escopeta?

–Es la mejor escopeta de caza que vi en mi vida.

–Italiana –dijo Pierino con orgullo.

–En eso los italianos son buenos, no hay caso. ¿De qué parte de Italia me dijo que era?

–Nací en Milán, pero me fui de muy joven, viví en Roma y en los Estados Unidos. Ahí sí que fui camionero. Pero es un país demasiado grande. Las distancias son tremendas, y esa comida termina a uno por arruinarle el hígado. ¿Y usted?

–¿Y qué vino a hacer a este país?

–Singer –dijo Pierino tentado a tocarse una gorra imaginaria; era tal el prestigio de Singer que a Krauss no le molestó que sonara a judío–, lo que Singer pide no se puede rechazar. Me dieron medio país para vender, buen negocio. ¿Y usted, de dónde es?

–De Holanda.

La única certeza era que la escopeta era italiana. Pierino dejó pasar otra semana. Precauciones, diría Cosme. Nada sucedió, excepto que Pierino vendió otras dos máquinas. Volvió un jueves.

–Tenía razón.

–¿Sobre qué?

–Esos fideos que me vendió eran incomibles. Deme los mejores que tiene.

Víctor Krauss puso un paquete sobre la mesa. Valían el doble que los otros. Una ostentación obscena, una fanfarronada.

–Mejor deme dos.

Si Víctor Krauss hubiera tenido la más pequeña duda, esa sola actitud de Pierino hubiera bastado para demolerla. ¿Qué judío anda tirando la plata así porque sí?

–¿Cazamos este domingo? –le dijo Pierino a Víctor Krauss después de pagar y de hablar de un sinnúmero de tonterías. Entre esas tonterías se presentaron formalmente; ambos dieron nombres que no vienen al caso de tan falsos que eran.

No habrían pasado más que tres o cuatro meses. Máximo seis. Era domingo. Día de caza. Víctor Krauss subió a su Siam Di Tella reluciente y se encaminó al norte. Sostenía que allí había más caza que en otro punto cardinal. Cosas de viejo. Estaba de buen humor. Presentía que volvería a su casa con media docena de patos, o dos liebres, o una perdiz. Ya en la ruta aceleró hasta ciento diez buscando descarbonizar el motor. Cosas de viejo. Viajó diez minutos a esa velocidad. Al desacelerar, el motor era un violín. Ya veía a la derecha la salida de la ruta que lo llevaría al lugar de caza ideal: un campo con un ojo de agua donde patos, liebres y perdices se iban a refrescar como si un ojo de agua en el norte fuera mejor que uno en el sur. Cosas de animales. Pero en la salida de la ruta había un camión, y si el camión no se movía, Víctor Krauss no podría llegar al campo donde estaba el ojo de agua rodeado de imbéciles animales a menos que hiciera un molesto rodeo de varios kilómetros. El camión estaba inclinado sobre un semieje roto, como herido de un ala. Y justo allí, donde Víctor Krauss y su Siam que sonaba a violín debían tomar el camino de tierra que lo llevaría a su cita de cada domingo. Víctor Krauss se bajó de mala gana. Había un hombre mirando la rueda como si con mirarla bastara. El hombre vio venir a Víctor Krauss y se alegró. No era que dos hombres iban a poder lo que uno no, sobre todo si se trataba de semiejes rotos, pero al menos podría lamentarse ante un auditorio. Los hombres hablaron. Uno era holandés, el otro no aclaró su origen. Hablaron en español con un acento horrendo. Víctor Krauss, sin saber por qué, hizo una gran cantidad de preguntas. Preguntaba para que no le preguntaran. El holandés le contó que se llamaba Víctor, que vivía en Los Algarrobos, que no tenía familia, y otras tantas cosas que a Víctor Krauss apenas le importaron, pero que le importarán unos meses más tarde.

De la bandada de patos negros se desprendió uno en soledad que caminó seis o siete pasos irregulares, abrió sus alas y despegó pesadamente hacia el sur. Desde tierra, el caño de una escopeta imitó el recorrido. Primero un ascenso vertiginoso, luego un semicírculo de izquierda a derecha. Desa-
lentado ante la posibilidad de tener que viajar solo, el pato trazó un arco enorme y perfecto para volver a aterrizar exactamente en el otro extremo de la bandada. Caminó sin rumbo. Aleteó sin convicción. Picoteó el suelo. Otros patos se le unieron. La bandada se dividió en dos grupos separados por el ojo de agua. El segundo creció a cuarenta, ochenta, quizá cien patos. Del grupo primitivo quedaban seis, que resistían en su lugar por orgullo, distracción o alguna motivación propia de la especie que los hombres nunca llegarán a evaluar en toda su magnitud. Cosas de animales. Luego fueron cuatro. Tres cuando uno de ellos se internó en el agua. Y al fin uno, algo más feo que los otros, con una pluma blanca y embarrada que le cruzaba el lomo y que salió volando en dirección al monte que decoraba el horizonte, siempre hacia el sur, el punto cardinal que parecía estar más lejos que cualquier otro punto cardinal, destino, refugio. Los cazadores bajaron las escopetas.

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