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Authors: Javier Chiabrando

Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen

Caza Mayor (5 page)

BOOK: Caza Mayor
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–Yo pensé que no estaba en el país –dijo Cosme.

Pierino les mostró el diario. Krauss estaba muerto. Decidieron, luego de una corta deliberación, elaborar un informe que le darían a Cosme que a su vez se lo trasladaría a sus contactos para que lo elevaran a la Mossad o a la agencia a la que reportaban, datos más secretos que la identidad de los verdaderos asesinos de Kennedy. El informe lo haría Pierino, que era el que conocía los detalles. Se entretuvieron un largo rato en darle vueltas al asunto, como si les pareciera imposible que fuera Víctor Krauss. Y sí, Víctor Krauss se había muerto como se había muerto Hitler y otros tantos pescados gordos, mientras que otros pescados gordos habían escapado, de la ley, pero no de morirse. Morirse era cuestión de tiempo.

Le dieron mil vueltas al asunto por las dudas y al fin brindaron con una botella de sidra tibia que fueron pasando de mano en mano, lo que no hizo otra cosa que entibiarla más. Pierino bebió cinco tragos, uno por cada integrante de su familia, el último por él.

Se entretuvieron un rato extra en contar lo que cada uno sabía de Krauss y buscaron corroborar datos y fechas en los archivos. La historia de Víctor Krauss era especialmente cruel, como si se unieran la de dos personas crueles. Aún así se corría el riesgo de no dar una impresión adecuada. No era un caso como el de Di Salvo, idiota útil, obrero calificado al mando de una maquinaria construida por ingenieros especialistas en matar. Krauss era un jefe, uno de los ingenieros, de los que inventaban, ordenaban y practicaban torturas y ejecuciones. No era Hitler, pero había hecho sus buenos méritos para asemejársele. No era Eichmann, pero había sido uno de sus hombres de confianza.

–¿Y ahora? –Dijo Gerard. Sentía que la tarea había terminado. Que una vez muerto Krauss siempre perseguirían perejiles.

–Y ahora descansaremos unos días y después veremos –dijo Pierino.

Pierino no habría lamentado que la muerte de Krauss significara el fin de la caza. Le habría gustado dejar de viajar y ponerse un negocio a la calle, salir a pedalear sábados y domingos. O sólo los domingos, porque parar dos días de trabajar tampoco era aconsejable con lo cara que estaba la vida. Siempre podría ir a Los Algarrobos por el gusto de viajar o inventar una excusa, un casamiento más, la fiesta del pueblo, una doma.

Se fueron yendo de a uno, sin estridencias, sin vítores. No había victoria posible, por mucho que lo pareciera. Pierino se quedó para devolver al sótano las cajas con expedientes, acomodar la alfombra y cerrar las puertas. Él tampoco se engañaba, tenía menos motivos que los otros. Víctor Krauss estaba muerto, pero no lo había cazado ni matado con sus manos; se había muerto como cualquier abuelo de la cuadra.

La policía cayó por el Montecarlo a media mañana, justo cuando acababa de pedir el café del día. Eran dos, con más ganas de estar en sus casas que de desentrañar ese asunto que de espinoso parecía no tener nada. Ellos estaban para grandes cosas: cazar comunistas, sindicalistas y ladrones, en ese orden de importancia. Pero le habían dado la orden de interrogar a un tal Pierino Baldacci y ahí estaban. No fuera cosa que el tal Baldacci se despachara siendo algún anarquista italiano y ellos pasaran de canillita a campeón como premio. Ya era hora de que mandaran su primer tren lleno de gente a morir. Se presentaron como se presenta la policía, dando órdenes y sin presentarse:

–¿Quién de ustedes es Baldacci, Pierino?

Esa forma de hablar como en expediente era toda una declaración de principios. Pierino levantó la mano, la misma que había levantado unos segundos antes para pedir el café y dijo:

–Yo.

Al verlo, los policías dejaron de soñar con un ascenso. Los compañeros de mesa de Pierino sintieron, por única vez ante su presencia, respeto y una pizca de miedo. “Andá a saber vos lo que esconde este tipo con esa cara de nada”. No hubieran acertado ni en mil años.

–Acompáñenos, que tenemos que hablar con usted.

Pierino ya se imaginaba los días siguientes: llamada a Cosme, que avisaría a sus contactos, abogados aparecidos de la nada pagados por vaya uno a saber quién, libertad provisional, salida del país con pasaporte falso y, lo que es peor, vender sus propiedades a las apuradas y a la mitad del valor. No sucedió nada de eso. Los policías se sentaron en la mesa de al lado, le indicaron una silla vacía y pidieron café.

–¿Usted es el que anda vendiendo sábanas por el interior?

–Sí. ¿Se le casa una hija?

Los policías rieron sin reírse, en off, algo parecido a masticar aire.

–Las preguntas las hacemos nosotros –dijo el que no había hablado aún.

–¿Usted estuvo en Los Algarrobos la semana pasada?

–No exactamente. Estuve hace cuatro días. Llegué a Los Algarrobos el lunes y me fui el martes a la tarde. Dormí en Rosario y llegué a Buenos Aires el miércoles, considerando que es lunes, digamos que estuve en Los Algarrobos hace… cinco días, y no cuatro…

–Pero era la semana pasada.

–Visto así, es verdad…

–Mire, hay una denuncia que lo menciona.

–No quisiera pasarme de vivo, pero tengo que hacer una pregunta: ¿una denuncia?

–Eso, una denuncia.

–Si es por el precio de la ropa, bueno, las cosas aumentaron. Yo pago mis impuestos –fabuló Pierino; no pagaba ningún impuesto, ese era el motivo por el que aún no tenía negocio a la calle–, y la ropa no es falsificada ni robada…

–No es eso, hombre, déjese de embromar…

–Entonces…

–Es por el asunto del primo.

Pierino pensó que se habían equivocado de Pierino Baldacci. Por ahí existían dos y vivían a pocas cuadras de distancia, eran clientes del mismo café y vendedores de ropa a domicilio.

–Perdonen, pero debo hacer otra pregunta. ¿Qué primo? ¿El primo de quién?

–Son dos preguntas.

–Es verdad. ¿De qué primo hablamos?

–El primo de Sara Laja.

Los policías hicieron silencio como si fuera una estrategia de interrogatorio; en realidad estaban disfrutando el café del Montecarlo, que no es poca cosa. Pierino hizo cuentas. No estaba en problemas por el momento y a la vez estaba en problemas. Es decir, el problema menor estaba en vías de solución, el otro apenas se dejaba entrever. Al menos no debería huir del país entre el canto de un gallo y otro ni malvender nada.

–Sara mencionó un primo fotógrafo, pero nunca lo vi en mi vida.

–Mire –dijo el policía que oficiaba de lenguaraz–, este asunto es una basura desde donde se lo mire. Pero órdenes son órdenes. El primo de una mujer llamada Sara Laja de Los Algarrobos apareció muerto en un incendio en su negocio la semana pasada…

–¿Un incendio?

–Sí. Cuando el incendio se apagó encontraron al fotógrafo, que se llamaba –y consultó una libreta–, Gastón Zucardi, muerto de un golpe en la cabeza. En las pesquisas, Sara Laja dijo que usted había andado por el pueblo y que había preguntado por el primo…

–Nunca pregunté por el primo de Sara, sino que ella lo nombró…

–No tiene importancia. Es una formalidad. Mire, le voy a decir lo que pienso. Esto tiene tufo a pelea entre maricones. Parece que el fotógrafo era de andar usando ropa de mujer y sacarse fotos… Seguro que tenía fotos con algún tipo casado y rasguño va, rasguño viene, se armó el lío… Pero me mandaron a interrogarlo y yo lo hice.

–Nos mandaron –dijo el otro policía, bamboleando un dedo, temeroso de ser considerado un debilucho.

–Puedo decirle dónde estuve desde que dejé el pueblo.

–Mejor díganos dónde estuvo el martes a la noche y el miércoles a la mañana.

Pierino les dio el nombre del hotel de Rosario y del bar la Capital. Hizo memoria y recordó el nombre del conserje del hotel y de la esposa, que lo habían visto el martes a la noche y el miércoles al levantarse.

–Eso es todo. Si llegamos a necesitar hablar de nuevo con usted, espero que no salga del país –dijo el policía subalterno del policía simple y llano, buscando impresionar.

–No creo, al menos no está en mis planes –ya no, podría haber agregado–. Qué se sabe del incendio. ¿Fue para tapar el crimen?

–Quizá. Y eso es lo raro.

–Se supone que no deberíamos contar nada –dijo el policía subalterno.

–¿Y qué importancia tiene? –ladró el otro; a la primera ocasión se volvería un Di Salvo, y sin sonrojarse–. Para el incendio fueron hasta el garaje, sacaron nafta del tanque de una estanciera, llenaron una botella que vaciaron en la habitación de los archivos, arrastraron el cadáver hasta allí y le prendieron fuego. Estos maricones cuando se ponen rencorosos son peores que las mujeres, vea.

El subalterno asintió con aire de macho. Y se fueron sin pagar.

Reunión urgente, a la que fueron sólo cuatro porque Saúl estaba en diálisis. Cosme llegó resoplando, fastidiado por haber sido citado de urgencia. No le gustaban las sorpresas, sinónimo de líos. Antes de entrar en tema hablaron de Saúl. Habitualmente eran hombres poco optimistas; ahora, hablando de Saúl, vivían su momento de verdadero pesimismo semanal. Luego Pierino los puso al día. Otra vez Víctor Krauss era el tema.

–¿Y qué significa que haya muerto ese fotógrafo? –preguntó Cosme.

–No lo sabemos, pero es sospechoso. ¿Quién querría quemar los archivos de un fotógrafo de pueblo?

–Por ahí algún marido que quería borrar los rastros de su casamiento –dijo Cosme–. No entiendo dónde está el problema. No veo que esas cosas estén relacionadas. ¿Qué dijo la policía?

–Que era un asunto de maricones –dijo Pierino.

–¿Y eso?

–A la policía no le importa el crimen. Y menos si sucedió en Los Algarrobos. Quieren cerrar el asunto rápido.

–¿Y por qué te interrogaron a vos?

–Sara Laja me nombró.

–Esa Sara te está nombrando muy seguido –dijo Cosme.

–Cuando les dije que el martes a la noche dormí en Rosario se tranquilizaron. No importa lo que diga la policía.

–¿Por qué? –preguntó Elio.

–Porque ellos van a tratar de aclarar el crimen. O quizá ni eso. Y a nosotros nos interesa el incendio. En el incendio desapareció la única foto actual de Víctor Krauss que existía.

Los hombres hicieron silencio menos Cosme que tosió. No estaban convencidos de que las cosas estuvieran relacionadas. El doble apellido y la posibilidad de que Krauss pudiera ser alemán y holandés al mismo tiempo los confundía un poco. Pierino prefería no entrar en ese tema. Los nombres siempre podían ser falsos, como podía serlo el suyo. Las nacionalidades también, por más pueblo de dos países que hubiera sido Elten. Desaparecido el cuerpo, quedaba una foto que se había incinerado con la ayuda de un amante despechado, o quizá no.

Los otros preferían creer que Víctor Krauss estaba muerto y enterrado. Un problema menos, y no un problema nuevo, y de los grandes. Además no sabían cómo seguir. Ese era el mayor impedimento que encontraban ante la posibilidad de tener que retomar el tema Krauss. Al fin de cuentas no eran detectives que podían encontrar a un hombre que usaba nombre falso y cosas así. Actuaban cuando ese hombre aparecía por error, por exceso de confianza, como había sucedido con Di Salvo, o con Salomón Ahmerat, un judío colaboracionista de los nazis que había escapado de Simon Wiesenthal y que ellos encontraron dos años después en Mar del Plata, jactándose de que lo buscaba la CIA. Lo encontró Pierino con el cuento de que quería comprarle un coche, y le pasó el dato a Cosme que hizo un pase de manos y se lo dio a sus contactos, y un día Ahmerat ya no vendió más coches.

El único que parecía pensar como Pierino era Cosme, pero sin entusiasmo.

–No somos detectives, Pierino. ¿Qué podemos hacer? –dijo.

Nada. Y era verdad, no eran detectives. No tenían más recursos que sus bolsillos, no sabían cómo buscar algo escondido, no tenían documentos falsos, no sabían volar aviones.

–¿Y qué hacemos? –preguntó Elio.

–Seguimos con nuestras vidas –dijo Cosme–, vendiendo ropa, ocupándonos de la familia, esperando a que aparezca algún otro perejil como Di Salvo, que no es más peligroso que mi nieto con una gomera.

Y así intentaron hacer.

Por esos días, más o menos, Pierino comenzó a pensar seriamente en instalar un negocio fijo. Y si debía pagar impuestos, paciencia, que hasta el imperio romano claudicó. No tenía que ver con el dinero sino con el hartazgo. Ya no quería acarrear valijas ni abordar trenes, excepto para ver algún amigo o tomarse unas vacaciones. Pero sus únicos amigos eran los del grupo de cazadores y no se tomaba vacaciones porque no le gustaba estar sin hacer nada y gastar dinero que podía invertir en sábanas que luego duplicaba de valor. La idea de quedarse en Buenos Aires a cargo de un negocio se le apareció más allá de las ganas cuando Saúl le ofreció una sociedad. Saúl estaba cada día peor de salud, sus hijos vivían en los Estados Unidos, y tenía a cargo a su esposa y a una hija un poco tonta. Asociarse a Pierino significaba que el negocio seguiría adelante luego de su muerte, y su esposa e hija recibirían un dinero que les permitiría sobrevivir hasta que sus hijos se dignaran a enviar el poderoso dinero del norte.

Pierino le dijo que lo pensaría pero estaba decidido a aceptar. Ahora o nunca. Era una posibilidad inmejorable: sin gran esfuerzo, más allá de una inversión importante, pasaba a ser dueño de la mitad de un negocio bien ubicado, con clientela propia y futuro. Más no podía pedir. Claro que debía hacer cuentas, ver cuánto dinero tenía que invertir, sentarse con Saúl a ultimar detalles, que para colmo cada día estaba peor. Más agotador sería inventariar los batones que, sumados a los de Saúl, garantizaban que el batón se utilizaría al menos durante una década. Estaba en la etapa del inventario cuando recibió una llamada de Las Parejas. Pierino no sabía donde estaba Las Parejas, luego lo encontraría en el mapa rutero donde estaba casi todo menos Los Algarrobos y un pueblo cuyo nombre aún nadie mencionó. El hombre que lo llamaba se presentó como Fernando Larivei.

–¿Nos conocemos? –preguntó Pierino creyendo que era un cliente insatisfecho.

–No, desgraciadamente. Soy el hijo de Roberto Larivei. Mi padre falleció ayer.

–Lo siento –dijo Pierino–, pero yo…

–Ya me dijo mi padre que seguramente no sabías nada.

–¿Sobre qué?

–Mi padre era primo segundo de tu padre, me lo confesó ayer, antes de morir. Yo siempre creí que no teníamos familia en Argentina. No sé por qué se lo guardaría como un secreto.

No era nada llamativo. Las guerras habían disuelto la familia de Pierino y otras miles, además de acabar con una parte de sus integrantes al punto de que era imposible reconstruirla. Era uno de los sueños de Pierino: dejar de vender ropa y dedicarse al árbol familiar. A eso destinaría los domingos a la tarde. Las mañanas las tenía reservadas a la bicicleta luego de elongar de lo lindo. La llamada desde Las Parejas era un gran paso. La posibilidad de agregar una rama donde pensó que acababa el árbol. De la historia de la familia de su padre sabía bien poco, apenas que su abuelo había muerto en la primera guerra y un hermano había emigrado a Inglaterra. Quizá allí comenzó esa parte de la historia que finalizó en esa llamada de ¿Las Parejas?

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