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Authors: Javier Chiabrando

Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen

Caza Mayor (8 page)

BOOK: Caza Mayor
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Salió de la ruta luego de un cartel que anunciaba una escuela adventista. Un poco más allá ya no tuvo que guiarse por el mapa. A la vista estaba el Valiant de Cosme estacionado debajo de un monte de paraísos al lado de un galpón. Pierino saltó la tranquera y se internó en el campo. Tropezó. Se puso de pie y volvió a tropezar. Las irregularidades del terreno eran varias, cinco para ser más exactos, a la manera de cosas enterradas sin precauciones; o tumbas, podían confundirse con tumbas sin lápidas.

La justicia también actúa con impunidad cuando nadie la confronta.

Pierino no se ocultaba. Tampoco golpeó las manos anunciando su visita. Vio lo que vio por una ventana y también lo vio parado en la entrada del galpón. Volvió al Citroen y manejó hasta Buenos Aires sin detenerse más que para cargar combustible. Oía rebotar en su cabeza la pregunta que Miguel le hizo el verlo parado allí como un tonto: “¿Y ahora, Pierino, qué vas a hacer, nos vas a denunciar?”.

¿Seguiría vendiendo toallas como si nada hubiera pasado? Una semana después, que en el café recordarían porque Pierino no había abierto la boca ni para quejarse de la inflación, volvió a hacer un viaje en Citroen. Y largo, si por largo se entiende el tiempo que le llevó llegar a Los Algarrobos previa parada en Rosario. Partió otra vez de madrugada, una madrugada donde ni siquiera los amantes furiosos estaban a la vista. En Rosario entró a la primera playa de estacionamiento cubierta que encontró. El Citroen subió malamente hasta el tercer piso, desierto con excepción de la carrocería de un Bedford. Allí Pierino sacó de la valija más pequeña un jean, una remera roja y verde, algo colorinche pero de su medida, medias blancas, una campera de jean negra y una gorra de beisbolista sin inscripción, igual a las que usaba cuando era camionero en USA. Dejó todo en el asiento delantero y salió a la calle.

La primera peluquería que encontró no le gustó; demasiado parecida a la de Julio. Entró en otra dos cuadras más allá, moderna, algo ridícula, a cargo de una mujer joven de pelos anaranjados que estaba a la moda no solo de Rosario sino de París. Pierino se hizo cortar el pelo al ras, se peinó hacia delante, se hizo quitar los bigotes y la barba candado. Milagro. Al desaparecer la barba, que era fácil de confundir con la sombra de la nariz, y con la frente más cubierta, su nariz de judío pasó a ser una lógica nariz de piamontés, grande, pero que no justificaba una página en el libro mimeografiado de Mengele. En el estacionamiento, lejos de miradas curiosas, se cambió la ropa.

Era casi de noche cuando encontró un hotel de ruta, entre San Jorge y Los Algarrobos. Creer o morir en el intento, figuraba en el mapa de Cosme que Pierino había tomado como suyo harto de que en el suyo no apareciera nada. El hotel estaba a menos de una hora de Los Algarrobos. Se alojó sin pensar que podía ser un motel de parejas. Fuera lo que fuera, se lo permitieron. Le sirvieron una tarta de verduras y una gaseosa en su habitación y a las diez ya estaba dormido, lejos del peligro, cerca del peligro.

Estacionó frente a la casa de Sara alrededor de las nueve. Sacó de sus valijas, que había llevado repletas de ropa -sólo por las dudas-, dos vestidos negros, como de luto. Uno no lo era totalmente; tenía cuello rojo oscuro, casi bordó, es decir negroide, o sea de luto. Con los vestidos en la mano golpeó la puerta. Abrió Sara la hija, que en pocos días había engordado como para que se note a simple vista. Síndrome de la mujer casada, pensó Pierino, que de eso sí sabía porque comprobaba cómo algunas mujeres iban engordando viaje a viaje, año a año, talle a talle. Ella, al verlo de pie allí, frente a la puerta, amagó sorprenderse, hasta que Pierino puso frente a sus ojos el vestido de luto con el toque bordó.

–Dada la triste ocasión, me he permitido traerle esto. Es un presente de mi parte, a la memoria de su primo.

–Era el primo de mi madre, pero gracias.

–Para ella tengo otro vestido –y lo levantó con la otra mano–, más sobrio si vale la palabra. Nosotros, los de nuestra generación, somos muy respetuosos de las formas. Y un muerto es un muerto.

–Mamá no está, y usted no parece ahora de su generación, es decir, es de su generación pero… –dijo Sara la hija.

Sara la hija lo hizo pasar con la desconfianza demolida por el regalo.

–La policía preguntó por usted –dijo al rato, cuando le estaba sirviendo un café.

–Pensé que ustedes me habían nombrado.

–No. La policía ya sabía que usted había estado acá. Quizá lo nombró algún otro del pueblo, sus clientas o las amigas de mamá.

–Quizá sí.

Quizá no. La policía, la policía, chismosos si los hay. Era muy evidente que sabían de su existencia y que lo habían investigado, por algo el presunto primo se había presentado como descendiente de la rama paterna, la que desconocía Pierino. ¿Dónde habían cometido el primer error? Tal vez cinco judíos pescando en el Tigre, sin nada que vender, era una invitación a la sospecha.

Pierino y Sara la hija agotaron el tiempo hablando de ropa. Pierino le contó de la moda en Buenos Aires sin tener la menor certeza de estar diciendo algo razonable. Él vendía siempre lo mismo, a lo sumo variaba el color de los vestidos, no el de las sábanas y toallas. La moda iba por otro lado, por otra pasarela. Luego de un rato de escuchar las exclamaciones de ella, Pierino se decidió a mostrarle el diario.

–Salió una necrológica de Víctor en La Capital de Rosario.

En ese momento entró Sara la madre, que al ver a Pierino en su casa pareció alegrarse. ¿O era simplemente que estaba de buen ánimo porque se casaba la hija?

–Qué cambio –dijo ella.

A él le costó comprender que hablaba de su aspecto. Casi lo había olvidado, excepto por la ausencia de la barba candado que lo motivaba a tocarse el mentón a cada rato.

–Me sentía viejo.

–Somos viejos.

–Usted no, Sara.

–¿Y ese vestido?

–Lo había elegido para usted, pero…

–¿Se arrepintió?

–No, pero es demasiado lúgubre. Lo elegí pensando en que la muerte de su primo…

–Era primo lejano de mi marido… Y muy bien no nos llevábamos.

Sara la madre se colocó el vestido sobre el cuerpo para mirarse en el vidrio de una ventana. Le quedaba espléndido.

–Le queda espléndido.

–Gracias, ¿y cuánto cuesta?

–Nada, es un regalo. Es por el favor del otro día. Era importante –dijo Pierino tratando de no pensar que si seguía regalando su capital así se quedaría en la calle en un santiamén.

–No fue nada. Estaban ahí cuando llegué. Me llevó diez minutos sacar el coche del garaje, ir y volver. Menos mal que eran los únicos, porque los datos que me dio no servían de nada. Ninguno era narigón, por el contrario, eran todos muchachos muy guapos.

–Mamá –dijo Sara la hija, desentendida del coqueteo de la madre de tan feliz que estaba con su vestido de duelo bordó–, salió un aviso sobre Víctor en el diario de Rosario. Mirá lo que dice.

Sara levantó el diario hasta ponerlo bien frente a su nariz, como si lo oliera.

–¿Víctor un coronel alemán? Imposible. Nunca le oí decir que pudiera llamarse Krauss ni nada parecido. Claro que con esos apellidos que tienen los holandeses…

–Usted dijo que Víctor hablaba igual que Saúl y Saúl era alemán, de Berlín.

–A mí me sonaron iguales. ¿Por casualidad ese amigo suyo, Saúl, no estaría enfermo en esos días?

–Bueno, era diabético.

Pierino le contó de la muerte de Saúl y de su frustrado intento de ponerse un negocio fijo y dejar de viajar. ¿Le pareció o ella se entristeció? ¿Pero quería que siguiera viajando o no?

–Y si era diabético, quizá tenía lastimada la boca.

–La prótesis –recordó Pierino.

–¿Qué?

–Por esos días Saúl no tenía la prótesis, se le había roto comiendo nueces.

–Víctor era holandés, de Holanda. Eso de que se llamaba Krauss es un cuento.

–¿Y qué me dice del hermano? ¿Recuerda algo del hermano de Víctor?

–Sí, que hacía como que cantaba.

Pierino podría haberle mostrado la foto de Víctor Krauss joven y militar. No lo hizo. Comenzaba a comprender que algunas personas, por no decir pueblos enteros, a partir de un momento imperceptible, detonado de casualidad, prefieren olvidar y seguir adelante para no transformar la historia en una cadena infinita de venganza tras venganza.

Llegó a Rosario cuatro horas después de un desayuno de pocas palabras. Había dormido en la habitación que Sara no aceptó alquilarle; eran por lo menos amigos. Por motivos que corresponden al protocolo de un detective verdadero no se alojó en el hotel de dos estrellas y dos entradas. Prefirió una pensión de la calle Oroño, no lejos de la peluquería que lo había rejuvenecido. Sordo a la vergüenza, se disfrazó de turista: sandalias, pantalones bermudas y una remera de viejo ridículo. Inabordable por sus seguidores, si los había. Sus seguidores perseguían socios del club de los marrones con narices de judíos.

El resto del día rondó el diario y el bar del mismo nombre. Varias veces vio al mozo en la puerta, como si temiera que alguien huyera sin pagar. Alcides apareció solo una vez, cruzando la calle desde el diario al café. Sería algo así como su camino de Compostela, la confirmación de que era posible ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, y que la casa bien podía ser reemplazada por el café. En un momento de calma -Rosario, verano, tres de la tarde: un Sahara urbano- Pierino entró al diario y se encaminó a un viejo con sospechoso aspecto de busto de yeso escondido detrás de un cartel donde se leía “Información”.

–Quisiera publicar una necrológica. Una tía, pobre.

–Está bien, déjeme los datos. Son veinte pesos.

–¿Y si quiero que publiquen una foto?

–Eso le va a salir unos pesos más. Se puede arreglar.

El viejo, de yeso, no tenía nada. La muerte le daba de vivir a mucha gente.

–No me importa gastarme unos pesos más –dijo Pierino, orgulloso de sus palabras–, pero el tema es que casi seguro que mi tía se muere mañana, fuera de la ciudad, y yo quisiera mandarle los datos con la certeza de que van a ser publicados.

–Sencillo –dijo el viejo, dándole a la muerte un tono campechano que difícilmente se podía superar–. Me lo manda por un comisionista. ¿Adónde se va a morir su tía?

–Todo indica que en Las Parejas.

–Entonces me manda al comisionista de Las Parejas, que es un amigo de la casa, con la foto, el aviso, no se olvide del dinero, y listo.

–¿Y qué garantía tengo yo de que el comisionista va a entregar el pedido?

–Usted le pregunta a qué hora lo va a entregar, y después me llama, acá está el número y el interno –anotó números en un papel–. Imposible que se haga el vivo. Todo está anotado acá –y señaló un cuaderno de tapas duras.

–¿Y si mi tía demora en morirse y puedo traer las cosas yo mismo?

–Hombre, qué complicado. Es igual, sólo que va a tener la tranquilidad de que el sobre llegó porque usted lo va a entregar en persona.

–Pero si usted no está, ¿qué sucede?

–Todo se anota acá –dijo el viejo golpeando el cuaderno de tapas duras como si fuera una tabla de Moisés. El cuaderno despidió tierra con olor a cigarrillo.

El mozo de La Capital había visto mucho, pero no a Pierino disfrazado de turista norteamericano de película. Pierino se sentó en el fondo del salón, cerca de los billares, y pidió una Hesperidina de la que probó apenas unas gotas. El mozo no se animaba a dirigirle la palabra por miedo a que fuera un espía, que por algo lo había buscado la policía. Luego de un rato de ver las bolas ir sin ton ni son por el paño, como buscando un agujero que alguien se había olvidado de hacerle a la mesa, Pierino se sacó los lentes oscuros que habían reemplazado a los suyos, y llamó al mozo.

–Le agradezco que me haya presentado a Alcides. Ha sido de gran ayuda.

–¿Ayuda para qué, para encontrar a su amigo?

¿Qué podía perder en contarle la verdad? No correría más riesgo del que ya estaba corriendo.

–Para cazar a uno de los nazis más importantes que ha vivido en este país.

–¿Se refiere a un nazi de los nuestros o de los importados?

–De los de verdad, un alemán alemán…

Dijo Pierino y le mostró el diario con la necrológica. El mozo silbó. Y eso que había visto mucho en su trabajo.

–Acá dice que está muerto.

–Ojalá –dijo Pierino enigmático.

–¿Entonces?

–¿Oyó hablar de Eichmann, el nazi que cazaron en Buenos Aires?

–Algo –dijo el mozo. Era imposible que lo ignorara; había salido en cada diario durante días, y el mozo de un bar por lo menos ve la tapa del que circula por las mesas.

Pierino se tocó el hombro de la remera de viejo ridículo, a manera de charretera.

–Es una operación similar. ¿Está conmigo?

–Estoy en contra de los nazis, claro.

–¿Alcides es casado?

–Supongo que sí.

–Creí que era su amigo.

–Cómo no, si se la pasa acá adentro.

–Bueno, si no tiene esposa tendrá hermana o madre. Dígale que le doy una valija llena de ropa de última moda a cambio de un dato.

–¿Y yo qué? –dijo el mozo.

Pierino se tocó el disfraz.

–Un conjuntito igual a éste.

–Hecho. Pero nada de teléfono ni de pagarés. Estas cosas se hacen en persona. ¿Qué quiere de Alcides?

–Quiero saber quién entregó el sobre con el aviso de la muerte de Víctor Krauss. Dígale sólo eso. Él sabe de lo que hablo. Tiene que figurar en el libro de entradas.

Esa misma noche, en la oscuridad del bar, se hizo el intercambio como parodia de intercambio de espías en la frontera del mundo libre con el otro. Pierino eligió el rincón adrede, para que ni el mozo ni Alcides vieran el contenido de la valija. No todo eran porquerías. Había mucha de esa ropa que se vuelve a poner de moda, y se vuelve a poner, y se vuelve... La valija quedó en un rincón del altillo de la casa de Alcides, y su hermanita menor, díscola e inconformista por vocación, usó las prendas hasta gastarlas. Fue la chica hippie de moda en Rosario en los ´70. –¿Pudo saber algo del sobre? –le preguntó Pierino a Alcides.

–Pan comido –dijo el mozo, cobró su parte del trato y se fue a trabajar.

–No tanto –dijo Alcides–, ese viejo de mierda no me quería dar el libro. Acá cada uno se hace responsable de lo suyo y nadie le escupe el asado al otro, pero se supone que somos colegas, ni siquiera eso, yo soy periodista y él no.

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