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Authors: Javier Chiabrando

Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen

Caza Mayor (10 page)

BOOK: Caza Mayor
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–Nos salvamos, no se fueron –dijo Víctor Krauss, y revisó la carga como si hubiera disparado–. Pensé que le iba a tirar al que amagó irse.

–Casi, casi –respondió Pierino–. Por un momento creí que los otros lo iban a seguir. En ese caso iba a tirar. Lo iba a hacer. Con tantos patos dispuestos a morir, ¿cómo no íbamos a cazar alguno?

Los patos apenas se movían para crear un hueco que era ocupado por otro y así hasta que todos cambiaban de lugar pero seguían siendo parte de la bandada. Parecían colaborar con los cazadores. Otra condición incomprensible de la especie.

–Mañana seguro que llueve –dijo Pierino mirando el cielo.

–Me preocupa el hoy y esos patos. Nada más. Deje el futuro y el pasado... –Víctor Krauss tosió y no pudo terminar la frase.

Se sentaron detrás de un yuyal que los cubría. De la bandada les llegaba un ruido sordo, síntoma de disconformidad o de algo parecido a una rebelión.

–¿Cómo andan las ventas? –preguntó Víctor Krauss.

–Las Singer se venden solas, esa es la verdad. ¿Y su negocio?

–¿Qué le puedo decir? Todos comen y compran comida. Lo único que lamento es que a veces quisiera moverme un poco más, como hace usted. Estar todo el tiempo detrás del mostrador me va a arruinar las articulaciones.

Pierino se puso de pie apoyándose en el caño de la escopeta y Víctor Krauss se alejó, obedeciendo los dictados de un instinto de conservación muy desarrollado. Pierino limpió sus anteojos por décima vez y se frotó la nariz. Miró los cristales al trasluz antes de colocárselos.

–¿No nota algo raro?

–No.

–Sin embargo...

–¿Le parece?

Rodearon los yuyos. Ambos llevaban las escopetas apuntando al suelo. Pierino imitó ese gesto de la misma manera que imitaba cada uno de los gestos del otro. Las botas, el chaleco para los cartuchos, los movimientos, todo era cazar, y por último el disparo. Era un buen alumno. Y si parecía algo ridículo con su vestimenta, si el uniforme era casi otro disfraz, todo dejaría de tener importancia al demostrar su puntería infalible.

Cinco meses atrás, días más, días menos, el comisario de Colonia Venezia, con el jopo sometido adentro de la gorra, se apareció en el almacén sin intención de comprar nada.

–Están cerca –dijo.

–¿Quiénes son?

–Quizá los mismos que cazaron a ese Eichmann amigo suyo, judíos casi seguro.

–Esos eran judíos de Israel.

El comisario no entendió la diferencia. Los judíos eran judíos, ¿qué, ahora había que diferenciarlos según dónde vivían?

–Lo mejor sería que se vaya al sur, al menos por un tiempo.

–No pienso ir a ningún lado.

–Acá no podemos protegerlo si estos tipos lo encuentran.

–¿Sus superiores, qué dicen?

El comisario sacudió la cabeza.

–Que haga lo que me parezca. Pero sugieren que se vaya al sur.

–¿Pero tengo protección o no?

–Sí, sí –dijo el comisario; los dos sí sumados daban como resultado un no sé–. ¿Y qué es lo que saben de usted? Digo, si lo vienen a buscar, ¿cómo sabrían que usted es usted?

–Supongo que tienen una foto mía de joven, datos de algún viaje, quizá encontraron rastros de mi estadía en el sur o en los Estados Unidos.

–No es gran cosa. ¿Cambió mucho desde que era joven hasta ahora?

–Como todos.

Y una luz de esperanza se encendió en la cabeza de Víctor Krauss. Porque los nazis son también de tener esperanzas. Recordó un día que salió a cazar y perdió mucho tiempo charlando con un camionero holandés huesudo como él, alto como él, Víctor como él.

Ninguno de los dos podría asegurar quién maldijo primero. Pierino hizo un cálculo rápido. Habían estado diez minutos detrás del yuyal, eso equivalía a seiscientos segundos; un rato antes había cien patos frente a sus ojos y ahora no había más que tres o cuatro; y no los habían oído huir. Es decir que los patos habían volado separados por cinco o seis segundos para evitar que los ruidos del aletear se superpusieran y se transformaran en un zumbido que cualquier cazador no dejaría de percibir. Un orgánico escape, una gran obra del pato que reagrupó la bandada cuando ellos pensaron que se trataba de una simple rebelión sin futuro. La batalla daba por ahora vencedor al animal.

Víctor Krauss levantó la escopeta y los cuatro patos que quedaban volaron en diferentes direcciones, a ras del piso. El arma basculó de uno a otro hasta que comprendió que desde allí no podría acertarles jamás. Igual iba a disparar, de jodido nomás. La mano de Pierino se posó sobre su brazo empujándolo hacia abajo.

–Guarde el cartucho para otro día.

Volvieron al camino en silencio. Pierino tuvo que esforzarse para seguirlo. Viajaron con las ventanillas abiertas del Siam sin hablar.

–¿Cazamos este domingo? –preguntó Pierino antes de bajarse.

–Deberíamos haberle disparado a ese pato que voló primero. Por lo menos tendríamos uno –dijo Víctor Krauss con las manos puestas en el volante y la mirada perdida en el exterior.

–El domingo cazaremos otro y les diremos a todos que es el mismo.

–Usted debe ser un buen vendedor.

–Soy el mejor.

La jornada de caza había finalizado.

¿Qué historia contaría Víctor Krauss si pudiera contarla? ¿Por qué no podía ser Víctor Krauss el que la contara, si las hay contadas por chicos, por perros, por objetos, por muertos? Él, después de todo, es uno de los protagonistas. Pero si la cuenta él, se decía Pierino, seguramente los héroes se volverían malvados y los malvados héroes, los vivos muertos, y los asesinos grandes hombres y mujeres más allá de toda lógica y verosimilitud. Y así nadie sabría la verdad, si es que hay una verdad. ¿Se defendería diciendo, citando a Hannah Arendt, que él es también una persona normal?

–¿Vos qué opinás?

–Sobre qué.

–Sobre si un asesino de mujeres, chicos y hombres puede ser considerado un ser humano.

–Claro, ¿qué va a ser sino?, ¿un árbol? ¿Eso dice ese libro?

Pierino le mostró la tapa del libro de Hannah Arendt a Sara. La misma edición que leía Víctor Krauss en la soledad de su almacén, apelando a su lapicito incrustado en la oreja para subrayar alguna frase que sospechaba importante.

–¿Querés que te deje leer y nos encontremos más tarde?

Pierino se negó. Leyó unos párrafos más y le devolvió el libro a la bibliotecaria. Sara y él salieron a la calle. La biblioteca cerró apenas ellos la abandonaron.

–¿Y ahora?

–Vayamos a tomar un té.

–¿Querés que vayamos al cine?

–No, quiero que caminemos y tomemos un té. ¿Te gusta el cine?

–Mucho.

–Entonces vendremos pronto, luego.

–Luego de qué.

–De que venda todo lo que traje.

La renoleta estaba estacionada en una de las dársenas de la plaza. Tomaron el té alrededor de las seis, en una confitería que estaba enfrente, como si la vigilaran. Pero no era eso; no había existido un robo de coche en San Jorge desde su fundación hasta la fecha. El mal que anidaba por los alrededores era de otra categoría, y parecía dormir; parecía.

El cuerpo de Víctor Van der Lower, holandés, camionero, soltero, sin familia, yacía muerto en el suelo. De su garganta brotaba sangre; sangre holandesa, roja, claro. El disparo debía ser en la garganta y Víctor Krauss le había dado en la garganta. De otra manera, ni el policía más tonto del país habría dicho que Víctor Van der Lower se había pegado accidentalmente un tiro con su propia escopeta. Si ni escopeta tenía. Pero Víctor Krauss no era de equivocarse en esas cosas. El plan incluía darle un tiro en la garganta y el holandés estaba muerto de un tiro en la garganta.

El comisario de Colonia Venezia había aprobado el plan, pero se había negado a estar en el lugar de los hechos, de la muerte, del crimen. Una cosa es secuestrar a alguien, mentirle, encerrarlo sin pruebas, torturarlo, y otra pegarle un tiro en la garganta como si nada. Él era el cómplice necesario, sólo eso, el que había fraguado un control policial en plena ruta para incautar el camión de Van der Lower en las afueras de Colonia Venezia con la excusa de que había una irregularidad en los papeles. No le hicieron preguntas; si ya lo sabían todo: dónde vivía, qué cosas tenía, qué le faltaba, a qué hora y qué día pasaría con su camión por Colonia Venezia. Porque desde que a Víctor Krauss se le ocurrió esa idea con aire de manotón de ahogado, lo investigaron, siguieron, corroboraron que era el hombre ideal para un plan que sólo podía hacerles ganar un poco de tiempo. Pero tiempo, para un hombre que había matado a más enemigos de los que tenía, y que había huido de sus herederos hasta ese día, no era poco. Con tiempo extra moriría de viejo, que sería la burla mayor a sus perseguidores.

Por suerte para Van der Lower, detenido por el mismo control policial estaba el almacenero que días atrás intentara ayudarlo con el camión. Y que además iba para el lado de Los Algarrobos. Obviaremos los motivos que esgrimió Víctor Krauss para conducirlo como corderito al matadero. Eran una mentira detrás de otra; una fábula sin animales, o con animales, porque con una de esas mentiras lo llevó hasta el campo con el ojo del agua adorado por esos estúpidos patos. El camionero no sospechó nada hasta que el otro lo apuntó con una escopeta y lo mató de un tiro en la garganta. Al lado del cadáver quedó la escopeta que supuestamente le pertenecía. El camión fue estacionado a cien metros. Poco importó que nadie recordara a Víctor Van der Lower cazando. Siempre hay una primera vez en la vida, hasta para morirse.

Quedaba la parte más aburrida, burocracia, papeleo: presentarse en la casa del holandés, borrar su huella, anunciar con bombos y platillos, en cada diario que aceptara editar una necrológica a cambio de veinte pesos, la muerte falsa del verdadero Víctor Krauss. Que es lo mismo que la muerte verdadera del falso Víctor Krauss. El plan se fue dando con sincronización germana. Los inconvenientes menores se resolvieron con otras dos muertes, la de un fotógrafo maricón que se apareció justo cuando le querían incendiar los archivos y la de un judío rompehuevos. Nada de otro mundo.

¿Qué historia contaría Di Salvo si pudiera contarla? ¿Qué les habría contado a sus captores? ¿Habría intentado despertar lástima? ¿Habría rogado como sus víctimas? Seguro, claro que sí, efectivamente. Pierino lo había visto rogar. En esos momentos nadie deja de rogar, de llorar, de mentir, de decir la verdad. No importan lo que sostengan las películas ni los libros, incluido el de Hannah Arendt. En esos momentos los hombres lloran y ruegan, se parecen en su desesperación: blancos y negros, malos y buenos, maricones y machitos. Tienen miedo, simplemente. Pierino lo había visto a Di Salvo, al perejil, al tonto, al ciclista, llorar sin pudor alguno, llorar como si no fuera perejil sino sólo un hombre que tiene miedo. Eso había visto Pierino cuando se acercó al galpón del campo de Balcarce; había visto a un hombre antes llamado Antonio Di Salvo, luego Antonio Mastrángelo, transformado de una sola vez en una piltrafa y en una lección. En esos momentos fue cuando más cerca estuvo Di Salvo de ser un león; porque no se obliga a una liebre a confesar cosas que sólo los verdaderos reyes de la selva saben. Eso buscaban ser las palabras de Di Salvo. La confesión de grandes crímenes, la confirmación de todo lo que le preguntaban. Sí, yo mandé esos trenes, yo era amigo de Mussolini, yo soy Mussolini, yo soy Hitler, yo inventé el fascismo, soy Caín y Judas y lo que ustedes quieran que sea, habría confesado Di Salvo para que lo dejaran en paz. No entendía que tanta logística, aunque no incluyera aviones, tenía que ser justificada cada segundo. Primero lo obligarían a no sentirse un ser humano, a confesar ser Hitler, y después, cuando se les diera la gana, lo matarían y enterrarían al lado de las otras cinco liebres, o sea los hombres que Pierino había encontrado a fuerza de vender ilusiones a mujeres que sólo deseaban estar a la moda.

La renoleta estacionó frente a la estación de trenes de San Jorge al mando certero de Sara. Pierino, en ese momento, pensaba en Cosme torturando y en Cosme muerto, y en sí mismo, que no podía detenerse porque había entrevisto un león y no quería dejarlo escapar. No podía. ¿Podía? ¿Perseguía la justicia o la venganza? ¿Eran diferentes? ¿Cómo reconocer la diferencia?

–¿Cómo está tu hija?

–Esposa nueva barre bien y cocina mejor. Hay que darle tiempo.

–¿Y qué dice que te invité a tomar el té?

–No lo sabe. Bastante tiene con su matrimonio nuevo como para que yo le venga con chismes.

–¿Y si no fueran chismes?

Sara le pegó con el dorso de la mano un golpe de tramoyista en el hombro. No sabían cuándo habían comenzado a tutearse. Quizá fue cuando Pierino se cortó el pelo y mutó de marrón a bordó y ella se puso el vestido negro que le quedaba sensacional. Estaban a la moda. No necesitaban una revista para corroborarlo.

–No sé por qué alquilás en Colonia Venezia. ¿No te gusta la habitación de Los Algarrobos?

–Es difícil de explicar.

–Como tantas cosas.

–Esto es más difícil. Debo alojarme en Colonia Venezia, y lo mejor sería que no volvamos a vernos hasta que termine un asunto.

–¿Vender todas las Singer?

–Eso sería sencillo.

–¿Tiene que ver con la muerte de Víctor?

–Tiene que ver.

–¿Creés que lo mataron?

–No lo sé, pero lo usaron para ocultar a una persona viva. Es complicado.

–Suena complicado –dijo Sara.

Di Salvo estaba recostado sobre un elástico de cama de metal, con sus manos y sus piernas atadas a los extremos con alambres de púas. Sangraba –en gotas que caían sobre la sangre ya seca de Ahmerat, Castorp y otros, los precursores, se diría– en tantas partes que a Pierino le pareció vestido con un taparrabos y restos de ropa. Pero estaba desnudo. Había gemido, implorado, llorado; ahora ya no hacía sino respirar. Y aún respirar lo hacía con dificultad. Seguramente prefería estar muerto pero estaba vivo. A su lado, un hombre joven jadeaba como alguien que ha dado más de ocho vueltas en bicicleta alrededor de un pueblo liliputiense. Era el cansancio del torturador. Torturar agota, deprime, fastidia. Fastidia la sangre, los ruidos, los gritos, la obligación de herir sin matar. Matar es sencillo. Es breve, y si uno mata a la distancia se evita la sangre y los gritos y la depresión y el fastidio. La tortura es posible sólo cuerpo a cuerpo, uno inerte, el otro activo.

El torturador recupera el aliento y retoma su trabajo con una precisión adquirida a través de los días y los cuerpos. Seis se los había provisto Pierino, y quizá había otros Pierinos por ahí, sedientos de justicia, haciendo felices a los sedientos de sangre. Nunca serían millones, pero por seis se comienza. En realidad se comienza por uno, el primero. Llegar al seis agota. Luego es un trámite. Alcanzar el millón es una cuestión de mejorar las estrategias, los métodos, los sistemas, las alianzas. Y cavar una tumba para uno cansa tanto como cavar una para miles. Son unas paladas más; pero siempre se comienza por la primera.

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