Cerebros Electronicos (17 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Cerebros Electronicos
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Los terrícolas empezaron a bajar por la escalera detrás de Aznar. Unos metros mas abajo la escalera dobló en ángulo recto. Tras otro tramo dobló de nuevo desembocando en un corto túnel cerrado por una puerta. Esta puerta parecía hecha de algún material plástico y tenía dos sólidos cierres de pestillo, uno arriba y otro abajo.

—Debemos estar bajo la sala de control —murmuró Tierney detrás del español.

Con la culata de su fusil Miguel Ángel hizo saltar los pestillos, primero el de arriba, y luego el de abajo. Empujó la puerta con la mano, pero ésta se resistió.

—Parece atorada. Cojan mi fusil, voy a probar con el hombro. Miguel Ángel empujó fuertemente con el hombro, pero la puerta no se movió.

—Espere, yo le ayudo —dijo Thomas Dyer, que era junto con Balmer el hombre más robusto del grupo. Los dos hombres aplicaron su hombro contra la puerta, empujando al mismo tiempo. La puerta cedió una pulgada, y una lámina de hielo, larga y delgada, se desprendió del dintel. Otro empujón acabó por abrir la puerta lo suficiente para permitir el paso de un hombre. Una luz azulada salió por el resquicio. La jamba de la puerta aparecía cubierta de hielo. Era el hielo, soldando la puerta al marco, lo que dificultaba la apertura. Otro vigoroso empujón acabó abriendo la puerta de par en par…

Los terrícolas abrieron sus ojos sorprendidos. Estaban en lo que parecía una caverna… Una caverna de techo abovedado, con sólidos pilares de ladrillo sosteniendo recias arcadas que comunicaban con otras naves paralelas. Por las paredes corrían tuberías y gruesos cables eléctricos. Techos, paredes, tuberías y cables, incluso el suelo, aparecían cubiertos de hielo, que parecía azul a la luz de los globos fijos al techo. A cada lado de la larga bóveda, y también en las bóvedas contiguas, se veía una ordenada fila de grandes cajas elevadas a un metro de altura sobre sendas bases de ladrillo. Probablemente la forma abombada de la cubierta de las cajas, y su ordenada disposición a cada lado de la bóveda hizo exclamar a Edgar Ley:

—¡Una catacumba!

Miguel Ángel Aznar avanzó lentamente, cuidando de no resbalar en el hielo. De las tuberías colgaban carámbanos, y el hielo cubría también totalmente aquella especie de sarcófagos.

Frotando con su mano enguantada la tapa del primer sarcófago, Miguel Ángel Aznar se inclino para mirar. La tapa del sarcófago debía ser de cristal, o bien todo el sarcófago era un molde de alguna materia transparente plástica. Miguel Ángel miró y vio… ¡unos pies humanos!

—Sí, son sarcófagos —dijo en voz alta.

Se acercó a la cabecera del sarcófago, apartó el hielo con las manos y se inclinó para mirar. Había un rostro humano, rígido y azul, allá como en el fondo de aquel extraño molde de material transparente. Los acusados pómulos, las cejas arqueadas y la carencia de pelo en la barba pertenecían indudablemente a un Hombre Azul.

—¡Un cadáver saissai! —exclamó roncamente.

Harry Tierney se acercó y miró por el hueco limpio de hielo.

—Sí, es saissai —dijo—. Pero tal vez no esté muerto.

—No está vivo.

—Quizás se encuentren en un estado intermedio entre la vida y la muerte, es decir, aletargado.

—¿Aletargado? —exclamó Balmer con acento escandalizado—. ¿Que quiere decir eso.?

—Congelado, pero vivo. Sus funciones vitales pueden estar aletargadas. Es lo que en términos científicos se conoce por hibernación. Algunas especias de animales poseen la propiedad de dormir por todo lo que dura el invierno, reduciendo sus funciones vitales a un minino, lo cual les permite sobrevivir sin tomar alimentos hasta la primavera.

Harry Tierney empezó a moverse lentamente en torno al sarcófago, mirándolo todo con suma atención. Con la culata de su fusil raspó el hielo que formaba una dura costra cubriendo el basamento. Descubrió de este modo una portezuela de material plástico encajada en un marco del mismo material.

Metiendo un cortaplumas por las juntas para quitar el hielo que soldaba la puerta al marco, y haciendo luego palanca, consiguió abrir descubriendo un hueco.

En realidad toda la base sobre la que descansaba el sarcófago estaba hueca. Allí había varios tubos de plástico que entraban y salían de un aparato no mayor que una caja de zapatos.

—¿Qué es eso? —preguntó Miguel Ángel poniéndose de cuclillas junio a Tierney.

—¿Ve ese líquido oscuro que circula por esos tubos? Es sangre. La caja debe hacer las funciones de un corazón artificial. Dos pulsaciones por minuto son suficientes para mantener en vida a nuestro hombre. La sangre probablemente es oxigenada y purificada antes de ser inyectada en la aorta. El hombre no tiene que respirar para mantener vivas sus funciones vitales. No piensa, no siente, y en su sueño el tiempo transcurre indiferentemente para él.

—¿Cuánto tiempo puede permanecer en ese estado?

—No lo sé. Si las máquinas están bien construidas, con materiales de larga duración, nuestro amigo puede llevar tendido en ese sarcófago años… siglos tal vez.

Miguel Ángel guardó silencio, impresionado por las palabras de Harry Tierney. Miraba fijamente al intrincado mecanismo y dijo:

—La sangre parece estar circulando cada vez más aprisa por esos tubos. ¿Es posible que al interrumpir nosotros la corriente eléctrica hayamos puesto en actividad algún circuito previsto para despertar a estos hombres?

—Ahora que usted lo dice… sí. Pienso que es posible que con nuestra ignorancia hayamos venido a interrumpir el sueño de siglos de esta gente. Si es así, despertarán en unas horas.

Capítulo 10.
«RAGOL»

S
eis horas llevaban los terrícolas esperando la reacción de los dormidos saissai. Durante este tiempo habían utilizado el ascensor para regresar a la plaza, sacar de la «zapatilla volante» las provisiones y el resto de las botellas de oxígeno, y hasta dar un paseo por la ciudad y escudriñar en el interior de los cuatro rascacielos. Nadie vivía, ni al parecer habitó nunca aquella fabulosa ciudad. Los rascacielos, completamente terminados, parecían a la espera de recibir el mobiliario y los inquilinos. Dos mil cuatrocientas familias podían habitar aquella ciudad: es decir, unos diez mil habitantes instalados con holgura.

En la actualidad, la ciudad servía como almacén para unos Cinco mil robots.

Estos robots eran distintos del modelo que atacó a Miguel Ángel y sus amigos al llegar a la ciudad, y en vez de moverse sobre una rueda, eran más parecidos a un ser humano al menos en el sentido de que andaban sobre dos piernas. Eran, en suma, robots del mismo modelo que el piloto de la «zapatilla volante» capturada por Miguel Ángel Aznar, y se advertía a simple vista que estaban capacitados para desarrollar una variedad de tareas muy superior a los robots motorizados, cuya misión específica parecía ser la de actuar en servicios de policía. El grupo regresó a la cámara del cerebro electrónico, comió y esperó impacientemente. En determinado momento, no pudiendo contener por más tiempo su curiosidad e impaciencia, Richard Balmer y George Paiton bajaron la escalera para atisbar por la puerta entreabierta, de regreso comunicaron:

—Los sarcófagos se han abierto. Cada sarcófago parece ser un molde de plástico hecho a la medida de la persona que contiene. En cada esquina de la caja hay un pistón hidráulico. Estos han levantado la mitad del molde. El hielo se ha derretido por completo y ahora reina en el sótano una atmósfera más bien calurosa.

—¿Los saissai siguen tendidos en sus sarcófagos? —preguntó Tierney.

—Si, aunque en sus caras parece que está volviendo el color.

—Bien está, esperaremos —dijo Tierney suspirando.

Se habían despojado de sus escafandras y también de sus trajes de cosmonauta, pues allí en la sala circular hacía calor. Sentados en los bancos fumaban o charlaban en voz baja. De vez en cuando, alguien se levantaba y empezaba a pasear dando vueltas a la sala, con frecuentes miradas de impaciencia a la portezuela por la que esperaban ver salir de un momento a otro a los saissai.

Esto ocurrió a las siete horas de haber interferido en los controles.

Paiton, junto a la portezuela, exclamó en voz baja:

—Creo que alguien sube.

Todos se pusieron en pie como impulsados por un resorte. Edgar Ley y Thomas Dyer tomaron instintivamente sus fusiles.

—Dejen las armas —les dijo Tierney—. No hay motivo parque no resolvamos este asunto pacíficamente. Una figura apareció inclinando la cabeza para pasar por la baja y angosta puertecilla. Entró en la sala y se irguió mirando sorprendido a los seis hombres que le contemplaban.

Era un hombre anciano, alto para la estatura media de los de su raza, envuelto en una túnica amarilla, la cabeza rapada y los pies descalzos en los que habían sido extirpadas las uñas.

Aunque evidentemente sorprendido, el anciano dio muestras de un gran dominio sobre sí mismo. Sólo contrajo la boca, y sus ojillos oblicuos se abrieron más de lo normal mirando a cada uno de los seis hombres que estaban frente a él formando un semicírculo.

Avanzó dos pasos y se detuvo. Tras él, inclinando la cabeza, salió otro saissai, igualmente envuelto en su túnica, y a continuación, aparecieron otros cinco saissai.

—¿Quiénes sois? —preguntó el anciano con voz débil. Fue Harry Tierney quien contestó en lengua saissai:

—Somos hombres del planeta Tierra.

—¿Habláis nuestra lengua?

—Sí, aunque no correctamente, como podrás apreciar. Aprendimos vuestra lengua de vuestros hermanos, los saissai de Abasora.

—¡Abasora! —exclamó el anciano con emoción y alegría—. ¿Nos encontramos, pues, en las proximidades de Abasora?

—Todavía cerca, si bien que alejándonos de ella.

—¿Lejos? —interrogó el anciano con incredulidad. —¡No es posible! Debíamos despertar un tiempo antes, cuando Ragol se aproximara de nuevo a Abasora—. La expresión del anciano se hizo severa. —¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no nos despertaron a tiempo? ¿Cómo llegasteis vosotros aquí?.

—Toma asiento, por favor, es una historia larga de contar —señaló Tierney a uno de los bancos. El anciano lanzó sobre Tierney una mirada de amenaza. Luego, lleno de dignidad, fue al banco y recogió su túnica para sentarse. Algunos hombres más salieron por la puertecilla. Los terrícolas retrocedieron para cederles sitio.

—Hace tiempo —empezó Tierney, rehusando emplear la palabra «año» en evitación de confusiones— mis amigos y yo tuvimos la evidencia de que una raza de Hombres Grises, llamados thorbod. Habían llegado desde algún lugar desconocido del Universo y se habían refugiado en el planeta Venus, el más próximo a nuestro planeta Tierra. En la Tierra yo era hombre rico, tenía una factoría de construcción de aeronaves, y construí en secreto, a mis expensas, una poderosa aeronave capaz de llevarnos a Venus. Hasta este momento, ningún hombre de la Tierra, excepto mis amigos y yo, había pisado jamás el planeta Venus. Fuimos allá en busca de los thorbod y descubrimos con sorpresa que aquel planeta estaba habitado por una raza de hombres azules, llamados saissai. Los Hombres Grises, raza inhumana y cruel, aunque con un desarrollo técnico y científico muy avanzado, habían esclavizado a los saissai. Periódicamente iban a las ciudades saissai a proveerse de hombres azules para utilizarlos como esclavos en sus minas y en sus grades factorías. Mis amigos y yo llegamos a la ciudad de Abasora cuando los Thorbod acababan de marcharse llevándose consigo muchos cientos de jóvenes saissai. Fuimos amigos del Tadd de Abasora y otros ilustres hombres que nos relataron su padecimiento y sus temores. Y un día, nosotros emprendimos el regreso a la Tierra en nuestra aeronave, pero antes les prometimos a nuestros amigos saissai que regresaríamos en breve con una flota de poderosas aeronaves y lideraríamos un gran ejército que aniquilaría a los thorbod y liberaría a los saissai de la esclavitud.

—No vosotros —interrumpió el anciano con energía—. Nosotros, los saissai, liberaremos a nuestros hermanos de Venus de la esclavitud de esa odiosa raza que llamáis thorbod. ¿Cómo viven en la actualidad nuestros hermanos de Venus?

—Ellos vivían una existencia primitiva, feliz y sin problemas, hasta que llegaron los invasores thorbod. La existencia de hombres en Venus nos sorprendió tanto que quisimos indagar su pasado. Así supimos que los saissai procedían de otro planeta. Hoy, con sorpresa, hemos descubierto que este planeta en el que nos encontramos ahora es la verdadera patria de vuestra raza.

El anciano negó con la cabeza diciendo:

—No. Ragol no es la verdadera patria de la raza saissai. Nuestro mundo de origen fue un planeta llamado Diyan. Teníamos, como vosotros en la Tierra, una estrella que iluminaba nuestros días y daba calor y vida a nuestro mundo, lira una estrella pequeña y muy vieja; es decir, en ella las reacciones físicas se desarrollaban cada vez más aprisa. Era un sol en camino de extinguirse, y de año en año irradiaba mayor calor, abrasando la tierra y haciendo insoportable la vida en las regiones cálidas de nuestro planeta. El problema era especialmente grave para los saissai, que habitábamos la zona tórrida del planeta. Los «kidman» u Hombres Rojos, la otra raza que poblaba nuestro mundo, habitaba las regiones frías y estaban en condiciones de soportar por más tiempo el incesante aumento de calor. Durante milenios. Hombres Azules y Hombres Rojos habían sostenido interminables guerras… guerras alimentadas por un odio irreconciliable entre razas distintas, que unas veces daban la victoria a un bando, y otras veces al contrario, arruinando tanto a vencidos como a vencedores. El arte de la guerra se había desarrollado a escala inconcebible, y ambas razas vivíamos casi exclusivamente para armarnos, gastar nuestro material y volvernos a rearmar. El hombre era esclavo de las máquinas de destrucción, y vivía enterrado en profundas ciudades, trabajando incansablemente para construir nuevas máquinas y agotando rápidamente los recursos naturales del planeta. La última guerra era decisiva para los saissai, pues deseábamos que los «kidman» nos cedieran parte de sus tierras para acomodarse en ellas. Los «kidman» no cedieron y nos arrollaron. La locura se había apoderado de nuestros dirigentes, quienes al borde de la inminente derrota, decidieron aniquilar la atmósfera de Diyan provocando una espantosa reacción en cadena. Antes, no obstante, nos habíamos preparado para evacuar Diyan y trasladarnos a Ragol, un planeta pequeño cuya órbita se encontraba a millares de kilómetros del sol, donde los rayos de fuego de éste no le afectarían. Diyan fue aniquilado, y con él sacrificada la raza «kidman», mientras nuestras aeronaves conducían a los restos de la raza saissai al lejano planeta Ragol. En Ragol las condiciones de vida eran extremadamente duras, pues era un mundo frío, estéril y ni siquiera tenía una atmósfera apropiada a nuestros pulmones.

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