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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Cerebros Electronicos (15 page)

BOOK: Cerebros Electronicos
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—Tranquilos, muchachos —dijo Miguel Ángel—. Cualquier cosa que sea no tardaremos en verlo. Vamos hacia allá.

—¿No convendría bajar y volar a ras de tierra? A mayor altura más fácilmente nos descubrirá su radar —apuntó Balmer.

Aznar empujó la palanca hacia adelante y el aparato empezó a perder altura con rapidez. El terreno, suavemente ondulado, favorecía el vuelo a baja altura. Miguel Ángel Aznar puso la «zapatilla» casi a ras del raíl, el cual iba derecho hacia el objeto reflector.

A través del visor, Miguel Ángel fue el primero en identificar el objeto.

—¡Es una cúpula! ¡Una gran cúpula de cristal!

—¿Cómo sabe que es de cristal —preguntó Tierney impaciente.

—Porque es transparente… se ve algo confusamente a través de la cúpula… ¡Edificios! ¡Es una ciudad encerrada en una concha de cristal! El sol refleja en la cubierta y no es posible ver con claridad.

—Vire alrededor de la ciudad, de ese modo evitaremos los reflejos.

La excitación se había apoderado de los seis hombres, incluyendo a Edgar Ley, a quien la reciente muerte de su hijo tenía abatido y como indiferente a cuanto ocurría.

Miguel Ángel se apartó del raíl, llevando la «zapatilla» hacia la derecha, hasta encontrar una larga hondonada que discurría en dirección a la ciudad. Esta hondonada desembocó en un amplio paraje, probablemente un lago helado, sobre cuya superficie llana se levantaba la ciudad-concha en toda su espléndida majestuosidad. Miguel Ángel descubrió a través de su visor telescópico algo que hasta entonces no había podido apreciar. La ciudad-concha estaba rodeada de múltiples objetos diseminados, la mayoría de ellos arropados por el hielo y de difícil identificación por lo tanto. No obstante el español tuvo la impresión de encontrarse en un colosal astillero, en los solares de un edificio en construcción o recién construido, del cual no habían sido retirados todavía los materiales y las máquinas que sirvieron para la construcción: grúas, andamios, máquinas, vagones plataforma y auténticas montañas de vigas de acero, mármol y ladrillos…

En mitad de aquel campo de escombros, la concha se elevaba a 200 metros de altura. Su diámetro debía ser de alrededor de 400 metros, constituyendo por lo tanto una semi-esfera perfecta. Arriba, en el punto más alto, se elevaba una torre que sostenía cuatro gigantescas antenas parabólicas, cuatro enormes platos orientados a los cuatro puntos cardinales.

Miguel Ángel apartó sus ojos del visor y redujo la velocidad del aparato. El monorraíl, que habían dejado varios kilómetros atrás, daba la vuelta a la ciudad-concha. La «zapatilla» se elevó para salvar el raíl y luego tuvo que mantenerse a esta altura para evitar las pilas de materiales que se levantaban desordenadamente por doquier. El material que rodeaba a la ciudad debía llevar mucho tiempo abandonado. Las grandes grúas, corroídas por la herrumbre, habían perdido sus poderosos brazos, y la mayoría de ellas aparecían tumbadas y cubiertas de hielo.

—Parece como si los obreros hubieran dejado de mano apresuradamente después de construir la ciudad —observó Thomas Dyer.

—Pues han debido pasar siglos desde entonces1 —dijo Miguel Ángel.

—¡Con tal que la ciudad no esté abandonada! —exclamó Balmer.

La ciudad estaba ahora apenas a trescientos metros. Curiosamente, a todo su alrededor se extendía una pista completamente lisa y libre de obstáculos.

En la base de la concha, a todo su alrededor, una tupida vegetación ocultaba a la vista la parte baja de la ciudad. Dentro de la ciudad debía haber una importante condensación de vapor de agua, el cual hacía ligeramente opacas las paredes de cristal. No obstante el sol estaba ahora al lado opuesto, recortando a contraluz las esbeltas siluetas de cuatro rascacielos.

—¡Miren, hay vegetación en el interior de la ciudad! —señaló Thomas Dyer—. Si hay vegetación debe haber también oxígeno. Las plantas toman el anhídrido carbónico de la atmósfera y desprenden oxígeno. Este podría ser el medio, económico y a la vez decorativo, del que se sirven los habitantes de la ciudad para renovar el oxígeno de su atmósfera.

—¡Podemos respirar allí tan libremente como si estuviéramos en Central Park ! —dijo George Pailón jubiloso.

—Eso suponiendo que nos permitan entrar —gruñó Dyer, como siempre al lado pesimista de las cosas.

—Allí veo algo que parece una puerta —indicó Miguel Ángel.

La puerta parecía de acero y era cuadrada, midiendo unos treinta metros dfi ancho por otros tanto de alto. Miguel Ángel Aznar llevó la «zapatilla» sobre la pista de 120 metros anchura que parecía dar la vuelta completa a la ciudad, y maniobró hasta enfilar la proa del aparato hacia la puerta.

— Como entraremos? —pregunto Paitón—. ¿Deberemos llamar al timbre?

Apenas acababa de hablar Paiton, y como obedeciendo a un conjuro, la puerta se abrió en dos hojas corredizas que se apartaron a derecha e izquierda.

—¡Cuidado! —dijo Dyer—. ¡Puede ser una trampa!

—Nos han abierto la puerta y eso era lo que queríamos, ¿no es cierto? Bien, pues vamos a entrar —dijo Miguel Ángel.

Las hélices impulsaron la navecilla hacia adelante y acto seguido Miguel Ángel dio contramarcha para no estrellarse contra otra puerta que cerraba el paso. Estaban en el interior de un largo tubo. A sus espaldas la puerta exterior se cerró silenciosamente.

—¡Nos han dejado encerrados! ¡No podemos volver atrás ni seguir adelante! —exclamó Richard Balmer.

—Tengo la impresión de que estamos en el interior de una esclusa, en la cual probablemente se está insuflando oxígeno. Esperemos —dijo Aznar.

La espera no fue larga. En dos minutos la puerta del fondo se abrió.

—Muchachos, tomen sus armas —dijo Miguel Ángel—. No se fíen de las apariencias, porque no sabemos cómo nos van a recibir ahí dentro.

La navecilla salió del tubo impulsada por sus hélices y los sorprendidos terrícolas se vieron en medio de una avenida de sesenta metros de ancho, entre un frondoso jardín de cuarenta metros de profundidad, que daba la vuelta a toda la ciudad, y dos esbeltos rascacielos que se elevaban a ciento setenta metros de altura, atravesando una lámina de cristal transparente que formaba un segundo piso a ciento cincuenta metros de altura sobre sus cabezas.

A través de esta lámina de cristal, todavía más arriba, cerraba la cúpula con un edificio circular adherido al techo. El suelo de la avenida era de grandes losas de mármol negro, pulido y brillante como un cristal, y se extendía por entre los rascacielos hasta una plaza central de cien metros de lado. Un ascensor, desde el centro geométrico de esta plaza, subía recto como una lanza, atravesaba el segundo piso y desaparecía en aquel extraño edificio circular que parecía pegado al techo.

Los rascacielos eran de una sobriedad elegante y funcional, y el material empleado en ellos parecía ser una combinación de mármol y cristal negro.

A un metro sobre el suelo, la «zapatilla volante» se deslizaba silenciosamente por la avenida, teniendo a su derecha los jardines, y a su izquierda los cuatro rascacielos.

—¡Fantástico! —exclamó George Pailón—. Ni siquiera en Nueva York hemos construido rascacielos tan bonitos.

¿Pero dónde está la gente?

En efecto, no se veía un alma. Nada se movía, ni una hoja, ni un ser humano, ni una máquina. Toda la vida en aquella fabulosa ciudad estaba representada por los seis terrícolas que, intimidados, crispaban sus manos enguantadas sobre sus fusiles.

La «zapatilla» seguía adelante, dando la vuelta —a la cúpula por detrás de los rascacielos.

—Vamos a la plaza —dijo Miguel Ángel moviendo el timón y pisando suavemente el acelerador. La «zapatilla volante» viró y pasó entre dos rascacielos para internarse en la amplia y desierta plaza. Miguel Ángel pisó el pedal de contramarcha y el aparato se detuvo.

—¿Y ahora, qué hacemos? —murmuró George Paiton—. Me dan ganas de dar un silbido, a ver si aparece alguien.

—Tal vez no viva nadie en esta ciudad —dijo Harry Tierney—. Han transcurrido dos mil setecientos años desde que los saissai abandonaron este planeta.

—¡Pero todo está limpio… perfectamente en orden!

—Es posible que haya habido una nueva emigración masiva recientemente, aprovechando el paso de este planeta por las proximidades de Venus.

—Entonces, ¿quién nos abrió las puertas? —preguntó Dyer.

Tierney no contestó. En este momento Miguel Ángel daba contramarcha y detenía la «zapatilla volante» a cuarenta metros del ascensor que partía del centro de la plaza.

Los tripulantes de la «zapatilla» miraron medrosamente a su alrededor.

—¡Ey, miren allí! —señaló George Paiton extendiendo el brazo.

Tres figuras salían silenciosamente por la amplia puerta del rascacielos que quedaba a su derecha. Pero simultáneamente, otras figuras aparecían en las puertas del edificio de la izquierda… y del que quedaba al otro lado de la plaza.

—¡Robots!

Eran del mismo tipo que el robot capturado por Miguel Ángel Aznar y Bill Ley en la planta atómica de energía eléctrica, grandes máquinas de dos metros de estatura montadas sobre una rueda, brillantes, relucientes y amenazadoras…

—¡Válgame el cielo! —exclamó Richard Balmer—. ¿Y ahora, qué hacemos?

—Prepara tu lanzallamas, Richard —fue la seca respuesta de Aznar.

—¡Nada de violencias! —dijo Tierney con energía—. Quitémonos las escafandras. Si alguien nos vigila a través de los ojos de los robots, que vea que somos seres humanos.

—Bien, de acuerdo —dijo Miguel Ángel.

Los robots, catorce en total, permanecían quietos de momento. En un instante los cinco compañeros de Miguel Ángel se desembarazaron de sus respectivas escafandras. Aznar conservó puesta la suya por una razón. Pensó que si la atmósfera de la ciudad no era respirable, alguien tendría que ayudarles y sacarles de allí. Miguel Ángel conectó su altavoz exterior, para que sus compañeros pudieran oírle. Al mismo tiempo pisaba el acelerador de la «zapatilla». El aparato empezó a moverse con lentitud y el español enfiló su proyector de «rayos ígneos» contra el grupo que formaban cuatro de aquellos robots en la puerta de uno de los rascacielos. De pronto, simultáneamente, todos los robots dejaron oír el escalofriante aullido de sus sirenas. ¡Y se pusieron en movimiento!

Miguel Ángel no podía ver lo que hacían los restantes robots, pues no apartaba sus ojos del visor electrónico en cuyo retículo tenía enfilados a los cuatro robots por la proa. Pero vio que las máquinas que tenía en el visor se ponían en marcha haciendo rodar sus silenciosos neumáticos.

—¡Nos atacan! —gritó Dyer nerviosamente. Harry Tierney se puso en pie de un salto y habló a gritos en la lengua de los Hombres Azules de Venus:

—¡Amigos saissai, detened vuestras máquinas! ¡Somos humanos como vosotros y sólo buscamos vuestra amistad!

La voz de Tierney resonó con múltiples ecos en toda la ciudad. No era posible que no fuera escuchado. ¡Pero los robots no se detuvieron!

Por el contrario, como si la voz humana excitara todavía más alguna incomprensible animosidad, aceleraron su marcha convergiendo sobre la «zapatilla», sin dejar de hacer sonar sus estridentes sirenas. Miguel Ángel no dudó más y apretó el disparador.

Un dardo luminoso brotó de la proa de la «zapatilla», tocó a uno de los robots y lo hizo estallar en una llamarada azul eléctrico. El neumático y algún otro material no desintegrable volaron por los aires como proyectiles. La explosión resonó como un cañonazo bajo la cúpula de cristal.

La «zapatilla» no era manejable si no se le imprimía velocidad suficiente para que actuara el timón de cola. Miguel Ángel pisó el acelerador y movió suavemente el volante para enfilar a otro de los robots en el retículo del visor. Disparó de nuevo, y otra máquina se desintegró en una explosión, lanzando lejos un neumático envuelto en llamas…

Los dos robots restantes estaban demasiado cerca para que el español tuviera tiempo de rectificar el rumbo. Lanzó la «zapatilla» sobre ellos.

El choque fue brutal y los dos muñecos fueron volteados en el aire y despedidos a gran distancia, resbalando con estruendo sobre el pulido piso de mármol.

La «zapatilla» iba derecha contra el edificio y Miguel Ángel viró a estribor enfilando el paso que existía entre los dos rascacielos. Por la derecha corrían a atajar a la nave tres veloces robots, procedentes del rascacielos que quedaba a estribor. Miguel Ángel tiro de la palanca y la «zapatilla volante» se elevó de un salto, pasando sobre los robots y dejándoles burlados.

La «zapatilla» iba ahora derecha hacia la cúpula envolvente y el piloto se vio obligado a dar contramarcha para frenar al aparato.

—Pónganse las escafandras —dijo Miguel Ángel—. Vamos a salir de aquí.

Sus cinco compañeros se calaron rápidamente las escafandras. La «zapatilla» descendió de nuevo para situarse ante una de las puertas. Parecía la misma por la que minutos antes habían entrado, pero en realidad era otra distina; la ciudad disponía de cuatro esclusas de entrada y salida, todas idénticas.

—La puerta está cerrada —dijo la voz de Edgar Ley a través de la radio—. ¿Cómo vamos a salir?

—Tenemos un rayo desintegrador de metales —le recordó Miguel Ángel llevando de nuevo la «zapatilla» a nivel del suelo—. La haremos saltar en pedazos.

En el visor estaba bien enfilada la puerta de la esclusa. Miguel Ángel oprimió el disparador y vio cómo el brillante rayo caía sobre la sólida puerta. ¡Pero nada ocurrió!

Miguel Ángel volvió a apretar el disparador, manteniendo la presión sobre este pensando que probablemente la puerta, por su tamaño y espesor, necesitaría más tiempo para desintegrarse. Pero la puerta no acusó siquiera el impacto de aquel rayo capaz de desintegrar a un robot en un segundo.

Mientras tanto resonaba en toda la ciudad un coro de sirenas.

Los robots, una veintena de ellos, había seguido a la «zapatilla» y se encontraban a menos de cincuenta metros de distancia. Richard Balmer percibió su lanzallamas, mientras George Paiton y Edgar Lcy apuntaban sus fusiles, ambos con una granada antitanque en el extremo del cañón. Paiton apuntó y disparó. La granada alcanzó en el pecho del robot que venía en primer lugar, estalló con estruendo e hizo pedazos a la máquina, que convertida en un montón de hierros retorcidos resbaló por el piso y siguió su marcha sin control.

Edgar Ley disparó a su vez. No acertó al robot contra el que había apuntado, pero el grupo era muy compacto y alcanzó a otro que venía detrás con iguales efectos demoledores que la granada de Paiton.

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