Cerebros Electronicos (10 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Cerebros Electronicos
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—Ponte el arnés. Yo descenderé primero y tu a continuación. ¿Sabrá usted manejar el cabestrante, profesor?

—Naturalmente. Ustedes me enseñaron cómo hacerlo cuando nos preparábamos para esta expedición. Miguel Ángel tomó una de las metralletas que el grupo de Tierney, en el anterior vuelo, habían dejado allí. Tiró del gancho y lo paso por la anilla del arnés. El profesor Stefansson estaba ante la palanca de la maquinilla y dejó correr el cable. Pendiente de este, Aznar descendió balanceándose en el vacío. La radio de que iba equipada la escafandra de Miguel Ángel Aznar resultó de gran utilidad en esta ocasión, ya que mediante ella pudo dar instrucciones simultáneamente a Paiton y al profesor.

—Frene ahí, profesor… bien. Paiton, avanza un poco más para alcanzar el último vagón. Más… un poco más… ¡aguanta ahí! Muy bien. Profesor, suelte cable… más… ¡basta, ya vale!

Los pies del español acababan de tocar el piso del vagón. Desenganchó el mosquetón y ordenó que halaran el cable.

Miguel Ángel miro a su alrededor. La carga del vagón consistía en una gran caja de plomo de aspecto sumamente pesado. No había mas. Bill Ley bajó colgando del cable y Miguel Ángel lo sujetó hasta que las plantas del muchacho tocaron en el piso de la plataforma. Le quitó el gancho.

Bill, que venía armado de una metralleta, se dejó caer de rodillas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Paiton por la radio—. ¿Hasta cuándo deberemos esperar?

—Aterriza en cualquier lugar desde el cual puedas ver la salida del tren. Cuando el tren salga…

—¿Y si no sale?

—Bueno, no te preocupes, encontraremos la forma de salir de allí. Espera un par de horas. En ese tiempo se habrá agotado el oxígeno de nuestras botellas y estaremos muertos. Entonces podéis regresar a la base. Lo que hagáis después es cosa de Tierney.

—¡Vaya un recadito!

—Ahí está la cúpula —indicó Miguel Ángel—. El tren parece que reduce la velocidad. En efecto, a contraluz del horizonte se recortaba la silueta de la enorme cúpula con su alta torre metálica rematada por la antena cóncava. El tren redujo su marcha al penetrar en la larga zanja que conducía a la base de la cúpula. Ante el foco de la locomotora se abrieron unas grandes puertas corredizas, mostrando el hueco iluminado de un túnel.

El tren avanzó lentamente, traspuso las puertas y entró bajo la enorme cúpula. Las puertas se cerraron silenciosamente detrás del último vagón.

Capítulo 6.
¡Cerebros electrónicos!

U
na luz vivísima, blanca y sin sombras, envolvió a los dos terrícolas apenas el tren hubo traspuesto la entrada. El tren se deslizó sin ruido sobre su carril y se detuvo sin sacudidas entre un doble andén. Era aquel un lugar desconcertante. Los andenes, por ambos lados, quedaban como dos pies más bajos que las plataformas de los vagones. Los pisos, de grandes losas de mármol, brillaban como espejos reflejando invertidas las columnas de acero que sostenían las recias vigas del techo. Dos pequeños rieles, incrustados en el piso, venían hasta el mismo borde del andén.

Desde el andén, por entre las columnas, se alcanzaba a ver un semicírculo de gigantescas turbinas verticales girando furiosamente. Por el otro lado la perspectiva era idéntica, con la sola diferencia de que los raíles iban directamente al primer vagón plataforma, detrás del furgón cerrado.

Evidentemente se trataba de una construcción de planta circular con las turbinas distribuidas formando dos semicírculos perfectos. Al fondo todo el muro se veía cubierto de grandes cuadros de control. Un zumbido persistente lo llenaba todo, dominando el olor a aceites lubricantes calientes. El orden y la asepsia eran la nota dominante. Por lo demás no se veía un ser viviente en cuanto alcanzaba la vista.

—¿Dónde estamos? —preguntó Bill desde el fondo de su escafandra.

—Es una planta eléctrica, desde luego. Probablemente movida por la energía atómica —contestó Miguel Ángel a través de la radio.

—No se ve un alma. ¿No hay nadie aquí que se ocupe de estas máquinas?

Miguel Ángel no contestó. Empezaban a moverse cosas. Una cosa larga venía arrastrándose por el suelo, siguiendo los raíles incrustados en el piso. Al mismo tiempo, el brazo de una grúa descolgaba sobre el vagón cerrado una gruesa manguera envuelta en una espira metálica. Este vagón era en realidad una cisterna. Una trapa se abrió accionada por un mecanismo hidráulico o eléctrico, y el extremo de la manguera se introdujo por la boca de la cisterna.

Las «cosas» que venían arrastrándose por el suelo eran en realidad sendas cintas transportadoras de rodillos. Las cintas se estiraron como las escaleras plegables de los bomberos y se detuvieron junto al borde de la plataforma de los vagones.

De nuevo descendió del techo un brazo metálico. Este empujó la pesada caja de plomo, que fue a parar sobre los rodillos de la cinta transportadora. Los rodillos empezaron a girar y la enorme arca de plomo se deslizó

suavemente sobre la cinta.

Esta misma operación era realizada simultáneamente con la caja del otro vagón, por medios idénticos aunque situados al lado contrario. Todo esto sucedía en silencio, con matemática y sincrónica precisión.

—Esto parece un castillo encantado, ¿eh? —exclamó Bill—. ¿Qué pueden ser esas cajas tan pesadas?

—Material preparado para la fisión nuclear. Uranio, radium o vaya usted a saber. Las cajas de plomo son imprescindibles para evitar la radiación que podría resultar mortal para quienes manejen esos minerales.

—¡Pero si no hay bicho viviente aquí a quien pueda perjudicar la radiación!

—Alguien debe andar por aquí, seguro. Vamos, Bill, disponemos de poco tiempo. Esa cisterna debe contener aceite lubricante para las máquinas. En cuanto se haya vaciado el tren se pondrá de nuevo en marcha para salir de aquí.

—¿Cómo sabe eso?

—No lo sé, simplemente lo deduzco por lógica. El tren vino transportando mineral de fisión y aceite, y se retirará una vez terminada la descarga.

Empuñando su metralleta, Miguel Ángel Aznar saltó de la plataforma al andén.

Bill Ley le siguió preguntando:

—¿Y qué va a ocurrir si nos encontramos con alguien?

—Me muero de curiosidad por saberlo. Daremos una vuelta por aquí, a ver si aparece algún señor. Le saludaremos cortésmente y…

—¡Mire, alguien viene! —exclamó Bill señalando con su mano.

Aznar se detuvo como fulminado por un rayo. Tras el cristal azulado de la escafandra, tos ojos del español se abrieron de par en par…

Sí, alguien venía hacia aquí. Una alta figura de dos metros de estatura, erguida la cabeza y derecha la espalda…

¡pero no andaba!

Su cuerpo, enteramente cubierto de acero, brillaba como la armadura de un caballero medieval. Parecía ir montado sobre una sola rueda, las piernas abiertas y los pies apoyados en cada extremo del eje de la rueda. Pero esta primera impresión se desvaneció inmediatamente para crear otra mucho más inquietante. ¡No era un hombre!

Miguel Ángel Aznar lo comprendió casi en seguida al fijarse en su cara. No era un rostro humano. Vio un par de ojos vitreos, como las lentes de una cámara fotográfica, y en lugar de la boca una simple rejilla metálica como la de un altavoz. La cabeza era una esfera bastante voluminosa, enteramente de metal, con una antena a cada lado, arrancando del lugar donde deberían estar los oídos.

Las manos no eran tales, sino unas pinzas formadas por cuatro dedos de acero. Los brazos no estaban articulados por el codo, sino que eran simples tubos vectores formados por una espira de metal. El tronco no presentaba ninguna particularidad especial, salvo una serie de remaches distribuidos caprichosamente, y la cintura parecía una ancha faja formada por una serie de anillos. De cintura abajo, el abdomen se ensanchaba curiosamente en forma de boca de campana, vuelta y cerrada por abajo, y ya desde aquí se proyectaba un guardafangos que cubría la mitad de la llanta.

La rueda era ni más ni menos que como la de un automóvil, en tamaño, forma, y probablemente con neumático de caucho también, a juzgar por su elasticidad.

Rodando, más bien deslizándose silenciosamente sobre el suelo de pulido mármol, el extraño muñeco se sostenía seguro en increíble equilibrio sobre su única rueda, viniendo derecho hacia donde Bill Ley y Miguel Ángel se encontraban paralizados por la sorpresa.

—¡Dios mío, Aznar! —murmuró Bill a través de la radio—.

¿Qué haremos?

—¡Nada, Bill, no te muevas! —dijo Miguel Ángel con voz

alterada.

Nada indicaba que el muñeco les había visto. Se acercaba reposado y seguro, como marchando por un carril. Ya se encontraba a solo veinte metros de los dos inmóviles terrícolas cuando, repentinamente, cambió de actitud.

De la rejilla de su boca salió el estridente aullido de una sirena. Simultáneamente se doblaba por la cintura, echaba el torso adelante y salía lanzado como una centella contra los terrícolas. Pillados por sorpresa, estos reaccionaron en último extremo brincando a un lado; Bill a la derecha, y Aznar a la izquierda. El hombre rodante pasó entre los dos sin tocarles, se alejó unos metros y basculó hacia un lado para describir una cerrada curva compensando la fuerza de la inercia con la inclinación del cuerpo, en el más depurado estilo motociclista.

—¡Cuidado, Bill, va a atacar de nuevo! —gritó Miguel Ángel empuñando su metralleta. En efecto, el hombre rodante había dado la vuelta y aceleraba de nuevo echando el busto hacia adelante para dirigirse contra Miguel Ángel,

El español no lo dudó un instante. Algo, aparte la actitud belicosa de aquel extraño ser, le decía que todo intento de diálogo era inútil. Le encañonó con la metralleta y disparó.

Las balas salieron empujándose unas a otras por el cañón del arma terrícola, haciendo impacto en el robusto tórax del muñeco metálico. Las balas se aplastaron contra la plancha de acero del pecho del hombre rodante, pero aunque marcaron allí profundamente su huella, no llegaron a atravesarla. Todo estaba ocurriendo muy aprisa. El hombre rodante se precipitaba velozmente sobre Miguel Ángel Aznar, y éste acababa de descubrir que sus balas eran ineficaces contra aquella extraordinaria criatura. El choque entre ambos era ya inminente cuando, saltando ágilmente a un lado, el terrícola se tiró al suelo de costado. El hombre mecánico, como la vez anterior, se alejó unos metros y dio la vuelta, inclinándose graciosamente a un lado como una motocicleta.

—¡Aquí, señor Aznar! ¡Venga aquí! —gritó Bill Ley.

El muchacho había corrido a resguardarse detrás de una de las sólidas columnas de acero. Miguel Ángel Aznar, después de rodar por el suelo, se incorporó sobre una rodilla mirando al hombre rodante con asombro. Debería haber alguna forma de contener a aquel monstruo, pero no se sabía cuál. De pronto tuvo una idea luminosa.

—¡Bill, vamos a tirar contra su neumático! —advirtió. Bill Ley, desde la protección de la columna, tenía su metralleta apuntando al hombre de acero.

—¡Comprendido, señor Aznar!

El hombre de acero aceleraba de nuevo, la cabeza y el torso inclinados como un toro que se dispone a embestir. Sin abandonar su postura, rodilla en tierra, Miguel Ángel Aznar se echó al hombro la metralleta y disparó. Su descarga coincidió con la descarga de Bill Ley, que tiraba desde un ángulo esquinado. Las balas en gran parte acribillaron el guardafangos del hombre mecánico, o pegaron en el piso de mármol rebotando hacia el fondo de la espaciosa sala. Pero alguna acertó en la llanta de caucho.

El neumático estalló y el hombre osciló a un lado y otro como en un desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio. Sin embargo, el nacido neumático debió actuar de freno. La energía cinética seguía impulsando al hombre metálico hacia adelante más deprisa de lo que podía girar su rueda, lo que provocó su caída inmediata. Con la rueda al aire, girando sobre sí mismo, el muñeco se deslizó resbalando sobre el pulido piso, fuera de control.

Miguel Ángel tuvo que saltar rápidamente en pie para apartarse, pero todavía uno de los brazos del muñeco le golpeó en una rodilla derribándole.

El abatido hombre metálico siguió adelante, cruzó el andén, pegó en el borde de la plataforma del vagón, que estaba a medio metro de altura sobre el andén, y allí se detuvo, medio cuerpo montado en el vagón, y el resto, con el amplio guardafangos todavía afuera.

Bill Ley corrió hacia el lugar donde Miguel Ángel se incorporaba doliéndose de la rodilla.

—¡Señor Aznar! ¿Se encuentra bien?

—¡Canastos, ese tipo casi me rompe la pierna! ¿Dónde está?

—Mire, allí. ¡Y todavía se mueve!

En efecto, el alucinante artefacto agitaba desesperadamente sus brazos, abriendo y cerrando en el aire sus temibles pinzas. En este momento la cinta transportadora de rodillos retrocedía, cumplida su misión de facilitar la descarga de la pesada caja de plomo.

Cojeando Ostensiblemente, Miguel Ángel echó a andar en dirección al hombre mecánico.

—¡Intenta levantarse! —exclamó Bill señalando al muñeco.

Miguel Ángel dio la vuelta al muñeco, manteniéndose alejado de los brazos que se movían como aspas de molino, y casi a bocajarro, descargó su metralleta contra la nuca del extraordinario artefacto. Las balas, golpeando repetidamente en el mismo lugar, acabaron abriendo un agujero en el metal. Algo dentro de la cabeza del muñeco de descompuso. El monstruo cesó en su desesperado braceo, quedando completamente inmóvil.

—¡Ha muerto! —murmuró Bill, entre jubiloso y asustado.

Miguel Ángel miró en torno recelosamente. Nada se movía, a excepción de la gruesa manguera que, con sus leves contracciones, denunciaba la pulsación de la poderosa bomba que, en alguna parte, succionaba el contenido del vagón cisterna.

—¿Habremos hecho bien, señor Aznar? —preguntó Bill preocupado—. ¿Qué ocurrirá cuando la gente de este planeta se entere de que hemos dado muerte a uno de ellos?

—¿Entiendes tú por «gente» a esta máquina asesina, Bill? —pregunto el español.

—Es obvio que hay alguien dentro de esa máquina. ¿O no lo cree así?

Miguel Ángel no contestó y Bill murmuró:

—Tal vez nos hayamos enemistado para siempre con ellos. Estoy asustado. Y al señor Tierney no va a gustarle lo que hemos hecho.

—¿Debimos permitir que «eso» nos matara Bill? Tuvimos que actuar en defensa propia. Espero que ellos lo comprendan.

—¿Se refiere al señor Tierney y los demás?

Miguel Ángel no contestó. Su mirada vigilante acababa de advertir que la manguera ya no se movía. Casi en seguida se movió el brazo de la grúa, extrayendo de la boca de descarga el extremo de la manguera. Un chorro de aceite cayó sobre el anden.

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