El español regresó malhumorado a la cámara de derrota. Allí se encontraban el profesor Stefansson; Else y el profesor von Eicken. La chica estaba ante la computadora.
—Else, vaya usted a buscar su escafandra y no olvide tampoco las botellas de oxígeno —le dijo Miguel Ángel—. Luego quédese en su camarote bien amarrada a su litera.
—El señor Tierney me ordenó quedarme para ayudarle en los cálculos con la computadora.
—¡Al diablo la computadora! —bufó Miguel Ángel—. Maldita la falta que me hace. Si no tenemos motores ¿para qué queremos computadora? En una caída libre, lo único que necesitamos es suerte y buen tacto para manejar los timones. Nadie me puede ayudar en eso, excepto la experiencia y el instinto.
—Como usted diga, señor Aznar —murmuró la joven.
—Usted quédese, profesor Stefansson —dijo Miguel Ángel—. Debo documentarme mejor sobre ese planeta. Los Eicken abandonaron la cabina, quedándose Stefansson.
—Veamos, profesor —preguntó Aznar—. ¿Cuáles son las características más notables de ese mundo?
—Las dimensiones del planeta son muy parecidas a las de Marte. Es decir, su diámetro viene a ser como la mitad del de la Tierra, y su volumen diez veces menor. Si la masa se correspondiera con el volumen, un hombre pesará setenta kilos en la Tierra sólo debería pesar veintiséis en ese planeta, pero ahora sabemos que no es así. El componente principal de ese pequeño mundo debe de ser algún material muy pesado, por ejemplo una mezcla de hierro y níquel. La fuerza de gravedad debe alcanzar valores parecidos a los de la Tierra, si bien yo creo que serán algo menores, por ejemplo de un ochenta por ciento.
—Eso nos favorece. ¿Qué hay de su atmósfera?
—Su atmósfera es increíblemente densa para el tamaño del planeta. Más o menos semejante a la atmósfera de la Tierra, con ochenta partes de anhídrido carbónico, quince de nitrógeno, y el resto de hidrógeno, ozono y otros gases. Las altas capas de la atmósfera alcanzan los cien kilómetros de altura.
—Hábleme de las características del suelo.
—No existen grandes alturas. El planeta es viejo y las montañas han sido muy erosionadas en el transcurso del tiempo. Todo el planeta aparece cubierto de hielo, existiendo grandes llanuras, que a nuestro juicio corresponden a océanos helados.
—¿Esas llanuras, son realmente llanas? Quiero decir si serán lo suficiente planas como para que podamos aterrizar sobre ellas.—No podría precisar hasta tal punto. Sólo digo que sí, en efecto, se trata de mares helados, la superficie del hielo debe ser tan lisa que permita deslizarse sobre ella con patines.
—Espero que no se haya equivocado. Aunque, realmente, no depende de usted —dijo Miguel Ángel—. Todo lo que podemos hacer es planear el mayor tiempo posible. Este aparato tiene cortas alas y no resulta muy manejable en ese sentido. Si tenemos la suerte de descender sobre uno de esos océanos helados, todo irá bien. De lo contrario no podremos remontarnos y caeremos donde nuestra buena o mala suerte nos lleve. Ahora vaya a buscar su escafandra y amárrese bien a su litera. La toma de suelo puede resultar algo violenta. El profesor Stefansson abandonó la cabina, cruzándose en el pasillo con Bárbara Watt, que venía con el voluminoso traje de cosmonauta de Aznar.
En toda la aeronave los tripulantes se movían con rapidez y nerviosismo. Se duchaban, iban a cambiarse de ropa y aprovechaban los últimos minutos para comer algo apresuradamente.
Por arriba del casco de la aeronave, hacia la cola, sobresalía la cúpula de cristal de dos metros de diámetro del observatorio astronómico, desde el cual los profesores Stefansson y von Eicken habían realizado sus observaciones.
Accionando un botón en la cámara de derrota, la cúpula de cristal se escondió en el interior de la aeronave. Acto seguido, una plancha se deslizó sobre unas guías y cerró herméticamente el hueco. Una antena parabólica de radar dejó de dar vueltas sobre la parte superior delantera del casco y, como la cúpula de cristal, se escamoteó ocultándose en un hueco, que fue cerrado a continuación. Como una gigantesca tortuga, la cosmonave ocultaba todos sus miembros, preparándose para su entrada en la atmósfera del planeta.
George Paiton entró en la cámara de derrota, sujetó sus botellas de oxígeno al respaldo del sillón y se ajustó la escafandra. Bab, que había salido, regresó con una bolsa de plástico llena de emparedados. Poco después llegaba Richard Balmer, la escafandra bajo el brazo y en la mano sus botellas de oxígeno, engullendo el último bocado.
El último en entrar fue Harry Tierney, después de haber recorrido todo el puente superior, apagando luces y asegurando las puertas estancas.
Con los últimos preparativos habían transcurrido cuarenta minutos. Miguel Ángel Aznar y George Paiton ocuparon respectivamente el asiento del piloto y el del copiloto. Ambos conectaron un hilo telefónico que iba de sus respectivas escafandras al tablero de instrumentos. A partir de este momento quedaban en comunicación por la línea telefónica interior.
También podrían haberse comunicado por medio del pequeño aparato de radio que cada-escafandra llevaba alojado en su interior, pero de momento no era necesario, como tampoco lo era conectar los tubos de sus correspondientes botellas de oxígeno.
Harry Tierney fue a ocupar el asiento libre frente a la computadora y conectó también su teléfono individual por medio de una clavija insertada al tablero.
Sorprendentemente tranquilo, Miguel Ángel atendía a todos los detalles. La aeronave caía hacia el planeta con la afilada proa apuntando al enorme disco resplandeciente, como un dardo camino de la diana.
—Diez mil kilómetros —anunció Richard Balmer.
Miguel Ángel tecleó en los botones de la consola central, planteando el problema a la computadora. Esta dio su respuesta inmediata. Miguel Ángel pulsó de nuevo los botones, se aseguró de que no había error y pulso otro botón.
Bajo la proa del Lanza, una pequeña tobera expulsó un chorro de gases. La proa del aparato se levantó, y en la cabina de mando la imagen del planeta errante dio la impresión de hundirse, desapareciendo por el borde inferior de la pantalla de televisión.
Después de esta maniobra la aeronave caía «a plano» sobre el planeta, con un casi imperceptible ángulo, que debería ser suficiente para impulsarla hacia adelante cuando poco después entraran en juego las grandes fuerzas de resistencia que opondría el aire de la atmósfera.
—Paiton, ciérralo todo —ordenó Miguel.
George Paiton apretó un botón de los innumerables del cuadro. Inmediatamente la pantalla quedó a oscuras, pero no apagada.
Pequeños puntos de luz sobre el fondo negro indicaban que la televisión estaba funcionando. En el exterior, los objetivos de las dos cámaras emplazadas a proa acababan de ser cubiertos. El Lanza volaba a ciegas. Esto era necesario debido a que, en los primeros quince minutos, el enorme calor desarrollado como consecuencia del frote con el aire habría fundido el cristal de las lentes de las cámaras hasta destruirlos. La afilada lanza metálica que remataba la punta de la proa se pondría al rojo vivo, y todo el casco de la aeronave habría sufrido los mismos fenómenos a no estar totalmente recubierto por-una capa de material cerámico altamente resistente al calor.
De ahí por qué se habían escamoteado la cúpula de cristal del observatorio y la antena parabólica del radar. El «Lanza» llevaba en el borde de ataque de las alas unos filamentos especiales incrustados en la cerámica que harían las veces de antena de radar en estas circunstancias.
El altímetro-radar, el girocompás, el horizonte artificial y el indicador de inclinación serían, junto con el velocímetro, los únicos instrumentos de que podrían valerse para aquel arriesgado aterrizaje, al menos hasta que una reducción de la velocidad permitiera abrir los objetivos de las cámaras y utilizar de nuevo la televisión.
—Siete mil kilómetros —anunció Balmer—. Su voz se escuchó simultáneamente en el altavoz de la cabina y en el interior de las escafandras de la tripulación, aún de los más lejanos.
—Seis mil kilómetros.
En la cabina reinaba un silencio total, casi opresivo.
—Cinco mil kilómetros.
Miguel Ángel buscó el tubo que salía de las botellas colgadas tras el respaldo del asiento. Después se puso los gruesos guantes.
—Conecten ahora los tubos a sus escafandras. Abran las espitas y asegúrense de que el oxígeno llega sin dificultad a sus pulmones —dijo Miguel Ángel por el teléfono interior.
—Cuatro mil kilómetros.
Bab, el propio Miguel Ángel, Tierney, Balmer y Pailón manipularon en las tráqueas de caucho.
—¡Tres mil kilómetros!
Miguel Ángel Aznar se retrepó en su asiento de conformación anatómica, los brazos sobre los brazos del sillón, la mano derecha sobre una pequeña palanca rematada en una bola amarilla, en la consola entre su asiento y el asiento del copiloto. A continuación extendió el asiento.
—¡Dos mil kilómetros!
El silencio en toda la aeronave se hizo quebradizo como un cristal. Metidos en sus escafandras, cada hombre y cada mujer solo escuchaba el sonido ronco de sus propias inhalaciones de oxígeno.
—¡Mil kilómetros! —casi gritó Balmer con voz nerviosa.
Los dedos enguantados de Miguel Ángel Aznar acariciaron la pequeña bola amarilla. Ahora se sentía muy cómoda, en posición horizontal. Pero…
Treinta segundos después el Lanza irrumpía como un meteoro en las altas capas de la atmósfera del planeta. Aunque el aire todavía era sumamente rarificado en aquellas alturas, la gran velocidad de entrada de la aeronave hizo dispararse el termómetro conectado a la lanza de acero de la proa. Simultáneamente, los cuerpos se hundieron en el mullido de los asientos y los miembros se hicieron tan pesados que nadie habría podido levantar una pierna, ni mucho menos incorporarse en el asiento. Desde una gravedad de signo cero, los cosmonautas pasaron bruscamente a una gravedad de 5. En estas circunstancias, incluso se hacía penoso hinchar los pulmones. No se podía respirar.
Casi a punto de desvanecerse, Miguel Ángel empujó ligeramente con los dedos la pequeña palanca de la consola. Le costó un tremendo esfuerzo realizar operación tan simple.
La pequeña palanca estaba conectada a un potente servomotor que actuaba sobre los alerones de la aeronave. El Lanza bajó ligeramente la proa proporcionando momentáneamente alivio a los angustiados cosmonautas. Pero fue sólo un alivio pasajero. Los enturbiados ojos de Miguel Ángel miraron a la pequeña pantalla donde electrónicamente aparecía escrita la altura: ciento veinte kilómetros.
Miguel Ángel tiró ahora de la pequeña palanca. El Lanza levantó la proa. De nuevo los cosmonautas sintieron sus cuerpos extraordinariamente pesados, como si una mano poderosa e invisible les aplastara contra los asientos.
El Lanza se precipitaba a tierra en un largo y alucinante picado. Ocurría todo tan aprisa que apenas había tiempo para pensar. Miguel Ángel apretó un botón al alcance de sus dedos. Los grandes «flaps», accionados hidráulicamente, se bajaron en el borde posterior de las cortas y recias alas del aparato.
El Lanza había abandonado su condición de cosmonave para convertirse en un avión. El problema consistía en transformar la velocidad de caída vertical en una velocidad de desplazamiento horizontal, retardando en lo posible la toma de contacto con el suelo. Esto, que hubiera sido muy sencillo disponiendo de un motor a popa, no lo era tanto en las apuradas circunstancias del Lanza. Solamente un experto piloto, con valor y dosis masivas de sangre fría, habría sido capaz de hacerlo.
Miguel Ángel Aznar era esta clase de pilotó. A sesenta kilómetros de altura el Lanza se estaba moviendo ya a dos mil kilómetros por hora. A los cuarenta kilómetros la velocidad era de dos mil quinientos kilómetros por hora. Las terribles fuerzas g que aplastaban a los tripulantes iban en regresión. A treinta kilómetros de altura la atmósfera era ya bastante densa y el Lanza se hizo más manejable.
Lleno de valor y resolución, Miguel Ángel optó por una maniobra que pocos se habrían atrevido a acometer. Puso el avión en picado. La velocidad subió vertiginosamente. Aznar tiró de la palanca. Las fuerzas g le hundieron de nuevo en un estado de semiinsconciencia, pero esta sensación de agobio duró solamente un minuto. El avión salió de aquel picado y se encontró planeando a diez mil metros de altura y una velocidad de cuatro mil trescientos kilómetros por hora.
La agobiante sensación de aplastamiento se desvaneció y el oxígeno entró fácil y vigorizante en los asfixiados pulmones de los tripulantes.
Miguel Ángel puso su sillón en posición normal, haciéndolo también George Pailón, y todos los demás a continuación.
Las manos enguantadas de Miguel Ángel empuñaron la semi-rueda del timón. Los mandos, antes mollares y flojos, se habían tornado duros y firmes. La gran pantalla de televisión se iluminó de pronto, accionada automáticamente por la computadora al descender el Lanza a una velocidad soportable para la integridad de los teleobjetivos, mostrando el blanco y curvado horizonte.
Habían volado alrededor del planeta en la oscuridad de la noche y estaban de nuevo en el hemisferio iluminado por el sol.
—Migue, estamos perdiendo altura muy aprisa —advirtió Pailón. En efecto, estaban a cinco mil metros de altura, volando a dos mil quinientos kilómetros por hora.
—Veamos si encontramos un sitio apropiado para aterrizar —dijo Aznar entre dientes. Su mano se alargó hasta una pequeña rueda moleteada. Haciendo girar este botón sobre un cuadrante numerado en grados, los objetivos de las dos telecámaras adoptaron un ángulo que permitía ver hacia adelante y abajo.
Volaban sobre una serie de montañas de formas redondeadas, totalmente cubiertas de nieve, con anchos y largos ventisqueros.
—Cuatro mil metros —anunció George. Y a continuación—: Velocidad dos mil kilómetros hora. Los negros ojos de Miguel Ángel Aznar avizoraban el terreno que rápidamente se deslizaba bajo sus pies. A las montañas sucedió un páramo de hielo formando grandes y largas ondulaciones.
—Tres mil metros. Velocidad mil ochocientos. Siguió un largo silencio. Luego la voz implacable de Pailón:
—Dos mil metros. Velocidad mil quinientos.
No se veían alturas en lontananza. Miguel Ángel decidió esperar un poco, ya que las ondulaciones venían de través al rumbo del Lanza, y un viraje podía conducir a una entrada en pérdida de velocidad, que precipitaría al gigantesco avión como una piedra al suelo.