—¿Pero como pudo ese demonio sacar los tornillos si no tenía herramienta alguna a mano? —repetía una y otra vez Ley.
—Estaba esposado, ¿no? Pudo romper las esposas y utilizar estas como destornillador —apuntó Thomas Dyer.
—¡Eso fue, maldito sea! —exclamó Ley—. No pudo hacerlo de otra forma.
—Está bien, Edgar —cortó Tierney secamente—. El cómo lo hizo es lo de menos. El quiso causarnos un daño y lo consiguió. No va a ser tarea fácil recoger todo ese combustible y volverlo a meter en los depósitos. En esta falta de gravedad, intentar coger un líquido es como cazar moscas en el aire.
—Tenemos el aspirador que construimos especialmente para recuperar los derrames de combustible —apuntó Bill Ley.
—Claro, ya había pensado en ello. Ese aspirador tiene una capacidad de veinte litros. ¿Cuántas veces habría que vaciarlo para recoger sesenta mil litros de combustible?
—Podríamos empalmar una manguera y conducir directamente el combustible al depósito —dijo Thomas Dyer.
—¿Cuál es la capacidad de bombeo de ese aspirador? —preguntó Aznar.
—Muy poca, por supuesto. Pero con tiempo por delante…
—Amigos míos, me temo que ustedes olvidan algo muy importante —dijo Miguel Ángel Aznar—. El tiempo también cuenta en nuestro caso. Ese maldito planeta nos está arrastrando consigo y acabaremos por caer sobre él si antes no ponemos en marcha nuestros motores y contrarrestamos la fuerza que nos atrae. No sé cómo puedan recoger ese combustible y soldar la tubería sin que se produzca una explosión, pero si creen que pueden hacerlo, solo les digo una cosa… ¡dense prisa!
—Está bien, señor Aznar —contestó Harry Tierney—. Regrese a la cámara de derrota y quédese allí. Diga a sus amigos Paiton y Balmer que acudan aquí a ayudar. Creo que van a ser necesarios los esfuerzos de todos. Miguel Ángel Aznar abandonó el hangar irritado.
Al pasar de nuevo por la cocina fue interceptado por su esposa.
—¿Qué ocurre, Miguel? —inquirió la joven, intranquila.
—El combustible se derramo, en efecto. Nuestro prisionero el Hombre Gris lo hizo. Rompió las esposas y las utilizó como destornillador para levantar el piso. Debajo del piso hay un hueco. El thorbod se introdujo por allí, alcanzó la bomba que alimenta los motores y debió arrancar la tubería. El combustible se derramó inundando la sentina y el corredor inferior.
—¿Y qué va a ocurrir ahora, Miguel?
—Tierney intenta recuperar el combustible vertido, pero no lo conseguirá antes de varias horas. Es decir, demasiado tarde para impedir que nos precipitemos sobre ese planeta errante que ya está tirando de nosotros.
—¿Quieres decir que… no tenemos salvación? —balbuceó la joven.
—No lo sé, Bab. Depende de muchas cosas. Ven a la cabina conmigo.
Siguieron adelante, cruzando el «living» para llegar a la cámara de derrota, donde George Paiton y Richard Balmer les miraron expectantes.
Miguel Ángel les puso en breves palabras al corriente de lo que ocurría, terminando:
—Tierney quiere que acudáis al hangar inferior para colaborar en los trabajos de recuperación de combustible.
—¡Condenado planeta errante! —exclamó Balmer—. ¡Yo sabía que nos iba a traer complicaciones!
Los dos ex soldados salieron rápidamente quedando Bab y Miguel Ángel solos en la cabina. Miguel Ángel fue a inclinarse sobre el indicador del radar. La distancia que les separaba del planeta errante era de noventa mil kilómetros.
—¿Nos estrellaremos contra él? —preguntó Bab temblando.
—No lo sé, Bab. Nuestros cálculos fallaron por completo. No ocurriría nada si dispusiéramos de nuestros motores, pero no hay que contar con ellos por ahora.
Else von Eicken entró en la cabina seguida de su padre, el profesor Erick von Eicken, un hombre alto, rubio, de expresión seria. Sin decir una palabra, Else y el profesor fueron a situarse ante la pantalla del radar. Mientras tanto Miguel Ángel ocupaba de nuevo el sillón del piloto, indicando a su esposa con una seña que se sentara en el sillón contiguo.
Comprobó Miguel Ángel que el nivel de combustible del depósito de proa, bajo la cabina, señalaba tres cuartos de su capacidad total. Esto era en cierto modo satisfactorio, y no había razón para que fuera de otro modo. Este pequeño depósito era independiente de los demás y servía para suministrar combustible a los cuatro pequeños motores de proa, que se utilizaban solamente para dirigir el rumbo.
—¿Cómo pudo salirse todo el combustible de los depósitos? —pregunto Else de pronto.
—Muy sencillo —explicó Miguel Ángel.—En un vehículo espacial, donde no existe la gravedad, tiene que adoptarse algún medio para que el combustible fluya desde el depósito, cualquiera que sea la posición que adopte la cosmonave. Dentro de cada depósito hay un gran saco de plástico que se llena de aire comprimido. A medida que se gasta el combustible, el saco se va hinchando, rellenando el vacío que dejó la salida del combustible.
En esta ocasión los sacos actuaron como el émbolo de un pistón, empujando el combustible y echándolo fuera por la tubería que rompió el thorbod. Bab asintió en silencio.
—¿Cómo vamos? —preguntó Miguel Ángel volviendo la cabeza para dirigirse al profesor von Eicken.
—Hemos alcanzado el punto de máxima proximidad. El planeta empieza a alejarse. Calculo que seguirá alejándose de nosotros durante tres horas por lo menos, aunque cada vez lo hará más despacio. Lo que ocurre en realidad, es que la masa del planeta tira de nosotros y nos va acelerando. Llegará un momento en que nuestra velocidad se igualará a la del planeta, y entonces parecerá que estamos inmóviles. Luego de nuevo volveremos a acortar distancias. En realidad, lo que ocurrirá entonces, es que estaremos cayendo sobre él a una velocidad cada vez mayor. Sólo si conseguimos poner en marcha los motores podremos evitar… El profesor no concluyó la frase, pero hizo un gesto elocuente. No era necesario decir más. De hecho, sería como si el Lanza llegara a la Tierra con los depósitos exhaustos, después de haber hecho un viaje a la Luna. La reentrada en la atmósfera terrestre sería muy violenta y el aparato tendría que valerse exclusivamente de sus cortas alas para frenar tan tremenda velocidad en un largo planeo que les llevaría… ¿a dónde? .
E
n el reloj patrón de la cámara de derrota eran las veintidós horas. Miguel Ángel Aznar acababa de encender los pequeños motores de proa para corregir el rumbo. De un blanco deslumbrador, enorme, el disco del planeta errante llenaba toda la pantalla de televisión.
Completamente solo en la espaciosa cabina, Miguel Ángel no se atrevía a utilizar el teléfono para preguntar cómo andaban los trabajos en el puente inferior.
Media aeronave estaba llena de los gases del combustible derramado. El simple chisporroteo del electroimán del timbre del teléfono podía bastar para inflamar aquellos gases y provocar una explosión que acabaría con el Lanza y la vida de todos sus tripulantes.
Hacía más de una hora que Bab vino a traerle algo de comer, y le informó de la marcha de los trabajos. Toda la tripulación bregaba denodadamente para devolver sesenta toneladas de combustible A los depósitos de donde se escapó.
Se habían ingeniado toda clase de medios, utilizando un aspirador especial, una bomba de achique movida a mano, bolsas de plástico… y poco más. En verdad resultaba sumamente difícil capturar un líquido que, debido a la ausencia de gravedad, flotaba en el aire e iba de un lado a otro escurriéndose como anguilas. Todo hubiera sido mucho más fácil si, existiendo una fuerza de gravedad, el líquido hubiese adquirido peso yendo a depositarse en el piso. Pero el único medio de crear una fuerza de reacción contra el piso, equiparable a la fuerza de gravedad, consistía en poner en marchar los motores. Sin embargo, los motores no podían ponerse en marcha, debido primero a la falta de combustible, y después a la rotura de la cañería. El combustible, por otra parte, era sumamente volátil y tóxico. Los que trabajaban en él habían tenido que recurrir a medios extremos para no ahogarse en aquel líquido que lo invadía todo. Bill Ley, Harry Tierney, George Paiton y Richard Balmer vestían trajes de goma de «hombre rana» con careta y botellas de oxígeno. Todos los demás se habían vestido sus trajes de cosmonauta, con escafandra y también botellas de oxígeno.
¿ Que había sido mientras tanto del Hombre Gris, autor de aquel descomunal estropicio ?.
Edgar Ley lo había encontrado inverosímilmente incrustado en el hueco que había bajo el piso, lugar que en los barcos solía recibir el nombre de sentina. El thorbod había conseguido abrir la trapa desde dentro. Luego había roto a tirones la tubería que empalmaba al cuerpo de la bomba de impulsión, y finalmente había muerto ahogado en combustible. Tal vez lo ingirió voluntariamente buscando la muerte. Siete horas llevaba la tripulación tratando de recoger el combustible derramado. La mayoría no se había detenido siquiera a comer. Miguel Ángel ignoraba lo que estaba ocurriendo abajo, aunque, lógicamente, no cabía confiar en que hubieran sido capaces de resolver en una hora lo que inútilmente llevaban tratando de hacer en las seis anteriores.
La puerta de la cabina se abrió y el profesor Stefansson entró con su traje de cosmonauta todavía chorreando agua. Stefansson había tenido que ponerse debajo de la ducha para quitarse la mayor parte del combustible que pringaba todo su traje. Aún ahora, olía espantosamente. El profesor había dejado en alguna parte su escafandra, pues venía sin ella.
—¡Ya era hora que acudiese alguien! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Se puede saber qué ocurre por allá abajo?
—Es inútil, Miguel —dijo Stefansson suspirando—. No hemos podido recoger ni un tercio del combustible vertido. Tierney se da por vencido y ha decidido realizar un aterrizaje forzoso es este planeta.
—¡Está loco! ¿Cree que vamos a poder aterrizar en ese planeta sin ayuda de los motores?
—El cree que sí. Ese planeta tiene una atmósfera densa, aunque no oxígeno. Tierney es de la opinión que si conseguimos tomar tierra allí sin percance, podremos dedicarnos con tiempo y mejores medios a recoger todo el combustible y reparar la avería. Con sesenta toneladas de combustible, aligerándonos de todo el peso superfluo, calcula que podemos despegar de ese planeta y regresar a la Tierra dejándonos caer sobre el Océano Pacífico o el Atlántico.
—¿Dónde está Tierney? Quiero hablar con él.
—Debe estar en las duchas ahora…
—Iré a buscarle —dijo Miguel Ángel desabrochando su cinturón.
En el corredor se encontró de manos a boca con el profesor von Eicken y su hija Else. Ambos, como el profesor Stefansson antes, vestían sus húmedos trajes de cosmonauta, si bien que sin escafandra.
—Aznar, vamos a calcular… —empezó el profesor deteniéndose.
—Vayan calculando lo que quieran, profesor. Regreso en seguida.
Pasada la puerta del compartimiento estanco, Miguel Ángel se encontró en el «living» con George Pailón y Richard Balmer que engullían apresuradamente unos emparedados en presencia de Bab. Ambos vestían todavía sus chorreantes trajes de «hombres rana», después de haberse duchado. Harry Tierney entraba en este momento en el salón-comedor, también escurriendo agua de su traje de goma.
—Bien, Tierney. Hábleme de lo que piensa hacer —dijo Miguel Ángel.
—Es inútil, Aznar. Lo hemos intentado todo. No disponemos de medios para recuperar ese condenado combustible, ni queda tiempo para otra cosa que intentar un aterrizaje forzoso en ese planeta —dijo Tierney.
—¿Cuántas probabilidades tenemos de salir con vida de un aterrizaje forzoso? ¿Ha pensado en ello?
—Ya no se trata de pensar, señor Aznar, sino de actuar.
—¿No existe ninguna otra solución? Por ejemplo, abrir la compuerta del hangar y dejar que todo el combustible que queda por recoger se escape al espacio. Una vez limpio el puente inferior, podríamos reparar la tubería y utilizar el poco combustible que queda en el deposito para escapar de la atracción del planeta y dirigirnos a la Tierra. Un amerizaje en el Pacífico o el Atlántico ofrecería muchas mas garantías de éxito que…
—Ya pensamos en eso, señor Aznar. Creo que hemos pensado en todo sin olvidar ninguna alternativa. Lo que usted propone no es posible. No todo el combustible saldría por la compuerta al espacio. El que queda bajo el piso se solidificaría con el frío del cero grados absoluto. Pero aún congelado,, el combustible emanaría gases. La misma tubería quedaría llena de combustible en estado sólido. Aplicar el soplete a la tubería, en estas condiciones, sería tanto cómo buscar el suicidio. Sería demasiado arriesgado. Y además ya es tarde. Suponiendo que no voláramos en pedazos en medio de una explosión, la aeronave va estaría volando en la atmósfera de ese planeta para cuando termináramos de soldar la tubería… y entonces no nos bastarían los doce o quince mil litros de combustible que tenemos en el depósito, sino cincuenta o sesenta mil para remontar de nuevo el vuelo y alcanzar la velocidad de «escape».
—Señor Tierney, usted ha construido este aparato y sabe que necesitaríamos una sólida pista de treinta kilómetros de longitud cuando nos precipitemos sobre el suelo a más de mil kilómetros por hora. También sabe que, con los motores parados, no podremos escoger el lugar de aterrizaje.
—¡Lo sé, lo sé! —gritó Tierney exasperado—. ¡Sé todo lo que pueda decirme! ¿Que quiere que haga? No hay otra alternativa. Intentaremos aterrizar… ¡y que Dios nos proteja!
—Yo soy el piloto de esta aeronave, señor Tierney. Si sobreviene el desastre…
—Señor Aznar, si no se siente usted capaz de llevar el Lanza a tierra, lo haré yo mismo —cortó Tierney secamente.
—¿Confiar mi vida y la de todos mis amigos en sus manos? —exclamó Aznar irritado—. No, señor Tierney. Usted acepte su responsabilidad, que yo aceptaré la mía.
—Si es así no hay más que hablar. ¡Vuelva a su puesto!
—Los gritos no sirven aquí para nada, señor Tierney. Ya no soy un empleado que recibe ordenes, sino un hombre que intenta salvar su vida y, de paso, también la de usted —contestó Miguel Ángel secamente. Tierney no contestó.
—Bab —dijo Miguel Ángel a su esposa—. Por favor, trae mi equipo completo a la cabina. Y que todos los demás se provean de sus trajes, de sus escafandras y sus botellas de oxígeno.
Después de varios meses de relaciones amistosas, ésta era la primera vez que Miguel Ángel sostenía una discusión violenta con Tierney.