Cerebros Electronicos (9 page)

Read Cerebros Electronicos Online

Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Cerebros Electronicos
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Con su carga completa y los cuatro tripulantes a bordo, el helicóptero se elevó y voló en dirección a la costa hasta perderse de vista. Bill Ley, George Paiton y Miguel Ángel Aznar, regresaron a la aeronave donde se despojaron de sus trajes de astronauta.

Habían convenido mantenerse en contacto por radio por todo el tiempo que durara el vuelo, y Miguel Ángel se dirigió a la cámara de derrota. Allí Richard Balmer había desmontado todo el panel de la derecha y andaba a la sazón metido en un lío de cables! eléctricos.

La radio funcionaba, no obstante, y Miguel Ángel se puso los auriculares. No tardó en escuchar la voz de Tierney, el cual comunicaba:

—Hemos virado a la izquierda y volamos sobre la línea de la costa.

El vuelo transcurrió sin novedades.

—La costa es muy baja aquí —comunicó Tierney—. No parece muy apta para que nadie haya construido una ciudad subterránea por aquí. Una costa acantilada sería lo más adecuado.

Poco después el helicóptero cubría los cuatrocientos kilómetros de distancia. A poca altura, desde el aire, se arrojó el depósito de material plástico conectado a una mangera. Desde el helicóptero, por gravedad, se hizo rápidamente el transvase del combustible. La máquina se posó sobre el hielo para que Edgar Ley cerrara la válvula y clavara en el hielo un largo jalón con una banderola roja que serviría para señalizar el lugar. Inmediatamente el helicóptero emprendió el regreso.

Cuando una hora más tarde el helicóptero se posaba junto al Lanza, ya le esperaban Miguel Ángel Aznar, George Paiton, el profesor Stefansson y Bill Ley, que eran los llamados a tripular el helicóptero en el segundo vuelo.

Apenas se habían inmovilizado las palas del rotor cuanto ya estaba George Paiton conectando la manguera. Bill Ley empezó a bombear el combustible mientras Harry Tierney se acercaba a Miguel Ángel Aznar.

—No vimos nada de particular, y por supuesto, ni un ser viviente que se moviera sobre el hielo o en el aire. Les deseo mejor suerte de la que tuvimos nosotros.

Tierney le entregó la pistola junto con la funda y el cinto.

En una hora estuvieron llenos los depósitos y los bidones. El depósito de plástico, plegado en un paquete, fue cargado en el helicóptero.

Miguel Ángel Aznar, el profesor Stefansson, Bill Ley y George Paiton, treparon al aparato, ocupando el último el puesto del piloto. Gruñó el motor de puesta en marcha, el rotor empezó a girar y las turbinas dejaron oir su poderoso rugido.

El helicóptero se elevó batiendo el aire y voló hacia las pequeñas alturas que señalaban la línea de la costa, oblicuando hacia la derecha para acortar camino. La tripulación conservaba puestas las escafandras, respirando el oxígeno de sus depósitos individuales, aunque la cabina era presurizada y disponía de calefacción y oxígeno. Volcados hacia el lado de babor, Miguel Ángel Aznar y Bill Ley escrutaban con mirada ansiosa la desolada llanura de hielp, en tanto que el profesor Stefansson hacía lo mismo por la banda de estribor. Después de veinte minutos de vuelo, Bill Ley refunfuñó:

—¿Qué es lo que esperamos encontrar en realidad? ¿Una ciudad?

—Si hay ciudades en este mundo, deben estar profundamente enterradas bajo el suelo —contestó el profesor Stefansson por la radio—. A cien metros de profundidad no hacen falta recursos especiales para mantener caliente una ciudad. El propio calor interno del planeta debe servir de calefacción.

—Pues si las ciudades aquí están enterradas, ¿cómo vamos a verlas?

—Una ciudad, aunque sea subterránea, tiene que manifestar su presencia en el exterior de algún modo. Una antena de radio o televisión… una salida de humos… algo que denote que la ciudad está allí abajo.

—La verdad es que poco podemos ver en un vuelo de doscientas cincuenta millas en línea recta —dijo Paiton por la radio.

—Cubriremos esas doscientas cincuenta millas a lo largo de la costa, y de regreso nos meteremos veinte millas tierra adentro —dijo Aznar.

De nuevo volvió a hacerse el silencio en la cabina. El planeta debía tener un giro muy lento sobre su eje, pues después de diecinueve horas todavía no había vuelto a aparecer el Sol. El satélite, por el contrario, había dado una vuelta completa al planeta mientras los terrícolas dormían, y ahora alumbraba de nuevo la noche, con su extraña luz amarillenta, dos veces más intensa que la de la Luna llena sobre la Tierra. Descendiendo rápidamente sobre el horizonte, el satélite proyectaba la sombra del helicóptero sobre la monótona extensión de hielo, sin más nota cambiante que algún pequeño cerro, detrás del cual siempre se alentaba la esperanza de descubrir algo nuevo.

—¡Atención, contacto radar! —gritó de pronto George Paiton a través de la radio.

—¿Dónde? ¿A qué distancia? —preguntó Miguel Ángel apartándose de la ventanilla.

—¡Por la proa, a cuarenta kilómetros!

El puesto del piloto quedaba a mayor altura que el piso de la cabina del aparato. Miguel Ángel se encaramó al asiento vacío, junto a Paiton. En la pantalla del radar la señal era clara y vigorosa.

—Ese objeto debe tener un gran poder reflector —murmuró Aznar pensativamente—. Vamos a acercarnos con precaución.

Bill Ley estaba de cuclillas entre los asientos del piloto y el copiloto.

—¿De qué se trata? —preguntó nerviosamente—. ¿Una ciudad?

—Lo sabremos dentro de pocos minutos, Bill. Ten calma —recomendó el español, pese a que él mismo se sentía invadido de la más viva excitación. El helicóptero volaba rápidamente hacia el objetivo, desviándose un poco a la derecha. La costa se elevaba ligeramente formando un acantilado. En la pantalla del radar el eco aparecía como un punto luminiscente que se movía con bastante rapidez hacia el centro del retículo graduado. A diez kilómetros de distancia, Paiton redujo la velocidad del helicóptero. Estaban sobre el mar helado, con el satélite alumbrándoles por detrás, cerca ya de la línea del horizonte.

Los ojos de los terrícolas registraban con ansiedad la línea recortada de la costa. Un promontorio se metía mar adentro, elevándose sobre la llanura de hielo como el lomo de una gigantesca ballena.

—¡Allí! —señaló Bill Ley extendiendo su brazo y señalando a través de la ventanilla de babor—. ¡Una antena de televisión!

Miguel Ángel Aznar empuñó los prismáticos y los asestó en la dirección señalada por el joven Ley. En efecto, había como un plato de gran tamaño visto de frente, casi a ras del promontorio. El helicóptero se estaba moviendo continuamente, produciendo en los prismáticos la misma falsa impresión que se apreciaba desde la ventanilla de un tren en marcha; esto es, que el paisaje giraba como una gran plataforma cuyo eje estuviera situado en el horizonte.

Al cambiar la perspectiva, Aznar vio algo que hasta entonces ocultaba el promontorio; la gran antena parabólica estaba sostenida por una torre de armadura en esqueleto, y esta torre, a su vez, se apoyaba en el punto más alto de una enorme cúpula blanca.

—¿Qué hay allí, Miguel? —apremió Paiton impaciente.

—Confirmado, hay seres inteligentes en este planeta. Esa torre y su antena parabólica han sido construidas por hombres. Hay allí como una gran cúpula cubierta de hielo. Vamos a acercarnos más. Paiton hizo deslizar el aparato de lado para luego enderezar la proa en dirección a la cúpula. La falta de verdaderos puntos de referencia creaba falsas perspectivas, engañando respecto al verdadero tamaño de las cosas. En realidad la cúpula era mucho más grande de lo que parecía vista de lejos. Debía tener lo menos doscientos metros de diámetro por cien de altura. La gran antena cóncava no mediría menos de treinta metros de diámetro.

—¿Qué puede haber dentro de esa gran cúpula? —preguntó Bill.

—Profesor, ¿qué opina usted? —inquirió Miguel Ángel.

—No tengo la menor idea, hijo mío —respondió el sabio. El helicóptero estaba a sólo trescientos metros de la enorme cúpula, volando en torno a esta.

—¡Ey, miren eso! —exclamó Paiton inmovilizando el aparato en el aire.

La gran cúpula parecía apoyarse sobre la roca. Del lado contrario del acantilado vieron una profunda excavaci6h en forma de zanja que se interrumpía en la misma base de la cúpula. Por esta zanja corría a modo de una tubería sostenida a tramos regulares por recios pilares de cemento.

—Parece un acueducto —murmuró Miguel Ángel.

El acueducto, suponiendo que se tratara de esto, se perdía en la distancia salvando las irregularidades del terreno, bien a través de zanjas, bien elevado sobre pilares de altura apropiada, conservando en todo momento una perfecta horizontalidad. En todo caso tenía la particularidad de que la supuesta tubería no era cilíndrica, sino cuadrada.

—¿Qué dice usted, profesor? —preguntó Paiton—. ¿Puede ser eso un acueducto?

—¿Quién sabe? Podría tratarse, en efecto, de una estación de bombeo que sacara el agua del mar para conducirla a alguna parte.

—O sea, que si seguimos el acueducto, éste debe conducirnos a algún lugar determinado.

—Así debe de ser —afirmó el profesor Stefansson.

—No parece que haya mucho que ver aquí —dijo Aznar pensativamente observando la curiosa cúpula—. No se ven puertas ni ventanas. Vamos a seguir ese acueducto hasta donde podamos.

—Hemos volado doscientos kilómetros —observó Paiton—. Estamos casi al límite de nuestro radio de acción.

—Pero llevamos a bordo una tonelada de combustible. Si es preciso lo utilizaremos al regreso.

—De acuerdo, vamos allá —dijo Paiton.

Paiton hizo virar al helicóptero y abrió completamente la llave del gas, volando sobre el acueducto a quinientos metros de altura. A trescientos kilómetros por hora, la extraña conducción se deslizaba rápidamente bajo los pies de los terrícolas, sin que se vislumbrara su fin en el horizonte.

Miguel Ángel Aznar aprovechó para establecer contacto por radio con el Lanza y comunicar su descubrimiento a los inquietos compañeros que esperaban allá. Entre los componentes de la expedición que permanecían en la base, la noticia causó tanta o mas excitación que en los cuatro hombres que estaban viviendo la experiencia. El helicóptero se había alejado ya quinientos kilómetros del Lanza y Aznar advirtió un notable debilitamiento en la comunicación, señal evidente de que estaban en los límites del alcance máximo de la radio de a bordo. Aznar advirtió de esta circunstancia a Harry Tierney y anunció que iba a cortar la comunicación, como en efecto hizo poco después.

—Estoy pensando que ese acueducto, o lo que demonios sea, puede tener miles de kilómetros de longitud, en cuyo caso no alcanzaremos a su fin —dijo Paiton, quien agregó: Además, está oscureciendo y pronto será de noche.

En efecto, el satélite estaba ya tocando casi la línea del curvado horizonte y sus oblicuos rayos proyectaban largas sombras en las hondonadas. Pero en este momento Miguel Ángel advirtió una luz lejana, como la de un foco de automóvil, que acababa de aparecer en el horizonte ante la proa del helicóptero.

—¡Una luz!

Siguió un silencio tenso, expectante. La luz crecía rápidamente en intensidad.

—Se acerca —dijo Paiton.

—O nosotros nos acercamos a ella —apuntó Bill.

—Espera, George. Parémonos —dijo Aznar tocando en el brazo a su compañero.

Paiton movió los mandos y el aparato quedó inmóvil en el aire, haciendo girar su rotor. La luz se acercaba rápidamente, y era tanto más brillante cuanto más débil se hacía la luz del satélite en su ocaso. De pronto una idea se encendió en el entendimiento de Miguel Ángel.

—¡Es un tren!

—¿Un tren? —interrogó Paiton incrédulo.

—Eso no es un acueducto ni nada que se le parezca, sino el raíl de un tren. ¡Un tren monorraíl! No me acuerdo si eran los japoneses o los alemanes quienes estaban experimentando un tren de ese tipo.

—Cierto, yo recuerdo haber visto fotografías de ese tren experimental en alguna revista —dijo Bill Ley en el colmo de la excitación.

Guardaron silencio. Luego Paiton murmuró:

—Bueno, no importa lo que sea, pronto lo veremos. Viene hacia aquí a gran velocidad. En efecto, el potente foco se acercaba rápidamente y pronto estuvo a los pies de los terrícolas. Estos vieron pasar velozmente una aerodinámica locomotora que se deslizaba sobre el raíl elevado arrastrando un vagón cerrado y dos plataformas descubiertas.

—¡Síguelo, George! —gritó Miguel Ángel.

Pailón movió los mandos y el helicóptero giró sobre sí mismo para salir luego impulsado hacia adelante en persecución del tren. El helicóptero era más rápido que la locomotora y pronto alcanzó al tren, situándose sobre este.

—El tren corre hacia esa extraña edificación que vimos en forma de cúpula —dijo Miguel Ángel—. Es nuestra oportunidad.

—¿Oportunidad, para qué? —preguntó Paiton sin apartar sus ojos del tren que corría unos metros por delante de la proa del helicóptero.

—Para colarnos dentro de aquel edificio. Supongo que el tren va a penetrar en él.

—¿Meternos allí con el helicóptero?

—¡Idiota! —masculló el español abandonando el asiento—. Voy a descolgarme por el cable y a montarme en una de esas plataformas. Cuando el tren entre en la cúpula, yo entraré con él.

—¡Estas loco! Ni siquiera sabes lo que hay allí dentro.

—Pues de eso se trata, de ver lo que hay dentro.

—¿Y si te encuentras con gente que te recibe a tiros?

—Una vez u otra tendremos que vérnoslas cara a cara con esa gente. Tenemos que hacerlo por fuerza para ver de llegar a una inteligencia con ellos y que nos presten ayuda.

—Sigo opinando que estás loco, Miguel. Es muy arriesgado lo que te propones hacer. Miguel Ángel no le escuchaba. Había descendido hasta la cabina y abrió la portezuela lateral. El helicóptero estaba equipado con un equipo de rescate, consistente en un brazo metálico en el exterior, sobre la portezuela. Este brazo tenía en su extremo una polea, por la cual pasaba un cable de acero que iba a enrollarse en el tambor de un cabestrante situado dentro de la carlinga.

Miguel Ángel alcanzó un atalaje de cuero parecido al de un paracaídas, con una anilla para sujetarla al gancho del extremo del cable.

—Señor Aznar, ¿puedo ir con usted? —preguntó Bill Ley.

—No, Bill, no creo que deba. Tal vez no salgamos vivos de allí, en cuyo caso tu padre me recriminaría por haberte llevado conmigo.

—Si nos matan a ambos, poco importa lo que diga mi padre. Usted no podrá escuchar sus recriminaciones. Permítame que le acompañe, señor Aznar. Tal vez le sea de utilidad mi compañía. Aznar vaciló un instante, asintiendo a continuación:

Other books

The Thunder Keeper by Margaret Coel
Dry Divide by Ralph Moody
Runaway by Wendelin Van Draanen
Mockingbird by Walter Tevis
Killing Halfbreed by Mason, Zack
Desert Gift by Sally John