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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Cerebros Electronicos (6 page)

BOOK: Cerebros Electronicos
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El avión de momento se tenía bien. La atmósfera debía ser muy densa y la fuerza de gravedad del planeta algo inferior a la de la Tierra.

—Mil metros. Velocidad mil doscientos.

Repentinamente, el suelo se aplanó. Una llanura dilatada se extendía ante la proa del aparato.

—Zoom.

Pailón accionó un botón eléctrico. El teleobjetivo acercó el suelo ampliando la imagen en la pantalla, mostrando la irregularidad del campo de hielo, que se levantaba aquí y allá en forma de pliegues.

—Quinientos metros. Velocidad mil.

El suelo se elevó y, bruscamente, se alisó mostrándose llano y dilatado, como una perfecta pista de patinaje.

—¡El mar helado! —exclamó Miguel Ángel—. Vamos a intentarlo… y ojala ese hielo resista el impacto. ¡Tren fuera!

George Pailón se inclinó y abrió una llave. Una luz verde intermitente se encendió en el tablero de instrumentos bajo la indicación: «landing».

—Tren de aterrizaje fuera —anunció Pailón.

Aznar liró suavemente del limón hacia sí. El avión levantó ligeramente la proa y, casi en seguida, las gigantescas ruedas del tren de aterrizaje tocaron en el hielo.

El Lanza dio un salto, se elevó y volvió a tocar el hielo. A casi novecientos kilómetros por hora, las dieciocho ruedas del tren de aterrizaje actuaron como freno, incapaces de coger en un segundo las revoluciones necesarias para girar a la misma velocidad que llevaba el avión. El Lanza se deslizó de lado, empezando a girar sobre sí mismo, patinando sobre aquella inmensa pista de hielo. Y entonces ocurrió lo peor.

¡El tren de aterrizaje de babor se rompió! La punta del ala izquierda se clavó en el hielo y, haciendo de freno, obligó al avión a girar bruscamente hacia aquel lado. Pero el ala cedió con un crujido, y entonces cedieron simultáneamente el tren de proa y el del ala derecha.

Girando sobre sí mismo en medio de una nube de hielo pulverizado, el Lanza se deslizó sobre su vientre girando como una peonza, despidiendo ruedas, ala y planchas arrancadas de su vientre. Violentamente sacudidos, escuchando el horrible fragor, del metal retorcido, roto y arrancado, los tripulantes esperaban con el aliento contenido la catástrofe final. Las luces se apagaron, y en esta oscuridad el terror se apoderó de sus espíritus.

Pero increíblemente, después de deslizarse casi diez kilómetros sobre el hielo, el Lanza dejó de dar vueltas y se detuvo.

Capítulo 4.
Robinsones cósmicos.

A
l detenerse el avión se encendieron las luces del alumbrado auxiliar de la cabina, alimentadas por una batería independiente.

—¿Bab? —preguntó Miguel Ángel Aznar.

—Estoy bien —contestó la joven por la línea de comunicaciones. Miguel Ángel miró a George Paiton.

—¿Todos se encuentran bien? —preguntó Harry Tierney.

—Yo bien —contestó Paiton.

—También yo —dijo Richard Balmer.

Las voces del profesor von Eicken, de los Ley y Thomas Dyer se sumaron al diálogo interfiriéndose unas a otras.

—Por favor, guarden silencio —dijo Tierney con voz enérgica—. Vayan contestando uno por uno según se les nombre. Luego desconéctense de la línea telefónica y enciendan sus aparatos de radio. Nos reuniremos en el salón. Conserven puestas las escafandras y traigan consigo sus botellas de oxígeno. . Tierney empezó a pasar lista, excluyendo a los que se encontraban con él en la cámara de derrota. Uno a uno fueron contestando todos. Mientras tanto Miguel Ángel Aznar, Bab, George Paiton y Richard Balmer, desabrochaban sus cinturones y se ponían en pie cogiendo sus botellas de oxígeno.

Miguel Ángel fue en busca de Bab y le ayudó a colgar de sus hombros las botellas de oxígeno. Luego Bab le ayudó a él.

El suelo era ahora firme bajo sus pies. La existencia de una fuerza de gravedad la notaron especialmente al abrir la puerta de acero de la cabina. La puerta, antes ligera, se había vuelto repentinamente pesada. Minutos después se encontraban todos reunidos en el salón. La batería auxiliar daba una pobre luz, contribuyendo no poco al aire de tristeza y temor que se respiraba en el ambiente. Al mirar a sus compañeros Miguel Ángel Aznar creyó estar ante una visión fantasmagórica de grotescas figuras envueltas en extrañas sombras.

—Bien —dijo Harry Tierney—. Estamos con vida. Ahora por favor les ruego conserven la serenidad mientras comprobamos los daños sufridos por el Lanza. La atmósfera de este planeta es irrespirable. Por lo tanto deberán conservar puestas sus escafandras hasta en tanto comprobemos que no existe ninguna grieta o agujero por donde se haya escapado nuestro oxígeno. Dyer y Ley vendrán conmigo.

—Yo iré también —dijo Miguel Ángel con resolución—. No quiero que nadie tenga que contármelo luego. Salieron por el pasillo cerrando las puertas estancas.

En el hangar superior todo estaba en orden. El helicóptero no había sufrido daño, soportando los flejes y tirantes los grandes esfuerzos a que estuvieron sometidos. También seguía en su lugar la plataforma con su rampa lanza-misiles.

Miguel Ángel Aznar se dirigió al rincón y levantó la pesada escotilla de acero. En el hangar inferior vio luz natural. Esto sólo podía indicar que existía algún agujero o grieta en el casco, por donde entraba la luz del día. Empezó a bajar la escalerilla. Lo que vio a través del cristal azulado de su escafandra le llenó de desolación. El hangar inferior prácticamente había desaparecido. La escalera, doblada y retorcida, no era utilizable en su tramo inferior. El piso del hangar había desaparecido. En su lugar sólo quedaban planchas y vigas retorcidas. Y hielo.

El hielo había ido a amontonarse en el fondo del hangar contra el mamparo que protegía a las baterías. Entre el techo y el suelo la altura era de un metro sesenta centímetros aproximadamente. Entre el piso de hielo y el casco del avión quedaban unas aberturas irregulares por donde entraba la luz. Avanzó encorvado para no darse con la escafandra contra el techo, se echó al suelo y salió arrastrándose sobre el hielo por el más grande de los agujeros. En sus auriculares oyó a Thomas Dyer que exclamaba:

—¡Dios mío, todo está destrozado! Nunca podremos reparar esta avería.

Miguel Ángel Aznar salió a la luz del sol y se puso en pie mirando en torno la desolada llanura de hielo reverberando el brillo del sol. Desde la cola del avión, hasta cuanto alcanzaba la vista. Vio un profundo surco arado en el hielo, y en torno a éste un reguero de restos desperdigados; planchas de aluminio y acero, caucho, piezas metálicas, tubos, ruedas y misiles de color amarillo.

También un reguero de líquido color azul que humeaba en tanto se solidificaba en contacto con el hielo. Era el combustible del Lanza.

Retrocedió unos pasos para abarcar mejor con la vista al enorme aparato. El ala izquierda, arrancada de cuajo, había desaparecido. También había desaparecido todo el fondo del casco, en una altura de más de un metro, y la parte baja de la proa. La cola, por el contrario, estaba intacta, pues el Lanza al arrastrarse sobre el hielo lo había hecho clavando el morro.

El Lanza, ni que decir tenía, había quedado inutilizado como avión y también en su doble función de cosmonave.

Pero Miguel Ángel no dijo nada. Esperó a que Thomas Dyer; contemplara el estropicio, dejara escapar un gemido de dolor:

—¡Válgame el cielo, esto no hay quien lo arregle! Harry Tierney no dijo, nada, limitándose a contemplar su aparato en silencio.

—Fue un aterrizaje muy violento —comentó Edgar Ley—. Incluso debemos dar gracias a Dios de encontrarnos vivos. Casi no se explica cómo al ser arrancadas las planchas del piso no saltó una chispa que pudo prender en el combustible derramado y hacernos saltar en pedazos.

—Una muerte así hubiera sido preferible a la larga agonía que nos espera —dijo Thomas Dyer con voz trémula—.

¿Cómo vamos a sobrevivir en un mundo de hielo, donde ni siquiera el aire es respirable?

Se escuchó un sollozo de mujer. Todas las radios estaban funcionando en la misma longitud de onda, y las palabras de Thomas Dyer habían llegado a los oídos de los que todavía se encontraban en el Lanza.

—¡Bab, serénate! —ordenó Miguel Ángel con voz enérgica.

—No soy yo, Miguel —contesto la voz de Bab.—Es Else… aunque yo misma estoy haciendo esfuerzos por no llorar.

—Conserven todos la calma. La desesperación no nos conducirá a nada práctico —dijo Aznar.

—¿Quiere que bailemos de alegría, señor Aznar? —preguntó Dyer.

La situación es grave, ciertamente…

—Yo diría más bien desesperada, señor Aznar. No tenemos la menor probabilidad de escapar de este planeta. Y en cuanto a sobrevivir en él, basta echar una mirada en derredor. Aquí no hay oxígeno, ni plantas. Sólo hielo y muerte. ¿Que debemos hacer entonces?

La respuesta vino pronto del veterano Edgar Ley:

—Tal vez sea una buena idea ponerse a rezar.

—¡Bah! —dijo Dyer haciendo un ademán despectivo. Y echó a andar moviéndose con lentitud en torno a la aeronave, examinando con mirada experta cada una de las partes afectadas.

Tierney y Ley siguieron al ingeniero. Miguel Ángel se quedó donde estaba mirando al sol que descendía sobre un horizonte desolado, acusadamente curvado.

Miguel Ángel finalmente echó a andar sobre el hielo en dirección al largo reguero de restos destrozados que el Lanza había dejado tras sí en una extensión de ocho o nueve kilómetros. El combustible del Lanza se había solidificado a su contacto con el hielo, formando grandes charcos de color azul claro aquí y allá. Miguel cogió un pedazo grande de este combustible congelado y regresó junto al Lanza a tiempo de reunirse con Tierney, Thomas Dyer y Edgar Ley.

—Mire esto, señor Tierney —mostró Miguel Ángel.—Nuestro precioso combustible se ha congelado. Podríamos recuperar casi hasta la última gota recorriendo el camino que siguió el Lanza y amontonarlo como si fuera carbón.

—¿Para qué queremos el combustible, si ya no tenemos Lanza? —gruñó Dyer destempladamente.

—Tenemos provisiones en abundancia —dijo Miguel Ángel—. Las dificultades con que tendremos que luchar en el futuro serán el oxígeno y la falta de combustible para proporcionarnos calor. Este combustible posee una fuerza calorífica extraordinaria. Y además arde en ausencia del oxígeno. Tal vez podamos construir una estufa donde quemarlo.

Harry Tierney no contestó siquiera a la sugerencia del español. En estos momentos era un hombre desanimado. También lo estaba Dyer, pero en éste la desesperación se manifestaba de forma distinta. Se encolerizaba y se rebelaba contra su destino, buscando una forma de escapar a él.

—Volvamos dentro, pronto habrá anochecido —dijo Tierney. Arrastrándose sobre el hielo entraron por el mismo agujero que utilizaron al salir. En el hangar, Dyer alumbraba con una linterna el hielo amontonado contra el mamparo de popa.

—Las baterías no deben haber sufrido gran daño —dijo Dyer—. Tal vez se puedan utilizar todavía.

—Aquí hay herramientas —dijo Edgar Ley.

En efecto, había azadones, picos y palas sujetos a las paredes del hangar por medio de abrazaderas. Ley tomó una pala y se la ofreció a Miguel Ángel, descolgando otra para él. Los dos hombres empezaron a apalear hielo alumbrados por las linternas de Tierney y Dyer. Las dos puertas de acero quedaron expeditas. Las baterías están intactas —informó Dyer desde el interior del receptáculo a través de la radio—. Sólo hay que tender una nueva línea y volveremos a tener luz.

—Subamos —dijo Tierney—. De momento estamos servidos con las baterías auxiliares. Comeremos y examinaremos despacio nuestra situación.

Cerraron las dos puertas del compartimiento de baterías y subieron por la retorcida escalerilla del hangar superior. Desde aquí pasaron al compartimiento de duchas cerrando la puerta del hangar, y abriendo la segunda puerta entraron en el corredor que conducía al salón.

—No hay fugas de aire en el puente superior —dijo Edgar Ley—. Podemos quitarnos estas fastidiosas escafandras.

—¿Se ducharon ustedes antes de entrar aquí? —preguntó el profesor Stefansson.

—No hay presión en las duchas, profesor —dijo Thomas Dyer—. Además, ¿qué importa si traemos una bacteria de más o de menos? Estamos condenados a morir en breve. ¿Qué más da morir por una bacteria o por falta de oxígeno?

Else von Eicken rompió a llorar de nuevo.

—Dyer, por favor —reconvino Tierney al ingeniero—. Modere sus expresiones.

—¿Es cierto lo que digo, o no?

—Posiblemente, no lo sé. Sólo digo que mientras hay vida hay esperanza. Pero, incluso si nuestro final ha de ser ese, no hay razón para estar recordándolo a cada instante. Ahora vamos a sentarnos y examinar nuestra situación. Señora Aznar ¿tiene a mano algo de comer?

—Tenemos provisiones en abundancia. Si además las racionamos…

—Vamos, Bab, yo te ayudo —dijo Miguel Ángel interrumpiéndola.

Salieron del salón y entraron en la cocina.

—¿He dicho algo inconveniente? —preguntó Bab.

—Mira, Bab, no creo que merezca la pena hablar de racionar nuestra comida. A menos que encontremos otra solución, no será por falta de alimentos. La situación es grave, muy grave, ¿recuerdas a Robinson Crusoe?

Bueno, pues nuestra situación es mucho peor. Robinson al menos no tenía limitaciones para respirar. A nosotros nos falta incluso el aire vital. Sólo disponemos de cierta cantidad de oxígeno embotellado que se terminará más pronto o más tarde.

Muy seria, Bab alcanzó una lata de la alacena y se la tendió.

—No podemos echar la culpa a nadie de lo que nos está ocurriendo. Al fin y al cabo, nosotros nos lo buscamos cuando aceptamos participar en la expedición a Venus con todos sus riesgos, suspiró.

—Morir, a veces, no es lo peor que puede ocurrirle a un hombre o a una mujer —dijo Miguel Ángel—. Esta situación puede conducirnos a un final dramático. El hombre, frente a la muerte, suele reaccionar de muy distintas maneras. Unos se suicidarán. Otros, por el contrario, intentarán prolongar su vida asesinando a sus compañeros. Alguno, Dios no lo quiera, puede sentir excitada su lujuria. Sólo sois dos mujeres a bordo, tú y Else. Cuando presienta que las cosas van a empeorar, te daré una pistola para tu defensa personal.

—¡Por Dios, Miguel, no me hables así! —protestó Bab echándose a llorar—. ¡Pensar que cualquiera de estos buenos amigos pueda atentar contra la vida de los demás me produce escalofríos!

—Antes de mucho nos contemplaremos como enemigos. Existen centenares de precedentes. Náufragos… grupos de personas sepultadas en un refugio antiaéreo… gentes perdidas en la selva y el desierto. En fin, olvídalo. Else von Eicken entró en la cocina para ayudar a Bab.

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