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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Cerebros Electronicos (3 page)

BOOK: Cerebros Electronicos
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—De momento le tenemos seguro en el pañol —dijo Tierney—. Allí no podrá causarnos ningún daño ni causárselo a sí mismo. En cuanto nos hayamos alejado de este planeta bajaré a echarle un vistazo.

—Procura no ir solo. La última vez me echó las manos a la garganta y poco faltó para que me rompiera el cuello.

—¿Es que no está esposado?

—Con dos pares de esposas, y aún así no sé si será suficientes. Ese tipo tiene la fuerza de un titán. Harry Tierney miraba a la pantalla de televisión como si hubiera perdido todo interés por las palabras de Edgar Ley. Este se dio cuenta y, enojado, abandonó la mesa y salió del comedor.

—Ese condenado planeta viene sobre nosotros cada vez más aprisa —observó Richard Balmer.

—Es al contrario, Richard —rectificó Miguel Ángel—. Nuestra aeronave «cae» cada vez más deprisa hacia el planeta. La fuerza de atracción es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. A mayor distancia la fuerza de atracción es menor. Pero, inversamente, a medida que nos acercamos, la fuerza de atracción va aumentando, lo cual hace que se acelere nuestra velocidad con los cuadrados de los tiempos recorridos.

—¿Qué demonios espera descubrir el profesor Stefansson en ese planeta? —refunfuñó Balmer—. Por mi gusto daría el frenazo ahora mismo y procuraría alejarme de ese sospechoso intruso. Ya es mala suerte, que después de cuatro mil años de Astronomía, hayamos tenido que venir a dar con el primer planeta errante que aparece en nuestro firmamento.

—Bueno, no puede asegurarse de un modo absoluto que sea la primera vez que un planeta vagabundo se introduce en nuestro sistema planetario. Emmanuel Velikovsky, un autor ruso emigrado a los Estados Unidos, que ha estudiado durante muchos años la Biblia y los mitos religiosos de los pueblos, ha llegado a Ia conclusión de que algo parecido ha tenido lugar hace tres mil años. En el Antiguo Testamento se cuenta que el capitán judío Josué, durante la batalla de Petty-Orón, ordeno al Sol que se parase sobre Gibeón, a fin de poder terminar antes de la caída de la noche la aniquilación de los cinco reyes moritas. Efectivamente, el Sol no se puso durante los dos días siguientes. Durante estos días el Sol brilló constantemente no sólo en el cielo de Gibeón, sino en todo el Oriente, Persia y China. En aquella época, Europa, el África occidental y América estuvieron sumergidas en una larga noche. I Hoy se puede afirmar como seguro que en aquel momento, un cuerpo celeste, de proporciones gigantescas, penetró en nuestro sistema solar. Su fuerza de atracción debía ser tan grande que retrasó el movimiento de rotación de la Tierra, y dio la impresión de que el Sol se había detenido. Esta irrupción de un cuerpo celeste en la órbita de la Tierra produjo una alteración en el calendario que existe todavía hoy. Hasta el setecientos cuarenta y siete antes de Jesucristo, el año, entre todos los pueblos civilizados de la época, era cinco días más corto que el actual. Esta alteración podría explicarse con la disminución de la velocidad de rotación de la Tierra, como consecuencia de la proximidad de un planeta de gran tamaño.

—¿Como este que estamos viendo?

—Sí.

—¿Y producirá también este planeta alteraciones en el movimiento de rotación de la Tierra?

—Bueno, eso no lo sé —sonrió Miguel Ángel—. Este planeta no se acerca, sino que se está alejando de la Tierra. Puede que le afecte de una forma menos espectacular que la otra vez, por ejemplo produciendo grandes mareas.

—Entonces, ¿usted cree que este planeta errante es el mismo que hizo pararse la Tierra durante la guerra de Josué contra los reyes moritas? —la pregunta vino esta vez de Harry Tierney, causando la perplejidad de Miguel Ángel Aznar.

—No puedo contestarle a eso. Ni se me había ocurrido. El profesor Stefansson quizás pueda contestarle mejor que yo a esa pregunta. Por mi parte me he limitado a transcribir lo que dice Velikovsky en su libro «Choque de Mundos».

Harry Tierney se puso en pie.

—Voy a buscar el profesor Stefansson y a preguntarle si ha dado ya por terminadas sus observaciones —dijo el millonario.

Miguel Ángel y Richard Balmer todavía se entretuvieron un largo rato tomando café y fumando un cigarrillo. Luego regresaron a la cámara de derrota. En el reloj eléctrico de la cabina eran las catorce horas. Richard Balmer volvió a su asiento ante la pantalla del radar.

—¡Ey! —exclamó. ¡Mira esto, Miguel. Estamos a sólo ciento veinte mil kilómetros de ese dichoso planeta!

—Y deberíamos encontrarnos todavía a doscientos mil —murmuró Miguel Ángel—. Ochenta mil kilómetros de diferencia ya es un error de bulto. La señorita Von EicKen ha debido equivocarse.

—¡Pero si fue la computadora quien efectuó el cálculo!

—No es culpa de la computadora, sino un error de apreciación de la masa de ese planeta. La fuerza de atracción que ejerce sobre nosotros está en función de su masa, no del volumen. Ambas cosas son distintas y nada tienen que ver una con la otra.

—Hum…—dijo George Paiton-hemos llegado con quince minutos de adelanto sobre el horario previsto. ¿Tiene eso mucha importancia?

—No demasiada, espero —contestó Miguel Ángel—. Sólo que a cuanta más velocidad, y mayor sea la Fuerza de atracción que ejerce sobre nosotros el planeta, mayor será el gasto de combustible que tendremos que hacer para apartarnos de él. Y no andamos muy sobrados de combustible, después del prolongado tiempo de aceleración para escapar de Venus.

George Paiton se inclinó sobre el medidor.

—Ya hicimos un cálculo del combustible que gastaríamos acelerando, y luego del que haría falta para el frenado y la reentrada en la atmósfera de la Tierra, y todavía dejamos un margen bastante generoso por… ¡Epa! ¿Qué es esto? —exclamó Paiton pegando un brinco de sobresalto. Y su delgado rostro, terriblemente pálido, se volvió hacia Aznar—. ¡El nivel señala cero!

—Eso es imposible —dijo Miguel Ángel echando el busto hacia adelante para mirar a la esfera indicadora del nivel de combustible.

Pero Paiton estaba en lo cierto. La aguja del nivel estaba en la zona roja bajo la indicación de «empty» (vacío). Aunque le constaba que tal indicación tenía que estar forzosamente equivocada, también Miguel Ángel Aznar se sintió palidecer. Le asestó un puñetazo al cristal de la esfera. Golpeó de nuevo. La aguja no se movió.

Los ojos de Paiton y los de Aznar se encontraron con expresión interrogante.

—Debe de ser una broma —dijo Paiton.

—Dyer —dijo Miguel Ángel al ingeniero—. ¿Quiere verificar un chequeo?

El ingeniero, sentado ante la computadora apretó un botón. En el enorme panel se encendieron dos luces rojas. Una indicaba que la cúpula de cristal del observatorio estaba fuera. La otra era una confirmación al indicador de combustible.

—¡No hay combustible en los depósitos! —exclamó Thomas Dyer.

—¿Puede haberse abierto una grieta? —preguntó Miguel Ángel—. ¿Es posible una rotura en la tubería principal?

—¡Dios mío, no lo sé! —gimió Thomas Dyer.

—Podemos comprobar si llega combustible a la bomba —dijo Paiton.

—¡Quieto, no toques nada! —gritó Miguel Ángel, deteniendo la mano de George Paiton—. Si es lo que me figuro, el combustible puede estar derramado por la sentina y parte del piso inferior. La más pequeña chispa, el simple acto de encender una luz, podría provocar una explosión que nos haría pedazos. Los hombres quedaron quietos y silenciosos, comprendiendo el gran peligro en que se encontraban. En efecto, el combustible que utilizaban los motores del Lanza era tan inflamable como la pólvora y mil veces más peligroso. No sólo el líquido era altamente inflamable, sino también sus gases. Hombre de decisiones rápidas frente al peligro, Miguel Ángel Aznar hizo saltar el cierre de su cinturón y se puso en pie.

—¿Hacemos sonar la señal de alarma? —preguntó Paiton.

—¡No, por Dios! —exclamó Aznar—. La señal sonaría también en los compartimientos inferiores. Aquello puede estar lleno de gases. El claxon produciría la chispa que bastaría para inflamarlo todo. Venga conmigo, Dyer. Llevaremos a cabo una inspección visual.

Dyer desabrochó torpemente su cinturón.

—¿No cree que deberíamos avisar a Tierney? —apuntó.

—Bien, vaya a decírselo. Yo voy andando hacia allá. Estaré en el hangar de abajo. Miguel Ángel salió de la cabina y avanzó por el corredor dándose impulso con las manos. La falta de gravedad le hizo volar a lo largo del pasillo hasta la puerta estanca que lo cerraba. Entró en el «living», que cruzó metiendo las puntas de los pies en las asas del piso. Otra puerta le llevó a un segundo corredor donde estaban la cocina, la despensa y un par de camarotes.

La puerta de la cocina estaba abierta, y en ella Bab. Le bastó a la joven ver la expresión del rostro de su marido para comprender que algo grave ocurría.

—¡Miguel! ¿De qué se trata? —preguntó.

El se lo explicó en breves palabras. Bab palideció.

—Si sólo se ha derramado el combustible, habrá alguna forma de recogerlo y volverlo a meter en los depósitos, ¿no es cierto? —dijo Bab.

—No es tan sencillo, querida. Pero no te asustes demasiado, veremos de encontrar una solución. Miguel Ángel dejó a su esposa y se dirigió a la puerta estanca del fondo del pasillo. La abrió y pasó a otro corredor. En éste se abrían las puertas de los cuartos de baño y dos compartimentos de duchas. La puerta que estaba al fondo de este último pasillo le condujo directamente al gran hangar donde estaban el helicóptero y una gran plataforma lanza-cohetes con su sistema de dirección de tiro por radar incorporado. El helicóptero quedaba al fondo, convenientemente amarrado con flejes y tensores de acero. La rampa lanzacohetes estaba inmediata a la puerta por donde entró Miguel Ángel. A la derecha de esta puerta, en un rincón, había un montacargas de plataforma circular. Pero el cosmonauta optó por no utilizar el montacargas. En el rincón opuesto había una sólida escotilla de acero con su correspondiente cierre a presión. Miguel Ángel se dirigió a la escotilla, hizo girar el manubrio y levantó la trapa, que en las actuales circunstancias de ausencia de gravedad no pesaba absolutamente nada.

Metiendo la cabeza por el hueco oscuro, Miguel Ángel husmeó en busca de señales de gases. No oliendo nada se atrevió a pulsar el conmutador, encendió la luz eléctrica en el hangar inferior, encerrada en un hermético globo de cristal. Una escalerilla de aluminio conducía abajo.

Bajó por la escalerilla hasta el hangar, que estaba vacío, salvo algunas cajas amontonadas y trincadas en un rincón, una carretilla de propulsión eléctrica, también trincada con flejes y cuerdas, y una doble fila de proyectiles cohete de dos metros de longitud alineados y sujetos a ambos lados, contra los mamparos laterales. Había cinco puertas que daban al hangar; dos al fondo, hacia la cola de la cosmonave, y tres en el mamparo opuesto, todas provistas de manubrio y cierre de presión. Miguel Ángel se dirigió a la puerta del centro, de las tres que tenía más cerca, hizo girar el manubrio y entreabrió la puerta.

Apenas había abierto media pulgada, cuando salieron por el intersticio unas ondulantes cintas de un líquido ligeramente azul y de penetrante olor.

Miguel Ángel cerró inmediatamente la puerta, viendo cómo las cintas se disolvían en gotas, y éstas adoptaban la forma de pequeñas esferas que, como perlas, flotaban y se desparramaban por el aire. En este momento aparecían unas piernas por la escotilla abierta en el techo. Harry Tierney llegó abajo de un salto y se asió a la escalerilla para recobrar el equilibrio. Su rostro, generalmente pálido, aparecía blanco como el papel.

Detrás de Tierney, Bill Ley bajó cabeza abajo parando el golpe con las manos contra el piso del hangar. Edgar Ley bajó más comedidamente, y a continuación Thomas Dyer.

—¿Y bien? —interrogó Tierney mirando a Miguel Ángel.

—El combustible está ahí, detrás de esa puerta —señaló el español.

—¿Cómo ha podido ocurrir semejante cosa? ¿Y cómo nadie se dio cuenta hasta que los depósitos estuvieron totalmente vacíos?

—Seguramente estábamos todos demasiado ocupados observando a ese dichoso planeta errante. Respecto a cómo ocurrió, no lo sé. ¿Dónde encerraron al thorbod?

—Ahí —señaló Edgar Ley la puerta de la izquierda. Miguel Ángel se dirigió a la puerta para hacer girar el manubrio.

—¿Qué hace usted? ¡Ese tipo es muy peligroso! —exclamó Edgar Ley.

Sin prestar atención a las protestas de Ley, el español empujó la puerta una pulgada. Una gruesa cinta de líquido azul escapó por el intersticio, obligando a Miguel Ángel a cerrar y echar el cerrojo. Como la vez anterior, con la puerta inmediata, la cinta se rompió formando brillantes bolitas que se desparramaron flotando por todo el hangar.

—¡También el pañol está inundado! —exclamó Bill Ley—. El pobre amigo thorbod debe estar pasándolo bastante mal. Miguel Ángel se dirigió a Thomas Dyer.

—¿Cómo se explica que haya comunicación entre el pañol y el pasillo donde se acumuló el combustible? Tenía entendido que todos los compartimentos eran absolutamente estancos, incluso los pañoles.

—Pregúntele a Ley. Fue él quien diseñó la distribución interior del Lanza —se excusó Dyer. Edgar Ley se rascaba la cabeza perplejo.

—No lo comprendo. El thorbod no puede haberlo hecho…

—¿Hacer qué, Edgar? —estalló Tierney colérico.

—El piso del pañol no estaba soldado como los demás, sólo atornillado.

—¡Atornillado! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Sólo atornillado?

—Era preciso que fuera así para tener acceso a las válvulas del mecanismo hidráulico del tren de aterrizaje, que quedan debajo del pañol. Pero el thorbod no puede haber sacado esos tornillos con las manos esposadas sin herramientas… ¡como no lo hiciera con los dientes!

—Dígame, Ley —interrogó Miguel Ángel—. Una vez levantado el piso del pañol, ¿se puede llegar hasta la tubería principal de combustible?

—La bomba principal está bajo el piso del corredor. Queda un espacio muy angosto… ¡Mil demonios! —se interrumpió Ley—. Si el thorbod pudo levantar el piso y meterse por ese hueco, quizás alcanzara la bomba con sus largos brazos a través de los agujeros del refuerzo inferior. ¡Ese tipo tiene una fuerza extraordinaria!

Quizás consiguió arrrancar a tirones la tubería a la salida de la bomba. ¡Maldita sea mi perra suerte! ¿Por qué se me ocurriría encerrar al thorbod en el pañol? ¡Oh, Dios mío! … La desesperación del hombre era tan evidente que movía a compasión.

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