La computadora resolvió en fracciones de segundo el problema que el piloto le proponía y facilitó la respuesta por medio de números y letras en una pequeña pantalla alargada, debajo de la gran pantalla panorámica de televisión.
Paiton reprodujo los datos que le daba la computadora tecleando en los botones igual que en una máquina de calcular corriente. En la pequeña pantalla apareció la palabra ―Ready‖. Paiton oprimió un botón amarillo. En el exterior de la cosmonave, una pequeña tobera situada en el lado derecho de la proa lanzó un chorro de gases con fuerza y tiempo cuidadosamente dosificados. La afilada proa del Lanza fue desviada hacia la izquierda, girando toda la aeronave noventa grados a babor, hasta que un chorro de gases, saliendo por la tobera de la izquierda, detuvo el giro de la aeronave en el punto y momento precisos. En la cámara de derrota, George Paiton apretó una tecla en la base de la gran pantalla de televisión. Las cámaras de popa se apagaron, y en su lugar funcionaron las dos de proa.
En la gran pantalla de televisión apareció en color un gran cuerno plateado, más ancho y algo más alto que el Venus en cuarto creciente que veían poco antes.
—¿Venus, otra vez Venus? —exclamó Richard Balmer.
—No, no es Venus —negó Miguel Ángel.
—¡Es un planeta!
—Sí.
—¿La Tierra?
—No digas tonterías —gruñó George Paiton—. Sabes que la Tierra está todavía a más de treinta millones de kilómetros, en dirección contraria.
Los hombres permanecieron en silencio, contemplando aquel mundo desconocido, hasta que Richard Balmer exclamó:
—¡Demonio! ¿Quién me aclara esto? Si no es Venus, ni la Tierra… ¿que planeta es ese? ¿Marte? ¿Mercurio?
—Tal vez no tenga nombre conocido para nosotros —dijo Miguel Ángel Aznar.
—¿Un planeta nuevo?
—Tal vez un planeta errante.
—¿Por qué no llamamos al profesor Stefansson? —sugirió Paiton—. El sabe más que nadie sobre Astronomía.
—Por supuesto que le vamos a llamar —dijo Harry Tierney echando mano al teléfono. El profesor Louis Frederick Stefansson no tardó ni cinco minutos en presentarse. Se había puesto los pantalones y venía en camiseta interior con los zapatos en la mano.
Era un hombrecillo menudo, delgado, calvo en la parte superior del cráneo y con largas y descuidadas melenas blancas que le caían sobre las orejas y el cuello. Sus ojillos brillaban de excitación detrás de los gruesos cristales de sus gafas de montura de carey.
—¿Dónde está, dónde? —preguntó nada más entrar en la cámara de derrota. Miró atentamente y en silencio, por largo rato, la imagen que aparecía en la pantalla de televisión, exclamando finalmente—: Ese planeta tiene un satélite. ¿Lo ven, aparece a la derecha. Paiton, ¿puede utilizar el acercar más la imagen? , Esto ya se había hecho mientras esperaban la llegada del profesor. George Paiton puso en marcha el «zoom» y la imagen del planeta empezó a crecer dando la falsa impresión de que el Lanza se acercaba a tremenda velocidad.
En efecto, se veía perfectamente ahora el satélite que, como un pequeño cuerno brillante, se alzaba sobre la parte en sombras del misterioso planeta. Aunque ahora lo veían más cerca, el teleobjetivo no aportó descubrimiento nuevo alguno. El planeta tenía un brillo muy intenso.
—Su poder reflectante es todavía mayor que el de Venus —observo el profesor Stefansson—. Debe estar cubierto totalmente de hielo. Sí, debe ser un planeta errante…
—Pues viaja a mucha velocidad —observó Richard Balmer—. En esta media hora, desde que lo detectamos por primera vez, se nos ha acercado en unos ochenta mil kilómetros. Y eso sin contar que nuestra velocidad es de trescientos mil kilómetros a la hora.
—¿Determinaron ustedes su rumbo?
—¿El del planeta, quiere decir? ¡No!
—Iré al observatorio y tomaré algunos datos sobre su velocidad y su órbita.
—Profesor. ¿Ese planeta no representará ningún peligro para nosotros, verdad? —preguntó Harry Tierney.
—No lo creo. Su camino y el nuestro parecen coincidentes, pero si dada su proximidad afectara a nuestro rumbo modificándolo, nos bastaría poner los motores en marcha y alejarnos de él. Voy a llamar a la señorita Von Eicken para que me ayude. A ella además le gustan estas cosas.
El profesor Stefansson abandonó la cámara de derrota.
—Está bien, Paiton, yo tomo la guardia. Vete a descansar —dijo Miguel Ángel Aznar.;
—Váyase también si quiere, señor Balmer —dijo Harry Tierney.
Richard Balmer le cedió su asiento ante la pantalla del radar, en tanto que Aznar iba a ocupar el asiento que Paiton dejaba libre.
—Creo que de todas formas no podré dormir sin saber cómo acaba esta historia del planeta errante —dijo Richard Balmer—. Iré a la cocina y tomaré una taza de café. ¿Quieren ustedes café?
—Sí, Richard, gracias —dijo Aznar.
Los dos ex-soldados salieron de la cabina cerrando la puerta.
Durante largo rato, Miguel Ángel contempló en silencio la imagen que aparecía en la pantalla de televisión.
—Es evidente que acortamos distancias por momentos —dijo después de un silencio—. Casi se aprecia a simple vista. Espero que el profesor no se equivoque y no interfiera en nuestro rumbo.
—Si pasa cerca de nosotros, su masa por fuerza tiene que afectar de algún modo a nuestro rumbo. Pero lo recuperaremos solamente; con poner en marcha nuestros motores.
—¿Se siente usted orgulloso de su cosmonave, no es cierto?
—¿Usted qué cree?
—Pienso que sí, y con razón. Los técnicos espaciales de todo el mundo van a quedar con la boca abierta cuando nos vean regresar de Venus. No van a creer que hayamos sido capaces de realizar esta hazaña.
—Por fuerza tendrán que creerlo. Llevamos miles de metros de película filmada, ejemplares de plantas e insectos que no existen en la Tierra, y por si todavía algún incrédulo se resistiera… ¡hasta llevamos con nosotros un prisionero thorbod!
—Sí, fue una buena idea la de capturar un thorbod. Los científicos de todo el mundo se van a llevar las manos a la cabeza cuando vean ante sí esa rara criatura.
—Usted lo capturó. Aznar. Esa hazaña le pertenece por entero a usted.
—Y a Richard Balmer y a Bill Ley, que me acompañaron. Y a George Paiton, que pilotó el helicóptero que vino a rescatarnos…:
—Es cierto. En una forma u otra, todos contribuimos al éxito de esta descabellada aventura.
—¿Por qué dice «descabellada»? Una empresa sólo es descabellada cuando termina en desastre. Esta va a tener un final feliz y será calificada de genial.
—Esperemos que tenga un final feliz —dijo Tierney.
—¿Le siguen preocupando los platillos volantes, a pesar de que no han dado señales de vida, ni siquiera han salido en nuestra persecución?
—Sabemos que los Thorbod tienen platillos volantes en alguna base secreta de la Tierra o la Luna. Si los thorbod de Venus pueden comunicarse de alguna forma con sus platillos volantes destacados en la Tierra, como parece lógico que sea, sin duda habrán alertado a estos para que salgan a interceptarnos y nos destruyan antes que podamos aterrizar.
—Tampoco los platillos volantes son invulnerables/Si nos atacan sabremos defendernos. Miguel Ángel Aznar esperó la opinión de Tierney, pero este guardo silencio.
—Bien —dijo Aznar con cierta irritación—. Si tan pesimista se siente respecto a nuestro final, ¿por qué no estamos ya comunicando por radio con la Tierra? ¿Deberá morir el secreto de los thorbod con nosotros?
—He dejado en manos de Bill Ley y la señorita Von Eicken la tarea de montar una película con los filmes que tomamos antes y durante nuestro viaje. Vamos a ponerle voz a la película y a enviarla por televisión a alguna estación receptora de la Tierra. Será como nuestro testamento, un documento histórico en imágenes de todo cuanto hicimos, incluida la fórmula secreta del combustible del profesor von Eicken y los planos de nuestros motores. De esta forma, aunque nos destruyan en el espacio, los Hombres Grises no podrán impedir que se conozcan sus actividades en Venus.
—No es mala la idea —reconoció Miguel Ángel—. Es posible incluso que si los thorbod reciben también las imágenes desistan de darnos caza.
Richard Balmer entró en la cabina con las «tazas» de café. Como quiera que en la falta de gravedad era imposible mantener un líquido dentro de un recipiente abierto, los cosmonautas habían recurrido a un sencillo medio, el café lo tomaban en pequeños calabacines idénticos a los que utilizaban los argentinos para tomar la hierba mate, chupando para sacar el café del recipiente.
La charla se generalizo en la cabina entre los tres hombres hasta que llego el profesor Stefansson con la señorita Von Eicken.
Else Von Eicken era una chica de veintidós años, rubia, esbelta de ojos azules y tez sonrosada con ligeras pecas en la nariz.
Aunque nacida en Estados Unidos, la sangre de Else von Eicken era del más puro origen germano. Miguel Ángel admiraba a esta chica que, sin dejar de ser femenina y bella, unía a sus encantos físicos facultades intelectuales extraordinarias.
Else, que tenía en la mano un papel con varias anotaciones, se dirigió a la computadora, consultó el papel y empezó a tocar botones aquí y allá. La muchacha leyó el resultado que aparecía reflejado en la pequeña pantalla electrónica de la computadora y dijo:
—La velocidad de traslación del planeta errante es del orden de cuatrocientos mil kilómetros a la hora. Nosotros nos movernos a razón de trescientos mil kilómetros por hora. Si no existieran otros elementos perturbadores, suponiendo una trayectoria rectilínea desde el punto «A», en el que nos encontrábamos a las ocho, a un punto "B" al que llegaríamos a las quince horas, nuestra cosmonave y la órbita de ese planeta se cruzarían en el punto "B" a dos millones cien mil kilómetros del punto «A». Pero nosotras llegaríamos quince minutos antes que el planeta. Ahora bien, la masa del planeta, deducida de su diámetro aparente, la calculamos en los mismos valores que el planeta Marte. Aunque menor que la Tierra, la masa de ese planeta está ejerciendo su influencia sobre nuestra cosmonave, y su fuerza de atracción, aunque débil en estos momentos, se hará sentir más a medida que acortemos distancias. Resumiendo, la masa del planeta afectará nuestra velocidad y nuestro rumbo, acelerando la una y alterando el otro. En consecuencia, el resultado será una parábola desde el punto «A» a un nuevo punto que llamaremos «C», y que será cien mil kilómetros más corta que la distancia entre el punto «A» y el «B», por lo que nuestra cosmonave y el planeta errante se encontrarán en el punto «C» a las catorce horas y cuarenta minutos.
—¿Habrá colisión? —preguntó Richard Balmer alarmado.
—La colisión es imposible siempre que funcionen nuestros motores. En la realidad, operando con magnitudes tan grandes y sin conocer exactamente el valor de la masa del planeta, es imposible determinar con exactitud el punto donde coincidiremos. Estamos hablando de magnitudes aproximadas. De todos modos, la velocidad de traslación del planeta es cien mil kilómetros por hora mayor que la nuestra. Es decir, bastará una corrección de última hora con nuestros motores, y el planeta pasará como una exhalación ante nosotros y se alejará.
—¿No nos arrastrará consigo?
—Nos arrastraría si no dispusiéramos de motores, pero ese no es nuestro caso.
—Nuestra aeronave dispone de poderosos motores y no nos dejaremos arrastrar —dijo el profesor Stefansson—. No hay peligro. Miguel Ángel Aznar miró a Harry Tierney.
—¿Está usted de acuerdo, señor Tierney? —preguntó.
—Bueno, le daremos al profesor la oportunidad de ver de cerca a ese planeta vagabundo. En el momento de máxima aproximación, según comprobemos cómo nos afecta la masa del planeta, haremos las rectificaciones oportunas. El profesor Stefansson se restregó las manos.
—¡Magnífico! Disponemos de cinco horas para disponer nuestras cámaras fotográficas y nuestro espectroscopio. En los medios científicos de la Tierra debe haber causado gran sensación la irrupción de ese extraño planeta en nuestro sistema solar. Nosotros seremos quienes más cerca se encuentren de ese planeta, y es casi un deber contribuir a los esfuerzos que estarán haciendo todos los observatorios astronómicos de la Tierra para conocer el mayor número de datos respecto a ese nuevo mundo.
Poco después el profesor Stefansson y la señorita Von Eicken abandonaban la cámara de derrota.
—Que no nos pase nada —refunfuñó Richard Balmer.
—Calla, ave de mal agüero —dijo Miguel Ángel. Pero en el fondo, una especie de premonición le decía a Miguel Ángel que el planeta les causaría problemas.
D
espués de dormir cuatro horas, George Paiton se levantó a las doce y media. A la una estaba almorzando en compañía del Bab, de Thomas Dyer y Edgar Ley. En el comedor, la televisión estaba encendida, conectada al mismo circuito que la gran pantalla panorámica de la cámara de derrota.
El planeta errante había cambiado mucho de aspecto en las cinco últimas horas y aparecía ahora en pleniluvio, enorme y amenazador, llenando con su blanca y resplandeciente imagen toda la pantalla.
—¡Caray! —exclamó Paiton—. No sé qué tenga ese planeta, pero no me gusta su aspecto. ¿Por dónde anda la gente?
Miguel Ángel, Richard y el señor Tierney estaban en la cámara de derrota. El profesor Stefansson, el profesor von Eicken y Else se encontraban haciendo observaciones astronómicas. Bill Ley había ido a llevarles unos emparedados, en vista de que ninguno parecía disponer de tiempo para venir a almorzar.
—Tampoco han almorzado Miguel ni el señor Tierney ni Richard —concluyó Bab.
—Iré a relevar a Miguel para que venga a comer algo —dijo Paiton.
—Yo le acompaño —dijo Thomas Dyer.
Pasado un rato entraron en el comedor Harry Tierney, Richard Balmer y Miguel Ángel Aznar, sentándose a la mesa en compañía de Edgar Ley, que estaba tomando su café.
Bab sirvió el almuerzo y los tres hombres se pusieron a comer.
—Por cierto —recordó Harry Tierney—. ¿Alguien se ha ocupado de dar de comer al thorbod?
—No te preocupes por el thorbod, no va a morir de hambre —dijo Edgar Ley—, le aprovisioné de agua y comida para varios días.
—Tal vez él no quiera vivir y prefiera morir de hambre —apuntó Dyer.
—Tanto mejor para nosotros —contestó Ley—. No quisiera parecer brutal, pero soy de la opinión de que ese monstruo estaría mejor muerto y conservado en hielo en nuestra nevera. Al menor descuido asesinará a alguno de nosotros. Si tiene la oportunidad se suicidará. Tenerle a bordo es como llevar una bomba con la espoleta activa. Nadie sabe cuándo estallará provocando una catástrofe.