—¿Podemos probarlo?
—Sí. Voy a intentar descubrir como se dispara ese rayo desintegrador y cuáles son sus efectos. Los dos aviadores subieron a la «zapatilla», tomando asiento Miguel Ángel ante los mandos. Empujando la palanca, con los motores todavía para dos, la «zapatilla» se elevó suave pero enérgicamente a quinientos metros de altura.
—¡Córcholis, esto parece una alfombra mágica, eh! —exclamó Paiton.
Miguel Ángel puso los motores en marcha, empuñó el volante y pisó levemente el acelerador. Mientras volaban a poca velocidad examinaba todos los mandos. Descubrió que en el eje del volante había un gran botón o ruedecilla moleteada, la cual giraba sobre un cuadrante graduado. En cada extremo del travesaño del volante había un pequeño sector como en el claxon de algunos automóviles.
Haciendo girar el botón moleteado del eje del volante, Aznar descubrió que cambiaban la perspectiva en el visor. Poniendo el botón a cero sobre el sector graduado se veía a través del visor la línea del horizonte. O sea, el visor, además de apuntar el proyector de «rayos ígneos«, podía utilizarse como unos prismáticos de largo alcance. Otro descubrimiento fue la presencia de una pequeña palanca a la izquierda, bajo el borde del tablero de instrumentos. Moviendo esta palanca atrás o adelante, la «zapatilla» levantaba o bajaba la proa manteniéndose en esta posición. Miguel Ángel probó a combinar esta facultad de la navecilla con el acelerador y la palanca del sistema sustentador, y vio que podía conseguir una caída en picado. Pero tuvo que repetir varias veces el intento hasta conseguir un regular resultado.
Volaban sobre los restos que el Lanza habla-dejado tras sí en su violento aterrizaje. Desdé mil metros de altura, con el visor a cero, Miguel Ángel Aznar efectuó un picado sobre un pedazo de las alas del Lanza que se elevaba como un pequeño promontorio blanco sobre la extensión de hielo.
Teniendo el objetivo en el centro del retículo, Aznar apretó uno de los extremos del travesaño del volante… Un rayo luminoso, más intenso que la luz solar, salió de la proa del aparato y alcanzó los restos haciéndolos estallar en una llamarada azul.
Miguel Ángel niveló la «zapatilla» y tiró de la palanca grande, con lo que el aparato salió de su picada y se elevó
de nuevo con suma facilidad.
—Es una máquina condenadamente buena —comentó Paiton—. Déjame probar.
Miguel Ángel le cedió los mandos. Después de algunas vacilaciones Paiton consiguió llevar la «zapatilla» hasta el lugar donde permanecía el destruido Lanza y paró los motores para efectuar un aterrizaje en vertical. Pero algo ocurrió en esta maniobra. Paiton llevó demasiado adelante la palanca del sistema de sustentación, y al posarse el aparato sobre el hielo se escuchó un fuerte crujido. El hielo se cuarteaba alrededor del aparato, cediendo bajo el peso de este.
—¡Cuidado! —advirtió Miguel Ángel. Y como tenía la palanca a mano tiró de ella enérgicamente, haciendo que la «zapatilla» se elevara de nuevo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó George Paiton sorprendido.
—El peso de la «zapatilla» ha roto el hielo —dijo Miguel Ángel.
—¡Imposible! El hielo tiene aquí casi tres metros de espesor. Resistió perfectamente el impacto del Lanza cuando aterrizamos… y el Lanza debe pesar algunos cientos de toneladas más que esta ligera navecilla.
—Pues ya ves que no es tan ligera como aparenta. Tendremos que examinar con más cuidado el material de que está
hecha. Ahora vamos a aterrizar con más cuidado.
La «zapatilla» se posaba en el hielo, a un centenar de metros del Lanza, cuando una comitiva salía de la gigantesca aeronave.
Ocho figuras grotescas, enfundadas en sus gruesos trajes de astronauta, caladas las escafandras, con sus botellas de oxígeno a la espalda, formaban la comitiva. Delante marchaban dos hombres llevando un bulto en una camilla. Los otros formaban en línea detrás cargados con picos y palas.
—Seguramente van a enterrar a Bill —dijo Paiton con voz
sombría.
—Vamos con ellos —dijo Aznar abriendo la portezuela.
Advirtió entonces que sobre el casco del Lanza se erguía amenazadora la silueta de tres grandes misiles «tierra a aire» montados sobre su rampa de lanzamiento.
Detrás de la rampa lanza misiles, giraba la antena parabólica del radar como buscando a un posible enemigo en el cielo.
Miguel Ángel Aznar y George Paiton fueron a unirse a la comitiva.
D
e nuevo reunidos en el salón del Lanza los hombres guardaban silencio, mientras las mujeres iban y venían del comedor a la cocina. Unos trataban desganadamente de comer algo, y el resto tomaba café o una copa de licor.
—Examinemos nuestra situación —dijo Harry Tierney extendiendo sus manos sobre la mesa—. Si, como creemos, los hombres que controlan los robots pertenecen a la raza saissai, debería ser posible hacernos entender de ellos en su propia lengua. Richard, ¿cuánto tiempo le llevará terminar la reconversión de nuestra televisión al sistema de los saissai?
—Prácticamente no he empezado. Digamos como un par de días.
Miguel Ángel Aznar expresó su opinión diciendo:
—Yo no perdería más tiempo tratando de comunicarme con los saissai por radio o televisión. Ahora disponemos de una aeronave capaz de llevarnos hasta ellos.
—¿La «zapatilla volante», como usted la llama?
—Sí. Ese aparato utiliza la misma energía que los robots y no necesita repostarse de combustible. Su radio de acción debe ser prácticamente ilimitado, y además creo que es capaz de llevar una carga considerable.
—¿A qué clase de carga se refiere?
—A todos nosotros, con nuestras botellas de oxígeno y nuestras armas. Volaríamos sobre el ferrocarril hasta encontrar la ciudad de los saissai y nos presentaríamos a ellos sin más circunloquios.
—¿Y si nos reciben disparando sobre nosotros? —preguntó Thomas Dyer.
—Tanto da. Estamos perdidos en este planeta hostil, agotando nuestra reserva de oxígeno y sin medios para procurárnoslo. Sólo podemos salvarnos si los saissai nos ayudan. En caso contrario, si ellos no nos matan moriremos de todos modos, bien sea por asfixia, de frío o de hambre.
Harry Tierney miró en torno a los rostros impasibles de sus compañeros. Suspiró y dijo:
—Evidentemente, ha llegado el momento de tomar una decisión. Si esa aeronave es capaz de llevarnos a todos, abandonaremos el Lanza. Sacaremos de aquí cuanto pueda sernos de utilidad y construiremos un depósito oculto en tierra firme.
—Bien, confeccionemos una lista con lo imprescindible —dijo Miguel Ángel—. Agua, provisiones, oxígeno, explosivos, armas y municiones, ropas de abrigo y tiendas dé campaña.
—¿Para qué las armas? No pretenderá usted luchar contra los saissai.
—Tal vez no con ellos. Pero sus robots no han dejado de manifestarnos su antipatía, y no me gustaría ser víctima de uno de esos muñecos mecánicos sin haber tenido ocasión de conversar con la gente que los controla.
—Pues si está decidido no perdamos tiempo —dijo Thomas Dyer—. En cualquier momento puede llegar una flota de aeronaves para destruirnos.
Todos los miembros de la expedición se pusieron en febril actividad.
El elemento más importante era el oxígeno, que estaba contenido en un par de grandes cilindros de acero. Para sacar estos depósitos fue necesario abrir un boquete en cada costado del casco del Lanza, utilizando el soplete oxhídrico.
Mientras Edgar Ley se ocupaba de esta tarea, Thomas Dyer y el profesor von Eicken construían dos plataformas ligeras. Bab y Else fueron amontonando sobre la primera plataforma que quedó lista diversos paquetes conteniendo ropas y provisiones. Miguel Ángel Aznar y George Paiton cargaron en la segunda plataforma varias cajas de T.N.T., granadas antitanque y bombas de mano.
El arsenal de la expedición era muy abundante y Miguel Ángel creyó oportuno incluir un par de lanzallamas, regocijándose de antemano con la idea del efecto que los lanzallamas harían sobre los robots si éstos les atacaban. Las pistolas y las metralletas no habían demostrado ser muy efectivas contra los robots, pero los fusiles «Garand», disparando
granadas antitanque, serian probablemente otra cosa muy distinta.
El helicóptero, pilotado por George Pailón, levantó en el aire la primera plataforma y la trasladó sobre la llanura helada a veinte kilómetros de distancia, depositándola en una hondonada de tierra firme. La «zapatilla volante», que carecía de tren de aterrizaje, tenía bajo el casco cuatro sólidas argollas, destinadas probablemente para el mismo fin que fuero)! utilizadas por los terrícolas. La pesada plataforma, con todo, el material bélico, fue fácilmente levantada en el aire y trasladada a la hondonada. En las cuatro horas que duró la evacuación, Richard Balmer permanecía atento al radar por si se producía un ataque de las «zapatillas volantes», pero nada ocurrió.
En el último viaje, la «zapatilla volante» transportó a seis personas y una voluminosa carga que ocupaba todo el compartimiento posterior.
La expedición, que procedía de Venus, había sido muy previsora en la elección del equipo. En principio ignoraban si la atmósfera de Venus sería respirable. Una pieza importante de este equipo, que no llegaron a utilizar en Venus, era un refugio de lona impermeabilizada, de cincuenta metros cúbicos de capacidad, con dobles paredes que formaban una cámara hinchable.
Esta casa transportable, de uso en campaña, tenía el inconveniente de estar pintarrajeada de verde y ocre, lo cual la, hacía muy visible sobre la blancura del hielo.
Hinchada con anhídrido carbónico, la rociaron con agua, la cual al helarse a la baja temperatura de treinta grados bajo cero, la cubrió de una nivea capa que la enmascaraba perfectamente. Cuando en el frío de la noche la humedad se acumulara y enfriara sobre la lona, la casa parecería desde el aire un bloque de hielo. El día era muy largo, de unas veinte horas, debido al lento movimiento de rotación del planeta sobre su eje.
—Podemos aprovechar lo que queda de día para nuestro vuelo de exploración —dijo Miguel Ángel Aznar.
—¿Vamos a ir todos? —preguntó Tierney—. Las mujeres, el profesor von Eicken y el profesor Stefansson deberían quedarse en el refugio, y de este modo seríamos seis hombres en la «zapatilla volante», con amplio espacio para llevar con nosotros un copioso armamento… y un doble repuesto de botellas de oxígeno para cada uno, lo cual, con d puesto, nos daría una autonomía de doce horas de vuelo.
Miguel Ángel aprobó este plan, del que tanto Bab como Else se mostraron disconformes, aunque resignadas. Mientras unos llevaban el equipo a la «zapatilla», los demás cubrían el helicóptero, con la cola y el rotor plegados, con un gran
encerado blanco.
Se desecharon las pistolas y las metralletas, sustituyéndolas por fusiles «Garand» cargados con munición de salva. Esta munición era la adecuada para disparar granadas antitanque, que eran proyectiles con carga hueca perforante, con un largo vástago de acero en el extremo opuesto que se introducía en el cañón de rifle. Richard Balmer y Thomas Dyer, los dos hombres más robustos del grupo, colgaron sus botellas de oxígeno sobre el pecho, a fin de dejar libres a sus espaldas para cargar con los lanzallamas si era preciso. En el espacio que quedaba en el asiento de atrás colocaron las botellas de oxígeno de repuesto, dos cajas de granadas de mano, dos de cartuchos de dinamita, una de T.N.T. y varios rollos de mecha y alambre para un deflagrador eléctrico.
Vestidos con sus gruesos trajes de astronauta y escafandra, con pilas nuevas en sus respectivos aparatos de radio individuales, los seis hombres se acomodaron en los dos amplios asientos y Miguel Ángel, más experimentado en el manejo de la «zapatilla volante», tomó los mandos.
La «zapatilla volante» puso en marcha su doble juego de hélices y se elevó con facilidad, siendo despedida por las dos mujeres y los dos sabios que se quedaban en el refugio.
Volando a todo lo que daban de sí los motores eléctricos, Miguel Ángel utilizó su adiestrado instinto de orientación para guiar el aparato directamente hacia el monoraíl. Una hora después, el piloto veía de lejos, a través del visor, aquella viga cuadrada de hormigón que, como un acueducto, salvaba los accidentes del terreno, ora sobre esbeltas vigas, ora a lo largo de amplias zanjas.
La «zapatilla volante» no tenía equipo de radar, pero una de las esferas del cuadro correspondía a un compás giroscópico, que Miguel Ángel había puesto en marcha al alejarse del refugio, a fin de facilitarles el regreso. Aunque permanecían callados, la excitación dominaba en aquellos hombres, a la espera de ver aparecer en cualquier momento algo que indicara la presencia de una ciudad.
La «zapatilla volante» se deslizaba como una alfombra mágica, sin más inconvenientes que el de ser desplazada por el viento que le daba de través. El viento en cambio no molestaba a los tripulantes, encerrados en sus gruesos trajes acolchados, protegida la cabeza y el rostro por las escafandras.
—Atención, allí delante veo otro raíl —anunció Miguel Ángel. Poco después llegaban a una bifurcación del monorrail. Un ramal se dirigía a la derecha, y otro hacia la izquierda.
—¿Hacia qué lado echamos? —preguntó Miguel Ángel frenando el aparato.
—¿Qué más da? —gruñó Thomas Dyer—. Cualquier dirección puede ser buena si nos lleva a alguna parte.
—Entonces vamos a la derecha —dijo Miguel Ángel volviendo a poner en marcha los motores. El nuevo ramal, al igual que el anterior, parecía extenderse sin fin sobre la inmensa llanura de hielo. Miguel Ángel tiró de la palanca hasta que ésta encontró su tope, y la navecilla empezó a ascender y ascender, si bien cada vez más lentamente, hasta alcanzar los diez mil metros.
A esta altura, solamente con el visor telescópico era posible seguir el trazado del rail, que a simple vista se confundía con la llanura uniformemente blanca.
—¿Por qué subimos tan alto? —preguntó Harry Tierney.
—Quería ver qué techo era capaz de alcanzar este aparato. Además, desde la altura divisamos más terreno. Apenas acababa de justificar Miguel Ángel Aznar su maniobra, cuando hirió los ojos de los astronautas un rayo de sol reflejado desde el horizonte. El sol sin embargo estaba a sus espaldas.
—¡Miren, algo brilla allá lejos! —exclamó Richard Balmer.
—¿Qué puede ser eso? —murmuró Pailón.