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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Cetaganda (22 page)

BOOK: Cetaganda
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Ah, todo este asunto es una experiencia educativa, milady. Miles esbozó una sonrisa amable y trotó hacia el banco donde sus guardianes se levantaban para recibirlo. Mia Maz tenía su amable hoyuelo de siempre. ¿Era su imaginación, o la afabilidad diplomática de Vorob'yev había adquirido cierta tensión? La expresión de Benin era menos fácil de interpretar tras los remolinos del maquillaje.

—Hola —dijo Miles en voz alegre—. Usted… me ha esperado, señor… No era necesario, gracias, gracias. —Las cejas de Vorob'yev se alzaron en un gesto de desacuerdo irónico.

—Le han otorgado un honor sumamente inusual, lord Vorkosigan —comentó Benin, haciendo un gesto hacia el Criadero Estrella con la cabeza.

—Sí, la haut Rian Degtiar es una dama muy amable. Espero no haberla cansado con mis preguntas.

—¿Y recibió usted las respuestas que esperaba? —preguntó Benin—. Entonces es usted un privilegiado.

No había error posible: ese comentario tenía un lado amargo aunque, por supuesto, siempre podía ignorarlo.

—Ah, sí y no… El criadero es un lugar fascinante, pero por desgracia esta tecnología no ofrece grandes recursos a mis necesidades médicas. Creo que voy a tener que seguir pensando en la intervención quirúrgica. No me gusta la cirugía… siempre me sorprende lo dolorosa que resulta. —Parpadeó con gesto afligido.

Maz mostraba una expresión comprensiva. Vorob'yev seguía con su aire grave y taciturno. Está empezando a sospechar algo. Mierda.

En realidad, tanto Vorob'yev como Benin parecían dos personas a quienes la presencia de otro impide saltar sobre un tercero, acorralarlo contra la pared y retorcerlo hasta arrancarle la verdad por la fuerza.

—Si ya ha terminado —dijo Benin—, les acompañaré hasta los portales del Jardín Celestial.

—Sí. El auto de la embajada está esperándonos, lord Vorkosigan —agregó Vorob'yev con severidad.

Caminaron en grupo detrás de Benin, siguiéndolo por los senderos del jardín.

—El verdadero privilegio de hoy ha sido toda esa poesía —siguió diciendo Miles de buen humor—. Y a usted, ¿cómo le van las cosas, ghemcoronel? ¿Ha progresado en su caso?

Benin torció el gesto.

—Sigue siendo muy confuso… —murmuró.

Apuesto a que no. Por desgracia, o tal vez por suerte, ése no era el lugar ni el momento para olvidarse de todo y hablar con franqueza del trabajo de seguridad que ambos compartían.

—Ay, Dios —dijo Maz y todos dejaron de caminar para examinar lo que había descubierto de pronto en una curva del sendero.

Un marco de bosques y una quebrada artificial. Bajo la luz del crepúsculo, entre los árboles y a lo largo del arroyo, se agazapaban cientos de ranas arborícolas, diminutas y luminosas, de colores acaramelados. Estaban cantando. Cantaban en acordes, acordes musicalmente perfectos: un acorde subía y bajaba, e inmediatamente después lo reemplazaba otro. La luz de las criaturas aumentaba y disminuía de intensidad según el canto, y así, la vista podía seguir el progreso de cada una de las notas tanto como el oído. La acústica de la quebrada llevaba esa música que no era música de un lado a otro, en tonos sinergéticos. Miles olvidó momentáneamente todos sus problemas, absorto por la belleza y el absurdo del espectáculo, hasta que una tosecita de Vorob'yev rompió el hechizo y el grupo siguió adelante.

Fuera de la cúpula, la noche de la capital se extendía tibia, húmeda y brillante como un damasco; rugía con el ruido subliminal de la vida. La noche y la ciudad, prolongadas hasta el horizonte y más allá.

—Me impresiona el lujo haut… pero siempre termino pensando en el volumen de la base de sustentación económica que tiene —comentó Miles a Benin.

—Cierto —asintió Benin con sonrisa irónica—. Y según tengo entendido, la tasa de impuestos per cápita de Barrayar duplica la de Cetaganda. El emperador cetagandano cultiva el bienestar económico de sus súbditos tanto como su jardín. Al menos eso dicen.

Benin no era inmune a la tendencia cetagandana a la competencia. Y los impuestos eran un asunto muy variable en Barrayar.

—Lamento tener que estar de acuerdo —le contestó Miles—. El problema es que estamos obligados a igualarlos a ustedes en lo militar con un cuarto de los recursos reales. —Se mordió la lengua para no agregar: Por suerte, no es demasiado difícil, o alguna otra frase irónica.

Pero en realidad Benin tenía razón, reflexionó Miles cuando el auto de superficie de la embajada se elevó sobre la capital. La gran semiesfera plateada resultaba impresionante hasta que uno miraba la ciudad que se extendía cien kilómetros a la redonda en todas direcciones, por no mencionar el resto del planeta y los otros siete mundos… y hacía números. El Jardín Celestial era una flor, pero sus raíces estaban en otra parte, en el control haut y ghem de otros aspectos de la economía. La Gran Llave le pareció de pronto una palanca demasiado pequeña para mover ese mundo. Príncipe Slyke, creo que es usted un optimista.

10

—Tienes que ayudarme con esto, Iván —susurró Miles con urgencia.

—¿Eh? —murmuró Iván, en tono de extrema neutralidad.

—No sabía que Vorob'yev lo iba a mandar a él. —Miles hizo un gesto hacia lord Vorreedi, que acababa de terminar su propia conferencia en voz baja con el conductor del auto, el guardia de paisano y el uniformado de la embajada. El uniformado llevaba el atuendo de fajina verde, como Miles e Iván; los otros dos llevaban mallas y túnicas largas hasta los tobillos en el típico estilo de Cetaganda. El oficial de protocolo tenía más práctica con la ropa cetagandana y se movía con mayor soltura y comodidad.

Miles siguió diciendo en voz baja:

—Cuando establecí esta cita con mi contacto, pensé que Vorob'yev nos mandaría con Mia Maz… al fin y al cabo, esto tiene que ver con la División de Damas o como se llame… No tiene por qué cubrirme. Lo que necesito es que lo distraigas un momento cuando llegue el momento de marcharme.

El guardia de paisano hizo un gesto con la cabeza y se fue. Un hombre de perímetro. Miles memorizó la cara y la ropa. Otra cosa de la que tenía que cuidarse. El guardia se alejó hacia la entrada de la exhibición, que por cierto no se desarrollaba en un recinto normal. Cuando le habían descrito el espectáculo, Miles se había imaginado alguna estructura cavernosa y cuadrangular como la que albergaba la Feria Agrícola de Distrito en Hassadar. Pero el Salón del jardín de la Luna, como lo llamaban, era otra cúpula, una imitación burguesa y diminuta del Jardín Celestial. Bueno, no demasiado diminuta, en realidad: tenía más de trescientos metros de diámetro y se arqueaba sobre un suelo empinado e irregular. Bandadas de ghems bien vestidos, tanto hombres como mujeres, se acercaban al túnel de la entrada superior.

—¿Y cómo diantres voy a conseguirlo, primito? Vorreedi no es de los que se distraen con facilidad.

—Dile que me fui con una dama. Propósitos inmorales. Tú siempre tienes ese tipo de propósitos… ¿por qué yo no? —Los labios de Miles se torcieron tratando de suprimir una burla a los ojos en blanco de Iván—. Preséntale a media docena de tus noviecitas. Me parece difícil que no te encuentres con alguna por aquí. Preséntalo como el hombre que te enseñó todo lo que sabes sobre el Arte de Amor Barrayarés.

—No es mi tipo —dijo Iván entre dientes.

—¡Usa la iniciativa!

—No tengo iniciativa. Yo sigo órdenes, muchas gracias. Es mucho más seguro.

—De acuerdo. Te ordeno que uses la iniciativa.

Por todo comentario Iván formó un taco con los labios, sin pronunciarlo.

—Estoy seguro de que acabaré arrepintiéndome.

—Aguanta un poco más. Unas pocas horas y todo habrá acabado. —Para bien o para mal…

—Eso ya me lo dijiste anteayer. Y resultó falso.

—No fue culpa mía. Las cosas son un poco más complicadas de lo que suponía.

—¿Recuerdas aquella vez en Vorkosigan Surleau, cuando encontramos aquel viejo depósito de armas y nos convenciste a mí y a Elena de que te ayudáramos a activar el tanque flotante? ¿Y después chocamos contra el granero? ¿Y el granero se derrumbó? ¿Y mi madre me puso bajo arresto domiciliario durante dos meses?

—¡Iván, teníamos diez años!

—Yo lo recuerdo como si fuese ayer. Ayer y anteayer…

—Esa cosa ya se estaba cayendo. No hizo falta mucho para derrumbarla. Les ahorró el precio de la demolición. Por Dios, Iván, ¡esto es serio! No puedes compararlo con… —Miles se interrumpió cuando vio que el oficial de protocolo despedía a sus hombres y se volvía hacia los dos enviados con una leve sonrisa. Los tres entraron juntos al Salón del jardín de la Luna.

Miles se sorprendió al ver algo tan burdo como un cartel, aunque fuera de flores, sobre el arco de la entrada de un laberinto de caminos descendentes que bajaban por la ladera natural. Exposición Anual de Bioestética Número 149, Clase A. Dedicada a la memoria de la Señora Celestial. Esa dedicatoria había convertido la ocasión en una cita obligada para la agenda de todos los enviados diplomáticos.

—¿Las hautmujeres compiten aquí? —le preguntó Miles al oficial de protocolo—. Creo que esto está dentro de su estilo.

—Tanto que nadie podría ganarles si participaran —contestó lord Vorreedi—. No, no. Las haut tienen su propia competición anual, muy privada, en el Jardín Celestial, pero no este año, por lo menos hasta que termine el período oficial de luto.

—Así que… estas exposiciones de las ghemujeres son… emmm, ¿una imitación de sus hermanastras haut?

—Ésa es la idea, sí. Ése es el estilo de este planeta.

Las presentaciones de las ghemladies no estaban dispuestas en filas, sino por separado, cada una en su propia curva o rincón. Miles se preguntó qué tipo de discusiones se desatarían para conseguir los lugares más favorables, qué tipos de estatus y poder serían necesarios para obtener los mejores y si la competencia por los lugares podía llegar al asesinato. Al asesinato verbal seguramente, a juzgar por algunos fragmentos de conversación que alcanzó a oír entre los grupos de ghemladies que pasaban lentamente entre críticas y expresiones de admiración.

Le llamó la atención un tanque lleno de peces. Tenían las aletas muy finas y las escamas de colores seguían el dibujo exacto de uno de los maquillajes que usaba uno de los ghem-clanes: azul brillante, amarillo, negro y blanco. Los peces giraban en una especie de gavota acuática. No era demasiado impresionante desde el punto de vista de la ingeniería genética, excepto por el hecho de que la dueña de la muestra, orgullosa y esperanzada, era una niña de apenas doce años. Parecía una mascota de las exhibiciones más serias de las damas de su clan. ¡Ya veréis dentro de seis años! decía su sonrisita infantil.

Las rosas azules y las orquídeas negras eran tan rutinarias que sólo servían de marco para las verdaderas obras. Pasó una joven, siguiendo a sus ghempadres con un unicornio de medio metro atado a una rienda dorada. Ni siquiera era una exhibición… A diferencia de lo que pasaba en la Feria Agrícola de Hassadar, era evidente que aquí nadie se preocupaba de la utilidad. La competencia era solamente artística; la vida, el medio, la biopaleta que suministraba efectos para las obras.

Se detuvieron junto a una especie de balcón que permitía una vista general de la ladera del jardín. Un brillo verde llamó la atención de Miles, que bajó los ojos para mirar el suelo. Un grupo de hojas y zarcillos brillantes subía en espiral por la pierna de Iván. Unos pimpollos rojos se abrían y se cerraban lentamente, exhalando un perfume delicado y profundo; el efecto era el de una boca y, en general, no parecía una creación afortunada. Miles lo miró fascinado un buen rato antes de murmurar:

—Iván… no te muevas pero mira tu bota izquierda.

Otro zarcillo se enredó lentamente alrededor de la rodilla de Iván y empezó a subir. Iván bajó la mirada y lanzó un juramento.

—¿Qué diablos es eso? ¡Sácamelo de encima!

—Dudo que sea venenoso —dijo el oficial de protocolo, sin mucha seguridad—. Pero tal vez sea mejor que se quede usted quieto, milord.

—Creo… creo que es una rosa trepadora. Muy llena de vida, ¿no les parece? —Miles sonrió y se inclinó, buscando las espinas antes de extender la mano. Tal vez eran retráctiles o algo así… El coronel Vorreedi hizo un gesto como para indicarle que no se acercara.

Pero antes de que Miles reuniera el valor de arriesgar la piel y la sangre en el rescate, se acercó por el sendero una ghemlady regordeta con un gran cesto en el brazo.

—¡Ah, ahí estás, cosita mala! —exclamó—. Discúlpeme, señor. —Se dirigió a Iván sin mirarlo mientras se arrodillaba junto a la bota y empezaba a desenredar su creación—. Lo siento… esta mañana hay demasiado nitrógeno.

La rosa soltó el último zarcillo de la bota de Iván con un movimiento decepcionado y la mujer la metió sin ceremonias en la canasta donde se retorcían otras fugitivas rosadas, amarillas y blancas. Después, con la mirada perdida en los rincones y bajo los bancos, la concursante se alejó a toda prisa.

—Creo que le has gustado a esa cosa —dijo Miles a Iván—. ¿Feromonas?

—¿Por qué no te vas a la mierda? —le susurró Iván—. Me dan ganas de meterte a ti en nitrógeno y guardarte debajo de… Dios… ¿qué es eso?

Habían terminado de doblar una curva hacia un área abierta en cuyo centro se alzaba un árbol lleno de gracia, con grandes hojas peludas en forma de corazón. Tenía dos o tres docenas de ramas que se arqueaban y volvían a caer, sacudiéndose levemente con el peso de una fruta en forma de vaina que colgaba en manojos. La fruta estaba maullando. Miles e Iván se acercaron.

—Eso… es… horrible, claramente horrible —dijo Iván, indignado.

En cada vaina había un gatito encogido como un bulto, cabeza abajo, el pelaje largo, sedoso y blanco se esponjaba como un sol alrededor de la cara felina: un hermoso marco para las orejas y los bigotes y los brillantes ojos azules. Iván levantó la mano hacia uno y tiró de la rama para examinarlo de cerca. Trató de acariciar a la criatura con cuidado; el gato lo tocó con dos suaves garras juguetonas y blancas.

—Un gatito como éste tendría que estar jugando con un ovillo, en el césped, y no pegado a un árbol para darle unos puntos a una ghemputa… —opinó Iván con furia. Miró a su alrededor. Por el momento estaban solos; nadie los observaba.

—Mmmm… no estoy seguro de que estén pegados —dijo Miles—. Espera, no creo que…

Tratar de impedir que Iván rescatara un gatito de un árbol era tan imposible como tratar de evitar que soltara un piropo ante una mujer bonita. Para él era como un acto reflejo. Por el brillo que veía en sus ojos, era evidente que estaba decidido a liberar a todas las pequeñas víctimas para que después jugaran con las rosas trepadoras.

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