Authors: Noah Gordon
Tampoco lo aceptaría Rob J., aunque su esposa y su hijo mayor se habían vuelto apasionados simpatizantes de los sudistas. Gracias a la habitación secreta, él había enviado a docenas de esclavos huidos a Canadá, y en el proceso se había librado varias veces por los pelos de que lo descubrieran. Un día Alex le contó que la noche anterior había encontrado a George Cliburne en el camino, aproximadamente a un kilómetro y medio de la granja.
—¡Estaba sentado en un carro lleno de heno a las tres de la mañana!
¿Tú qué piensas?
—Supongo que hay que trabajar mucho para levantarse más temprano que un laborioso cuáquero. ¿Pero cómo es que tú volvías a casa a las tres de la mañana? -replicó Rob J., y Alex estaba tan interesado en dejar de lado el tema de la noche que había pasado bebiendo y de juerga con Mal Howard, que el extraño trabajo de George Cliburne no salió a relucir nunca más.
Otra noche, cuando Rob J. estaba cerrando el candado de la puerta del cobertizo entró Alden.
—No podía dormir. Se me acabó la bebida, y recordé que tenía ésta guardada en el establo.
Levantó la garrafa y se la ofreció.
Aunque a Rob J. rara vez le apetecía beber y sabía que el alcohol mermaba el Don, quiso compartir algo con Alden. Destapó la garrafa, dio un trago y se puso a toser. Alden sonrió.
A Rob le habría gustado lograr que el jornalero se alejara del cobertizo. Dentro del escondite, al otro lado de la puerta, había un negro de mediana edad que respiraba con cierta dificultad a causa del asma.
Rob J. sospechaba que a veces el jadeo se volvía más pronunciado y no estaba seguro de que no se oyera desde donde se encontraban. Pero Alden no pensaba moverse; se puso en cuclillas y mostró cómo bebía whisky un campeón, con el dedo en el asa, la garrafa sobre el codo y éste levantado justo lo suficiente para enviar la cantidad adecuada de licor a la boca.
—¿Tienes problemas para dormir?
Alden se encogió de hombros.
—La mayor parte de las noches me duermo enseguida porque estoy cansado. Si no, beber un poco me ayuda.
Desde que Viene Cantando había muerto, Alden parecía mucho más cansado.
—Deberías buscar un hombre que te ayudara con el trabajo de la granja -le dijo Rob J. quizá por vigésima vez.
—Es difícil encontrar un hombre blanco adecuado para contratarlo.
Y no trabajaría con un negro -dijo Alden, y Rob J. se preguntó si sus voces se oirían desde el escondite-. Además, ahora Alex trabaja conmigo, y lo hace realmente bien.
—¿Si?
Alden se irguió, aunque un poco inestable; tenía que beber mucho whisky para perder el equilibrio.
—¡Maldita sea! -exclamó deliberadamente-. Doctor, no es justo con esos dos pobres muchachos.
Sujetó la garrafa con mucho cuidado y echó a andar en dirección a su cabaña.
Un día, hacia finales de aquel verano, llegó a Holden's Crossing un chino de mediana edad y nombre desconocido. Como se negaron a atenderlo en la taberna de Nelson, le pagó a una prostituta llamada Penny Davis para que le comprara una botella de whisky y lo invitara a su choza; a la mañana siguiente murió en la cama de la mujer. El sheriff Graham dijo que no quería tener en su ciudad a ninguna furcia que compartiera su chisme con un chino y luego se lo ofreciera a los blancos, y se ocupó personalmente de que Penny Davis abandonara Holden's Crossing. Luego puso el cadáver en la parte de atrás de un carro y se lo entregó al forense más cercano.
Esa tarde, Chamán estaba esperando a su padre cuando éste fue al cobertizo.
—Nunca he visto un oriental.
—Este está muerto. Lo sabes, ¿verdad, Chamán?
—Si, papá.
Rob J. abrió la puerta del cobertizo.
El cadáver estaba cubierto por una sábana, y Rob la plegó y colocó sobre la vieja silla de madera. Su hijo estaba pálido pero sereno, estudiando atentamente el cuerpo que había sobre la mesa. El chino era menudo y delgado pero musculoso. Le habían cerrado los ojos. Su piel era de un color intermedio entre la palidez de los blancos y el tono cobrizo de los indios. Las uñas de los pies, córneas y amarillentas, necesitaban un corte; al verlas con los ojos de su hijo, Rob se sintió impresionado.
—Ahora tengo que hacer mi trabajo, Chamán.
—¿Puedo mirar?
—¿Estás seguro de que quieres mirar?
—Si, papá.
Rob cogió el escalpelo y abrió el pecho. Oliver Wendell Holmes tenía un estilo rimbombante de presentar la muerte; el estilo de él consistía en ser sencillo. Le advirtió al chico que las tripas de un hombre podían oler peor que cualquier presa de caza que él hubiera disecado, y le advirtió que respirara por la boca. Luego notó que el frío tejido ya no pertenecía a una persona.
—Fuera lo que fuese lo que hacia que este hombre estuviera vivo (algunos lo llaman alma) ya ha abandonado su cuerpo.
Chamán seguía pálido pero su mirada era atenta.
—¿Esa es la parte que va al cielo?
—No sé a dónde va -respondió Rob suavemente. Mientras pesaba los órganos, le permitió a Chamán que lo ayudara apuntando el peso de cada uno-. William Fergusson, mi mentor, solía decir que el espíritu deja el cuerpo como una casa que ha sido vaciada, y por eso debemos tratar el cuerpo con cuidado y dignidad, por respeto al hombre que vivía en él. Este es el corazón, y aquí está lo que mató a este hombre.
Quitó el órgano y lo colocó en las manos de Chamán para que pudiera observar detenidamente el círculo oscuro de tejido muerto que sobresalía de la pared del músculo.
—¿Por qué le ocurrió, papá?
—No lo sé, Chamán.
Volvió a colocar los órganos y cerró las incisiones; mientras se lavaban, el rostro de Chamán fue recuperando el color. Rob J. estaba impresionado por lo bien que se había portado el chico.
—He estado pensando una cosa -comentó-. ¿Te gustaría estudiar aquí conmigo, de vez en cuando?
—¡Claro, papá!-exclamó Chamán con el rostro encendido.
—Porque se me ocurre que tal vez te gustaría licenciarte en ciencias.
Podrías ganarte la vida enseñando, tal vez incluso en una facultad. ¿Te gustaría dedicarte a eso, hijo?
Chamán lo miró con expresión seria, concentrándose en la pregunta.
Se encogió de hombros.
—Tal vez -respondió.
Maestros
Aquel mes de enero, Rob J. puso algunas mantas más en el escondite porque los que escapaban del Sur pasaban un frío terrible. Había menos nieve que de costumbre, pero la suficiente para cubrir los campos cultivados y darles el aspecto de la pradera en invierno. A veces, cuando regresaba a casa a altas horas de la noche, después de visitar a un enfermo, imaginaba que levantaría la vista y vería una extensa fila de pieles rojas montados sobre hermosos caballos, cruzando la superficie blanca y brillante de las llanuras intactas, siguiendo a su Chamán y a sus caciques; o criaturas enormes de espalda encorvada avanzando hacia él en la oscuridad, con la escarcha pegada a su velluda piel de color pardo y los cuernos curvados con horribles puntas plateadas, resplandecientes bajo la luz de la luna. Pero nunca veía nada, porque aún creía menos en los fantasmas que en Dios.
Cuando llegó la primavera, el deshielo fue moderado, y los ríos y riachuelos no se desbordaron. Tal vez tuviera que ver con el hecho de que aquella temporada había tratado menos casos de fiebre; pero fuera cual fuese la razón muchas de las personas que enfermaron de fiebre murieron. Una de las pacientes que perdió fue Matilda Cowan, cuyo esposo Simeon cultivaba media parcela de maíz en la zona norte de la población, una tierra muy buena aunque un poco seca. Tenían tres hijas pequeñas. Cuando una mujer joven moría dejando hijos, se suponía que el marido volvería a casarse enseguida; pero cuando Cowan le propuso matrimonio a Dorothy Burnham, la maestra, mucha gente quedó sor prendida. La propuesta fue aceptada de inmediato.
Una mañana, en la mesa del desayuno, Rob J. rió entre dientes mientras le contaba a Sarah que los miembros de la junta de la escuela estaban trastornados.
—Pensábamos que Dorothy iba a ser una solterona toda su vida. Cowan es inteligente. Ella será una buena esposa.
—Es una mujer afortunada -dijo Sarah en tono seco-. Es bastante mayor que él.
—Bueno, sólo tiene tres o cuatro años más que él -comentó Rob J. mientras untaba mantequilla en una galleta-. Eso no es una diferencia importante.
Y sonrió sorprendido al ver que su hijo Chamán asentía mostrando su acuerdo y se unía a los comentarios sobre su maestra.
El último día que la señorita Burnham fue a la escuela, Chamán se quedó hasta que los demás se marcharon, y luego se acercó a ella para despedirse.
—Supongo que la veré más de una vez por el pueblo. Me alegro de que haya decidido no ir a otro sitio a casarse.
—Yo también me alegro de quedarme a vivir en Holden's Crossing, Robert.
—Quiero darle las gracias -dijo torpemente.
Sabía lo que esta mujer afectuosa y sencilla había significado en su vida.
—No tienes que agradecerme nada, cariño. -Ella le había comunicado a los padres de Chamán que ahora que tenía una granja, un esposo y tres criaturas que atender, no podría seguir trabajando en los ejercicios de pronunciación-. Estoy segura de que tú y Rachel lo haréis maravillosamente bien sin mi. Además, has alcanzado el punto en el que podrías prescindir de los ejercicios.
—¿Le parece que hablo como la demás gente?
—Verás… -Analizó la pregunta con sumo cuidado-. No exactamente. Cuando estás cansado, tu voz sigue teniendo un sonido gutural.
Eres muy consciente de cómo deben sonar las palabras, por eso no las articulas tan mal como algunas personas, y hay una ligera diferencia.
—Vio que esto lo inquietaba, y le apretó la mano-. Es una diferencia encantadora -añadió, y se alegró al ver que el rostro del muchacho se iluminaba.
Chamán le había comprado con su dinero un pequeño regalo en Rock Island: unos pañuelos con bordes de encaje azul celeste.
—Yo también tengo algo para ti -le dijo ella, y le entregó un volumen de los sonetos de Shakespeare-. Cuando los leas, debes pensar en mi -le ordenó-. ¡Salvo los románticos, por supuesto! -añadió en tono atrevido, y luego rió con él con la libertad de saber que la señora Cowan podría hacer y decir cosas que la pobre señorita Burnham, la maestra, jamás había imaginado.
Debido al tránsito fluvial que se producía en la primavera, se ahogaron algunas personas en varios tramos del Mississippi. Un joven cayó de una barcaza y se perdió río arriba; su cuerpo fue atrapado por la corriente, que no lo devolvió hasta llegar a la jurisdicción de Holden's Crossing. El dueño de la barcaza no sabía de dónde venia el joven ni conocía ningún dato sobre él, salvo que se llamaba Billy. El sheriff Graham se lo entregó a Rob J.
Chamán observó una autopsia por segunda vez y volvió a apuntar el peso de los órganos en la libreta de su padre, y aprendió lo que le sucedía a los pulmones de un ahogado. Esta vez le resultó más difícil observar. El chino le había parecido muy distante debido a la diferencia de edad y a su exótico origen, pero éste era un joven sólo unos años mayor que su hermano Bigger; era una muerte que le hablaba a Chamán de su propia mortalidad. Pero se las arregló para apartar todo eso de su mente y poder observar y aprender.
Cuando concluyeron la autopsia, Rob J. empezó a abrir la muñeca derecha de Billy.
—La mayoría de los cirujanos tienen horror a la mano -le confió a Chamán-. Y eso se debe a que nunca han dedicado demasiado tiempo a estudiarla. Si llegas a ser profesor de anatomía o fisiología, debes conocer la mano.
Chamán comprendió por qué tenían tanto miedo de cortar la mano, porque era todo músculos, tendones y articulaciones, y quedó perplejo y aterrorizado cuando, una vez terminada la disección de la mano derecha, su padre le dijo que disecara él solo la mano izquierda.
Rob J. le sonrió, pues sin duda sabía exactamente lo que su hijo sentía.
—No te preocupes. Nada de lo que hagas le causará daño.
Así que Chamán pasó la mayor parte del día cortando, examinando y comprobando, memorizando los nombres de todos los huesecillos, aprendiendo cómo debían moverse las articulaciones de la mano de una persona viva.
Varias semanas más tarde, el sheriff le llevó a Rob J. el cadáver de una anciana que había muerto en una granja pobre del distrito. Chamán estaba ansioso por reanudar las lecciones, pero su padre le impidió entrar en el cobertizo.
—Chamán, ¿alguna vez has visto a una mujer desnuda?
—Una vez vi a Makwa. Me llevó a la tienda del sudadero y cantó canciones para intentar que yo volviera a oir.
Su padre lo miró sorprendido, y luego se sintió obligado a explicar.
—Creo que cuando uno ve el cuerpo de una mujer por primera vez no debe ser el de una mujer vieja, fea y muerta.
El asintió, con las mejillas encendidas.
—No es la primera vez, papá. Y Makwa no era vieja ni fea.
—No, no lo era -dijo su padre.
Palmeó el hombro de Chamán, entraron en el cobertizo y cerraron la puerta.
En julio, el comité de la escuela ofreció a Rachel Geiger el puesto de maestra. No era excepcional que se concediera a uno de los alumnos más grandes la oportunidad de dar clases en la escuela cuando existía una vacante, y la jovencita había sido entusiastamente recomendada por Dorothy Burnham en su carta de dimisión. Además, como apuntó Carroll Wilkenson, podían contratarla con el salario de una principiante, y ella vivía en casa de sus padres y por tanto no había que darle alojamiento.
La oferta creó una angustiosa indecisión en casa de los Geiger, y serias conversaciones en voz baja entre Lillian y Jay.
—Ya hemos postergado las cosas demasiado tiempo -opinó Jay.
—Pero un año como maestra le iría muy bien, le ayudaría a encontrar una pareja más adecuada. Ser maestra es tan norteamericano…
Jason lanzó un suspiro. Adoraba a sus tres hijos varones, Davey, Herm y Cubby. Eran chicos encantadores. Los tres tocaban el piano como su madre, con distintos niveles de habilidad, y Dave y Herm querían aprender a tocar instrumentos de viento, si alguna vez lograban encontrar un profesor. Rachel era su única hija y la primogénita, la criatura a la que él había enseñado a tocar el violín. Sabía que llegaría un día en que tendría que marcharse de casa, que viviría para él sobre todo en cartas poco frecuentes, que la vería sólo brevemente en las raras visitas que hiciera desde algún lugar lejano.