Authors: Noah Gordon
Recurrió a Sarah para que colaborara como enfermera, pero pronto ella, Rob y Tom Beckermann quedaron agobiados de trabajo. Una mañana llegó a la granja de Haskell y encontró a Ben Haskell-que había caído enfermo de fiebre- refrescado y aliviado por los cuidados de dos hermanas de la Orden de San Francisco. Todos los “escarabajos marrones” habían salido a atender a los enfermos. Enseguida vio con enorme gratitud que eran excelentes enfermeras. siempre que se las encontraba iban en parejas. Incluso la priora iba con una compañera. Cuando Rob afirmó que le parecía una rareza de su formación, Miriam Ferocia respondió con fría vehemencia, dejando claro que sus objeciones eran vanas.
A Rob se le ocurrió que trabajaban en parejas para poder protegerse mutuamente de los deslices de la fe y de la carne. Algunas tardes después, mientras concluía la jornada con una taza de té en el convento, le comentó a la madre superiora que pensaba que ella tenía miedo de permitir a las hermanas que estuvieran solas en una casa protestante. Le confesó que eso le desconcertaba.
—¿Entonces la fe de ustedes es débil?
—Nuestra fe es fuerte! Pero nos gusta el calor y el consuelo tanto como al prójimo. La vida que hemos elegido es fría. Y bastante cruel sin necesidad de añadir la maldición de las tentaciones.
Rob comprendió. Se contentaba con aceptar a las hermanas en los términos de Miriam Ferocia, y lo único importante era su trabajo como enfermeras.
El comentario típico de la priora estaba lleno de desdén.
—Doctor Cole, ¿no tiene otro maletín además de esa lamentable cosa de cuero decorada con cañones de plumas?
—Es mi Mee-shome, mi manojo medicinal sauk. Las tiras son trapos Izze. Cuando lo llevo, las balas no pueden hacerme daño.
Ella lo miró con ojos llenos de asombro.
—¿Usted no tiene fe en nuestro Salvador, y en cambio acepta la protección de unos salvajes como los sauk?
—¡Ah, pero funciona!
Le habló del disparo que le habían hecho al salir del establo.
—Debe tener mucho cuidado -lo reprendió mientras le servía café.
La cabra que había donado al convento había tenido cría dos veces, con lo cual había proporcionado dos machos. Miriam Ferocia había vendido uno de los machos y se las había ingeniado para adquirir otras tres hembras, soñando con una industria quesera; pero cuando Rob J.
iba al convento seguía sin tener leche para el café, porque al parecer todas las hembras estaban siempre preñadas o amamantando a sus crías.
El se las arreglaba sin leche, como las monjas, y aprendió a apreciar el café puro.
La charla se volvió seria. Rob se mostró decepcionado de que las averiguaciones que ella había hecho en la iglesia no hubieran arrojado luz sobre Ellwood Patterson. Le confió que había estado elaborando un plan.
—¿Y si pudiéramos colocar un hombre dentro de la Orden Suprema de la Bandera Estrellada? Podríamos enterarnos de sus malas intenciones con tiempo suficiente para impedirlas.
—¿Cómo podría hacer una cosa así?
Rob lo había pensado bien. Era necesario contar con un norteamericano nativo que fuera absolutamente digno de confianza y cercano a Rob J. Jay Geiger no serviría, porque probablemente la OSBE rechazaría a un judío.
—Está el jornalero de mi granja, Alden Kimball. Nacido en Vermont. Muy buena persona.
Ella sacudió la cabeza, preocupada.
—Que sea una buena persona empeoraría las cosas, porque con esta idea estaría sacrificándolo, y sacrificándose usted. Estos hombres son sumamente peligrosos.
Tuvo que reconocer la sensatez de sus palabras. Y el hecho de que empezaba a notarse que Alden ya no era oven. No es que estuviera de cayendo, pero se notaba que ya no era joven.
Y bebía mucho.
—Debe tener paciencia-le dijo ella suavemente-. Volveré a hacer averiguaciones. Mientras tanto, debe esperar.
Retiró la taza y Rob supo que ya era hora de levantarse de la silla del obispo y marcharse, para que ella pudiera prepararse para los cánticos nocturnos. Recogió su escudo contra las balas adornado con cañones de plumas y sonrió tras la feroz mirada de rivalidad que ella lanzó contra su Mee-shome.
—Gracias, reverenda madre -dijo.
Or la música
En Holdenes Crossing, la costumbre era enviar a los hijos a la escuela durante uno o dos cursos lectivos para que aprendieran a leer un poco, a hacer sumas sencillas y a escribir con letra a duras penas legible. Después concluía la escolarización y los chicos empezaban su vida como granjeros de pleno derecho. Cuando Alex cumplió los dieciséis años, dijo que ya estaba harto de la escuela. A pesar de la oferta que Rob J. le hizo de financiarle otros estudios, se dedicó a trabajar con Alden durante toda la jornada en la granja de ovejas. Chamán y Rachel pasaron a ser los alumnos más grandes de la escuela.
Chamán estaba dispuesto a seguir estudiando, y Rachel se sentía contenta de poder arrastrarse en la serena corriente de sus días, aferrándose a su inalterable existencia como si fuera un salvavidas. Dorothy Burnham era consciente de su buena suerte por contar con un alumno así en su vida como maestra. Trataba a ambos como si fueran un tesoro, les prodigaba todos sus conocimientos y se esforzaba por mantener su interés. La niña era tres años más grande que Chamán y le llevaba ventaja en los estudios, pero pronto la señorita Burnham empezó a darles la misma clase a los dos. Para ellos era normal pasar una buena parte del día estudiando juntos.
Cada vez que terminaban los deberes, Rachel se concentraba directamente en los ejercicios de pronunciación de Chamán. Dos veces al mes los dos jóvenes se reunían con la señorita Burnham, y Chamán le hacía una demostración. En ocasiones, la señorita Burnhamásugería un cambio a un ejercicio nuevo. Estaba encantada con sus progresos, y feliz de que Rachel Geiger hubiera podido hacerle tanto bien al muchacho.
A medida que la amistad entre Rachel y Chamán maduraba, se permitían mostrar una pequeña parte de su intimidad. Rachel le contó que le horrorizaba tener que ir a Peoria todos los años para la festividad judía. El provocó la ternura de Rachel al revelarle, sin expresarlo con tantas palabras, la angustia que le producía que su madre lo tratara con frialdad. “Makwa era más madre que ella para mí, y ella lo sabe. Le molesta, pero es la pura verdad.” Rachel había notado que la señora Cole nunca se refería a su hijo como Chamán, como hacían todos; Sarah lo llamaba Robert, casi en un tono formal, como hacía la señorita Burnham en la escuela. Rachel se preguntaba si se debería a que a la señora Cole no le gustaban las palabras indias. Había oído que Sarah comentaba a su madre que se alegraba de que los sauk se hubieran marchado para siempre.
Chamán y Rachel realizaban los ejercicios vocales estuvieran donde estuviesen, flotando en la chalana de Alden o sentados a la orilla del río pescando, cogiendo berros, paseando por la pradera o pelando frutas o verduras para Lillian, en la galería de estilo sureño de los Geiger.
Varias veces por semana se sentaban frente al piano de Lillian. El era capaz de experimentar la tonalidad vocal de ella si le tocaba la cabeza o la espalda, pero le gustaba especialmente colocar la mano en la piel lisa y cálida del cuello de Rachel mientras ella hablaba. Sabía que su amiga notaba el temblor de sus dedos.
—Ojalá pudiera recordar el sonido de tu voz.
—¿Recuerdas la música?
—No la recuerdo, exactamente… Oí música el año pasado, el día después de Navidad.
Ella lo miró, desconcertada.
—La soñé.
—¿Y en el sueño oíste la música?
Chamán asintió.
—Lo único que veía eran las piernas y los pies de un hombre. Su pongo que eran los de mi padre. ¿Recuerdas que a veces nuestros padres nos dejaban dormir en el suelo mientras ellos tocaban? No veía a tu madre ni a tu padre, pero oía el violín y el piano. No recuerdo lo que tocaban. ¡Sólo recuerdo la… música!
A Rachel le resultó difícil articular las palabras.
—A ellos les gusta Mozart. Tal vez era esto -dijo, y tocó algo en el piano.
Pero él sacudió la cabeza.
—Para mí sólo son vibraciones. La otra era música real. Desde aquel día he estado intentando soñar otra vez lo mismo, pero no puedo.
Notó que a Rachel le brillaban los ojos y quedó azorado cuando ella se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. El también la besó y pensó que era algo insólito, como una especie diferente de música. Por alguna razón le puso una mano en un pecho, y cuando dejaron de besarse la dejó allí Tal vez todo habría sido perfecto si él hubiera retirado la mano enseguida. Pero como si se tratara de la vibración de una nota musical, logró sentir que se volvía firme y percibió el leve movimiento del pezón endurecido. Apretó, y ella echó la mano hacia atrás y lo golpeo en la boca.
El segundo golpe aterrizó en el ojo derecho de Chamán. El se quedó sentado sin decir nada y no hizo ningún intento por defenderse. Rachel podría haberlo matado si hubiera querido, pero sólo lo golpeó una vez más. Había crecido trabajando en la granja y era una chica fuerte, y lo golpeó con el puño. Chamán tenía el labio superior hecho polvo y le sangraba la nariz. Vio que ella lloraba desesperada, y que se marchaba a toda prisa.
Corrió tras ella hasta el vestíbulo delantero; fue una suerte que no hubiera nadie en la casa.
—Rachel -la llamó, pero no supo si ella le respondía y no se atrevió a seguirla escalera arriba.
Salió de la casa y caminó hacia la granja, aspirando con fuerza para no manchar el pañuelo de sangre. Mientras avanzaba en dirección a la casa, encontró a Alden, que salía del establo.
—¡Santo Cielo! ¿Qué te ha ocurrido?
—Una pelea.
—¡Qué alivio! Empezaba a pensar que Alex era el único Cole con agallas. ¿Cómo quedó el otro sinvergüenza?
—Muy mal. Mucho peor que yo.
—Eso está bien -dijo Alden alegremente, y se marchó.
A la hora de la cena Chamán tuvo que soportar interminables sermones en contra de las peleas.
Al día siguiente los niños más pequeños estudiaron sus heridas de batalla con respeto mientras la señorita Burnham pasaba por alto los comentarios intencionadamente. El y Rachel apenas se hablaron durante todo el día, pero se quedó sorprendido porque ella lo estaba esperando a la salida de la escuela, como de costumbre, y caminaron juntos hacia la casa en silencio.
—¿Le dijiste a tu padre que te toqué? -preguntó él por fin.
—¡No! -respondió Rachel bruscamente.
—Me alegro. No querría que me golpeara con un látigo -dijo con toda franqueza.
Tenía que mirarla para hablar con ella, de modo que notó que tenía las mejillas rojas, pero quedó confundido al ver que sonreía.
—¡Oh, Chamán, cómo tienes la cara! Lo siento de verdad -dijo, y le apretó la mano.
—Yo también -respondió él, aunque no estaba seguro de por qué se disculpaba.
Al llegar a casa de Rachel, su madre les dio pastel de jengibre.
Cuando terminaron de comerlo se sentaron a la mesa frente a frente e hicieron los deberes. Luego volvieron al salón. Compartieron el asiento de delante del piano, pero él procuró no sentarse demasiado cerca. Lo ocurrido el día anterior había cambiado las cosas, como él sospechaba, pero se sorprendió al ver que no era un sentimiento desagradable. Simplemente descansaba cálidamente entre ambos como algo que sólo compartían ellos dos, como quienes comparten una taza.
Un documento legal citaba a Rob J. al palacio de justicia de Rock Island, “a los veintiún días de junio, en el año de Nuestro Señor de mil ochocientos y cincuenta y siete, al efecto de su naturalización”.
Era un día despejado y caluroso, pero las ventanas del palacio de justicia estaban cerradas porque al honorable Daniel P. Allan, que estaba en el estrado, no le gustaban las moscas. El papeleo legal era escaso, y Rob J. tenía buenos motivos para creer que saldría de allí enseguida, hasta que el juez Allan empezó a tomarle juramento.
—Ahora bien. ¿Se compromete mediante este acto a renunciar todo derecho y lealtad a cualquier otro país?
—Si, señor -afirmó Rob J.
—¿Y se compromete a apoyar y defender la Constitución, y a empuñar las armas en defensa de Estados Unidos de América?
—No, señoría -dijo Rob J. con decisión.
Arrancado de su apatía, el juez Allan lo miró fijamente.
—No creo en el asesinato, señoría, de modo que nunca participaría en una guerra.
El juez Allan pareció molesto. En la mesa del secretario, junto al estrado, Roger Murray se aclaró la garganta.
—La ley dice que en casos como éste, juez, el candidato debe demostrar que es un objeto de conciencia cuyas convicciones le impiden empuñar las armas. Significa que debe pertenecer a algún grupo como los cuáqueros, que, como afirman públicamente, no luchan.
—Conozco la ley y sé lo que significa -replicó el juez en tono agrio, furioso de que Murray nunca lograra encontrar un sitio menos público para instruirlo. Miró a Rob por encima de las gafas-. ¿Es usted cuáquero, doctor Cole?
—No, señoría.
—Bien, ¿entonces qué demonios es?
—No estoy asociado a ninguna religión -explicó Rob J., y vio que el Juez lo miraba como si hubiera sido insultado personalmente.
—Señoría, ¿puedo acercarme al estrado? -preguntó alguien desde la parte de atrás de la sala.
Rob J. vio que se trataba de Stephen Hume, que había pasado a ser abogado del ferrocarril desde que Nick Holden había obtenido su escaño en el Congreso.
El juez Allan le hizo señas para que se acercara.
—Diputado…
—Juez -comenzó a decir Hume con una sonrisa-, me gustaría responder personalmente por el doctor Cole. Es uno de los caballeros más distinguidos de Illinois, y sirve al pueblo día y noche como médico.
Todo el mundo sabe que su palabra es sagrada. Si él dice que no puede luchar en una guerra a causa de sus convicciones, ésa es toda la prueba que un hombre sensato debería necesitar.
El juez Allan frunció el ceño; no supo con certeza si el abogado e influyente político que se encontraba ante el estrado lo había llamado insensato o no, y decidió que lo más seguro era mirar con furia a Roger Murray.
—Proseguiremos con la naturalización -declaró, y sin más rodeos Rob J. se convirtió en ciudadano.
Mientras cabalgaba de regreso a Holden's Crossing tuvo algunos extraños y pesarosos recuerdos de la tierra escocesa a la que acababa de renunciar, pero se sentía bien siendo norteamericano. Salvo que el país tenía más problemas de los que podía resolver. El Tribunal Supremo de Estados Unidos acababa de decidir definitivamente que Dred Scott seguía siendo esclavo porque no era legal que el Congreso excluyera la esclavitud de los territorios. Al principio los sudistas se alegraron, pero pronto volvieron a enfurecerse porque los líderes del partido republicano dijeron que no aceptarían la decisión del tribunal como algo obligatorio.