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Authors: Howard Mittelmark & Sandra Newman

Tags: #Ensayo, Humor

Cómo no escribir una novela (5 page)

BOOK: Cómo no escribir una novela
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Siempre es bueno evitar que el lector sepa lo que va a pasar antes de que pase. Si un personaje trama un plan antes de ponerlo en práctica, es conveniente que surjan circunstancias no previstas o que se cometan errores. Por ejemplo, Nefasto puede revelar que ha ocultado una bomba entre los columpios del parque que acaba de ponerse en marcha y que sólo él conoce el código para desactivarla. O ese golpe en la muñeca puede disparar un chip subcutáneo que activa la programación de Synthia. O Nefasto puede ser asesinado de repente, con lo que Jack, estupefacto, descubre que Nefasto tenía alguien detrás de él, que no es otro que la verdadera mente criminal que ha provocado el síndrome del túnel carpiano debido a los teclados de los ordenadores.

A los lectores no les gusta que los planes salgan conforme lo previsto. De lo contrario, la acción se hace pesada y predecible, y el plan del lector de acabar el libro sí que no se cumple.

Por qué el oficio de escritor es más difícil que el de Dios

«¡Pero si esto le pasó de verdad a un amigo mío!»

En la vida real no importa lo inverosímil que sea un hecho —la coincidencia de que William Shakespeare y Miguel de Cervantes murieran en la misma fecha del año 1616, o de que a un hombre le alcance un rayo cinco veces—; si ese hecho ha sucedido, nadie se plantea si podría haber ocurrido o no. Nuestra credulidad no se ve puesta a prueba hasta el punto de que dejemos de vivir en este mundo y vayamos a buscar otro más convincente. Por eso Dios puede trabajar con las coincidencias más enrevesadas, las intrigas más rocambolescas y dramáticas paradojas de lo más perversas, sin pararse nunca a pensar si su público le comprará la idea o no. Un escritor no cuenta con ese lujo.

Cuando un escritor propone un hecho inverosímil, se lo compramos o no dependiendo de si ha logrado crear un mundo en el que ese hecho está interrelacionado con todo lo que le rodea, de forma que al lector se le presenta como algo que muy bien puede suceder. Los golpes de buena fortuna inesperados no surgen de la nada: uno descubre ese maletín lleno de dinero debido a una cadena de hechos que han provocado que ese maletín esté en el armario de la habitación de nuestro hotel.

Lo que a los personajes les puede parecer una suerte increíble debe parecerle al lector algo inevitable. El escritor nos debe conducir de tal forma que podamos entender que un personaje se comporte de una forma en particular teniendo en cuenta cómo es, y ese personaje no puede alterar su conducta para hacer algo que sólo le conviene al autor.

Los golpes de buena suerte inesperados y las coincidencias increíbles pueden emplearse si la novela ya trata de eso. Un personaje cuyos problemas se resuelven milagrosamente cuando encuentra una bolsa llena de billetes sin marcar será acogido por el lector de una forma muy distinta a un personaje cuyos problemas empiezan justo cuando encuentra ese dinero.

Por eso, en una buena novela, el autor se esfuerza por encontrar un equilibrio entre lo creíble y lo imprevisible: cuanto más inverosímil sea un hecho, más anclado y profundamente integrado debe estar en los capítulos precedentes. Sobre todo, un escritor no debe dar por descontado que un hecho de su novela es creíble por la sencilla razón de que «realmente, eso es lo que le pasó a un amigo mío».

El manuscrito de Zenón de Elea

Cuando unos detalles irrelevantes imposibilitan el clímax

—Quédate un momento ahí, machote. Voy a ponerme más cómoda —dijo Lubricia sugerentemente.

Fue al baño y cerró la puerta. Entonces se quitó sus cómodos zapatos y los colocó uno junto a otro frente a la bañera. Luego se ocupó de sus vaqueros, que le apretaban un poco en las caderas. En este punto se detuvo para examinar su maquillaje en el espejo. Se le había corrido un poco el rímel y lo limpió con una toallita húmeda. Se acercó a la cesta de la ropa sucia y empezó a buscar aquella negligé tan sexy que había tirado allí el día anterior. Sacó un jersey, un par de pantalones, varios calcetines desparejados…

Una escena puede quedar desbaratada si se describen todos y cada uno de los elementos insignificantes que componen la acción que realiza un personaje. Como en la paradoja de Zenón de Elea, en la que una flecha lanzada con arco nunca alcanza su objetivo porque está inmóvil en cada momento de su trayectoria, el lector empieza a tener la sensación de que la conclusión cada vez está más y más lejos.

Un par de variantes de este error son:

E
L LARGO CAMINO HACIA ESA GRAN ESCENA

Una variante muy común, con características de pandemia, es la escena en la que los personajes están viajando todo el rato a ese lugar donde finalmente va a ocurrir algo muy interesante. El resultado es muy parecido a lo que ocurre cuando escuchas en el buzón de voz el mensaje que alguien ha dejado grabado al llamarte involuntariamente mientras andaba por la calle.

L
AS ESCENAS DE «QUE SI ME LEVANTO, QUE SI ME ACUESTO»

Todas las escenas en que un personaje se levanta de la cama o se va a acostar son de lo más peligroso, a no ser que en esa cama haya un desconocido que vaya a hacerle compañía.

Las acciones nunca emprendidas

Cuando una serie de opciones irrelevantes ralentizan la acción

A él le habría parecido mucho más natural haber esperado a que Lubricia saliera del baño y llevársela a la cama. Como mínimo después podría haber explicado por qué se iba. Incluso podría haber dejado una nota. Pero sus dificultades para mantener relaciones íntimas y su incapacidad para hacer frente a largas descripciones de sus acciones sin sentido le hicieron irse sin decir nada. Todavía podía llamarla desde esa cabina que acababa de dejar atrás. No, ésa parecía demasiado sucia. Quizás otra. ¿Esa que se veía un poco más adelante? Aunque, la verdad, no soportaba las cabinas telefónicas. Siempre se tragan todas tus monedas y luego no hay línea. Además, tenía su móvil.

¿Debería llamarla? ¿Y si ella todavía estaba en el baño, cepillándose los dientes uno por uno? No, mejor sería que…

En ocasiones un autor se enreda en dar explicaciones sobre las razones por las que un personaje no hace las cosas que debería hacer. Este proceder tiene unos riesgos muy evidentes: para describir todas las acciones humanas posibles haría falta escribir una novela de varios millones de páginas, y eso sólo para relatar que Joe se levanta de la cama por la mañana. Por lo general es mucho mejor coger las tijeras de podar y concentrarse en lo que el personaje realmente hace.

El tumor benigno

Cuando un hecho aparentemente importante no lo es

Cándida no podía evitar pensar que su enfermedad también había sido una bendición. Después de que se la diagnosticaran, su novio se había mostrado tal como era.

Y, ni que decir tiene, nunca habría conocido al doctor Albicans. La cuestión que ahora se le planteaba a Cándida era si debía dejar que el doctor le hiciera esa operación experimental tan arriesgada que él le quería hacer. Buscó en su bolso un cigarrillo, y en vez de eso encontró el folleto que aquella dulce muchacha le había dado en la sala de espera. UNA CURA NATURAL PARA SU ENFERMEDAD.

Quizás había llegado el momento de tomarse eso un poco más en serio.

Cándida fue a su mesa y encendió el ordenador, y pronto se encontró explorando todo un nuevo mundo.

(En las siguientes cincuenta páginas Cándida sopesa los tratamientos de la medicina alternativa y conoce a un montón de gente que practica esas terapias y se las recomiendan, uno detrás de otro.)

De vuelta en casa, miró el folleto extendido sobre la encimera una vez más antes de tirarlo a la basura.

—No —dijo moviendo la cabeza reflexivamente—. La medicina natural no es para mí.

El tumor benigno es una escena, capítulo o pasaje de una novela que puede extirparse limpiamente sin riesgo de causar daño al conjunto del organismo. Aunque el mundo de la medicina alternativa, como tantas otras cosas, tiene un gran interés potencial para ser descrito y explorado en una novela, a la postre resulta frustrante para el lector cuando se trata de tal manera que no supone ningún cambio ni para el protagonista ni para la historia. Los borradores de una novela son el hábitat natural para estas escenas; cuando llega la hora de las revisiones se abre la veda y puedes abatir todas esas escenas, y recuerda que no hay límite de piezas.

Y antes de que lo pienses, debes saber que no, no vale la pena salvarlas ni siquiera en el caso de que hayas escrito con ellas «tus mejores páginas». Estos pasajes son como los dibujos de los niños: increíblemente cautivadores para sus padres, de un interés relativo para parientes y amigos, y sin ningún interés para el resto de la humanidad.

Cuando venga Morfeo, que me pasen una pistola

Cuando los personajes sueñan

Esa noche Ralph tuvo el sueño más extraño que había tenido en años. Él y su esposa, Missy, estaban ante un tribunal presidido por Leonard Cohen. Ralph miraba alrededor y todos los miembros del jurado tenían la cara de Leonard Cohen.

—¿Cómo se declara? —dijo con desdén el juez Cohen a Ralph.

—Me declaro calamar —respondió Ralph, y en ese momento le pareció una respuesta muy razonable.

Y entonces, a todos los Leonards Cohen les crecieron unos largos tentáculos y empezaron a acercarse a Missy. Rodearon su cuerpo con ellos pero a ella, lejos de desagradarle, pareció gustarle.

Finalmente, Ralph gritó:

—¡Tinta! ¡Tinta!

Y descubrió que tenía el poder de lanzar una tinta paralizante a través de sus ojos. Pero sólo podía hacerlo si creía en sí mismo, y la indiferencia de Missy ante su inminente violación lo tenía paralizado. Trató de moverse hacia delante, pero era como si cada uno de sus pies pesara una tonelada… En ese momento la escena cambió para trasladarse a la Latinoamérica colonial.

Los Leonards Cohen se habían ido, y Ralph estaba con una gitana que no se parecía en nada a Missy, pero que Ralph sabía que en su interior era Missy… Y supo que casarse con ella había sido un error. Apenas sucedió nada más durante el resto del sueño, pero tuvo otro un poco más tarde en el que…

La narrativa de principios del siglo XX estaba imbuida de las ideas de Freud, y ningún novelista respetable lanzaba su libro al mundo sin una carga simbólica que dramatizara los miedos y deseos inconscientes de sus personajes. Esto a menudo se hacía contando los sueños de un personaje en párrafos escritos en la típica «cursiva del flujo de la consciencia».

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