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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (10 page)

BOOK: Criopolis
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«Mala elección de palabras, milord Auditor.»

Menos de una tercera parte de los criocajones de este pasillo tenían esas suaves luces. ¿Cuántos pasillos más podía haber? Espacio de sobra para más clientes. Y, como su mente funcionaba de esa forma, consideró lo fácil que era cometer un asesinato entre los criocajones. El juego del escondite definitivo, un cuerpo vivo oculto entre cientos de muertos. La asfixia sería rápida en la caja negra sellada, incluso sin la congelación, y nadie sabría dónde mirar hasta mucho más tarde…

«Nada que no haya experimentado antes.»

Era curioso cómo esa reflexión no lo ayudaba mucho.

Avanzó hacia la puerta del fondo, alzó la mano para tocar la fría superficie de metal, y se quedó allí inmóvil durante un momento. Luego, tras cerrar el puño, llamó.

El chirrido de una silla. La puerta se abrió un poquito, y un rostro velludo asomó.

—¿Sí?

—¿Tenbury-san?

—Sólo Tenbury. ¿Qué quiere?

—Hacerle unas cuantas preguntas, si puedo.

Bajo las tupidas cejas, los oscuros ojos marrones se entornaron.

—¿Ha hablado con Suze?

—Jin me ha llevado a verla esta mañana, sí.

Los labios de Tenbury se arrugaron bajo su maraña de pelo.

—Bueno. De acuerdo.

La puerta se abrió de par en par.

Miles no corrigió la falsa idea de que Suze lo había aceptado en esta comunidad oculta, pero entró de inmediato.

La habitación era en parte oficina, en parte cámara de control para las filas de criocajones, y en parte vivienda, o eso sugerían la cama sin hacer junto a una pared y los montones de basura personal. Más allá otra puerta abierta daba a lo que tal vez fuera un taller de reparaciones. Sólo había una silla, por lo que Miles supuso que este Tenbury era menos sociable que Suze, pero el custodio se la indicó amablemente a su invitado y se apoyó contra una consola de control. Miles habría preferido que fuera al revés, para no correr el riesgo de lastimarse el cuello, ni la vergüenza de hacer oscilar sus cortas piernas sobre el suelo. Pero no se atrevió a detener la útil conversación que había iniciado, así que se sentó y mostró una media sonrisa.

Tenbury ladeó la cabeza y repitió la observación de la cocinera.

—Parece demasiado joven para nosotros. ¿Está enfermo o algo?

Miles repitió la respuesta que había parecido funcionar antes.

—Tengo una enfermedad incurable.

Tenbury dio un respingo compasivo, pero dijo:

—Será mejor que vuelva a acudir a los médicos. De fuera del planeta, tal vez.

—Lo he hecho. Era caro. —Miles volvió sus bolsillos vacíos como para demostrarlo.

—¿Por eso ha acabado aquí? ¿Está sin blanca?

—En cierto sentido.

No era como si Miles intentara burlar un interrogatorio con pentarrápida siendo excesivamente literal, pero descubrió que se sentía insólitamente reacio a mentirle a este hombre.

—Es más complicado que eso.

—Sí, siempre lo es.

—¿Puede mostrarme dónde podría estar metiéndome? Si me quedo aquí, quiero decir.

Tenbury alzó las tupidas cejas.

—No tiene nada de que preocuparse por mi trabajo. Venga y verá.

Lo condujo al taller, que parecía un poco de ingeniero, un poco de médico. En un banco de trabajo había un puñado de componentes de congelador desmantelados.

—Mantengo una porción de las cámaras utilizables canibalizando las otras —explicó Tenbury.

Miles animó al técnico a seguir explicándole los secretos de su trabajo haciendo los mismos ruiditos que había empleado con Yani, con mejor efecto. Cuando terminó de absorber todo lo que pudo soportar sobre cómo se construían las criocámaras, preguntó:

—Pero ¿no se quedará sin componentes?

—No durante una buena temporada. Estas instalaciones fueron pensadas para atender a veinte mil clientes. En veinte años, sólo hemos ocupado un diez por ciento. Admito que entonces empezamos siendo mucho más pequeños. Todavía podemos continuar durante décadas. Hasta que yo no esté, seguro.

—¿Y luego qué? ¿En quién confía para nuestras resurrecciones?

—No necesitamos a nadie que se encargue de las resurrecciones, todavía. Aunque son mucho más complejas.

«No me digas.»

—¿Quién se encarga entonces de la criopreparación?

—La enfermera de planta. La conocerá tarde o temprano. Es realmente buena, y tiene una aprendiz, Ako. Supongo que necesito un par de jóvenes así.

Miles no se extrañó. La criopreparación de emergencia era un procedimiento médico tan común que incluso él lo había aprendido, al menos teóricamente, como parte de su entrenamiento militar. En condiciones normales sin duda había más detalles a tener en cuenta, que resultarían en menos crioamnesia y otros efectos secundarios no deseados. Menos trauma para empezar con menos trauma para recuperarse, pero decidió continuar por ese camino a sangre fría, por decirlo de algún modo, mientras aún respiraba…

—Sigue siendo aterrador pensarlo —dijo sinceramente.

—Para la mayoría de la gente, es la última opción, no la primera. Pero nos toca a todos. Nadie quiere sufrir un infarto por la noche y no despertar… calentito y pudriéndose. Es más seguro no esperar demasiado. —Los labios de Tenbury se torcieron—. Aunque algunas de las corporaciones intentan aumentar su mercado hoy día animando a las personas a que se congelen pronto. No estoy seguro de que las cuentas les cuadren.

—Parece haber una demanda fija, sí —reconoció Miles, fascinado—. Más clientes ahora sólo puede significar que habrá menos más adelante. Una estrategia a corto plazo para una empresa a largo plazo.

—Sí, a excepción de aquellos que pierdan su oportunidad.

Ahora le tocó a Miles el turno de ladear la cabeza y reflexionar.

—Supongo que no habrán llegado a una saturación del mercado al cien por cien, ni siquiera ahora. ¿Qué hay de los tipos religiosos?

—Oh, sí, sigue habiendo unos cuantos rechazadores.

—¿«Rechazadores»?

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? Se lo he notado en el acento, pero pensé que llevaba más tiempo en Kibou. Para acabar aquí, quiero decir.

—Fue por accidente. Pero me alegro de haberlos encontrado.

Los rechazadores, como los redivivos, eran otro tema que no se mencionaba en las visitas guiadas de las corporaciones, pero apenas hizo falta la breve explicación que Tenbury ofreció, para que Miles se hiciera una idea. Tenbury consideraba que aquellos que elegían ser enterrados en vez de congelados por motivos religiosos eran un fenómeno limitado en sí mismo. Miles pensó en aquellas comunidades utópicas marginales que habían practicado el celibato estricto y por tanto murieron tras el primer par de generaciones, o no-generaciones, y asintió, mostrando su acuerdo por el momento.

Tenbury llevó entonces amablemente a Miles a la puerta del fondo, y salieron del taller y llegaron a otro pasillo; iluminado, afortunadamente, aunque incluso con la iluminación el efecto general era el de un inquietante cruce entre el pasillo de una estación espacial y una morgue. Allí abrió un criocajón vacío, recientemente reacondicionado, y señaló sus características, como si fuera un experto vendedor de vehículos usados.

—Parece… pequeño —dijo Miles.

—No hay mucho espacio —reconoció Tenbury—. Pero para cuando uno llega aquí ya ha dejado de moverse. A menudo me he preguntado si la gente conserva algún recuerdo de su estancia en uno de éstos, pero todos los redivivos que he conocido dicen que no.

Cerró el cajón y le dio un golpecito para ponerle el cerrojo.

—Sólo hay que echarse a dormir, y despertar en un futuro que otros eligieron por ti. No hay sueños —admitió Miles—. Cierras los ojos, los vuelves a abrir. Como la anestesia, pero más tiempo.

Un avance íntimo de la muerte, y sin duda mucho menos dramático cuando la parte de cerrar los ojos no la producía una granada de agujas que te estallaba en el pecho, desde luego. Miles puso la mano en el frontal del cajón.

—¿Qué pasará con todos estos pobres congelados —«o estos congelados pobres»— si las autoridades descubren este sitio?

Una breve sonrisa sin humor agitó la hirsuta barba de Tenbury.

—Bueno, no pueden dejarnos derretirnos y pudrirnos, y enterrarnos luego. Eso es ilegal.

—¿Asesinato?

—Más o menos. Uno de los grados de homicidio, al menos.

Así que este lugar no era un esfuerzo tan inútil como Miles había imaginado. Alguien pensaba con antelación. ¿Hasta qué punto? ¿Quién se encontraría en las manos con la futura responsabilidad legal de estas almas congeladas? ¿El ayuntamiento de Northbridge? ¿Algún empresario que no sabría nada y que comprara la propiedad redescubierta para blanquear dinero sin inspeccionarla primero? Burlar a la muerte, desde luego.

—Ilegal de momento, entonces. ¿Qué pasará si cambia la ley?

Tenbury se encogió de hombros.

—Entonces varios miles de personas habrán muerto tranquilamente y sin dolor, con esperanza y no con desesperación. Y nosotros no sabremos la diferencia.

Tras una pausa pensativa, añadió:

—Sería un mundo feo donde despertar de todas formas.

—Hummm… No creo que las autoridades se tomaran la molestia y los gastos de revivir a la gente sólo para dejarlos morir de nuevo inmediatamente. Cierra los ojos y… mantenlos cerrados.

Había formas peores de llegar al mismo destino. Miles había visto muchas de ellas.

—Bueno, tengo que volver al trabajo. —Le dio a entender Tenbury a su visitante que no estaba invitado—. Espero que esto le haya servido de ayuda.

—Sí, sí que lo ha hecho. Gracias.

Miles dejó que Tenbury lo condujera a través del taller hasta el primer pasillo.

—Supongo que será mejor que vaya a darles de comer a los animales de Jin. Le prometí al chico que lo haría.

—Un chico raro, ése. Tenía la esperanza de que fuera mi aprendiz, pero le interesan más los bichos que las máquinas suspiró Tenbury, aunque Miles no supo si era por pesar o por incomprensión.

Hummm… —murmuró Miles, mirando el pasillo oscuro.

La primera puerta a la izquierda —indicó Tenbury, y mantuvo la puerta de su oficina abierta hasta que Miles la encontró en la penumbra.

La barandilla de la escalera y contar con cuidado los escalones le ayudaron después. Salió de nuevo al sótano cerca de la cafetería, y desde allí encontró el camino de vuelta al tejado de Jin a través de las escaleras interiores.

Al salir a la luz del día y ser recibido por el revoloteo de las gallinas, pensó: «Maldición, espero que el chico vuelva pronto.»

El gran tubo-tranvía de la estación de tránsito del centro resultaba tan desconcertante a la vuelta como a la ida, descubrió Jin en cuanto se perdió por segunda vez. La multitud lo ponía nervioso, y la cosa no hizo más que empeorar a medida que se acercaba la hora punta. Tenía que salir de aquí. Frunciendo el ceño, se volvió un par de veces, se reorientó, y se dirigió contra la marea de gente hacia un pasillo de entrada, chocando con un montón de personas que venían de allí.

¿Qué había en aquel grueso sobre que le había entregado el consejero Vorlynkin? Crujía contra su piel. Al entrar en la rotonda del segundo nivel, se apartó de una mujer con un carrito, y luego apoyó los hombros contra una columna y sacó la carta. Decepcionado, comprobó que no estaba sellada con una huella dactilar de sangre, pero estaba sellada de todas formas. No podía echar un vistazo. Suspiró y volvió a guardársela dentro de la camisa.

Encontró por fin las escaleras mecánicas adecuadas, y subió dos tramos hasta la galería del nivel superior. Le preocupaban sus animales. ¿Cuidaría Miles-san adecuadamente de ellos? Con los adultos nunca se podía estar seguro. Fingían tomarte en serio, pero luego se reían a tus espaldas de cosas que eran importantes para ti. O decían que, como eras un chaval, lo olvidarías todo pronto. Pero parecía que a Miles-san le habían gustado sinceramente las ratas de Jin, había dejado que Jinni se sentara en su hombro y le mordisqueara el pelo sin pestañear. Jin notaba cuándo los adultos no apreciaban de verdad lo bonitas y graciosas y amistosas que podían ser las ratas, y que no mordían fuerte a menos que las apretujaras accidentalmente, ¿y quién podía echarles la culpa por eso?

El apretón en el hombro hizo que Jin diera un salto y chillara. Si hubiera estado preparado para ello, habría mordido también la mano, pero todo lo que pudo hacer fue volverse y mirar hacia arriba. Justo a la cara de su peor pesadilla.

Pelo castaño, una sonrisa agradable, el uniforme azul de la seguridad municipal. No sólo un oficial de seguridad del tubo-tranvía: sus uniformes eran verdes. Una mujer policía de verdad, como las que habían venido a buscar a su madre.

—¿Cómo te llamas, chico? —La voz era amistosa, pero el tono subyacente era de acero.

Jin abrió la boca.

—Jin…

Oh, no, eso no valdría. Mentirles a los adultos lo aterrorizaba, pero consiguió decir:

—Jin, hum… Vorkson.

Ella parpadeó.

—¿Qué clase de nombre es ése?

—Mi padre era galáctico. Pero está muerto —añadió con presurosa prudencia. Una verdad a medias, en todo caso. Trató de no pensar en el funeral.

—¿Te deja tu madre venir solo al centro? Es hora de colegio.

—Hum… sí. Me ha enviado a hacerle un recado.

—Vamos a llamarla, entonces.

Jin mostró sus huesudas muñecas. Sentía el estómago helado y tembloroso.

—No tengo comunicador, señora.

No importa. Puedes venir a la cabina de seguridad, y la llamaremos desde allí.

—¡No!

Lleno de pánico ahora, Jin trató se zafarse. De algún modo, su brazo acabó retorcido a su espalda, dolorido. Se le soltó el faldón de la camisa, y el sobre cayó al suelo con un fuerte golpe.

—¡No, espere!

Trató de recogerlo. Sin soltarle el brazo, la mujer lo cogió primero, y se lo quedó mirando con el ceño fruncido.

Murmuró en su comunicador de muñeca:

—Código Seis, Dan. Nivel Uno.

Unos instantes después llegó un policía.

—¿Qué pasa, Michiko? ¿Has pillado a un raterillo?

—No estoy segura. Puede que sea un truhán. Este jovencito tiene que venir a la cabina y llamar a su madre. Y creo que habrá que identificarlo.

—Bien.

El otro brazo de Jin quedó sujeto en una presa aún más fuerte. Indefenso, se dejó conducir. Estaba loco por tener una oportunidad para escapar, pero ninguno de los dos brazos aflojó.

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