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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (6 page)

BOOK: Criopolis
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Miles despertó parpadeando al ver la plena luz del día, un techo de lona, y un curioso rostro felino que lo miraba a un suspiro de gato de distancia. Se alegró al descubrir que el peso sobre su pecho no era ninguna nueva enfermedad alarmante, así que se quitó de encima a la bestia coja y se sentó torpemente. Dolor de cabeza posdroga, comprobado. Fatiga, comprobado. Ningún ángel gritón, doblemente comprobado y un signo de exclamación o dos. Su visión parecía despejada de todas las irrealidades, y sus inmediaciones, aunque extrañas, no habían salido de ninguna de sus propias pesadillas.

Apartó la manta a un lado y contempló el refugio en lo alto del edificio. Todos los detalles dignos de un castillo habían desaparecido, para ser sustituidos por un utilitario cuadrado con un par de torres térmicas que cobijaban la habitación de lona. O el granero. O el zoo. Además del ave de presa en su percha, elegante y arrogante y claramente el lord Vor de todo lo que veía, algunas desvencijadas cajas de metal mostraban las jaulas donde se alojaba la colección de ratas blancas y negras, junto con varios terrarios de paredes de cristal. Aunque la mayoría de sus ocupantes estaban ocultos tras la artística decoración, Miles estaba convencido de haber visto una tortuga. A lo largo de la pared frente al camastro, tres cajas recubiertas de relleno hecho jirones servían de nido a la población de gallinas; Twig, la gallina marrón, aún dormitaba en el suyo. Miles miró la cuerda de tender que tenía todavía atada al tobillo. «¿Me han cazado?» Había conocido destinos peores.

Y allí estaba el cuidador del zoo. Jin, sentado ante una mesita redonda, se dio la vuelta y le sonrió.

—¡Oh, bien, está despierto!

Libre de las imágenes que recomponían los procesos químicos del cerebro de Miles, Jin resultó ser un chico delgaducho al que le faltaba aún un poco para llegar a la pubertad, con una maraña de pelo negro y liso que necesitaba una buena rapada y grandes ojos marrones; sus rasgos, los típicos de las mezclas multirraciales de las poblaciones fundadoras locales. Iba vestido con una camisa que le quedaba demasiado grande, las mangas subidas y el faldón por encima de un par de pantalones anchos. Calzaba zapatillas de deporte gastadas, sin calcetines.

—¿Le apetece desayunar? —preguntó Jin—. ¡Esta mañana tengo huevos frescos… tres!

Un granjero orgulloso. Miles pudo ver que habría huevos en su destino inmediato.

—Dentro de un momento. Me gustaría lavarme primero.

—¿Lavarse? —dijo Jin, como si eso fuera una idea nueva.

—¿Tienes jabón? —continuó Miles—. No espero que tengas ninguna afeitadora.

Jin negó con la cabeza ante esto último, pero saltó a rebuscar en sus abarrotados estantes y encontró una pastilla de jabón bastante reseco, una palangana de plástico y una toalla grisácea. Miles tuvo que pedirle ayuda al chico para desatar la cuerda de seguridad, y luego aceptó el jabón y los suministros dándole las gracias y rodeó la torre térmica hasta llegar al grifo, donde se quitó la ropa, lo que le quedaba de ella, se arrodilló, y consiguió lavarse y aclararse no sólo la cara, sino también la cabeza y todo el cuerpo, incluyendo un buen fregoteo en los pies magullados y las rodillas, que tenía arañadas e hinchadas esta mañana, pero no mostraban ningún signo de infección; bien. Jin se acercó a mirar, frunciendo el ceño con curiosidad al ver las pálidas cicatrices que marcaban su torso. Miles volvió a ponerse la ropa hecha jirones y algo apestosa ya, se peinó el pelo con los dedos y regresó a sentarse agradecido en la única silla, como le indicó su joven anfitrión.

Jin puso a hervir una olla de agua en un calentador portátil corriente, aunque cascado. El reino que el muchacho tenía en el tejado estaba claramente compuesto por materiales rescatados de la basura, pero algunos eran útiles. El agua se calentó rápidamente, y Jin echó en ella sus tres huevos, preciosos tesoros.

—Twig puso el marrón —informó a Miles—, y Galli los otros dos. Son frescos de anoche. ¡Y tengo sal!

Jin rebuscó y sacó un par de platos de plástico, la botella de agua rellena y dispuesta para ser compartida entre los dos, y media hogaza de lo que resultó ser un pan sorprendentemente bueno, aunque un poco reseco. Con aire de confesión, Jin bajó la voz.

—Los huevos salen del culo de las gallinas, ¿sabe?

—Sí, lo sabía —contestó Miles gravemente—. De donde soy, tenemos gallinas de la Tierra, y también otras aves.

Jin se relajó.

—Oh, bien. Algunas personas se inquietan cuando se enteran de eso.

—Algunas personas piensan que Barrayar es un mundo primitivo —replicó Miles.

Jin sonrió.

—¿Tiene muchos animales?

—Sí, las habituales importaciones de la Tierra, junto con su propio ecosistema nativo. Pero los animales nativos suelen ser pequeños, como insectos. Hay criaturas más grandes en los mares.

—¿Pesca la gente?

—En los mares, no. En lagos acondicionados, sí. Las plantas y animales de Barrayar son en su mayoría tóxicos para los humanos.

Jin asintió sabiamente.

—Por aquí, la vida nativa que encontraron en el ecuador se componía casi exclusivamente de microorganismos. Creen que de ahí procede el oxígeno, de antes de la última gran glaciación. Trajeron un montón de plantas terrestres para seguir a los glaciares que se derretían, al norte y al sur. Pero no muchos animales.

—Kibou-daini se parece mucho a Komarr… Ése es el segundo planeta de mi Imperio —dijo Miles—. Un mundo frío que está siento terraformado lentamente. Sergyar, ése es el tercer mundo, probablemente te gustaría. Tiene un ecosistema nativo plenamente desarrollado, y montones de animales sorprendentes, o eso dice mi madre. Sólo ha sido colonizado en la última generación, así que los científicos dicen que todavía están descubriendo cosas nuevas sobre la flora y la fauna.

Jin miró a Miles más afectuosamente. Parecía que acababa de crecer en la estima del muchacho. ¿Quizás eran raros los adultos que podían mantener una conversación sensata en el mundo de Jin? Entendiendo por sensata, al parecer, «zoológica».

—Supongo que no tendrás café. Ni té —dijo Miles, sin mucha esperanza.

Jin negó con la cabeza.

—Pero tengo un par de botellas de cola.

Corrió de nuevo a sus estantes para regresar con un par de brillantes botellas de plástico para beber.

—Pero están calientes.

Miles cogió una y miró la etiqueta con los ingredientes, una vil mezcla de azúcares baratos y productos químicos, y decidió que no podría soportar eso antes de desayunar aunque uno de los productos químicos pudiera ser cafeína. «Vaya, ¿cuándo te has vuelto tan delicado, milord Auditor? ¿O era volverse viejo?» Los huevos, el pan y el agua serían ya bastante desafío para su estómago revuelto. Negó con la cabeza, «gracias», y soltó la botella.

Los huevos estaban todavía cociéndose. Miles echó un vistazo alrededor y dijo:

—Interesante sitio, éste. No se parece en nada a lo que me han mostrado hasta ahora de Kibou.

No con las visitas organizadas por las criocorporaciones, desde luego.

—¿Cuántas personas más viven aquí?

Jin se encogió de hombros.

—¿Cien? ¿Doscientas? No estoy seguro. Suze-san lo sabrá.

Miles alzó las cejas.

—¡Tantas!

Se ocultaban bien. Supuso que una comunidad de ocupas ilegales tenía que ser discreta para poder durar.

—¿Cómo llegaste a este lugar?

Otra vez Jin se encogió de hombros.

—Lo encontré. O me encontró. Un par de tipos que habían salido a recoger me encontraron durmiendo en un parque, y más o menos me recogieron también.

Una tradición, parecía.

—¿Tienes familia aquí?

—No.

Una respuesta atípicamente breve para ser un chico tan charlatán… ¿y solitario?

—¿Y familia en alguna parte?

—Mi padre está muerto. —Vacilación—. Mi madre está congelada.

Una distinción con una diferencia, en este planeta.

—¿Hermanos?

—Tengo una hermana pequeña. En alguna parte. Con parientes.

Casi había escupido la última palabra. Miles controló sus cejas, manteniendo un silencio vacío e invitador.

—Era demasiado pequeña para traerla conmigo —continuó Jin, un poco a la defensiva—, y de todas formas no entendía nada de lo que estaba pasando.

—¿Y qué… ejem… estaba pasando?

Otra vez el gesto de indiferencia. Jin dio un salto.

—¡Oh, los huevos ya están hechos!

Entonces, ¿Jin era huérfano? ¿O un fugitivo? Miles pensó sombríamente que Kibou-daini mantenía el tipo de servicios sociales juveniles habituales en los planetas avanzados tecnológicamente, aunque tal vez no a los implacables niveles de, digamos, la Colonia Beta. Jin era un misterio, pero no el más acuciante que tenía entre las manos esta mañana.

Jin sirvió los huevos calientes en los platos, asegurándose de que Miles se llevara el marrón especial, y Miles tuvo el detalle de no discutir sobre su doble ración como invitado. Jin le tendió un salero de un restaurante llamado Café de Ayako, y dividieron el pan y compartieron el agua.

—Excelente —dijo Miles mientras masticaba—. No podrían ser más frescos.

Jin sonrió.

Miles tragó un trozo de pan y dijo: ¿No dijiste algo de que había por aquí una comuconsola? ¿Me dejarían usarla?

—Suze-san —asintió Jin—. Podría. Si se contacta con ella temprano por la mañana, cuando no está de tan mal humor. —Y añadió, más reacio—: Yo podría llevarlo.

¿Lamentaba haber desatado aquella cuerda del tobillo?

—Me gustaría mucho, gracias. Es bastante importante para mí.

Otra vez el gesto de «estoy-haciendo-como-que-no-me-importa». Como si la única forma en que Jin pudiera imaginar que conservaba un ser vivo era atándolo y dándole de comer, no fuera a ser que escapara y nunca volviera a verlo.

Después del desayuno Jin se entretuvo dando de comer trocitos de carne al halcón, migajas de pan a las gallinas y otros pedacitos cuidadosamente escogidos a las ratas y los residentes de las cajas de cristal. Limpió las jaulas, las vació y volvió a llenar los platos de agua. Miles contempló impresionado y en silencio su meticulosidad, aunque el muchacho tal vez estuviera perdiendo el tiempo, reacio a terminar esta visita. A su debido tiempo, y sintiéndose mucho más fuerte y menos mareado, Miles siguió cautelosamente a su guía escaleras abajo, una vez más.

3

Miles siguió a Jin a través de otra puerta de metal abierta, bajó unas escaleras hasta un pasillo oscuro e inquietante, atravesaron un túnel de servicio, y llegaron a otro edificio. Sonidos y olores subliminales, además de mejor iluminación, sugirieron que éste estaba ocupado, y de hecho, tras otro giro, llegaron a lo que obviamente habían sido en tiempos una cocina de empleados y una cafetería. Allí había una docena de personas, algunas cocinando, algunas comiendo. Todas miraron con cauteloso silencio cuando la pareja pasó, a excepción de una joven con una batidora de tamaño industrial, que divisó a Jin, agitó en el aire una gran cuchara y lo llamó a desayunar.

Jin vaciló al notar el aroma de la comida horneada que llegaba de sus inmediaciones, pero luego sonrió y negó con la cabeza.

—¡Más tarde, Ako! ¡Tengo un invitado!

Miles miró por encima de su hombro mientras Jin lo conducía hacia delante.

Tras seguir un pasillo dos tramos de escaleras más arriba, pasaron ante una fila de puertas de lo que antes, dedujo Miles, podrían haber sido oficinas, pero ahora parecían habitáculos. A través de las que estaban abiertas vio la luz del día que se filtraba por las ventanas, y montones de basura personal ordenada o desordenada, ese tipo de artículos cascados que sólo la gente que teme no poder conseguir más usa, o guarda. La gente que había visto parecía dormir en petates o en el suelo, o deambulaban sin hacer nada, en silencio. Unos cuantos residentes observaron a Miles al pasar. Aunque parecía haber edades mezcladas, un número desproporcionado eran mayores. ¿Tal vez los jóvenes capaces, como Ako, la cocinera, estaban haciendo cosas?

Este sitio extraía suficiente agua y energía para mantener el decoro, aunque no lujos como los tubos ascensores. No había signos de cubos utilizados como bacinas, huecos de escaleras que hicieran las veces de urinarios, ni hogueras encendidas en las papeleras o las tazas de los lavabos. Entonces, ¿de dónde salía la energía, y el agua corriente que fluía? ¿Pagaba alguien las instalaciones, o eran robadas en secreto de los sistemas municipales? Las respuestas, pensó Miles, podrían ser reveladoras, si tuviera tiempo de buscarlas.

En otro piso superior había un pasillo con menos puertas. Jin se detuvo ante una en un extremo y llamó suavemente. Esperó un momento, apoyando sus hombros contra la pared y haciendo oscilar un pie, y luego llamó de nuevo, con más fuerza.

—Ya va, ya va —gruñó una voz desde el interior—. Te oigo. No te vayas a hacer un nudo en los calzones.

La puerta se abrió un poco. Miles bajó la mirada no mucho más que a su propio nivel, y encontró un rostro arrugado que lo miraba con mala cara.

—¿Qué es esto? —preguntó bruscamente la voz gruñona—. Oh, eres tú, Jin. ¿Qué haces trayendo a un extraño aquí?

—Yani y yo lo encontramos anoche. Estaba perdido.

Los ojos enrojecidos se entornaron.

—¿Qué? ¿El drogata de Yani?

Miles se aclaró la garganta, consciente de su barba sin afeitar, de aspecto piratesco.

—Drogado, señora, pero no drogata. Tuve una desafortunada reacción alérgica a algún medicamento, y mientras tanto me robaron y me perdí en las Criotumbas. Tardé un buen rato en encontrar el camino.

—No es de por aquí.

—No, señora.

—Quiere usar tu comuconsola, Suze-san —intervino Jin.

El ceño fruncido se hizo más profundo.

—No puede cargar nada. Sólo descarga.

Esto le pareció improbable a Miles, pero para empezar aceptaría lo que pudiera pillar. Estaba claro que esta Suze no lo quería por aquí. Un forastero que no gozaba de la confianza y viera demasiado podía tener un mal final dentro de una comunidad secreta. Cierto, no había visto a nadie con aspecto de matón, pero para asesinar no hacían falta músculos: la astucia también valía.

—Sólo quiero comprobar las noticias, señora. Hasta que recupere mi cartera y mis documentos de identidad, tengo que suplicar a la amabilidad de los extraños.

Suze bufó.

—¿Encuentra a muchos extraños amables en el lugar de donde viene?

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