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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (3 page)

BOOK: Criopolis
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Tal vez se había metido en alguna historia de animales parlantes como las que una y otra vez les leía a Sasha y el pequeño Hellion. Excepto que las criaturas que uno se encontraba en esos cuentos eran normalmente peludas, pensó. ¿Por qué no podían sus neuronas, estimuladas químicamente, haber escupido gatitos gigantes?

Adoptó el más austero de sus tonos diplomáticos, y dijo:

—Les pido disculpas, pero creo que me he perdido.

«Y también he perdido la cartera, mi comunicador de muñeca, la mitad de mi ropa, mi guardaespaldas, y mi mente. Y —se palpó el cuello con la mano— el sello de Auditor que colgaba de una cadena.» No es que ninguna de sus prebendas u otros trucos funcionara en la red de comunicación de este mundo, pero Roic, su hombre de armas, podría al menos haberlo localizado por su señal… si Roic estaba todavía vivo. Lo estaba cuando Miles lo vio por última vez, cuando la turba dominada por el pánico los separó.

Un fragmento de piedra rota se le clavó en el pie, y dio un respingo. Si su ojo podía detectar la diferencia entre guijarros y cristales en el suelo, ¿por qué no notaba la diferencia entre personas e insectos enormes?

—La última vez que me dio tan fuerte fueron cigarras gigantes —le dijo a la cucaracha—. Una cucaracha mantequera gigante es algo tranquilizador. El cerebro de nadie más en este planeta generaría cucarachas mantequeras, excepto tal vez el de Roic, así que sé exactamente de dónde son ustedes. A juzgar por el decorado, los lugareños probablemente verían a un tipo con cabeza de chacal, o tal vez a un hombre-halcón. Con una bata de laboratorio blanca.

Miles advirtió que había hablado en voz alta cuando la pareja retrocedió otro paso. ¿Destellaban sus ojos luz celestial? ¿O brillaban en rojo feroz?

—Déjalo, Jin —le dijo la cucaracha a su compañero lagarto, tirándole del brazo—. No le hables. Aléjate despacio.

—¿No deberíamos intentar ayudarlo? —Era una voz mucho más joven. Miles no podía juzgar si era un chico o una chica.

—¡Sí, deberían! —dijo Miles—. Con todos estos ángeles en mis ojos ni siquiera puedo ver por dónde piso. Y he perdido los zapatos. Me los quitaron.

—¡Vamos, Jin! —replicó la cucaracha—. Tenemos que llevar estas bolsas de hallazgos a los secretarios antes de que anochezca, o se enfadarán con nosotros.

Miles trató de decidir si esa última observación habría tenido más sentido para su cerebro en estado normal. Tal vez no.

—¿Adónde intenta llegar? —preguntó el lagarto de la voz joven, resistiendo el tirón de su compañero.

—Yo…

«No lo sé», advirtió Miles. Regresar no era una opción hasta que la droga hubiera despejado su sistema y hubiera conseguido alguna pista de quiénes eran sus enemigos: si regresaba a la conferencia criogénica, suponiendo que todavía continuara después de las interrupciones, bien podría correr a echarse de nuevo en sus brazos. Volver a casa estaba en la lista, y hasta ayer en primera posición, pero luego las cosas se habían vuelto…, interesantes. De todas maneras, si sus enemigos lo quisieran muerto, habían tenido oportunidades de sobra. Menuda esperanza…

—Todavía no lo sé —confesó.

—Entonces no podemos enviarlo allí, ¿no? —dijo con disgusto la cucaracha—. ¡Vamos, Jin!

Miles se lamió los labios resecos, o lo intentó. «¡No, no me dejen!» Con voz débil, suplicó:

—Tengo mucha sed. ¿Pueden indicarme al menos dónde está la fuente más cercana?

¿Cuánto tiempo llevaba bajo tierra? El reloj de agua de su vejiga no era de fiar: podría haber orinado en una esquina para aliviarse en algún lugar de su ruta aleatoria. No obstante, la sed sugería que llevaba dando tumbos entre diez y veinte horas. Casi deseó que fuera lo segundo, ya que eso implicaría que la droga empezaría a diluirse pronto.

—Podría traerle un poco —dijo lentamente Jin, el lagarto.

—¡No, Jin!

El lagarto liberó su brazo.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, Yani! ¡No eres mi padre! —Su voz vaciló un poco con la última palabra.

—Vámonos. ¡El custodio está esperando para cerrar!

Reacio, echando una mirada por encima de su brillante hombro, el lagarto se dejó arrastrar por la calle oscura.

Miles se dejó caer, la espalda contra la pared del edificio, y suspiró lleno de desesperación y agotamiento. Abrió la boca a la densa niebla, pero no alivió su sed. El frío de la acera y la pared se abrieron paso por entre sus finas ropas: sólo la camisa y los pantalones grises, los bolsillos vacíos, también se habían llevado el cinturón. Iba a hacer más frío cuando cayera la noche. Pero al menos el cielo urbano mantendría un brillo de albaricoque, mejor que la interminable negrura bajo tierra. Miles se preguntó cuánto frío tendría que soportar antes de volver al interior del refugio de la última puerta. «Mucho más frío que esto.» Y él odiaba el frío.

Permaneció allí sentado largo rato, tiritando, escuchando los lejanos sonidos de la ciudad y los débiles gritos en su cabeza. ¿Estaba empezando esta plaga de ángeles a convertirse en vetas informes? Eso esperaba. «No debería haberme sentado.» Los músculos de sus piernas se tensaban y sentía calambres, y no estaba seguro de poder incorporarse de nuevo.

Había pensado que estaba demasiado incómodo para quedarse dormido, pero despertó con un sobresalto, tiempo después, ante un tímido roce en su hombro. Jin estaba arrodillado a su lado, con aspecto un poco menos reptilesco que antes.

—Si quiere usted, señor —susurró Jin—, puede venir a mi escondite. Allí tengo algunas botellas de agua. Yani no lo verá, se ha acostado.

—Eso —jadeó Miles—, eso me parece magnífico.

Se esforzó por ponerse en pie. Una mano joven y fuerte lo sujetó.

En medio de un gimoteante cúmulo de luces que giraban, Miles siguió al amistoso lagarto.

Jin miró por encima del hombro para asegurarse de que el hombrecito de extraño aspecto, no mucho más alto que él, continuaba siguiéndolo. Incluso en la penumbra estaba claro que el drogata era un adulto, y no otro chico como Jin había creído a primera vista. Tenía voz de adulto, sus palabras eran precisas y complicadas a pesar de su tono cansado y su extraño acento, grave y resonante. Se movía de forma tan lenta y estirada como el viejo Yani. Pero cuando las sonrisas huidizas aliviaban la tensión de su rostro parecía extrañamente amable, de forma tranquila, como si sonreír fuera habitual en él. Ese gruñón de Yani no sonreía nunca.

Jin se preguntó si le habrían dado una paliza al hombrecito, y por qué. La sangre manchaba las rodilleras rotas de sus pantalones y su camisa blanca tenía manchas marrones. Para ser una sencilla camisa, parecía bastante bonita, como si, antes de ser maltratada, hubiera sido de buena calidad y elegante, pero Jin no podía comprender cómo se lograba el efecto. No importaba. Tenía esta nueva criatura toda para él, por ahora.

Cuando llegaron a la escalera de metal que corría por el exterior del edificio de las torres térmicas gemelas, Jin observó las manchas de sangre y el aspecto envarado del hombrecito y tuvo el detalle de preguntar:

—¿Puede subir?

El hombrecito miró hacia arriba.

—No es mi actividad favorita. ¿Hasta dónde llega esta torre del castillo?

—Hasta arriba del todo.

—Eso serán… ¿dos plantas? —añadió con un bajo murmullo—. ¿O veinte?

—Sólo tres —respondió Jin—. Mi escondite está en el tejado.

—Eso del escondite suena la mar de bien. —El hombre se lamió los labios resquebrajados con una lengua de aspecto seco. Jin pensó que realmente necesitaba agua—. Tal vez será mejor que tú vayas primero. Por si resbalo.

—Tengo que ir el último para subir la escalerilla.

—Oh. De acuerdo. —Extendió una mano pequeña y cuadrada para alcanzar un peldaño—. Arriba. Arriba está bien, ¿no?

Se detuvo, tomó aire, y se lanzó hacia el cielo.

Jin lo siguió con la agilidad de un lagarto. A tres metros de altura, se detuvo para hacer girar la manivela que elevaba la escalerilla poniéndola fuera del alcance de los no autorizados y le echó el cierre. Tres metros más arriba llegó al lugar donde los peldaños eran sustituidos por anchas grapas de hierro, clavadas al costado del edificio. El hombrecillo había conseguido subirlas, pero ahora parecía atascado en el pretil.

—¿Dónde estoy ahora? —le preguntó a Jin con tono tenso—. Puedo sentir la caída, pero no estoy seguro de hasta dónde llega.

Vaya, no estaba tan oscuro.

—Usted ruede y déjese caer, si no puede auparse. El borde de la pared sólo tiene medio metro de altura.

—Ah.

Los pies calzados con calcetines desaparecieron. Jin oyó un golpe y un gruñido. Llegó al pretil y descubrió al hombrecito sentado en el tejado plano, los dedos arañando la suciedad como si buscara un asidero en la superficie.

—Oh, ¿tiene miedo de las alturas? —preguntó Jin, sintiéndose como un tonto por no haberlo hecho antes.

—Normalmente no. Estoy mareado. Lo siento.

Jin lo ayudó a levantarse. El hombre no rechazó su mano, así que Jin lo condujo alrededor de las dos torres térmicas, colocadas en lo alto del tejado como grandes bloques. Al oír los pasos familiares de Jin, Galli, Twig y los seis hijos supervivientes de la Señora Speck vinieron corriendo a saludarlo, cloqueando y riendo.

—Oh, Dios. Ahora veo gallinas —dijo el hombre con voz apenada, deteniéndose en seco—. Supongo que podrían estar relacionadas con los ángeles. Tienen alas, después de todo.

—Deja eso, Twig —reprendió Jin a la gallina marrón, que parecía dispuesta a picotear la pernera de su invitado. Jin la apartó con el pie—. No te he traído la comida todavía. Más tarde.

—¿Tú también ves gallinas? —preguntó el hombre con cautela.

—Sí, son mías. La blanca se llama Galli, la marrón es Twig, y la blanca y negra es la Señora Speck. Todos esos son sus pollitos, aunque supongo que ya no son pollitos.

Medio crecidos y despeluchando, la nidada no parecía demasiado apetitosa, un hecho por el que Jin casi pidió disculpas mientras el hombre continuaba contemplando desde las sombras al grupo que les daba la bienvenida.

—Le puse por nombre Galli porque su nombre científico es
Gallus gallus
, ya sabe. —Un nombre alegre, que sonaba a «galope-galope» y que siempre hacía sonreír a Jin.

—Tiene… sentido —respondió el hombre, y dejó que Jin tirara de él.

Cuando doblaron la esquina Jin comprobó automáticamente que el techo de hules reciclados y lonas que había colgado de palos entre las torres aguantaba firme, protegiendo a su familia animal. La tienda proporcionaba un espacio acogedor, más grande que su dormitorio de antes… Trató de espantar ese recuerdo. Dejó al desconocido el tiempo suficiente para subirse a la silla y encender la luz, que colgaba de un cable en el poste y proyectaba un brillante círculo de iluminación sobre su reino secreto tan bueno como cualquier aplique del techo. El hombre se cubrió con el brazo los ojos enrojecidos, y Jin redujo la luz, volviéndola más suave.

Cuando Jin se bajaba de la silla, Lucky se levantó del colchón de mantas hechas jirones, se desperezó y saltó hacia él, maullando, y luego se alzó sobre sus patas traseras para colocar una zarpa delantera en la rodilla de Jin, implorante, frotándolo con las garras. Jin se agachó y le acarició las peludas orejas grises.

—No hay cena todavía, Lucky.

—Esa gata tiene tres patas, ¿verdad? —preguntó el hombre. Parecía nervioso. Jin esperó que no fuera alérgico a los gatos.

—Sí, se pilló una con una puerta cuando era un cachorrillo. No le puse el nombre yo. Era de mi madre. —Jin apretó los dientes. No tendría que haber añadido eso último—. Es sólo un Felis domesticus.

Gyre-el-halcón soltó un graznido atronador desde su percha, y las ratas blancas y negras se agitaron en sus jaulas. Jin los saludó a todos. Como la comida no era inmediata, todos se volvieron, algo decepcionados.

—¿Le gustan las ratas? —le preguntó Jin ansiosamente a su invitado—. Le dejaré acariciar a Jinni, si quiere. Es la más amistosa.

—Tal vez luego —respondió el hombre débilmente. Pareció notar la expresión decepcionada de Jin, y después de entornar los ojos y echarle una mirada a la jaula de las ratas, añadió—: Me gustan las ratas. Pero me da miedo dejarla caer. Todavía estoy un poco débil. He estado perdido mucho tiempo en las Criotumbas. —Después de un momento, añadió—: Conocí a un espacial que tenía hámsteres.

Eso fue positivo: Jin sonrió.

—¡Oh, su agua!

—Sí, por favor —dijo el hombre—. Esto es una silla, ¿verdad?

Estaba agarrado al respaldo del taburete de Jin, apoyado en él. La mesa redonda y arañada al lado, rescatada de una cafetería y premio de una rapiña en los callejones, estaba un poco coja, pero el custodio Tenbury le había enseñado a Jin a arreglarla con unos pocos clavos y tachuelas.

—¡Sí, siéntese! Siento que sólo haya una, pero normalmente soy la única persona que sube aquí. Quédesela usted, ya que es el invitado.

Mientras el hombre se dejaba caer en la vieja silla de plástico de la cafetería, Jin rebuscó en los estantes la botella de agua de un litro, la abrió y se la tendió.

—Lamento no tener ningún vaso. ¿No le importa beber donde he puesto la boca?

—En absoluto —dijo el hombre, y alzó la botella y bebió sediento, con avidez. Se detuvo de pronto cuando ya había tragado dos tercios, para preguntar—: Espera, ¿es toda el agua que tienes?

—No, no. Hay un grifo en el exterior de cada una de estas torres térmicas. Uno está roto, pero el custodio me conectó el otro cuando subí aquí a todas mis mascotas. Me ayudó a montar la tienda también. Los secretarios ya no me dejaban conservar mis animales en el interior, por el olor y porque molestaba a algunas personas. De todas formas, me gusta más estar aquí arriba. Beba todo lo que quiera. Puedo llenarla otra vez.

El hombrecito apuró la botella y, aceptando la palabra de Jin, se la devolvió.

—Más… por favor.

Jin corrió al grifo y volvió a llenar la botella, dedicando un momento para fregar y llenar al mismo tiempo el abrevadero de las gallinas. Su invitado bebió otro medio litro sin parar, luego descansó, y cerró los ojos agotados.

Jin trató de calcular la edad del hombre. Su rostro era pálido y preocupado, con rastros de finas arrugas en las comisuras de los ojos, y su mentón quedaba ensombrecido por una barba de un día, pero eso podía deberse a que había estado perdido abajo, cosa que inquietaría a cualquiera. Su pelo oscuro estaba bien cortado, y unas cuantas vetas grises asomaban a la luz. Su cuerpo parecía más hecho a escala que distorsionado, bastante fornido, aunque su cabeza, sobre un cuello corto, era un poco grande. Jin decidió aparcar su curiosidad y ser amable.

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