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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (4 page)

BOOK: Criopolis
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—¿Cómo se llama, señor?

El hombre abrió los ojos. Eran de color gris claro, y probablemente serían brillantes si no estuvieran inyectados en sangre. Si el hombre hubiera sido más grande, su aspecto sórdido podría haber alarmado más a Jin.

—Miles. Miles Vo… Bueno, el resto es una palabra que nadie parece capaz de pronunciar. Puedes llamarme Miles. ¿Y cómo te llamas, jovencit… joven?

—Jin Sato.

—¿Vives en este tejado?

Jin se encogió de hombros.

—Más o menos. Nadie sube a molestarme. Los tubos de ascensión interiores no funcionan. Tengo doce años —indicó, y luego, decidiendo que ya había sido lo bastante explícito, añadió—: ¿Qué edad tiene usted?

—Casi treinta y ocho. Cambia de tema.

—Oh. —Jin digirió esto. Una persona tan decepcionantemente mayor probablemente sería pesada, aunque no fuera tan mayor como Yani, pese a que era difícil calcular la edad de Yani—. Tiene un acento curioso. ¿Es de por aquí?

—No, qué va. Soy de Barrayar.

Jin frunció el ceño.

—¿Dónde está eso? ¿Es una ciudad?

No era una Prefectura Territorial: Jin se sabía los nombres de las doce.

—Nunca la he oído mencionar.

—No es una ciudad. Es un planeta. Un imperio triplanetario, técnicamente.

—¡Una maravilla exterior! —Los ojos de Jin se abrieron de par en par, llenos de entusiasmo—. ¡Nunca había conocido a alguien exterior!

La rapiña de esta noche de pronto parecía más fructífera. Aunque si el hombre era un turista, probablemente se marcharía en cuanto pudiera llamar a su hotel o a sus amigos, una idea que resultaba descorazonadora.

—¿Lo han golpeado unos ladrones o algo así?

Los ladrones se cebaban en los drogatas, los borrachos y los turistas, según había oído Jin. Suponía que eran objetivos fáciles.

—Algo así. —Miles lo miró entornando los ojos—. ¿Has oído las noticias de ayer?

Jin negó con la cabeza.

—Sólo Suze, la secretaria, tiene una comuconsola que funciona aquí dentro.

—¿Aquí dentro?

—En este sitio. Era una crioinstalación, pero la vaciaron y abandonaron… oh, mucho antes de que yo naciera. La ocupó un puñado de gente que no tenía otro sitio donde ir. Supongo que todos nos estamos escondiendo. Bueno, los que viven por aquí saben que hay gente aquí dentro, pero Suze-san dice que, si tenemos cuidado en no molestar a nadie, nos dejarán tranquilos.

—Esa, hummm… persona con la que estabas antes, Yani. ¿Quién es? ¿Un pariente tuyo?

Jin negó enfáticamente con la cabeza.

—Vino aquí un día, como la mayoría de la gente. Es un revivido. —Jin le dio a la palabra su pronunciación correcta, «re-di-vi-vo».

—¿Fue criorresucitado, quieres decir?

—Sí. Pero no le gusta mucho. Su contrato con su corporación era sólo por cien años, supongo que pagó un montón por él, hace mucho tiempo. Pero se le olvidó decir que no lo descongelaran hasta que se hubiera descubierto una cura contra la vejez. Como eso es lo que decía su contrato, lo despertaron, aunque supongo que su corporación lamentó perder su voto. Supongo que el futuro no era lo que se esperaba… pero es demasiado viejo y está demasiado confuso para trabajar en nada y ganar dinero suficiente para que lo vuelvan a congelar. Se queja mucho al respecto.

—Yo… comprendo. Creo. —El hombrecito cerró con fuerza los ojos, y los volvió a abrir, y se frotó la frente, como si le doliera—. Dios, ojalá se despejara mi cabeza.

—Puede tumbarse en mi petate, si quiere —ofreció Jin—. Si no se siente bien.

—En efecto, joven Jin, no me siento muy bien. Bien dicho. —Miles cogió la botella de agua y la apuró—. Cuanto más beba, mejor… así eliminaré de mi sistema este maldito veneno. ¿Qué tienes por letrina?

Al ver la mirada inexpresiva de Jin, añadió:

—¿Servicio, cuarto de baño, lavabo, meadero? ¿Hay uno dentro del edificio?

—¡Oh! No hay ninguno cerca, lo siento. Normalmente cuando estoy aquí mucho tiempo salgo y lo hago en la tubería de desagüe del rincón, y luego echo un cubo de agua para que baje. Pero no se lo digo a las mujeres. Se quejarían, aunque las gallinas se mueven por todo el tejado y nadie dice nada. Pero hace que la hierba de abajo esté realmente verde.

—Ajá —dijo Miles—. Enhorabuena, has reinventado el excusado, mi joven escudero-lagarto. Apropiado… para un castillo.

Jin no sabía por qué había que pedir excusas, pero de todas formas la mitad de las cosas que decía este drogata no tenían ningún sentido, así que decidió no preocuparse al respecto.

—Y después de que descanse, puedo volver con algo de comida —se ofreció Jin.

—Después de descansar, mi estómago se habrá recuperado lo suficiente para aceptarla, sí.

Jin sonrió y se levantó de un salto.

—¿Quiere más agua?

—Por favor.

Cuando Jin regresó del grifo, encontró al hombrecito acostándose en el camastro, situado junto a la pared lateral de la torre. Lucky lo ayudaba. El hombre extendió una mano, ausente, y le acarició las orejas, y luego masajeó expertamente con los dedos sus flancos, y la gata se arqueó bajo su mano. La gata se dignó emitir un breve ronroneo, un signo habitual de aprobación. Miles gruñó y se acostó, aceptó la botella de agua y la colocó junto a su cabeza.

—Ah, Dios. Qué bien.

Lucky saltó sobre su pecho y olisqueó el rastro de pelo de su barbilla. Él la miró, tolerante.

Una nueva preocupación cruzó por la mente de Jin.

—Si las alturas lo marean, el tubo de desagüe podría ser un problema.

Jin tuvo una horrible visión de su invitado cayendo de cabeza por el pretil mientras intentaba mear en la oscuridad. Su invitado de un mundo exterior.

—Verá, las gallinas no vuelan tan bien como cabría esperar, y los pollitos no saben volar nada de nada. Perdí dos de los hijos de la Señora Speck, que se cayeron por el pretil, cuando fueron lo bastante mayores para subirse al borde pero no lo bastante grandes para aletear si caían. Así que mientras tanto, les até una cuerda larga a cada pata, para impedir que lleguen demasiado lejos. Tal vez podría… ¿atarle una cuerda al tobillo o algo?

Miles lo miró, fascinado, y Jin tuvo durante un momento la horrible impresión de que había ofendido mortalmente al hombrecito. Pero con voz rasposa Miles dijo por fin:

—¿Sabes? Dadas las circunstancias, quizá no fuera mala idea, chaval.

Jin sonrió aliviado, y corrió a buscar un trozo de cuerda entre sus suministros. Ató firmemente un extremo a la barra de metal junto a la puerta de la torre, se aseguró de que llegaba hasta la tubería del rincón, y regresó para atar el otro extremo al tobillo de su invitado. El hombrecito estaba ya dormido, la botella de agua acunada bajo un brazo y la gata gris bajo el otro. Lo rodeó dos veces con la cuerda e hizo un buen nudo. Después, volvió a la silla y redujo la luz a un suave brillo nocturno, tratando de no pensar en su madre.

«Duerme bien, no dejes que las chinches te piquen los pies.

»Si encontrara alguna vez chinches, las capturaría y las metería en mis frascos. ¿Cómo son las chinches, por cierto?

»No tengo ni idea. Es sólo una rima tonta para irte a dormir. ¡Vete a dormir, Jin!»

Las palabras solían consolarlo, pero ahora le hicieron sentir frío. Odiaba el frío.

Satisfecho por haberlo puesto todo a salvo, y que el enigmático exterior no pudiera abandonarlo ahora, Jin regresó al pretil, se aupó, y empezó a bajar los peldaños. Si se daba prisa, todavía podría llegar a la puerta trasera del Café de Ayako antes de que tiraran todas las mondas buenas a la hora de cerrar.

2

Cuando el soldado Roic despertó por segunda vez (o quizá fuera la tercera), la masa opaca causada por la droga en su cabeza se había reducido a una neblina fina y pulsante. Buscó su comunicador de muñeca y descubrió, como era de esperar, que había desaparecido. Gimiendo, se volvió en el sucio colchón tirado en el suelo de ese… lugar, y abrió los ojos a la luz del día y la primera visión clara de su prisión.

Carecía de muebles. Era una especie de habitación de hotel vieja, decidió después de un minuto por la forma, las manchas, los apliques, el aspersor de aspecto oxidado del techo y la luz barata sobre la única puerta. El colchón se hallaba en lo que una vez debió de ser un hueco para la ropa, frente a un pequeño cuarto de baño al que le faltaba la puerta. Una cadena en torno a su tobillo se extendía hasta una arandela en la pared. Era lo bastante larga para permitirle usar el lavabo, recordó de la confusa noche, pero no para llegar a la puerta de salida. Lo utilizó de nuevo y, esperando librarse de la sensación pastosa, sediento, bebió de un endeble vaso de plástico que al parecer habían dejado para su uso. Una ventana larga y estrecha se extendía sobre una bañera manchada. Se asomó a un promontorio coronado por coníferas en forma de flecha, oscuras y retorcidas. Golpeó el cristal con los nudillos: su tono apagado le indicó que era irrompible, al menos si no ibas armado con un torno de energía o quizás un arco de plasma.

Probó la longitud de la cadena. No llegaba ni a la mitad de la distancia de la puerta, pero al ponerse en pie descubrió que podía ver por encima del ventanal, que no estaba oscurecido con cortinas ni filtros polarizantes. «No esperan visitantes.» Esta habitación parecía dar a una galería del primer piso. El paisaje más allá de la barandilla se extendía colina abajo hasta una ancha llanura de arbustos que se perdía de vista, envuelta en más matorrales retorcidos. No se veía ningún otro edificio.

Ya no estaba en la ciudad, eso era seguro. ¿Había anoche algún brillo urbano en el horizonte? Sólo podía recordar la luz encendida del retrete. Podía estar a diez kilómetros de Northbridge o a diez mil, por lo que sabía. Eso más adelante podría marcar la diferencia.

Acomodó su considerable altura en el colchón, y empezó a trabajar en la arandela de la pared, el único artículo que parecía remotamente un punto débil. No cedió, y sus grandes dedos apenas pudieron sujetar el molesto metal. Si al menos pudiera empezar a hacerlo girar…

«¿Cómo demonios he acabado en este lío?» Imaginó al comandante Pym criticando sus acciones del día anterior, y sintió un escalofrío. Esto era mil veces peor que la aciaga debacle de las cucarachas mantequeras. Sin embargo, todo había empezado muy bien, hacía cuatro semanas. Un poco bruscamente, pero no había nada nuevo en eso: las misiones galácticas que el emperador Gregor le encomendaba al lord Auditor Vorkosigan solían llegar bruscamente. Después de una docena de viajes siguiendo la estela de milord, Roic estaba ganando práctica en el juego de preparar su equipaje, en su papel de ordenanza ocasional, de encargarse de los documentos de milord y de los suyos propios, en su papel de secretario personal (el título con el que viajaba Roic, ya que explicar el antiguo y honorable rango de hombre de armas a los galácticos era siempre espinoso) y de encargado de seguridad del señor. Y (aunque milord nunca lo había discutido en voz alta) de tecnomédico privado para sus continuos achaques de salud.

El competente personal de la Casa Vorkosigan, bajo la aún más competente supervisión de lady Ekaterin Vorkosigan, lo había relevado de la primera de estas tareas. Cancelar sus propios asuntos le había causado más de un problema, ya que había hecho acopio de valor para invitar a la señorita Pym a Hassadar para que conociera a sus padres. Pero como hija de soldado, Aurie lo había comprendido perfectamente. Cortejar a la hija de su comandante había sido un proceso oblicuo ese año pasado, más o menos como aquellos insectos que había descrito lady Vorkosigan, donde el macho se arrimaba con dolorosa cautela no fuera a ser confundido con comida por su pretendida. Pero sería el propio comandante Pym quien le arrancaría la cabeza a Roic y se la comería si cometía un error.

Con todo, en menos de un día había abordado la lanzadera para hacer la transferencia orbital a la nave de salto, y así comenzaron tres aburridas, aunque cómodas, semanas de viaje a Nueva Esperanza II, o Kibou-daini, como lo llamaban los lugareños para distinguirlo de otros dos planetas y una estación de tránsito del mismo nombre en el nexo del agujero de gusano. Kibou para abreviar, afortunadamente. Milord, acostumbrado por su experiencia pasada en la Seguridad Imperial a no perder tiempo de viaje, le había pasado a Roic cantidades de información sobre su destino, y él mismo se enfrascó en informes aún más grandes y más clasificados.

Roic no sabía qué pensar de todo esto. Cierto, lord Vorkosigan era la única persona que conocía que había muerto y había sido criorresucitado, lo cual lo convertía en el experto en el tema más adecuado entre los Auditores de Gregor, los resolvedores de problemas personales del Emperador. Y tenía experiencia galáctica, eso no podía cuestionarse. Y acababa de concluir con éxito, en su otro cargo como delegado de su padre el conde en el Consejo de los Condes, varios años de comités dedicados a mejorar la ley barrayaresa sobre tecnología reproductora según los baremos galácticos. Roic suponía que la criogenia era el no va más de estas técnicas vitales, y por tanto una extensión lógica. Pero la Conferencia de Criogenia de Northbridge, patrocinada por un consorcio de corporaciones de criorresurrección de Kibou-daini, había resultado ser tan inofensiva como un hotel lleno de miopes cerebritos científicos y abogados bien alimentados como Roic nunca había visto.

—No subestimes la mala uva de los académicos cuando hay subvenciones en juego —le había dicho milord cuando Roic le recalcó este detalle—. Ni la capacidad de los abogados para tender emboscadas.

—Sí, pero generalmente no usan agujas ni aturdidores —replicó Roic—. No son más que palabras. Mis habilidades parecen desaprovechadas. Cuando empiecen a disparar esas granadas verbales, será mejor que me escude detrás de usted.

Parecía que había abierto la boca demasiado pronto.

Había tenido que tragarse todos los actos a los que había asistido milord, al fondo de la sala, donde podía vigilar las salidas, y le había resultado difícil permanecer despierto, aunque milord lo registraba todo indiscriminadamente. Siguió a milord a comidas con otros asistentes y a lujosas fiestas nocturnas celebradas por los patrocinadores de la conferencia, a distancias diversas, desde asomar por encima del hombro de milord a apoyarse en la pared del fondo, cuando milord lo indicaba. Aprendió mucho más de lo que había querido saber sobre criogenia y la gente que la empleaba.

Y había llegado a la conclusión de que todo esto lo habían preparado lady Vorkosigan y la Emperatriz Laisa, para darle a Ekaterin unas merecidas vacaciones de un esposo que mostraba todos los síntomas de aburrimiento, y que así se aliviaría con una nueva y emocionante tarea. Como lady Vorkosigan dirigía ya una casa enorme, controlando una camada de cuatro hijos de menos de seis años y un adolescente de un matrimonio anterior, y hacía el papel de anfitriona política para su marido en sus funciones como Auditor Imperial y heredero del conde, había tomado la responsabilidad de supervisar la agricultura y el proceso de terraformación del Distrito Vorkosigan, y trataba desesperadamente, en sus segundos libres, de mantener un negocio de diseño de jardines. Se cruzaban apuestas sobre cuándo se vendría abajo y respondería al ofrecimiento de ayuda de su marido defenestrando al hombrecito desde el tercer piso de la Casa Vorkosigan. A Roic este viaje le parecía un sustituto razonable.

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