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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (17 page)

BOOK: Criopolis
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—¿Ha salido alguna vez de este mundo, señor Wing?

—Sí, hice un viaje a Komarr el año pasado, cuando nos estábamos estableciendo. Sólo negocios, me temo… Tuve muy poco tiempo para ir de visita. Nunca salí de la Cúpula del Solsticio.

—Ah, es una lástima.

De vuelta al edificio central, los llevaron a una sala de conferencias en el piso superior, elegantemente adornada con más árboles enanos en macetas y hermosas vidrieras. Aida por fin los convenció para que tomaran algo (Miles y Vorlynkin se decantaron por el té verde, Roic por el café), y después los sometieron a una presentación en holovid sobre la gran instalación criogénica que CrisBlanco estaba ahora mismo construyendo en la Cúpula del Solsticio, la capital planetaria de Komarr. Pese a intentarlo, Miles no pudo encontrar nada que no fuera perfectamente legal. Tampoco lo había hecho Seglmp, que tenía acceso a datos más detallados. Y habían examinado con atención, encontrando de paso, con la plena cooperación y el aplauso de CrisBlanco, a dos contratistas que cobraban de más, un empleado malversador y un grupo de ladrones de almacenes, aunque nada de esto se mencionaba en el elegante vid de Wing.

Raven y Storrs se reunieron con ellos a la mitad de la exposición. El vid terminó con un estallido de música optimista pero de buen gusto.

Miles se echó hacia atrás en su increíblemente cómodo sillón e hizo un puente con los dedos.

—¿Por qué Komarr? Si querían extenderse fuera de este mundo, ¿no habría estado más cerca Escobar?

Wing se irguió, deseoso de responder.

—Lo pensamos. Pero los servicios criogénicos de Escobar son mucho más maduros, y están más protegidos ante la competencia por lo que sólo puedo llamar una regulación enormemente proteccionista. Nuestros analistas llegaron a la conclusión de que Komarr, a pesar de la distancia extra, ofrecía más espacio para crecer, lo cual es, después de todo, la base de todos los beneficios. Beneficios que esperamos que barrayareses como usted puedan compartir, naturalmente. De hecho, la Cúpula del Solsticio ya los está compartiendo: todo el trabajo tras la fase de diseño se contrató a nivel local.

—Supongo que, cuando todo el mundo en un planeta tiene un criocontrato —dijo Miles juiciosamente—, no queda más remedio que irse a otro.

No añadió «aunque nazca una persona por minuto», pero le costó trabajo no hacerlo.

—Es el riesgo de un mercado maduro, sí, eso me temo. Aunque el último año se han hecho trabajos interesantes acomodando contratos.

—¿Cómo dice?

La voz de Wing se caldeó con auténtico entusiasmo.

—Los contratos criogénicos no han sido históricamente uniformes, pues han sido redactados a lo largo de muchos años por muchas instituciones, a menudo bajo distintas leyes locales. Se basan en premisas descabelladamente distintas, cualquiera de las cuales puede haber aumentado o menguado desde que se activó el contrato. Las mismas compañías se han dividido, combinado, han ido a la quiebra o han sido adquiridas. Antiguamente, los contratos y su responsabilidad cambiaban de manos sólo junto a las instituciones que los detentaban. Pero recientemente se ha advertido que un mercado secundario en contratos individuales podría proporcionar oportunidades considerables, tanto para ampliar los beneficios como para aumentar el capital operativo.

Miles sintió que sus cejas se fruncían.

—¿Están comprando y vendiendo a los muertos?

—¿Mercadean con todos esos cuerpos congelados? —La expresión horrorizada de Roic fue mucho menos controlada.

—¡No, no! —contestó Wing. Storrs secundó a su jefe con una vigorosa negación con la cabeza «¡no, no, no!»—. Eso sería un horrible despilfarro. Los patrones se quedan donde están, a menos que las instalaciones estén siendo mejoradas o desmanteladas, naturalmente. Los patrones se conservan en una base contable recíproca, de compañía en compañía. Sólo se comercia con sus contratos —añadió piadosamente—. Es de esperar que, con el tiempo, esto derive en una estructura contractual más uniforme y más justa en toda la industria.

Miles tradujo esto como «cuando hayamos terminado de escurrir la esponja, nos pararemos». A juzgar por la notable sonrisa neutra, Raven, que hacía creer que no había comprendido una sola palabra, había llegado exactamente a la misma conclusión.

—Y… esto… ¿aplicarán ese modelo a Komarr? —preguntó Miles.

—Desgraciadamente, no. Allí no hay nadie con quien negociar.

Aunque suspiró, Wing no parecía especialmente inquieto por esto. Miles lo interpretó como «pretendemos ser un monopolio».

—Todo esto es bastante sorprendente —dijo Miles con sinceridad—. ¿Y usted qué opina, Vorlynkin? —le dirigió al cónsul un guiño jovial—. ¿Listo para apuntarse? Aunque supongo que todo esto le resultará conocido.

—En realidad… no —contestó Vorlynkin—. La mayor parte de mi trabajo se ha centrado en las preocupaciones de los vivos. Tuve que encargarme de enviar los restos de un pobre turista de Barrayar que murió buceando en el glaciar el año pasado (un deporte muy peligroso) y organizar la entrega de un par de hombres de negocios de Kibou que habían muerto por causas naturales en el Imperio y habían sido enviados a casa. Uno congelado, y las cenizas del otro. Hubo quejas de los familiares del segundo, que envié a los responsables. —Diplomáticamente (¿cómo si no?) Vorlynkin añadió—: Agradezco esta información adicional, Wing-san. Sirve para abrirme los ojos. —Sin embargo, dirigió su mirada a Miles.

Reunidos todos de nuevo, se les sirvió un almuerzo en un edificio bajo que daba a más jardines y un estanque koi. Todo eran pantallas de papel y tatamis, más arte de vidrio y esos arreglos florales que consistían en un puñado de guijarros, tres palitos, dos capullos y una flor. Se sentaron en cojines de seda ante un par de mesitas lacadas bajas. Miles tenía a Wing a un lado y a Aida al otro, todos para él; Storrs atendió a Vorlynkin, Roic y Raven en la segunda mesa. Un par de sirvientes trajeron una sucesión de delicados platos que parecían esculturas en miniatura, y Miles finalmente permitió que Aida le sirviera un vino blanco de extraño sabor en una taza plana de cerámica. Se preguntó si el diseño del recipiente era para limitar su contenido: todo el que estuviera demasiado borracho lo derramaría por delante. Él consiguió no hacerlo, a duras penas.

Aida dirigió la conversación a una serie de temas agradables y neutros, mientras se acercaba más, su chaquetilla y su chaleco aflojados para revelar estratégicamente el nacimiento de los pechos bajo el escotado top. Miles sospechó que usaba perfumes feromónicos, pero el mensaje apenas necesitaba ese aliciente: esta joven podía ser parte del soborno si lo deseaba. Lástima, Aida no había demostrado saber suficiente sobre los chanchullos para que tuviera que extender su atención hacia ella, y de todas formas no tenía por qué parecer corruptible en todos los aspectos. Existía la contención como forma de arte. Miles sacó su cubo holovid y mostró imágenes de su maravillosa esposa y sus adorables hijos, y ella dio marcha atrás, aunque también él dejó caer unas cuantas quejas sobre el alto coste de mantener una familia, y Wing se acercó entonces, animándolo en este sentido. Miles bebió más vino raro y sonrió como un bobo.

CrisBlanco habría seguido llenándole la taza hasta que se hubiera deslizado bajo la mesa, estaba seguro. Sólo puso fin a la fiesta dando a entender repetidas veces que Vorlynkin tenía que volver al trabajo. Aida pasó a entretener al otro grupo, mientras que Wing llevaba a Miles a pasear junto al estanque «para despejar la cabeza». La cabeza de Miles, al menos, se despejó rápidamente cuando Wing por fin pasó a los detalles específicos de cómo sería transferida en secreto la parte de Miles. Supuso que no debería considerarlo trabajo rápido, milord Auditor, del tonteo al coito en una sola tarde. Pero ¿a quién estaban jodiendo? ¿Y por qué, por qué, por qué lo sobornaban?

—Creo verdaderamente en el proyecto Komarr —le dijo Wing, con aparente sinceridad. Y una pizca de euforia, aunque Miles no podía decir si era inducida por el vino o por cerrar las negociaciones; para Wing, sospechaba, eran cosas intercambiables. El hombre albergaba una pasión casi jacksoniana por ganar.

»De hecho, he cambiado todas mis acciones y opciones de CrisBlanco a CrisBlanco Solsticio. Incluso he confiado mi propio criocontrato a la nueva sucursal, tanto la apoyo. Así que ya ve que he puesto mi dinero y mi vida donde está mi boca.

Sus ojos oscuros casi chispearon con esta revelación.

Y Miles, haciendo al fin la conexión, pensó: «Dioses. Creo que acabas de entregarme tu cabeza.»

8

La araña lobo era vivaracha y elegante, con un caparazón negro con rayas blancas y puntos definidos, como un aristócrata en un holovid histórico, vestido para pasar una noche en la ciudad. Jin pudo contar claramente los ocho ojos en su feroz carita, dos brillantes botones negros que lo miraban, coronados por otros cuatro más arriba, y otro a cada lado de su cabeza. Debajo de su abdomen colgaba un amasijo de fina materia blanca, como una diminuta bola de algodón. ¿Una caja de huevos? ¿Iba a ser una mamá araña? Tendido en el suelo del ajado cobertizo del jardín, Jin se envaró emocionado, y luego se retiró lentamente, cuidando de no asustarla para que no se escabullera por las rendijas del suelo o las paredes antes de que pudiera encontrar algo para capturarla. Tenía un buen tamaño para su especie, más de tres centímetros, casi tan larga y tan ancha como la falange del pulgar de Jin, así que era sin duda una araña adulta. Parecía esperarlo pacientemente.

Jin le echó una ojeada al cobertizo, lleno de frustración. Estaba tardando mucho más tiempo en llegar desde el barrio del noroeste, donde se encontraba la casa de sus tíos, hasta la cercana zona sur de la ciudad que había imaginado. En parte porque Mina se quedaba atrás y empezó a quejarse en cuanto se cansó, tal como Jin había esperado, pero sobre todo porque Jin temía haber dado la vuelta para perderse durante la larga caminata de anoche. Las calles se curvaban inesperadamente, confundiéndolo, y las torres del centro de la ciudad, vistas de vez en cuando desde una colina o un descampado, parecían iguales desde cualquier dirección.

Este cobertizo había sido un hallazgo espléndido, esta mañana temprano. Se habían detenido a comprar dos botellas de medio litro de leche en una tienda en la esquina de un barrio residencial, y luego se pasaron las siguientes manzanas buscando un lugar donde esconderse durante las horas de colegio. Una casa tenía delante un cartel de «Se vende», y un vistazo a través de las ventanas reveló que estaba vacía de muebles y deshabitada, seguro. Estaba cerrada a cal y canto, pero la puerta del cobertizo de atrás no tenía cerrojo. El jardín tenía un muro alto y estaba lleno de matorrales y árboles, era bueno para esconderlos de gente curiosa. Aún mejor, encontraron un grifo exterior del que todavía salía agua. Las barritas del almuerzo de Mina los mantenían, aunque eran aburridas, pero encontrar agua había sido más problemático, pese a que durante la larga marcha de ayer habían tenido dos veces la suerte de encontrar parques que no sólo tenían fuentes, sino también aseos. Mina había puesto muchas pegas a hacer sus necesidades detrás de un arbusto, incluso en la oscuridad.

Los estantes del cobertizo estaban vacíos, por desgracia, y no había ni recipientes ni herramientas de jardín a excepción de un palustre doblado y oxidado. Jin miró a su hermana dormida, enroscada y con su chaqueta por almohada, la mochila amarilla a su lado, decorada con abejitas sonrientes pero anatómicamente incorrectas. Se agachó y empezó a rebuscar en ella. ¡Ah, allí!

—¡Eh! —murmuró Mina, sentándose y bostezando. Su rostro pálido por el sueño estaba marcado por las arrugas producidas por la almohada improvisada, y su pelo se desordenaba en todas direcciones. ¿Qué tenía eso de dormir durante el día que hacía que la gente pareciera tan acalorada y arrugada?—. ¿Me estás robando mi dinero?

Jin abrió la caja de plástico transparente donde ella guardaba las monedas y vació el contenido dentro de la mochila.

—¡No! Sólo necesito la caja.

—¿Para qué? —preguntó Mina, soportando el registro; solamente con el ceño fruncido ya al menos no era un robo.

—¡Puaj! No me gustan las arañas. La tela se te mete en la boca.

—Es una araña lobo. No tejen redes.

—Oh.

Mina parpadeó, reflexionando sobre esto. No parecía demasiado convencida, pero al menos no se puso a chillar como una tonta. Mantuvo la distancia hasta que Jin terminó de capturar a su presa. Pero cuando la araña estuvo a salvo detrás de la barrera transparente, Mina estuvo al menos dispuesta a echar un vistazo más atento, mientras Jin le señalaba los múltiples, aunque diminutos, reflejos de su pelaje y sus ojos y mandíbulas, y la prometedora bolsa de los huevos.

—¡Tiene ocho ojos de verdad! —dijo Mina, bizqueando como si intentara imaginar el punto de vista de la araña. Envalentonada por el ejemplo de su hermano, le dio un golpecito a la tapa de plástico.

—Eh, no lo hagas. La asustarás.

—¿Podrá respirar ahí dentro? —preguntó Mina.

Jin contempló la caja, asaltado por una nueva duda. Era segura, pero parecía bastante hermética. La araña lobo rascaba inútilmente las paredes de su prisión con sus finas garras.

—Durante un rato, al menos.

—¿Cómo se llama?

—Todavía no le he puesto nombre.

—Necesita un nombre.

Jin asintió, mostrando su acuerdo. Vale, a veces Mina podía ser sensata. Se decía que había diez mil especies de araña lobo en la Vieja Tierra, pero los terraformadores de Kibou, mezquinamente, sólo habían importado media docena o así para su nuevo ecosistema. Aunque sin ningún enlace comunicador disponible, no podía buscar el nombre científico de su nueva mascota. Esperaba que fuera algo tan sofisticado como la misma araña.

—Podríamos llamarla Tejedora. Pero has dicho que no teje. ¿Lobi?

—Parece un nombre de chico —objetó Jin—. Tendría que ser un nombre de señora para que le venga bien. Algo de la Vieja Tierra.

Mina frunció el ceño un momento, pensativa, y entonces sonrió.

—¡Señora Murasaki! Es el nombre de señora más mayor que conozco.

Jin, a punto de rechazar la idea por reflejo fraterno, se detuvo. Miró a su araña. El nombre encajaba.

—Muy bien.

Mina sonrió triunfal.

—¿Qué come?

—Bichos más pequeños. Tendría que capturar alguno en el jardín antes de que nos vayamos. No estoy seguro de cuánto tardaremos en llegar a… hum… casa.

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