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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (15 page)

BOOK: Criopolis
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El cierre de la puerta chasqueó. ¿Tía Lorna, que venía a echar un vistazo? Todavía podía oír los ronquidos del tío Hikaru. Se dio la vuelta para ponerse de cara a la pared, se echó las mantas por encima del hombro y cerró con fuerza los ojos.

—¿Jin? —susurró una voz tímida—. ¿Estás dormido?

Jin se volvió, a la vez aliviado y molesto. Era sólo Mina.

—Sí —gruñó.

Un breve silencio.

—No, no lo estás.

—¿Qué quieres? —Alguna muñeca olvidada o un juguete de peluche, supuso, aunque se había llevado una cesta entera a su cama temporal en el sofá de la planta de abajo.

La puerta hizo un ruidito al deslizarse en su ranura, y unos pies pequeños se acercaron hasta el futón. Jin volvió a apoyarse en un codo y miró a su hermana, que lo estaba mirando a su vez. Compartía los ojos marrones de Jin y el revoltillo de pelo negro, pero era más alta y menos regordeta de como la recordaba de hacía catorce meses. Entonces ni siquiera había empezado a ir a la escuela: ahora estaba en segundo curso. Parecía menos… asombrada por todo, de algún modo.

—Si te dejo salir, ¿me llevarás contigo?

—¿Cómo? —Sorprendido, Jin se sentó y se abrazó las rodillas. ¿Qué, no era solo que se había perdido camino del baño?—. No, por supuesto que no. ¿Estás loca?

El rostro de ella se entristeció.

—Oh.

Regresó a la puerta y empezó a cerrarla al salir.

—¡No, espera! —susurró Jin, levantándose.

En la habitación de al lado, los ronquidos cesaron. Los dos se quedaron quietos. Después de un momento, se oyó un crujido y una especie de sonido borboteante, y los ronquidos empezaron de nuevo.

—Aquí no podemos hablar —susurró Jin—. Vamos abajo.

Ella pareció pensárselo, luego asintió, y esperó en el pasillo mientras él se echaba una manta sobre los hombros y la seguía. Jin cerró la puerta muy despacio, en silencio. Las escaleras crujieron bajo sus pies descalzos, pero nadie vino tras ellos.

—No enciendas la luz —dijo Jin, en voz baja.

Había suficiente luz procedente de lo que tío Hiraku llamaba la cocina de un solo culo, en un hueco tras el salón, para que no tropezaran con nada.

Mina se sentó en las mantas revueltas del sofá. Jin lo hizo en el borde del sillón del tío Hikaru y echó un vistazo alrededor.

—¿Te acuerdas de papá? —preguntó Mina.

—Más o menos. Algo.

—Yo no. Sólo de su foto en el altar familiar que puso mamá.

—Tenías tres años.

Jin tenía siete cuando murió su padre. Cuatro años ya: parecía media vida. Recordaba mejor la extravagante pena y la ira de su madre, y cómo pocas veces la había visto después de eso, como si la muerte se hubiera llevado a sus dos padres, incluso antes de que las mujeres policías vinieran a por ella.

—¿Tía Lorna ya no conserva el altar familiar?

—Me dejó tenerlo en mi habitación durante un tiempo, pero luego nos quedamos sin sitio cuando me hizo falta una mesa para estudiar, así que lo quitó y lo guardó todo. No supe si guardar tu foto o no.

Mina se estaba poniendo los zapatos, con una expresión decidida en el rostro.

—No puedes ir conmigo —repitió Jin, incómodo—. No a donde voy.

—¿Adónde vas?

—Una larga caminata. Demasiado lejos para ti. ¿Por qué quieres venir, de todas formas? —Jin creía que era la niña bonita de sus tíos.

—Tetsu y Ken son horribles conmigo. Me molestan y se burlan. El tío Hikaru les grita, pero nunca se levanta ni hace nada.

Jin no veía el problema. Bueno, tenía la leve impresión de que tal vez fuera cosa suya darle la lata a su propia hermana, pero si alguien más quería el trabajo, no tenía ninguna objeción.

—Probablemente están celosos porque te dan todas esas cosas de chicas. Además, si no estuvieras aquí, Ken tendría tu habitación —dijo, sin darle importancia al tema.

—Los tíos estaban hablando de adoptarme, antes de que tú vinieras. Pero no quiero a Tetsu y Ken por hermanos. Quiero a mi hermano de verdad.

—¿Cómo pueden adoptarte si mamá está todavía…? —se interrumpió. ¿Viva? La palabra se le atascó en la garganta, un nudo de inseguridad. Tragó saliva y continuó—: No puedes quedarte donde voy. Yo… ellos no te querrían. Molestarías.

Aunque Suze-san y su gente podrían estar dispuestos a tratar a un chico perdido con la misma indiferencia que a un gato perdido, tenía la sensación de que una niña, y además pequeña, podría ser otro cantar. Y aunque a la policía, por no mencionar al tío Hikaru y la tía Lorna, podría no importarles demasiado que él se escapara por segunda vez, ¿se extendería esa sensación a Mina?

—No podrías soportarlo.

—¡Sí que podría!

—¡Chisss! ¡Baja la voz!

Ella hizo un mohín.

—¡Si no me llevas contigo, chillaré y te pillarán y te devolverán a mi habitación! ¡Y yo no te volveré a dejar salir, para que te enteres!

Jin trató de decidir si se trataba de un farol. No, probablemente no. ¿Podría golpearla con algo en la cabeza y dejarla inconsciente mientras se escapaba? Tenía la sensación de que eso funcionaba mejor en los holovids que en la vida real. Y si la golpeaba con una de las cacerolas o sartenes de tía Lorna, los únicos instrumentos romos que tenía a la mano, haría un sonido infernal y todo el mundo se despertaría de todas formas, estropeando su propósito.

Ella interrumpió sus hostiles reflexiones, con un tono práctico que le recordó al tío Hikaru:

—Además, yo tengo dinero y tú no.

—¿Cuánto?

—Más de quinientos nuyen —respondió ella orgullosamente—. Los he ido ahorrando de mis cumpleaños y mis tareas.

Suficiente para una docena de billetes de tranvía, excepto que Jin había jurado no volver a usar ese sistema de transporte. Estiró el cuello para mirar el reloj de la cocina: tal vez faltaban unas dos horas para el amanecer, y todo el mundo se levantaría y los echaría de menos. No era mucha delantera, comparado con la última vez. Era ahora o nunca. Jin se rindió a lo inevitable.

—Muy bien, prepárate. En silencio. ¿Sabes dónde puso mis cosas tía Lorna?

Encontraron las ropas de Jin en la cesta de plástico, junto con sus zapatos, en el armario junto a la cocina donde se ponía la ropa para lavar. Mina sabía en qué cajón de la cocina estaban las barritas del almuerzo, y guardó una docena en una bolsa. Minutos después, los dos salieron por la puerta de atrás. Jin cerró la verja del patio tras ellos lo más silenciosamente que pudo y echó a andar por el callejón.

Unas ocasionales farolas creaban fríos halos en la pegajosa bruma nocturna.

—Nunca he estado en la calle tan tarde —dijo Mina, todavía susurrando, aunque ya estaban lejos de la casa—. Es extraño. ¿Te da miedo la oscuridad?

Hizo amago de acercarse a Jin. Él avivó el paso.

—La oscuridad está bien. Es de la gente de quien hay que tener miedo.

—Supongo.

Un silencio más largo, mientras sus pies rozaban suavemente la acera.

—Eso que te dijo tía Lorna sobre los reici… reinv… no sé pronunciarlo. Los chicos que se escapan una y otra vez. No los congelan de verdad, ¿no?

Jin reflexionó, incómodo.

—Nunca lo había oído decir. Y creo que costaría un montón de dinero.

—Entonces, ¿sólo intentaba asustarte para que seas bueno?

—Sí. —La parte del susto desde luego había funcionado, Jin tenía que admitirlo—. Pero de todas formas no te congelan la primera vez.

Mina pareció hallar una indebida satisfacción en esta idea. Un recuerdo desagradable despertó en la mente de Jin. No fue el pegajoso olor de la noche lo que lo provocó, porque las mujeres policía habían venido a por su madre durante el día, pero el frío pegajoso en sus entrañas aquel día era muy parecido a éste. Mamá arrodillada, las manos sobre sus hombros, diciéndole «Jin, ayuda a cuidar de Mina, ¿de acuerdo? Sé un buen hermano mayor, y haz lo que te diga tía Lorna».

Jin había renunciado a todo eso cuando tía Lorna insistió en deshacerse de todas sus mascotas, sí, todas, borrón y cuenta nueva; no había espacio, y olían y cagaban demasiado, y aquella ave era una asesina, y para remate Ken era supuestamente alérgico a Lucky, que era demasiado perezosa para arañar a nadie ya. Jin pensaba que su primo moqueaba y estornudaba a propósito, para molestar, cosa que desde luego conseguía. Jin había olvidado la primera parte de aquella despedida maternal: bendición, maldición, lo que fuera, porque, después de todo, nadie le había gritado a Mina como le habían gritado a él y a sus animales.

Deseó no haber recordado eso. Les esperaba un largo trecho para salir de esta zona, y tenían que hacerlo antes de que los echaran de menos. Tal vez sería mejor que se escondieran y descansaran durante las horas de colegio. Jin seleccionó una dirección que estaba casi seguro de que era el sur, y siguió caminando.

7

Dos días después de su regreso al consulado, el grupo de Miles se reunió en el camino de entrada y vio cómo el vehículo de tierra de CrisBlanco se detenía a recogerlos. Era largo, estilizado, brillante, y se posó en el suelo con un suspiro, como un amante satisfecho.

Roic alzó las cejas.

—Es mejor que esa especie de autobús en que llevaron a los delegados de la conferencia, eso hay que reconocerlo.

—Desde luego —dijo Miles—. Buen trabajo, Vorlynkin. Parece que CrisBlanco quiere suplicar con estilo.

Esto provocó un inseguro gesto por parte del cónsul, que se había pasado buena parte del día de ayer llamando y respondiendo a su anfitrión para preparar todo esto, mientras Miles se hacía el difícil de encontrar. Al menos el retraso le había dado tiempo para recuperarse del ataque inducido.

Pero aunque no haría ningún daño a la causa de Miles que el propio diplomático de Barrayar lo encontrara alarmante, ya no estaba seguro de que el hombre estuviera bajo control. «O seguro de bajo qué control está.» Le dirigió al cónsul una breve sonrisa.

—Por cierto, Vorlynkin, absténgase de hacer ningún comentario a nada que yo diga o haga hoy. Asienta a todo.

Una pausa imposible de descifrar.

—Sí, milord Auditor.

¿Era capaz de ser irónico, entonces? Bien. Probablemente.

—Será como ver una obra —le tranquilizó Roic.

Vorlynkin agitó las cejas, aunque no de modo especialmente tranquilo. El doctor Durona, entretenido examinando la variedad de plantas que flanqueaban el paseo, se irguió y volvió la cabeza con interés cuando la cabina del compartimento trasero del vehículo se alzó y salió una mujer.

Era tan esbelta como el vehículo de tierra, aunque considerablemente más delicada. Llevaba el largo pelo negro peinado hacia atrás y sujeto con peinetas esmaltadas en una elegante construcción que Miles estaba seguro de que Raven debía envidiar. Los nativos de Kibou vestían a la moda local y a la de inspiración galáctica; Miles llevaba aquí el tiempo suficiente para interpretar su atuendo como tradicional de negocios, versión femenina. Un sucinto top ceñido a la piel, una camisola a juego, y la chaqueta exterior de cordones sueltos que podían llevar tanto hombres como mujeres, pero en vez de los pantalones anchos atados en los tobillos que usaban los hombres, mostraba sus finas pantorrillas con una falda corta y medias. Todo en sutiles tonos otoñales que realzaban sus profundos ojos marrones. El efecto general era simultáneamente de clase superior y sexy, como una cortesana muy cara: en una visita a la Tierra, le habían explicado a Miles las tradiciones de las geishas, en su isla de origen, un efecto secundario de tener una esposa maniática de los jardines. La sensación de que esa mujer era un arma que lo apuntaba directamente procedía sobre todo de su altura diminuta, que casi igualaba a la suya, y el hecho de que llevaba sandalias planas.

—Buenos días,
ohayo gozaimasu
. —Les dirigió una reverencia formal a todos, pero su sonrisa se centró en Miles—. Lord Vorkosigan, cónsul Vorlynkin, Durona-sensei, Roic-san. Maravilloso, están todos aquí. Yo soy Aida, la ayudante personal del señor Ron Wing por hoy. Los escoltaré hasta las nuevas instalaciones de CrisBlanco, y les responderé a las preguntas que puedan hacerme por el camino.

«Apuesto a que las mías no», pensó Miles, pero devolvió los adecuados saludos y permitió que la joven los condujera al espacioso vehículo de tierra. Miles se preguntó cuánto habría escarbado su jefe para encontrar una anfitriona tan bajita con tan poca antelación.

Ron Wing era el hombre al que Miles había estado dando largas ayer, mientras Vorlynkin desviaba mensajes oblicuos y se abstenía ostensiblemente de tirarse de los pelos. El título oficial de Wing era Jefe de Desarrollo; era uno de los principales mandamases de CrisBlanco, y el hombre encargado del esfuerzo expansivo de Komarr. Eran sus subordinados quienes se habían tomado tantas molestias informando a Miles, y viceversa, durante la conferencia criogénica. «Ahora veremos qué hay en el otro extremo de la cuerda.»

Roic, Aida y Raven ocuparon el asiento a contramarcha. Miles y Vorlynkin se sentaron enfrente. Nadie se arriesgó a darse codazos para sentarse.

—Me recuerda al viejo vehículo de tierra de mi padre —le murmuró Miles a Roic.

—No —respondió Roic entre susurros, mientras el conductor en el departamento delantero, que no había sido presentado, los ponía suavemente en marcha—. Éste no tiene ni la mitad de la masa. Ni blindaje.

La amable Aida ofreció una sorprendente variedad de bebidas del bar del coche, que todos rechazaron educadamente después de que lo hiciera Miles, quien volvió la cabeza hacia la cabina polarizada para ver mejor la capital desde el nivel del suelo, para variar. No había montañas que rodearan Northbridge, pero hacía mucho tiempo que los glaciares se habían retirado, pues los ríos habían convertido las morrenas en algo que no era del todo plano. Las especies de plantas nativas, rudimentarias como poco, habían sido retiradas por el paisaje urbano basado en las importaciones terrestres. La localidad era una ciudad típica, desarrollada en torno a una infraestructura estándar de transporte y tecnología. Si Miles no la hubiera recorrido en persona, no habría imaginado qué extrañas cosas había debajo.

La vista se hizo más interesante cuando llegaron al extremo occidental y se acercaron a la Criopolis propiamente dicha.

—La Criopolis comenzó a ser desarrollada hace unos cuarenta años —les informó Aida con buen estilo de guía—, cuando la ampliación de las crioinstalaciones bajo la ciudad se volvió demasiado cara. Ahora Northbridge ha crecido y la ha absorbido, y se ha convertido en un municipio propio llamado Esperanza Occidental.

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